Título original: 黑暗森林
Traducción del chino: Javier Altayó y Jianguo Feng
1.ª edición: septiembre 2017
© 2017, Sipan Barcelona Network S.L.
Travessera de Gràcia, 47-49, 08021 Barcelona
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ISBN: 978-84-9069-799-3
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Elenco de personajes
Luo Ji: Astrónomo y sociólogo.
Ye Wenjie: Astrofísica.
Mike Evans: Soporte financiero de la Organización Terrícola-trisolariana y líder principal.
Wu Yue: Capitán de la marina.
Zhang Beihai: Comisario político de la marina, oficial de la fuerza espacial.
Chang Weisi: General del ejército, comandante de la fuerza espacial.
George Fitzroy: General de Estados Unidos, coordinador del Consejo de Defensa Planetaria, enlace militar con el proyecto Hubble II.
Albert Ringier: Astrónomo del Hubble II.
Zhang Yuancho: Operario de una planta química de Pekín recientemente jubilado.
Yang Jinwen: Profesor de escuela de Pekín recientemente jubilado.
Miao Fuquan: Empresario del carbón en Shanxi, vecino de Zhang y Yang.
Shi Qiang: Agente del Departamento de Seguridad del Consejo de Defensa Planetaria, también apodado «Da Shi».
Shi Xiaoming: Hijo de Shi Qiang.
Kent: Enlace con el Consejo de Defensa Planetaria.
Secretaria General Say: Secretaria general de Naciones Unidas.
Frederick Tyler: Antiguo secretario de defensa de Estados Unidos.
Bill Hines: Neurocientífico inglés, antiguo presidente de la Unión Europea.
Keiko Yamasuki: Neurocientífica, esposa de Hines.
Garanin: Presidente de turno del Consejo de Defensa Planetaria.
Zhuang Yan: Licenciada en la Academia de Bellas Artes Central.
Ben Jonathan: Comisionado especial de la Asamblea Conjunta de la Flota.
Dongfang Yanxu: Capitana de Selección natural.
Mayor Xizi: Oficial científica de Cuántica.
Prólogo
La hormiga marrón no lo recordaba, pero aquel había sido una vez su hogar. Para aquella extensión de tierra que se sumía en la oscuridad de la noche y para las estrellas que comenzaban a aparecer en el cielo, el tiempo transcurrido era insignificantemente breve, pero, en cambio, para ella suponía una eternidad.
En un día pretérito ya olvidado, su mundo entero había sufrido la mayor de las conmociones: primero, la tierra empezó a volar por los aires y se hizo un abismo ancho y profundo; luego, aquella misma tierra regresó caída del cielo, cubriendo el abismo. En uno de los que fueran los extremos de ese abismo se erigía ahora un oscuro y brillante monolito. En realidad, aquel fenómeno era frecuente en dicha parte del mundo: una vez tras otra la tierra brotaba disparada para luego volver a caer, los abismos se cubrían casi tan pronto como se abrían y, al final, cual recordatorio visible de cada catástrofe, siempre quedaban monolitos como aquel. La hormiga y varios centenares de compañeras habían cargado con su reina y se la habían llevado hacia donde se ponía el sol para fundar un nuevo imperio. Hoy su regreso a ese paraje era casual: sencillamente iba de paso en busca de víveres.
La hormiga llegó al pie del monolito y tanteó con las antenas su imponente estructura. Advirtiendo que su superficie era lisa y resbaladiza pero aun así escalable, comenzó a trepar. Lo hacía sin un propósito concreto, movida solo por el impulso que una turbulencia aleatoria provocaba en su simple red neuronal. Turbulencias como esa estaban por todas partes: detrás de cada brizna de hierba, en cada gota de rocío, en cada nube que pasaba por el cielo y en cada estrella del firmamento. Ninguna de ellas tenía un propósito; este surgía cuando una enorme cantidad de turbulencias se unía sin razón aparente.
