Sobre hormigas y dinosaurios

Fragmento

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El primer encuentro

Era un día como otro cualquiera en el Cretácico superior. Es imposible determinar la fecha exacta, pero aquel era un día normal en el que reinaba la paz sobre la Tierra.

Veamos cómo era el mundo por aquel entonces. En aquella época, tanto el aspecto como la ubicación de los continentes no tenían nada que ver con los de la actualidad: la Antártida y Australia formaban una única masa de tierra que superaba en tamaño a cualquiera de los continentes que hoy conocemos, la India era una gran isla en medio del mar de Tetis, y Europa y Asia constituían dos masas de tierra separadas. La civilización de los dinosaurios estaba distribuida principalmente en dos supercontinentes, Gondwana y Laurasia. El primero había sido durante miles de millones de años la única masa continental de la Tierra, pero se había dividido y su área había quedado en gran medida reducida —si bien seguía siendo tan grande como las actuales África y América del Sur juntas—, mientras que el segundo era un continente que se había separado de Gondwana y que más tarde dio forma a la actual América del Norte.

Aquel día, todas las criaturas de todos los continentes estaban ocupadas intentando sobrevivir. En aquel mundo de barbarie, no sabían de dónde venían ni les importaba a dónde iban. Cada vez que el sol del Cretácico alcanzaba su cénit sobre sus cabezas, reduciendo a la mínima expresión las sombras de las hojas de las cicas que se proyectaban en el suelo, su única preocupación era dónde encontrar su almuerzo del día.

Un Tyrannosaurus rex de Gondwana lo había encontrado en medio de un grupo de cicas muy altas —un gran lagarto carnoso que acababa de capturar—. Usando sus voluminosas garras, partió en dos mitades el reptil que aún se retorcía y se echó a la boca el extremo de la cola. Mientras masticaba con deleite, el dinosaurio se sintió satisfecho con el mundo y con la vida en general.

A aproximadamente un metro del pie izquierdo del Tyrannosaurus había una pequeña colonia de hormigas. La mayor parte de esa ciudad que albergaba a más de mil insectos se encontraba bajo tierra, y la persecución entre el tiranosaurio y el lagarto había provocado un fuerte terremoto que la había sacudido, aunque por fortuna no la habían aplastado. Los habitantes de la colonia salieron a la superficie y levantaron la vista: desde su perspectiva, el dinosaurio ocupaba más de la mitad del cielo, como una imponente montaña que atravesara las nubes, y bajo cuya sombra sintieron como si el cielo se hubiera encapotado de repente. Vieron cómo medio lagarto pasaba de las garras del tiranosaurio a sus cavernosas fauces, y escucharon el sonido del saurio al masticar, como si de un trueno se tratara. En anteriores ocasiones, esos truenos solían ir acompañados de una fuerte lluvia de trozos de huesos y carne que no eran otra cosa que los restos de la comida del dinosaurio. Incluso una ligera llovizna bastaba para alimentar a todo el pueblo durante un día entero, pero aquel tiranosaurio mantuvo la boca bien cerrada y no cayó nada del cielo. Al cabo de un rato, se echó la otra mitad del lagarto a la boca. El trueno volvió a retumbar, pero la lluvia de huesos y carne seguía sin caer.

Cuando el tiranosaurio terminó de comer, dio dos pasos atrás y se recostó satisfecho para echarse una siesta a la sombra. Las hormigas vieron la mole desmoronarse hasta convertirse en una cadena montañosa perdida en la lejanía. La tierra se estremeció y la brillante luz del sol volvió a inundar la llanura. Las hormigas, que llevaban días pasando hambre, sacudieron la cabeza mientras suspiraban: aquel año la estación seca había sido larga, y la vida se volvía cada vez más difícil día tras día.

Justo cuando las hormigas se dirigían de regreso a su colonia con la cabeza gacha, otro terremoto sacudió el claro. Se dieron la vuelta y vieron que el tiranosaurio estaba rodando. Se metió una de las enormes garras en la boca y comenzó a escarbar con fuerza entre los dientes. Las hormigas entendieron enseguida por qué el dinosaurio no podía dormir: se le había quedado atascado entre los dientes un trozo de carne que le estaba causando molestias.

