Introducción
y nota para honrarte
Las mujeres siempre nos decimos dos mentiras: que somos malas con el dinero y que no tenemos qué ponernos. La verdad, este libro no te ayudará con lo segundo (aunque vale la pena ahorrar para unos jeans marca Madewell), pero sí te ayudará con tus metas económicas como ningún otro.
No más sensación de que tus finanzas están fuera de control.
No más deudas por las nubes.
No más estrés, ansiedad y preocupación constantes.
Y, lo más importante, no más presupuestos tradicionales.
Los presupuestos tradicionales no funcionan porque solo se enfocan en las cifras. Además, son demasiado restrictivos, producen ansiedad y nos quitan el poder: nos hacen depender de personas que “conocen el secreto”. A pesar de todos los sofisticados programas paso-a-paso que supuestamente dividen los conceptos “grandes” en instrucciones “pequeñas”, hacer un presupuesto tradicional te deja abrumada, confundida e insegura de si estarás haciéndolo bien mientras te matas para seguir reglas que ni entiendes. Peor, la pasas mal porque te hacen sentir como si fueras una niñita a la que siempre hay que darle manazos cuando gasta. ¿Y qué pasa cuando toda esa restricción resulta ser un fracaso? Te regañarás por tu falta de disciplina. (“¿Qué me pasa? ¿Por qué no lo logro?”)
Pero no es suficiente con la disciplina. Necesitas disciplina y este libro.
Soy Kumiko Love, fundadora del sitio web líder en finanzas personales The Budget Mom (TBM), creadora del Budget by Paycheck Method (o método del presupuesto por quincena que veremos en este libro) y asesora financiera profesional. Ayudo a millones de mujeres en todo el mundo a reinventar sus historias económicas. Y tengo un enfoque diferente del dinero, uno que, en realidad, se basa muy poco en las cifras. El dinero nunca es una conversación sobre cifras. Cuando hablamos de dinero, hablamos de mucho más que eso. Hablamos de salud emocional, felicidad y calidad de vida.
Tu salud financiera es tu salud emocional (y a las mujeres nunca nos enseñan eso). Nos sentimos culpables por el dinero, tenemos problemas para ahorrar, para pedir, para gastar, compramos cuando nos sentimos bien, cuando nos sentimos mal, no sabemos cómo administrar el dinero, no sabemos qué hacer con él, cuánto tenemos y menos cuánto necesitamos. Esto pasa porque muchas de nuestras decisiones económicas están relacionadas con cómo nos sentimos en un momento determinado. Gastamos por pánico, miedo, inseguridad, baja autoestima, ansiedad, duda, vergüenza y todo tipo de emociones humanas complejas que, la verdad, afectan nuestra calidad de vida. De eso trata este libro. Sin importar tu nivel de ingresos o el saldo de tu tarjeta de crédito, mereces vivir bien. Mereces ahorrar con dignidad. Y mereces gastar dinero en tus sueños.
A eso llamo mi dinero, a mi manera.
Y se trata de lo que SÍ necesitas, más de lo que no deberías comprar.
He visto a demasiadas mujeres corregir de forma excesiva y drástica sus hábitos financieros privándose de alegría. Me rompe el corazón ver gente negándose porque teme las consecuencias financieras, porque no está preparada o porque alguien les dijo que esa experiencia en particular estaba prohibida: cuando una mamá nueva se avergüenza de salir a comer con sus amigas porque “se supone que no debería”. Cuando una persona asume de forma automática que no puede permitirse el lujo de volver a estudiar. Cuando no compras comida orgánica porque es “para ricos”.
No vas a vivir así. En vez de eso, administrarás tu dinero (y, por añadidura, tu vida) desde un lugar de fortaleza. Empezarás preguntándote ¿qué necesitas que el dinero haga para ti? En otras palabras ¿para qué lo necesitas? ¿Cómo quieres que te sirva? ¿Cómo el hecho de planificar un presupuesto puede ser una forma de honrarte en vez de negarte o denigrarte?
Si piensas “Ay, ajá, Miko, a ver, intenta honrar mi saldo bancario negativo”, lo entiendo, es la parte difícil (al menos al principio). Pero eso no es porque seas mala con el dinero, te lo prometo. Es porque asumes suposiciones obsoletas y falsas sobre él y el papel que juega en tu vida.
La cosa está así: las personas con ansiedad financiera no se conocen, no saben a qué aspiran o qué es para ellas vivir con plenitud. No saben qué las hace felices. En consecuencia, gastan dinero en cosas y experiencias por una inseguridad subconsciente, por la necesidad de encajar, de convertirse en otra persona o porque no tienen idea de lo que de verdad aporta valor a sus vidas. Por ejemplo, cuando una mujer se arregla las uñas cada semana porque “todas las mujeres lo hacen”, pero le genera una deuda en la tarjeta de crédito. O cuando un estudiante gasta en un concierto para ver un grupo que ni le gusta porque todos sus amigos van a ir y a la semana siguiente no tiene dinero para libros. Esas personas no saben qué significa una vida de libertad y abundancia porque todavía no definen esos conceptos para ellas.