Sintió vibraciones en el terreno. Por el modo en que se intensificaban supo que se aproximaba una presencia gigantesca. No hizo caso y continuó ascendiendo. En el ángulo recto que formaban el lado izquierdo del monolito y el suelo había una tela de araña. La hormiga la reconoció como lo que era y rodeó con cuidado cada cabo pegajoso. Al pasar por el lado de la araña —que, expectante y con las patas dobladas, aguardaba en silencio la mínima vibración de su tela—, ambas sintieron la presencia de la otra. Sin embargo, como venía sucediendo desde tiempo inmemorial, no hubo comunicación entre ellas.
Las vibraciones del terreno continuaron creciendo para luego cesar de golpe. El ser gigantesco había alcanzado el monolito, cuya altura superaba con creces, y tapaba la mayor parte del cielo. Para la hormiga, la presencia de esa clase de seres no era nueva: sabía que estaban vivos, que frecuentaban aquella región y que su irrupción estaba estrechamente relacionada con los abismos que aparecían y desaparecían; también con la proliferación de monolitos.
Consciente de que esos seres gigantescos no representaban una amenaza más que en casos excepcionales, continuó subiendo. Mientras lo hacía, abajo la araña era precisamente víctima de una de esas excepciones: el ser, tras reparar en la tela pegada al pie del monolito, usó el tallo de una de las flores del ramo que traía para deshacerla y apartarla, enviándola, junto con su tejedora, sobre una pila de rastrojos. Luego posó el ramo con sumo cuidado frente al monolito.
Entonces, una nueva vibración, débil pero insistente, hizo saber a la hormiga que otro ser gigantesco se aproximaba al monolito. Mientras eso ocurría, topó con una larga zanja: era una cavidad en la superficie del monolito de textura mucho más rugosa y de un color gris claro. Decidió adentrarse en ella y seguirla, pues al ser rugosa resultaba mucho más fácil de escalar. La zanja tenía sendos cortes en los extremos. El inferior, horizontal y más largo, parecía una especie de base. En el extremo superior, el corte formaba un ángulo. Para cuando superó la zanja y volvió a estar sobre la superficie negra, la hormiga se había hecho una idea de su forma: un número uno.
La altura del ser se redujo de pronto a la mitad, quedando más o menos igualada a la del monolito. Era evidente que se había agachado, revelando un pedazo de cielo en el que ya asomaban varias estrellas. Sus ojos observaban la parte superior del monolito, lo cual hizo dudar a la hormiga, que, prefiriendo no entrar en su campo de visión, optó por cambiar de rumbo y avanzar en paralelo al suelo. Pronto alcanzó una nueva zanja. Al recordar el tacto agradable que había sentido al cruzar la primera, y cuánto se parecía su color al de los huevos que solían rodear a su reina, no dudó en adentrarse en ella. Enseguida advirtió que su forma era más complicada, una curva pegada a un círculo completo, y eso le recordó el modo en que siempre acababa encontrando el camino de vuelta al hogar tras pasar un tiempo rastreando olores. Su red neuronal determinó aquella nueva forma: la del número nueve.
El ser arrodillado ante el monolito emitió entonces una serie de sonidos que superaban con creces la capacidad de comprensión de la hormiga.
—El mero hecho de estar vivo es, en sí mismo, una maravilla. Si no se entiende eso, ¿cómo puede uno estar en condiciones de hallar verdades más profundas?
Acto seguido soltó una fuerte espiración que hizo vibrar la hierba: era un suspiro. Luego se puso de pie.
La hormiga siguió avanzando en paralelo al suelo y entró en una tercera zanja. Al principio era horizontal, pero después sufría un quiebro brusco: un siete. Aquella forma no fue de su agrado, pues un súbito cambio de dirección solía presagiar batallas u otra clase de peligros.
La voz del primer ser se había impuesto a las vibraciones del suelo, de modo que la hormiga no fue consciente de que el segundo había alcanzado el monolito hasta que aquel se puso de pie para recibirlo. El segundo ser era de menor estatura y tenía un aspecto más frágil y una larga cabellera blanca. Ondeaba al viento contra el oscuro azul del cielo, irradiando un aura plateada que, de un modo extraño, parecía relacionada con el creciente número de estrellas.