El alcalde de la ciudad de las hormigas de repente tuvo una idea. Se subió a una brizna de hierba y lanzó una feromona hacia la colonia. Todas las hormigas a las que llegó la sustancia entendieron lo que su alcalde quería decirles, y transmitieron el mensaje al resto agitando las antenas. Una marea de entusiasmo sacudió la colonia, y las hormigas, con su alcalde a la cabeza, marcharon hacia el tiranosaurio formando varios arroyos negros sobre el suelo.

Al principio esa hilera de montañas parecía estar muy lejos, visible en el horizonte pero inalcanzable; pero entonces el dinosaurio volvió a rodar hacia donde ellas se encontraban, acortando de golpe la distancia que lo separaba de la procesión de hormigas. Una de las enormes garras del dinosaurio cayó del cielo y aterrizó justo delante del alcalde con un estruendo estremecedor. El impacto hizo que la marabunta se separara del suelo, y el polvo sacudido se alzó ante las hormigas como el hongo de una bomba atómica.

Sin esperar a que se posara el polvo, las hormigas siguieron a su alcalde hasta la garra del dinosaurio. La extremidad formaba un ángulo perpendicular con el suelo, como un escarpado acantilado, pero eso no era un impedimento para las hormigas, que treparon a gran velocidad hasta alcanzar la cima que era el antebrazo del dinosaurio. Para ellas, aquella piel áspera era como una meseta surcada por múltiples barrancos, que atravesaron cruzando la parte superior del brazo rumbo a su objetivo final: las fauces del tiranosaurio. Entonces el reptil levantó su enorme garra para volver a morderse los dientes. Las hormigas que recorrían su antebrazo sintieron que el suelo comenzaba a inclinarse, y, acto seguido, tuvieron una sensación de mayor gravedad y se agarraron al suelo para evitar salir volando.

La gigantesca cabeza del dinosaurio ocupaba medio cielo, y su lenta respiración era como una ráfaga de viento que barría el firmamento. Las hormigas temblaron de miedo al ver aquellos enormes ojos que las observaban desde lo alto.

Al ver que tenía hormigas en un brazo, el tiranosaurio levantó el otro para sacudírselas de encima. Levantada, su enorme garra tapaba el sol del mediodía como una nube de tormenta, y la llanura en la que se encontraba la colonia de hormigas se oscureció de golpe. Estas miraban horrorizadas la garra en lo alto del cielo, mientras agitaban frenéticamente las antenas. El alcalde levantó la pata delantera y las demás hicieron lo propio, señalando al unísono la boca del dinosaurio.

El confundido tiranosaurio dudó unos segundos hasta que al fin entendió qué era lo que pretendían las hormigas. Tras un momento de reflexión, bajó el brazo que había levantado. Enseguida se dispersaron las nubes y el sol iluminó la llanura del antebrazo. El tiranosaurio abrió la boca de par en par y colocó junto a sus enormes dientes un dedo rematado en una garra, formando un puente entre su antebrazo y su mandíbula. Por un momento, las hormigas dudaron; luego, el alcalde enfiló el camino a lo largo del dedo y el resto de las hormigas lo siguió.

Un grupo de hormigas alcanzó rápidamente el extremo del dedo. De pie sobre la punta cónica y lisa de la garra, contemplaron con asombro la boca del dinosaurio. Ante ellos se abría un mundo nocturno donde se estaba gestando una tormenta. Un fuerte vendaval húmedo que apestaba a sangre les azotó la cara y un trueno retumbó en las interminables profundidades oscuras. Cuando los ojos de las hormigas se hubieron habituado a la penumbra, pudieron distinguir a lo lejos la mancha de una oscuridad aún más densa cuyos contornos cambiaban de forma. Las hormigas tardaron mucho en darse cuenta de que se trataba de la garganta del dinosaurio, fuente de aquel estremecedor trueno, que emanaba del estómago del tiranosaurio. Las hormigas apartaron la vista asustadas; y luego, una por una, se fueron subiendo a los enormes dientes del dinosaurio, arrastrándose por los suaves acantilados de esmalte blanco, y comenzaron a rasgar con sus poderosas mandíbulas la rosácea carne del lagarto que se había quedado alojada en las amplias grietas entre los dientes del dinosaurio.