Hasta que sepas quién eres, qué quieres y cómo deseas vivir tu vida, ¿cómo puedes saber cómo administrar tu dinero?
Eso te voy a enseñar en Mi dinero, mis reglas. No te daré un conjunto de reglas rígidas sobre cuánto puedes gastar o no en Starbucks (no las necesitas); en lugar de eso, te voy a enseñar cómo pensar en el dinero de manera diferente para que puedas tomar decisiones diferentes. Tomarás esas decisiones en función de tu situación única: tus valores personales, tus emociones impulsoras, tus necesidades particulares. Cuando descubras esos criterios, tu plan financiero casi se escribirá solo.
No se trata de privación, sino de deseo. Porque tú no eres el problema, la vergüenza es el problema. La culpa es el problema. Las expectativas de la sociedad son el problema. Tú eres la solución.
Espero que este libro te dé la seguridad para confiar en ti. Espero que este libro te permita tener un corazón abierto y luminoso para intentarlo de nuevo. Y espero que este libro te haga BRILLAR.
CAPÍTULO UNO
El helado que
me cambió la vida
Algunas parejas pelean por dinero, pero mi exesposo y yo teníamos un problema mayor: ni siquiera hablábamos de eso. Él me daba su quincena y yo pagaba los recibos básicos y regulares (ya sabes, agua, luz, gas, teléfono, predial, etcétera). Aunque suena a que éramos los Adultos del Año, en realidad estábamos perdidos. ¿Planes? ¿Cuáles? Improvisábamos todos los días, ninguno se preocupaba lo suficiente por las finanzas para siquiera tener una conversación al respecto.
Pero el día en que quedé embarazada algo cambió. Nos obligamos a analizar las cosas con más detenimiento. ¿Cómo íbamos a tener un bebé? Me dije que lo lograríamos, encontraríamos maneras de ser ahorradores. De hecho, pinté las paredes de la recámara del bebé con una pintura verde claro que encontré en la sección de liquidación de Home Depot. Vi videos de “hágalo usted mismo” en YouTube y tutoriales en Pinterest. Hice estanterías con canaletas de lluvia viejas y casi toda la decoración con papel manila y plumones Crayola. Estaba decidida a crear recuerdos especiales con el poco dinero que teníamos. Estaría bien, solo improvisaríamos… como siempre.
Pero entonces, de verdad tuve un bebé.
Si alguna vez has visto a un recién nacido a los ojos, sabes que de pronto cambia toda tu percepción sobre lo que importa. Por primera vez, vivir “al día” no era suficiente. “Hacer las cosas por instinto” no era suficiente. Mi hijo, James, me hizo anhelar un nuevo sentido de estabilidad, una vida hermosa, intencional, segura y diseñada.
Aquí entra el momento en que decidí que necesitaba un presupuesto. Uno real. No uno de tipo endeble, solo-para-decoración, sino uno que de verdad nos ayudara a avanzar de forma estratégica como familia.
Esto sonaba bastante razonable (como metas financieras y todo) hasta que me di cuenta de que mi esposo y yo estábamos en equipos diferentes, por completo. Por fin empezamos a hablar de dinero, pero cada vez que lo hacíamos, terminábamos peleando. Nunca tuvimos un propósito claro o ambiciones más grandes. Me encontré dando vueltas por varios métodos de elaboración de presupuestos, buscando uno que en serio nos hiciera mejorar la economía (desde los basados en porcentajes hasta los mensuales y demás). El problema: a fin de mes, pagábamos a tiempo, pero no nos quedaba nada. Era una lucha constante e interminable.
Pronto, nuestra deuda se volvió inmanejable. Teníamos una o dos tarjetas de crédito por un total de 6 000 dólares, yo tenía préstamos estudiantiles que se disparaban y facturas médicas por un grave accidente en motocicleta. Pero aun así me las arreglé para mejorar poco a poco, aproveché las transferencias de saldos, presenté una solicitud por problemas financieros en el hospital y obtuve un plan de pago basado en mis ingresos para saldar los préstamos estudiantiles. Con el tiempo (y con suficiente enfoque y disciplina) pude pagar todo y estaba superorgullosa. No había logrado todo lo que quería, pero me las arreglaba. Estaba haciendo que funcionara.
Pero entonces nos divorciamos.