El primer ser se puso de pie para hablar con ella.
—Profesora Ye, ¿es usted?
—¿Xiao Luo?
—Sí, soy yo, Luo Ji. Fui al instituto con Yang Dong. Qué casualidad encontrarla aquí...
—Es un sitio muy bonito y el autobús me deja cerca. Últimamente vengo a menudo a pasear.
—Lamento muchísimo su pérdida, profesora.
—Gracias. Hace ya mucho de eso...
Abajo, sobre la superficie del monolito, la hormiga tuvo la intención de cambiar de rumbo y avanzar en dirección al cielo, pero justo antes de hacerlo descubrió una nueva zanja idéntica al nueve que había encontrado antes del siete, así que siguió en sentido horizontal para adentrarse en ella. Resultó mucho más placentero que recorrer el uno y el siete, aunque el motivo, naturalmente, escapaba a su comprensión: el suyo era un sentido estético primitivo, unicelular. El placer inexplicado que sintió dentro de aquel nueve le brindó un estado de felicidad también primitivo, unicelular. Ese placer y esa felicidad nunca habían evolucionado: seguían siendo los mismos desde hacía mil millones de años y así continuarían otros mil millones más.
—Mi Dong Dong me hablaba a menudo de ti, Xiao Luo. Me contó que te dedicabas... a la astronomía, ¿verdad? —dijo Ye Wenjie.
—Eso era antes, ahora doy clases de sociología —contestó él—. Precisamente trabajo en su universidad, profesora, pero cuando empecé, usted ya se había jubilado.
—¿Sociología? Vaya salto disciplinar...
—Pues sí... Yang Dong siempre me decía que era un culo inquieto.
—A mí me decía que tenías una mente privilegiada.
—Como mucho, despierta; nada que ver con la mente de su hija... Llegó un momento en que la astronomía se me hacía tan impenetrable como el acero. La sociología es mucho más manejable, siempre encuentro por dónde hincarle el diente, y como mínimo puedo ganarme la vida...
Albergando la esperanza de dar con otro nueve, la hormiga continuó avanzando en sentido horizontal, pero pronto topó con una línea tan recta como la de la primera zanja, solo que más corta que la de aquel uno, sin hendiduras en los extremos y paralela al suelo: un guion.
—No lo digas con ese tono, hombre... Ya es mucho poder ganarse la vida. No todo el mundo tiene que llegar tan lejos como mi Dong Dong.
—Yo nunca he tenido esa ambición —respondió Luo Ji—. Me distraigo muy fácilmente...
—Pues te sugeriré algo: ¿por qué no te dedicas a la sociología cósmica?
—¿«Sociología cósmica»?
—El nombre es lo de menos —dijo Ye Wenjie—. Supongamos que existe un vasto número de civilizaciones repartidas por el universo en un orden similar al del número de estrellas detectables. Tales civilizaciones conformarían, en conjunto, una sociedad cósmica. La sociología cósmica sería el estudio de la naturaleza de esa supersociedad.
La hormiga proseguía su camino con la esperanza de volver a dar con un placentero nueve; en su lugar halló un dos. La curva inicial fue de su agrado, pero el quiebro que siguió le resultó tan inquietante como el del siete: la premonición de un futuro incierto. Tras ello continuó avanzando y dio con una nueva forma cerrada: un cero. Al principio le pareció parte de un nueve, pero resultó ser una trampa. Si bien la vida necesitaba discurrir suavemente, también era preciso que lo hiciera en alguna dirección; uno no podía regresar siempre al punto de partida. Consciente de ello, y a pesar de que aún quedaban dos zanjas por recorrer, la hormiga perdió el interés y volvió a ascender en vertical.
—Pero... de momento nuestra civilización es la única de la que tenemos noticia —objetó Luo Ji.
—Por eso nadie hasta ahora se ha dedicado a este campo, y tú tienes la oportunidad.
—Profesora, está captando mi interés. Siga, por favor.