De vez en cuando, una hormiga miraba hacia arriba mientras masticaba la carne incrustada entre los dos enormes dientes que perforaban el cielo a cada lado. Sobre ellas, en el paladar del dinosaurio, había otra hilera de dientes que brillaba a la luz del sol que se inclinaba hacia su boca, como si en cualquier momento fueran a precipitarse sobre ellas. El tiranosaurio se había llevado el dedo a la mandíbula superior, y una corriente ininterrumpida de hormigas se le seguía metiendo entre los dientes para devorar la carne incrustada, lo que desde su mandíbula inferior era una imagen espectacular. Más de un millar de insectos se movían por la decena de grietas entre los dientes del dinosaurio, y al cabo de un rato recogieron todos los restos de carne.

La sensación de incomodidad que el Tyrannosaurus había tenido entre los dientes se desvaneció. Aún no había evolucionado lo suficiente como para ser capaz de dar las gracias, así que simplemente dejó escapar un largo suspiro de satisfacción. Un repentino huracán recorrió las dos hileras de dientes, haciendo volar hasta la última hormiga de la colonia, que flotó en el aire como una nube de polvo negro. Como sus cuerpos eran muy livianos, aterrizaron ilesas a un metro de la cabeza del Ty­rannosaurus, y volvieron a la entrada del pueblo con el estómago lleno y totalmente saciadas. Tras quitarse de encima la sensación de incomodidad, el tiranosaurio se tumbó en la fresca sombra y se sumió en un plácido sueño.

Y eso fue todo.

Mientras, la Tierra giraba en silencio, el sol se deslizaba tranquilamente hacia el oeste, las sombras de las cicas se alargaban y las mariposas y otros pequeños insectos voladores revoloteaban entre los árboles. A lo lejos, las olas del océano primitivo lamían las costas de Gondwana.

Nadie era consciente de ello, pero en ese instante de paz, la historia de la Tierra había experimentado un brusco cambio de rumbo.

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Los albores de la civilización

Dos días después de aquel primer encuentro entre las hormigas y el dinosaurio, una tarde igualmente sofocante, los habitantes del pueblo de las hormigas sintieron otro temblor sobre sus cabezas. Al salir a la superficie, vieron ante sí la imponente figura de un tiranosaurio, que reconocieron enseguida como el mismo que habían visto días atrás.

El reptil se agachó y empezó a buscar en el suelo. Cuando hubo encontrado la colonia de hormigas, levantó una garra y se señaló las dos hileras de dientes que formaban su boca abierta. Las hormigas entendieron al dinosaurio de inmediato, y un millar de insectos agitaron las antenas con gran entusiasmo. El tiranosaurio apoyó una de sus extremidades delanteras en el suelo y permitió que las hormigas subieran. Así fue como se repitió la escena de hacía dos días: la colonia se puso las botas con la carne que había quedado atrapada entre los dientes del dinosaurio, que, por su parte, consiguió aliviar sus molestias.

Durante un tiempo, el tiranosaurio adquirió la costumbre de acudir a la ciudad de las hormigas a que le mondaran los dientes. Los insectos podían sentir sus pisadas a mil metros de distancia y distinguirlas con precisión de las del resto de los dinosaurios. Incluso eran capaces de saber en qué dirección se movía: si iba hacia el pueblo, salían a la superficie con la certeza de que aquel día tendrían garantizado el almuerzo. Poco a poco, la cooperación entre esa gigantesca criatura y esos diminutos seres se fue volviendo cada vez más habitual y estrecha.

Un día, los habitantes del pueblo hormiga volvieron a oír el ruido de unos pasos a través de las capas de tierra. Pero aquella vez era diferente: los pasos que les eran tan familiares estaban mezclados con otras vibraciones desconocidas. Cuando las hormigas corrieron a la superficie, vieron que el dinosaurio había traído consigo a otros tres tiranosaurios y a un Tarbosaurus bataar. Los cinco se señalaron los dientes para pedirles ayuda a las hormigas. El líder de la aldea, consciente de que aquella tarea les venía grande, envió a toda prisa a varias hormigas voladoras para contactar con otros pueblos de la zona, y al cabo de un rato salieron de los árboles tres torrentes de hormigas que convergieron en el claro, donde se reunieron más de seis mil insectos. Cada dinosaurio requirió los servicios de mil hormigas; o, mejor dicho, la carne que cada uno tenía entre los dientes podía saciar a mil hormigas.