De niña viví la separación de mis padres y fue uno de los momentos más decisivos de mi juventud. Recuerdo el sufrimiento que le causó a mi mamá. Vi como el miedo se apoderó de su vida. El dolor que sentí tuvo una reacción en cadena hasta la edad adulta.
Así que, cuando empecé mi divorcio, sentí un fracaso desgarrador. Para complicar las cosas, la logística de todo era hercúlea: era casi imposible encontrar un lugar propio con un ingreso anual de solo 30 000 dólares de mi trabajo como asistente en la industria financiera. Con un poco de suerte, encontré un departamento de 75 metros cuadrados. Durante varios meses, estuvo casi vacío. Salí de mi matrimonio solo con unas bolsas de pertenencias, así que no teníamos muebles. Me las arreglé para comprar una televisión en Walmart con el pago de una quincena; todas las noches veíamos la tele cenando en el piso de la sala. El divorcio es complicado y difícil por muchas razones obvias, pero para mí, la soledad me pegó muy fuerte. Cuando me casé había unión, todo lo hacíamos juntos. Finanzas juntos, luchas juntos, historias juntos, cenas juntos. Pero ahora nada más estaba yo. Me sentía sola, asustada y triste.
Pero más que la soledad, estaba la culpa. Aunque sabía que era la mejor decisión para nuestra familia, también sabía que le había quitado a mi hijo todo lo que conocía: un patio trasero, su recámara, juguetes, los columpios. Estaba en constante pánico sobre cómo manejar los nuevos cambios y ese terror agravó el problema: intenté vivir una vida que no era la mía. Fingí que todo era normal. Pretendí que todavía tenía las cosas bajo control, que nada había cambiado. Quería darle a mi hijo la vida que se merecía. Y así, a partir de un complejo coctel emocional de vergüenza, culpa y miedo, una mañana desperté, me tomé el día libre y pedí muebles nuevos con la tarjeta de crédito.
Muchos muebles.
Estaba desesperada por demostrar que era una buena madre. De hecho, estaba tan desesperada que, ya que estaba en eso, de una vez pedí cosas para una verdadera decoración (no más papel manila y plumones Crayola para nosotros), sin mencionar un nuevo microondas, ollas, sartenes, TODOS los utensilios de cocina nuevos y una cama. ¿Sabes lo caras que son las camas?
Estoy segura de que no te sorprende saber que de inmediato agoté el límite de la tarjeta. Pero entonces tomé la gran decisión de empezar a aceptar las ofertas de tarjetas de crédito que recibía por correo. Pensé: “No es tan grave, podré pagarlo el próximo año”. En mi mente, se trataba de construir un hogar que mi hijo quisiera y en el que se sintiera cómodo, un lugar seguro y feliz. Pero, en realidad, estaba gastando dinero que no tenía para sentir que estaba viviendo de acuerdo con los estándares de lo que pensaba que era una buena madre.
El daño total de mi “exceso de buena madre” ascendió a más de 20 000 dólares en una deuda agobiante con intereses altos. Con la nueva y reluciente Jeep Patriot que compré justo antes de divorciarme, pronto me encontré debiendo setenta y ocho mil dólares estadounidenses. Y ahí seguía, todavía viviendo al día, todavía tomando decisiones financieras frívolas que racionalizaba como útiles.
Claro, nunca pensé que el gran momento de la verdad me llegaría en el drive-through de un McDonald’s.
Estábamos en el parque. Mi hijo quería un helado. Subimos al auto y fuimos al McDonald’s más cercano. Me acerqué a la ventanilla y pedí un cono de helado. Nunca olvidaré el precio: 1.09 dólares. Al pagar, metí la mano en la bolsa, saqué la cartera, la tarjeta de débito y dudé: no sabía si tendría 1.09 dólares en la cuenta corriente. Entonces saqué la tarjeta de crédito. Mandé a pagos un cono de helado de 1.09 dólares para mi hijo.
De pronto, por primera vez, vi todo con una claridad intensa y dolorosa. Volteé hacia mi pequeño, lo miré feliz, lamiendo su helado, y me enojé. A veces, la verdad te enfadará, pero siempre será lo que te salve. En ese momento supe que tendría que luchar más duro por una vida de la que él pudiera estar orgulloso; una vida que no involucrara vergüenza, pobreza y la interminable espiral de estrés financiero por la que nos estaba haciendo pasar. Quería que pudiera experimentar la vida sin la lucha emocional constante, que pudiera vivir de verdad o, al menos, pedir un helado sin traumarse. No quería modelar comportamientos poco saludables. No quería que sintiera los efectos secundarios de mis decisiones poco brillantes.
También me cansé de estar preocupada por el dinero de forma interminable, de no saber cuánto tenía en la cuenta corriente, de sentirme estres