Suero de una noche de verano

Enfermera Saturada

Fragmento

cap-1

Primer acto

De cuando Satu quiso empadronarse en el hospital

Aquel verano comenzó igual que todos mis veranos desde hace algo más de diez años: con una llamada de la mujer de la bolsa de empleo.

Cuando una es enfermera, los tiempos no los marcan ni las estaciones del año, ni el curso escolar, ni el calendario. Ni siquiera los cambios de armario de las youtubers de moda o las rebajas de Amancio. Cuando una es enfermera, los tiempos en tu vida los marcan la academia de oposiciones y la mujer de la bolsa, o lo que es lo mismo: los rumores de oposiciones y los contratos de vacaciones en el hospital. Y es así, con esa llamada que parece que nunca llega, cuando sabes que empieza la Navidad, Semana Santa, Carnaval y el verano. Y luego está la travesía por el desierto que supone el otoño, durante el cual compruebas cada mañana que tu teléfono móvil sigue teniendo cobertura pero que el problema no es ese, sino que en el hospital casi nadie se marcha de vacaciones.

Hacía apenas unos meses que había vuelto a Madrid tras probar suerte fugazmente como enfermera en Reino Unido, y decidí que era el momento de dejar el piso compartido en el centro y mudarme por enésima vez. Este sí parecía el apartamento perfecto, y sólo deseaba que aquella mudanza fuese la definitiva. Al menos este piso era exterior y superaba los veinticinco metros cuadrados; tal vez pudiera borrar de mi mente esa extraña y triste experiencia de trabajar en habitaciones de hospital del mismo tamaño que mi apartamento. Pese a todas las incomodidades que pueda tener vivir en el centro de una gran ciudad, me negaba a abandonar Malasaña, el barrio que me acogió con los brazos abiertos cuando llegué a Madrid por primera vez, hace ya cuatro años, y adonde llegué con toda mi vida metida en dos maletas tan rotas que bien podrían ser una metáfora de mí misma.

Con casi veintiún años, nada más terminar la carrera de Enfermería en A Coruña, salí de casa dispuesta a comerme el mundo. Me había pasado los últimos años recorriendo la geografía española con mi título bajo el brazo, trabajando en residencias de ancianos, mutuas, centros de salud y hospitales de todo tipo. Siempre con contratos precarios y tan breves como mis amoríos, y es que no es fácil encontrar a una persona que entienda que los turnos de mañana, tarde y noche organizan nuestras vidas, incluso en Nochebuena, y sea capaz de renunciar a tanto. Si nosotras conseguimos hacerlo es gracias a nuestra, en ocasiones, maldita vocación. Estoy segura de ello.

Justo un año antes de pisar Madrid por primera vez, me había enrolado como enfermera de crucero buscando un poco de estabilidad laboral… bueno, y también porque mientras trabajaba en el Hospital de Palma de Mallorca conocí a un marinero, el oficial de Puente Jean Paul. Me dejé liar, y durante meses estuve recorriendo el Mediterráneo de punta a punta a bordo del Costa Fascinosa.

Como podéis imaginar, aquella relación marítima no terminó demasiado bien. Así que decidí poner tierra de por medio y echar el ancla en Madrid. Allí el barco lo tenía difícil para ir a buscarme. Sólo pensaba en empezar de cero en una ciudad nueva para mí, pero en la que nadie se siente forastero. Sin amigas, sin ataduras y casi sin dinero, pero con las mismas ganas y la misma ilusión que el día que acabé Enfermería. Todo con tal de olvidar para siempre a Jean Paul y sus labios con sabor a sal, que a estas alturas probablemente seguirá surcando los mares con otra sirena.

Está claro que hay personas que pasan por tu vida para enseñarte todo lo que no hay que hacer, y él era una de ellas. De esos hombres que, sin que apenas te des cuenta, te sacuden entera y te mueven los cimientos, como si fuesen un terremoto, pero ahora era a mí a la que le tocaba rebuscar entre los escombros.

Pensaba que a esta edad ya no debería de doler tanto, pero me equivocaba. En los días de soledad en aquel piso compartido del centro de Madrid aprendí que hay un momento en la vida en que la felicidad se reduce a las cosas que te proporcionan paz. Me la jugué a todo o nada, y en Malasaña logré reconstruirme. El tiempo de ser la Jacques Cousteau de la enfermería hacía mucho que había tocado a su fin.

El nuevo apartamento tenía un pequeño balcón con baldosas de dos colores que hacían que el suelo pareciese un tablero de ajedrez. El cierre consistía en una barandilla de forja, de apariencia frágil, de la que colgaba un macetero cargado de buganvillas que hacía destacar el balcón entre todos los demás. Daba a una concurrida calle del barrio, y tenía el espacio justo para colocar una silla donde poder sentarme a disfrutar de un buen libro, relajarme después de los turnos, observar el ir y venir de la gente y empaparme de la vida que corre por las calles de Madrid: los lateros, las parejas, los asiáticos que venden comida en las esquinas, las prostitutas, los chaperos, las modernas, los hipsters y los pijos, los guiris y las señoras cargadas con bolsas del Primark de Gran Vía. Todo eso y mucho más era Madrid, y aquel pequeño balcón, su gran escaparate y el ojo de buey de mi camarote lejos de Jean Paul.

De los vecinos del edificio no puedo contaros demasiado, no porque en general no parezcan buena gente, son de esos que saludan si te los cruzas en la escalera, pero es que mis horarios y los suyos no coinciden demasiado. ¡Qué queréis! Soy enfermera a turnos, a los turnos que no quiere nadie para ser más exactos, y por eso mismo llevo una vida totalmente al revés que la gente con trabajos normales.

Al poco de instalarme, me crucé en el portal con los vecinos del primer piso, un domingo a las nueve de la mañana. En el primero vive una familia de cuatro, de esas que parecen sacadas de un libro de catecismo: padre, madre, niño y niña, todos vestidos como para ir al Club de Golf sea el día de la semana que sea y la hora que sea. Justo en el momento en que ellos salían de casa, yo estaba arrodillada frente al portal con el bolso apoyado en el suelo. Yo volvía de hacer el turno de noche en el hospital y no había dormido, tenía unas ojeras que me llegaban hasta los tobillos, el pelo recogido con un trozo de venda elástica en una coleta casi deshecha, y un bollo de pan a medio comer que a duras penas sujetaba con una mano, mientras con la otra trataba de encontrar las llaves de casa, que estaban en algún lugar entre el móvil, los tíquets de la compra, el monedero, el cargador, los pañuelos de papel y el pintalabios.

—¡Buenos días! Ay, no cierren la puerta que así ya entro —dije con la mejor cara que se puede poner después de un horrible turno de noche.

—¡Niños, no miréis! —dijo ella mientras trataba de apartar la mirada a sus hijos y se marchaban resoplando calle arriba.

—Pero ¡que soy enfermera! ¡Que no vengo de fiesta! —respondí angustiada. Aunque, no nos engañemos, si el sábado por la noche no hubiese tenido turno habría salido a darlo todo como la que más. Os puedo asegurar que ni me oyeron.

Del mensajero de mi zona que me trae las compras online, para qué contaros nada. Entre que él viene cuando le da la gana y no cuando ponen en la web de seguimiento, y que por la mañana unas veces no le abro porque estoy en el hospital y otras porque estoy tratando de recuperarme del turno de noche, con tapones en los oídos y un antifaz de unicornios que compré en Primark, ha optado unilateralmente por dejarle mis paquetes al chino de

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