—Yo creo que podrías combinar tus dos disciplinas. La estructura matemática de la sociología cósmica es mucho más clara que la de la humana.
—¿Sí? ¿Por qué lo dice? —preguntó Luo Ji.
Ye Wenjie señaló en dirección al cielo. La luz crepuscular seguía iluminando el oeste y aún podían contarse las estrellas. No era difícil recordar cómo era el firmamento antes de que irrumpieran: una vasta y desolada extensión azul tan vacía como los rostros sin pupilas de las estatuas de mármol. Ahora, en cambio, aun siendo pocas, las estrellas parecían las pupilas del gigante, el vacío se llenaba, el universo tenía vista... y, sin embargo, el hecho de que las estrellas fueran tan ínfimas, meras luces plateadas y brillantes, parecía insinuar cierta reticencia por parte del escultor del cosmos... como si, al tiempo que deseaba proporcionarle pupilas, hubiera temido dotarlo de vista. Como resultado de aquella mezcla a partes iguales de temor y deseo, el contraste entre la insignificancia de las estrellas y la inmensidad del espacio constituía todo un aviso de cautela.
—¿Ves que cada estrella no es más que un punto? —dijo ella—. Las enormes distancias que separan a las distintas sociedades civilizadas del universo se encargan de difuminar los factores de caos y aleatoriedad que puedan hallarse en cada una de sus complejas estructuras, convirtiéndolas en puntos de referencia bastante fáciles de procesar matemáticamente.
—Pero esta sociología cósmica no tiene un objeto de estudio concreto, ni nada con que experimentar... —comentó Luo Ji.
—Tus resultados serían puramente teóricos —respondió Ye Wenjie—. Como ocurrió con la geometría euclidiana, partirías de unos axiomas sencillos que te servirían de base para acabar derivando todo un sistema.
—Fascinante... Y ¿cuáles serían los axiomas de una sociología cósmica?
—El primero, que la necesidad primordial de toda civilización es su supervivencia. El segundo, que aunque las civilizaciones crecen y se expanden, la cantidad total de materia del universo siempre es la misma.
Antes de que pudiera ascender demasiado, la hormiga notó ante ella una complicada estructura laberíntica formada por muchas otras zanjas. Sabiéndose sensible a las formas, estaba segura de poder reconocer aquella, aunque fuese nueva, pero la limitada capacidad de almacenamiento de su minúscula red neuronal la obligó a olvidar las formas por las que había deambulado previamente.
No le apenó relegar el nueve, pues el olvido representaba una constante en su vida. Eran muy pocas las cosas que necesitaba recordar de modo permanente, y todas ellas estaban grabadas por sus genes en esa área de almacenamiento que era su instinto. Después de borrar por completo su memoria, se adentró en el laberinto. Cuando hubo recorrido el último de sus recovecos, una nueva forma se estableció en su sencilla conciencia: mù, el carácter chino de «tumba». La hormiga desconocía tanto el carácter como su significado. Y aunque más arriba le esperaba una nueva maraña de zanjas, esta vez algo más simple, para continuar explorando no tuvo otro remedio que borrar nuevamente su memoria y decir adiós al mù. Entonces entró y recorrió una hermosa línea curva, cuya forma le recordó la del abdomen de un grillo muerto que había descubierto hacía poco. Enseguida se hizo una idea de la nueva estructura: zhī, el modificador posesivo del chino formal.
Más adelante, al continuar ascendiendo, topó con otros dos grupos de concavidades. La primera consistía en dos depresiones en forma de gota seguidas de otro estómago de grillo: el carácter Dōng, que significa «invierno». La segunda, arriba de todo, se dividía en dos partes bien diferenciadas que, unidas, formaban el carácter Yáng, «álamo».1 Aquel fue el último obstáculo que la hormiga distinguió en su periplo de aquel día; también el único que recordaría de todos cuantos había hallado a su paso, al tener que relegar el resto al olvido.
—Desde una perspectiva sociológica, estos dos axiomas son impecablemente sólidos —observó Luo Ji—. No parece que se le acaben de ocurrir.