A partir de entonces el pueblo fue recibiendo constantes visitas de dinosaurios que querían una limpieza bucal. Los reptiles, la mayoría de ellos grandes carnívoros, pisoteaban las cicas para agrandar el espacio disponible, y resolvían los problemas alimentarios de una decena de pueblos de hormigas de los alrededores.

Sin embargo, la base para la cooperación entre las dos especies no estaba en absoluto exenta de problemas. Para empezar, en comparación con las innumerables dificultades con las que tenían que lidiar los dinosaurios —hambre cuando las presas escaseaban, sed cuando no había agua en ninguna parte, lesiones sufridas en peleas con dinosaurios de su propia especie o de otro tipo, así como una serie de enfermedades mortales—, tener trozos de carne incrustados entre los dientes era una tontería, así que muchos de los dinosaurios que iban a ver a las hormigas para limpiarse los dientes lo hacían más por curiosidad o por divertimento que por otra cosa. Por su parte, una vez terminada la estación seca, las hormigas volvían a tener comida en abundancia, así que ya no tenían necesidad de depender de este método tan poco ortodoxo para subsistir. Además, asistir a esos espantosos banquetes en las bocas de los dinosaurios, tan parecidas a las fauces del infierno, no era algo que la mayoría de las hormigas disfrutara.

Fue la llegada de un Tarbosaurus con caries lo que marcó un antes y un después en la cooperación entre dinosaurios y hormigas. Aquella tarde, nueve dinosaurios fueron a ver a las hormigas para que les quitaran los restos de carne de entre los dientes, pero uno de ellos parecía todavía incómodo después de la limpieza bucal: levantó una pata delantera para impedir que se marcharan las hormigas, que ya habían terminado su trabajo, mientras señalaba insistentemente sus dientes con la otra garra.

Confundido, el jefe del pueblo se puso al frente de varias decenas de hormigas que se introdujeron en la boca del dinosaurio y examinaron detenidamente la hilera de dientes. No tardaron en descubrir varias cavidades en las lisas paredes de esmalte, cada una de ellas lo bastante grande como para alojar a dos o tres hormigas.

El alcalde entró primero en uno de esos agujeros, seguido de otras tantas hormigas que hicieron lo propio. Observaron de cerca las paredes del pasillo. Los dientes del dinosaurio eran muy duros, así que fuera lo que fuera que había podido hacer un agujero así en un material como ese tenía que ser a la fuerza algo capaz de competir con las propias hormigas.

Justo cuando las hormigas estaban avanzando a tientas, de repente apareció de entre los dientes un insecto negro que medía el doble que ellas y tenía unas mandíbulas grandes y afiladas. Le arrancó al alcalde la cabeza de un sonoro mordisco, mientras otros tantos insectos que habían salido de la nada les lanzaron un feroz ataque que rompió la formación de hormigas en el túnel. Estas estaban demasiado agotadas como para defenderse, y más de la mitad perecieron en un abrir y cerrar de ojos.

Los supervivientes consiguieron escapar del cerco de los insectos negros, pero acabaron perdiéndose en los laberínticos surcos de las fauces del dinosaurio. Solo cinco hormigas consiguieron escapar con vida, una de ellas cargando con la cabeza del alcalde. La cabeza de una hormiga conserva la vida y la consciencia durante un tiempo relativamente largo después de haber sido separada de su cuerpo, así que cuando esas cinco hormigas sacaron la cabeza del alcalde de la boca del dinosaurio, este les explicó lo que había ocurrido al millar de hormigas todavía congregadas en el antebrazo y dio su última orden antes de expirar.

Un pequeño contingente de doscientas hormigas soldado marchó hacia la boca del dinosaurio, y lo primero que hizo fue limpiar de insectos negros el diente en el que el alcalde había entrado. Aunque las hormigas soldado eran diestras en la batalla, aquellos insectos negros eran mucho más grandes que ellas, y consiguieron frenar con éxito su ataque aprovechando su buen conocimiento de la estructura de los túneles, matando a una decena de hormigas y obligándolas a salir de allí. Justo cuando la moral del ejército de hormigas comenzaba a flaquear, llegaron refuerzos de otra ciudad. Esas nuevas hormigas soldado eran de otro tipo: eran más pequeñas, pero podían llevar a cabo devastadores ataques con ácido fórmico. Las recién llegadas entraron en tropel en el túnel, se dieron la vuelta y, apuntando con sus traseros al enemigo, les lanzaron una fina lluvia de gotas de ácido fórmico.

