La paradoja del beneficio

Jan Eeckhout

Fragmento

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INTRODUCCIÓN

 

 

 

 

Parecía una película de ciencia ficción. Mientras hablaba por teléfono podía ver cómo Erin, a varios miles de kilómetros de distancia, entraba en el smartphone de mi hija Elena y se movía por las aplicaciones para resolver el problema. La transmisión de datos móviles había dejado de funcionar y yo había llamado al servicio técnico. Tras hablar con varios técnicos menos preparados que habían hecho las mismas comprobaciones, encender y apagar el teléfono o alternar la configuración del operador, me pasaron con Erin, una asesora técnica sénior. Evidentemente conocía mejor las características técnicas del aparato y me pidió que cambiara unos ajustes que yo ni siquiera sabía que existían.

Hablaba con un tono de voz enfático y seguro, lo que resaltaba todavía más sus conocimientos. Desde el primer momento, me dio la impresión de que iba a ser capaz de resolver el asunto. Y lo hizo. Como asesora técnica sénior, el trabajo de Erin consistía en analizar los inconvenientes que los técnicos menos preparados no podían resolver. Le tocaban los problemas difíciles. En total hablamos cuatro veces por teléfono, durante más de tres horas repartidas en varios días. En ese tiempo llamó a otras personas, incluido el proveedor de telefonía, para ver si era un tema con la tarjeta SIM. Cuando no podía resolver una cuestión en particular, investigaba y me volvía a llamar al día siguiente. Finalmente descubrió el problema: uno de los lotes de un modelo de teléfono antiguo era incompatible con la tecnología SIM más reciente.

Cuando todo terminó, me quedé pensando qué sentido tenía a nivel empresarial que un cargo de semejante responsabilidad dedicara más de tres horas a un caso. Seguro que su coste por hora —su salario, las aportaciones a la seguridad social y los gastos generales derivados de su espacio de trabajo— era considerablemente mayor que el que supondría la reposición del modelo antiguo de smartphone, que en ese momento se vendía por unos trescientos dólares, aunque el coste de fabricación para la empresa debía ser sustancialmente menor, unos ciento cincuenta dólares. ¿Por qué no gastar ciento cincuenta dólares en un teléfono de reemplazo en lugar de pagar el alto coste laboral de un asesor técnico cualificado? Además, para compensar el fallo técnico y el tiempo que habían tardado en resolverlo, la compañía me permitió elegir un accesorio de ciento cincuenta dólares en su tienda. Una vez resuelto el inconveniente, le pedí a Erin que conversáramos fuera de aquel entorno de solución de problemas para averiguarlo.

Erin tiene dos licenciaturas, una en Periodismo y otra en Psicología Social, de diferentes universidades. También hizo un máster en Sociología en otra universidad, donde fue auxiliar docente. Cuando hablé con ella por primera vez, me sorprendió descubrir que no había estudiado ingeniería ni ciencias. Me dijo que las habilidades personales eran la cualidad más importante para conseguir un ascenso.

Esas habilidades sociales —que incluyen cuestiones como ser capaz de mostrar empatía o comprender la situación en la que se encuentra el cliente— no se pueden aprender en clase, en parte porque casi nunca las enseñan. Erin me contó que la gente se enfadaba por teléfono y que eso requería de todo su aplomo para mantener la calma con el fin de frenar la escalada de la situación y no tomarse las cosas de forma personal. Las habilidades técnicas llegaban después y no era necesaria una preparación formal. Cuando conseguía que el cliente estuviera bien dispuesto, tranquilamente pasaba a las cuestiones técnicas.

Al entrar a trabajar, Erin lo hizo desde abajo, y en menos de un año ascendió al nivel más alto del asesoramiento técnico. Pero, a pesar de ello, no supervisaba a otros. Los técnicos menos cualificados le pasaban los problemas, pero no respondían ante ella.

Cuando Erin terminó su licenciatura, se sentía bien en Nuevo México y decidió quedarse como asesora técnica. La oficina local de su compañía tenía un único cliente, una gran empresa de smartphones. Aunque la fabricante de telefonía subcontrataba el servicio de asistencia técnica, la empresa matriz supervisaba de cerca las operaciones y establecía los estándares de calidad del servicio. De cara al público, parecía que la empresa matriz era la que interactuaba con el cliente: los asesores técnicos se identificaban con el nombre de esta y sus direcciones de correo electrónico terminaban en @el-nombre-de-la-empresa-matriz.com. Ofrecían soporte técnico por teléfono y por correo electrónico y accedían al dispositivo del cliente a distancia.

Se supervisaba el trabajo de cerca y se medía con todo tipo de indicadores, como el tiempo medio operativo, el tiempo de trabajo después de la llamada, el cumplimiento del asesor técnico de las llamadas programadas y, evidentemente, a través de encuestas a los clientes.

Se grababan las llamadas y los representantes del fabricante de smartphones escuchaban esas grabaciones. El entorno físico, al menos antes de la pandemia de la COVID-19, era muy poco atractivo: un montón de personas apiñadas en un enorme espacio diáfano. Había que llegar temprano para conseguir un puesto de trabajo. Sin embargo, según Erin, la relación con los compañeros era muy agradable. Podía consultar a sus colegas cómo gestionar los problemas difíciles, los directivos eran amables y los capacitadores, de gran ayuda. «Definitivamente, es mucho más agradable que trabajar en una empresa pequeña, cosa que hice a través de una agencia de trabajo temporal. En cierto modo, esto, una empresa de servicios gigantesca y repleta de departamentos, es mucho menos impersonal que una empresa pequeña. La gestión administrativa en esas empresas es mucho más irritante».

Con dos licenciaturas y un máster, Erin tiene un nivel de estudios alto, se encuentra dentro del 15 % de los ciudadanos estadounidenses con mayor nivel educativo.[1] Pero la cantidad de años de estudios evidentemente no es la mejor medida de productividad. Muchas personas sin título universitario ganan cantidades escandalosas de dinero en Wall Street y otras licenciadas en Arte trabajan de camareras. Erin realiza un trabajo técnico y tiene excelentes habilidades sociales e interpersonales, pero, a pesar de que el título del puesto es asesora técnica sénior, la naturaleza de su tarea no requiere estudios superiores. Lo hace porque no ha podido encontrar un trabajo más satisfactorio en su área de formación.

Cuando Erin me contó lo que ganaba, me quedé atónito: doce dólares la hora antes de impuestos y sin vacaciones remuneradas. Trabaja unas cuarenta horas a la semana por las que gana 480 dólares, o veintitrés mil dólares al año considerando cuarenta y ocho semanas. Esta cifra se encuentra muy por debajo del salario medio nacional, que es de 917 dólares a la semana (47.684 dólares al año considerando 52 semanas).[2] En la misma

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