—Llevo pensando en ello casi toda la vida, pero eres el primero a quien se lo cuento, no me preguntes por qué... Ah, y una cosa más: para poder derivar un esquema general de la sociología cósmica a partir de estos dos axiomas, necesitarás otros dos conceptos importantes: el de «cadenas de sospecha» y el de «explosión tecnológica».
—Qué términos tan intrigantes. ¿Puede explicarme su significado?
Ye Wenjie echó un vistazo al reloj.
—No tengo tiempo —respondió—, pero para alguien de tu inteligencia no será difícil averiguarlo. Primero, trata de usar esos dos axiomas como punto de partida de esta nueva disciplina; si lo consigues, te convertirás en el Euclides de la sociología cósmica.
—Ese nombre me iría muy grande... Pero me quedo con lo que me ha dicho e intentaré hacer algo con todo ello. Eso sí: en el futuro, probablemente requeriré de su ayuda.
—Eso no será posible... Mira, por mí puedes hacer lo que quieras, como si decides olvidarte de todo lo que te he dicho; yo, en cualquier caso, ya he cumplido con mi parte. Adiós, Xiao Luo, ahora tengo que irme.
—Cuídese mucho, profesora.
Ye Wenjie se perdió en la penumbra, camino de su cita con el destino.
En su ascenso, la hormiga había alcanzado una cuenca circular bajo cuya superficie resbaladiza había una imagen extremadamente complicada, que su minúscula red neuronal era incapaz de almacenar. Pero tras determinar la forma aproximada, su primitivo sentido estético volvió a ser estimulado como lo había sido al percibir el nueve y, de algún modo, le pareció reconocer parte de la imagen: unos ojos. En la medida en que estos auguraban peligro, la hormiga era sensible a su presencia. Y, sin embargo, al comprender que carecían de vida, no le inquietaron. Ya no recordaba que los había mirado cuando aquel gigante llamado Luo Ji se había arrollidado frente al monolito.
Tras salir de aquella cuenca alcanzó la cima del monolito. Allí no tuvo miedo, ni tampoco sintió grandeza o majestuosidad alguna; había salido ilesa a múltiples caídas desde alturas mayores que esa. Desprovista del miedo a las alturas, era incapaz de apreciar su belleza.
Al pie del monolito, aquella araña que Luo Ji había barrido con las flores comenzaba a reconstruir su tela, viajando con la agilidad de un péndulo entre la superficie del monolito y el suelo, mientras deslizaba su brillante hilo. Al cabo de tres vaivenes, la estructura básica volvía a dibujarse. La tela iba a ser destruida mil veces, y ella mil veces la reconstruiría; siempre sin hastío ni desesperación, tampoco con deleite, tal como venía sucediendo desde hacía millones de años.
Luo Ji guardó silencio durante un rato más, y luego se fue. Cuando la vibración del suelo se hubo disipado, la hormiga comenzó a descender por el monolito siguiendo un camino distinto del anterior, y lo hizo más deprisa; debía compartir la ubicación del escarabajo muerto que acababa de descubrir. En el cielo, las estrellas se habían multiplicado. Tras alcanzar el pie del monolito y pasar al lado de la araña, ambas sintieron su mutua presencia, pero no se comunicaron.
Ni la una ni la otra eran conscientes de que, exceptuando cierto mundo lejano en atenta escucha permanente, de todos los seres vivos del planeta Tierra ellas dos eran las únicas que habían visto nacer los axiomas de la sociología cósmica.
Horas antes, en otro punto del planeta, y justo en mitad de la noche, Mike Evans había estado aguardando de pie sobre la cubierta de proa del Juicio Final. La tersa superficie del océano Pacífico se deslizaba bajo el cielo estrellado como una enorme sábana de raso oscuro.
A esas horas, a Evans le gustaba departir con ese mundo lejano, tal vez porque el texto que el sofón hacía aparecer ante sus ojos contrastaba con el mar y el cielo nocturno.
Esta es nuestra conversación en tiempo real número veintidós. Hemos topado con ciertas difi