Los cuerpos quemados de los insectos quedaron ense­guida reducidos a masas negras de las que salía un espeso humo oscuro. Al cabo de un rato llegaron más refuerzos, unas hormigas soldado que también eran pequeñas, pero cuyas mandíbulas eran tan venenosas que un pequeño mordisco podía hacer que un insecto negro cayera fulminado en apenas uno o dos espasmos.

A medida que la batalla se iba recrudeciendo, el ejército de hormigas se fue moviendo de diente en diente eliminando a los insectos negros uno por uno mientras un humo ácido se filtraba por las cavidades de la boca del Tarbosaurus. Un equipo de hormigas obreras sacó de la boca del dinosaurio los cadáveres de los insectos negros y los depositó en una hoja de palma que pronto se llenó de cuerpos, que, en el caso de los que habían sido rociados con ácido, aún despedían humo. Varios dinosaurios rodearon al Tarbosaurus mirando con asombro aquel espectáculo. Al cabo de media hora, la batalla había terminado y los insectos negros habían sido purgados por completo. La boca del Tarbosaurus estaba llena del particular sabor del ácido fórmico, pero la molestia dental que lo había incordiado durante gran parte de su vida había desaparecido. Comenzó a rugir entusiasmado, contando el milagro a todos los presentes.

La noticia corrió como la pólvora por el bosque, y el número de dinosaurios que fueron a visitar a las hormigas se disparó. Algunos de ellos querían que les limpiaran la boca, pero la mayoría acudió en busca de tratamiento para sus dolencias dentales, ya que las caries estaban muy extendidas tanto entre los carnívoros como entre los herbívoros. En los días de mayor actividad, llegaban a concentrarse en el claro varios centenares de dinosaurios, motivo por el cual el número de hormigas que los atendían también se multiplicó.

A diferencia de los dinosaurios, cuando llegaban al lugar, las hormigas terminaban quedándose. Así fue como poco a poco se levantó un gran asentamiento de más de un millón de hormigas que fue bautizado como Ciudad de Marfil, y que se convirtió en el primer lugar de reunión de hormigas y dinosaurios de la Tierra. Cada día cruzaban el claro gigantescos dinosaurios entre arroyos de hormigas, en una escena de gran bullicio.

Después de la estación seca, las hormigas ya no tenían por qué ir a por restos de carne en los dientes de los dinosaurios. Estos últimos les pagaban sus servicios médicos con huesos y carne fresca, pero como las hormigas de la Ciudad de Marfil ya no necesitaban buscar comida, se convirtieron en dentistas profesionales. Esta especialización dio pie a rápidos avances en la tecnología médica de las hormigas.

En sus combates para acabar con los insectos alojados entre los dientes de los dinosaurios, las hormigas a menudo recorrían la cavidad bucal hasta la raíz de los dientes, y en el lugar donde se unían los dientes con las encías encontraron unos gruesos tubos translúcidos. Al tocar esas tuberías en medio del fragor de la batalla, violentos terremotos sacudían la boca de los dinosaurios. Con el tiempo, las hormigas llegaron a comprender que esas tuberías causaban dolor a los dinosaurios, y las terminaron bautizando con el nombre de «nervios».

Las hormigas sabían desde hacía mucho tiempo que consumir las raíces de cierta hierba de dos hojas les adormecía las extremidades y las hacía dormir, a veces durante varios días, durante los cuales no sentirían dolor alguno aunque se les arrancara una pata. Aplicaron el jugo de esa hierba a los nervios de las raíces de los dientes de los dinosaurios y, a partir de entonces, el contacto con los nervios dejó de provocar seísmos. A los dinosaurios con enfermedades dentales solían salirles úlceras en las encías, pero las hormigas conocían otra hierba cuyo extracto podía mejorar la cicatrización de las heridas. La introducción de estas dos técnicas para reducir el dolor y la inflamación no solo permitió a las hormigas curar a los dinosaurios de los insectos dentales, sino que además les dio herramientas para tratar otras dolencias como los dolores de muelas o la periodontitis.

Sin embargo, la auténtica revolución en la tecnología médica de las hormigas vino de la mano de la exploración del cuerpo de los dinosaurios.

Las hormigas eran exploradoras natas, no tanto por curiosidad —eran criaturas más bien poco interesadas en lo que las rodeaba— como por un instinto de expandir su espacio vital. De vez en cuando, al exterminar insectos o aplicar remedios medicinales en las hileras de dientes de un dinosaurio, se asomaban a las profundidades de la boca. Ese mundo interior oscuro y húmedo despertó en ellas el deseo de explorar, pero un sentimiento de extrañeza y peligro les hizo resistirse a tal empresa.

La era de la exploración del cuerpo de los dinosaurios comenzó gracias a una hormiga llamada Daba, la primera de la historia de la civilización cretácica con un nombre conocido. Tras mucho prepararse, Daba aprovechó un tratamiento contra insectos dentales para organizar una pequeña expedición de diez hormigas soldado y otras diez hormigas obreras que se sumergió en las profundidades de las fauces de un tiranosaurio.

Luchando contra la humedad extrema, la expedición atravesó la larga y estrecha llanura de la lengua. Las papilas gustativas salpicaban la llanura como innumerables rocas blancas que formaban una espectacular estructura megalítica que se perdía en la infinita oscuridad, y a través de las cuales se fueron abriendo paso las hormigas exploradoras. Cuando el dinosaurio abría y cerraba la boca, la luz del mundo exterior se filtraba por las rendijas de los dientes: rayos de luz oblicuos iluminaban la llanura de la lengua, titilando como un rayo en el horizonte y proyectando largas sombras que temblaban tras los megalitos de las papilas gustativas. Cuando el dinosaurio retorció la lengua, toda la llanura onduló y aparecieron ondas cambiantes en los megalitos. Esa terrorífica imagen infundió un gran temor entre las hormigas, pero estas siguieron adelante. A veces, cuando el dinosaurio tragaba, las viscosas aguas de la inundación brotaban repentinamente de ambos lados, anegando toda la llanura. Las hormigas se aferraron a las papilas gustativas para evitar verse arrastradas por la marea, y esperaron a que las aguas de la inundación retrocedieran antes de retomar la marcha.

Finalmente llegaron a la raíz de la lengua. La distante luz era allí mucho más tenue, apenas un rayo que iluminaba las bocas de dos enormes cuevas: en una de ellas aullaba un fuerte vendaval que entraba y salía, cambiando de dirección cada dos o tres segundos, mientras que en la otra no soplaba el viento, sino que un gran estruendo emanaba de sus insondables profundidades. Las hormigas se habían familiarizado con ese sonido durante su trabajo como dentistas, pero ahí era mucho más fuerte, más cercano al retumbar del trueno. Más adelante se enterarían de que esos dos enormes agujeros eran respectivamente el tracto respiratorio y el esófago. Aquel misterioso ruido aterrorizó más a las hormigas que el propio viento, de modo que decidieron adentrarse en el tracto respiratorio. Con Daba a la cabeza, la expedición avanzó con cautela por las resbaladizas paredes del pasadizo. Cuando el viento iba a su favor, daban varios pasos hacia delante con gran rapidez, mientras que cuando el viento les venía de cara les era imposible caminar, y lo único que podían hacer era agarrarse con fuerza a la pared.

Los insectos no habían ido demasiado lejos cuando sus patas irritaron el tracto respiratorio del dinosaurio, que con una ligera tos puso fin a la primera expedición de las hormigas. De las profundidades del túnel se levantó un huracán que barrió a los miembros de la expedición y los arrastró por la llanura de la lengua a la velocidad del rayo. Algunas hormigas chocaron con los enormes dientes del dinosaurio, mientras que otras directamente salieron volando de la boca.

Daba perdió una de las extremidades intermedias en aquella aventura fallida, pero organizó una segunda expedición como si nada hubiera ocurrido. Esa vez, en lugar de ir al tracto respiratorio, la expedición puso rumbo al esófago. El viaje comenzó sin contratiempos, y después de llegar a la raíz de la lengua se metieron en el esófago y recorrieron una gran distancia siguiendo el conducto. En medio de la oscuridad, el pasadizo parecía interminable y el retumbar del abismo negro se volvía cada vez más fuerte.

Justo entonces, el tiranosaurio cuyo cuerpo estaban explorando las hormigas tomó un sorbo de agua en un arroyo. Las hormigas que recorrían su esófago escucharon a sus espaldas un rugido que rápidamente fue aumentando de volumen hasta ahogar por completo el sonido que tenían delante. En el preciso instante en el que Daba ordenó al equipo de expedición que se detuviera para averiguar qué era lo que estaba ocurriendo, irrumpió con fuerza una tromba de agua que llenó todo el túnel y arrastró a las hormigas por el esófago. Daba cayó en el irresistible torrente, y, aunque estaba aturdido y desorientado, era consciente de que estaba recorriendo una gran distancia a una increíble velocidad en dirección al estómago del dinosaurio.

Al final sintió que aterrizaba con pesadez y se hundía en algo que tenía una textura carnosa. Remó con las piernas tan rápido como pudo en un intento desesperado de escapar, pero en aquella sustancia viscosa apenas consiguió moverse. Por suerte, las aguas de la inundación siguieron cayendo, diluyendo la lechada. Cuando todo se calmó, Daba flotó hacia la superficie.

Primero intentó caminar. La lechada que tenía bajo las patas era blanda y acuosa, pero en su superficie flotaba una capa de trozos sólidos de diferentes tamaños y formas, lo cual le permitía arrastrarse. Se precipitó hacia delante mientras la masa le chupaba los pies, hasta que por fin llegó al final de la lechada. Frente a él había una pared blanda, cubierta de cilios casi tan largos como él, como un extraño bosque en miniatura que, tal como sabrían más tarde, era la pared del estómago.

Daba empezó a trepar por la pared del estómago. Fuera a donde fuera, los cilios que lo rodeaban se curvaban para intentar agarrarlo, pero sus movimientos eran lentos y nunca llegaban a conseguirlo. Para entonces los ojos de Daba ya se habían acostumbrado a aquel tenebroso mundo interior, y para su gran sorpresa se dio cuenta de que aquel lugar no estaba del todo oscuro, sino que una tenue luz bañaba el espacio, brillando desde el exterior a través de la piel del dinosaurio. Bajo aquella tenue luz, Daba vio a cuatro de sus compañeros trepando por la pared del estómago y los imitó. Una vez las cinco hormigas se hubieron repuesto un poco del susto, miraron hacia lo que más tarde llamarían mar digestivo, y que no era otra cosa que la lechada de la que acababan de salir.

El mar digestivo era una gran masa de fango viscoso. Su superficie se agitaba lentamente, y de vez en cuando explotaban grandes burbujas que producían aquel familiar ruido retumbante. Cuando una gran burbuja estalló debajo de donde se encontraba, Daba vio un objeto corto y grueso emergiendo de la superficie que, al inclinarse hacia un lado, reconoció como la pata de un lagarto. Momentos después emergió otro objeto triangular gigantesco, que pudo identificar como la cabeza de un pez gracias a unos grandes ojos blancos y una boca. Daba recogió objetos a medio digerir que flotaban en el mar digestivo, en su mayoría huesos y restos masticados de animales, junto con algunos huesos de frutos silvestres.

Justo entonces, una de las hormigas que tenía al lado le dio un codazo para indicarle que prestara atención a la pared del estómago bajo sus patas. Vio que la pared supuraba una mucosidad clara, unas secreciones que se acumulaban formando riachuelos que brillaban en medio de la débil luz mientras bajaban por el bosque de cilios hacia el mar digestivo de abajo. Más tarde se enterarían de que eso eran los jugos gástricos que se encargaban de la digestión. Varias de las hormigas estaban cubiertas de aquel líquido, que les causó un picor que enseguida se transformó en ardor, una sensación que antes solamente habían experimentado durante los ataques de ácido fórmico.

—¡Nos está digiriendo! —gritó una de las hormigas. Daba se sorprendió al comprobar que aún era capaz de distinguir las feromonas de sus compañeros en el cóctel de extraños olores que era aquel aire viciado.

Aquella hormiga tenía razón. Los jugos gástricos del dinosaurio los estaban digiriendo, y sus antenas fueron lo primero en desaparecer. Daba se dio cuenta de que sus propias antenas estaban ya medio corroídas.

—¡Tenemos que salir de aquí cuanto antes! —exclamó Daba.

—Pero ¿cómo? ¡La salida está demasiado lejos! No nos quedan fuerzas… —protestó una hormiga.

—¡No podemos salir, nuestras patas ya han sido digeridas…! —comentó otra. No fue hasta entonces que Daba se dio cuenta de que los jugos gástricos habían consumido parte de sus extremidades. Las otras cuatro hormigas no habían salido mucho mejor paradas.

—Ay, ojalá hubiera una inundación que nos sacara de aquí… —se lamentó una de las hormigas.

Esas palabras le dieron una idea a Daba: miró a la hormiga, y se fijó en que era una hormiga soldado equipada con unas mandíbulas venenosas.

—¡Justamente eres tú quien puede provocar una inundación, so idiota! —le espetó Daba.

La hormiga soldado se quedó mirando desconcertada al líder de la expedición.

—¡Muérdele! ¡Haz que tenga náuseas!

La hormiga soldado comprendió al fin la idea y ni corta ni perezosa se colocó contra la pared del estómago y se puso a dar dentelladas salvajes. Mordió varios cilios, dejando heridas profundas en la pared del estómago, que se estremeció violentamente y empezó a convulsionar y retorcerse. Las hormigas se aferraron a los cilios para evitar salir despedidas. Daba se dio cuenta de que el bosque de cilios se estaba haciendo más espeso, una clara señal de que el estómago se estaba contrayendo y el dinosaurio estaba a punto de vomitar. A medida que el estómago se iba contrayendo, la superficie del mar digestivo empezó a subir, hasta que acabó llevándose consigo a las hormigas.

Arrastradas por la rápida crecida de la marea, en un abrir y cerrar de ojos las cinco hormigas atravesaron el largo esófago, recorrieron la llanura de la lengua y cruzaron las dos hileras de dientes en dirección al inmenso mundo exterior hasta aterrizar pesadamente sobre el césped.

Cuando los cinco miembros de la expedición consiguieron, tras muchos esfuerzos, salir de entre la gran pila de vómito, vieron un mar de hormigas, una multitud de varios cientos de miles de insectos que habían acudido a dar una alegre bienvenida a los grandes exploradores.

Y así fue como comenzó la era de la exploración del cuerpo del dinosaurio. Fue ese un periodo tan importante para la civilización de las hormigas como más tarde lo sería la era de los descubrimientos para la humanidad. Tras la pionera hazaña de Daba, una expedición de hormigas tras otra viajó a las profundidades de los cuerpos de los dinosaurios a través del esófago. Descubrieron que la forma más rápida de entrar en los organismos de los dinosaurios era montar en el agua o la comida que ingerían.

Las hormigas sabían que el cuerpo de un dinosaurio estaba compuesto de al menos dos sistemas: el sistema digestivo, que ya habían explorado en múltiples ocasiones, y el sistema respiratorio, que nunca habían visitado. Una vez Daba se hubo recuperado de sus heridas, la hormiga de cinco patas dirigió una nueva expedición a través de la tráquea de otro dinosaurio. El equipo estaba compuesto por hormigas más pequeñas, y avanzaron a intervalos muy espaciados para no irritar las vías respiratorias del dinosaurio y evitar una tos que habría dado al traste con la misión.

En comparación con el esófago, el viaje por el tracto respiratorio fue agotador, ya que no había comida ni agua para reponer fuerzas a medio camino, y tuvieron que marchar contra el vendaval. Solo las hormigas más fuertes eran capaces de hacer el viaje, pero el gran explorador y su equipo volvieron a triunfar al entrar por primera vez en el sistema respiratorio de un dinosaurio.

A diferencia del húmedo y sofocante sistema digestivo, el sistema respiratorio era un lugar presidido por feroces vientos. En los pulmones del dinosaurio, las hormigas asistieron a la asombrosa escena del aire disol­viéndose en el torrente sanguíneo en el vasto laberinto tridimensional formado por los sacos de aire. Ese río de sangre, que procedía de alguna fuente desconocida, les informó de la existencia de otros mundos en el interior de los dinosaurios. Mucho más tarde supieron que estos no solo tenían un sistema circulatorio, sino también un sistema nervioso y un sistema endocrino.

La tercera etapa de exploración consistió en examinar los cráneos de los dinosaurios. En un primer momento, las hormigas intentaron entrar por las fosas nasales, pero la irritación hizo estornudar al dinosaurio sujeto de estudio, lo cual a su vez hizo que las hormigas salieran disparadas como las balas de una pistola, mucho más rápido que con la tos del tracto respiratorio, y la mayoría de los miembros de la expedición acabaron hechos trizas. Posteriores expediciones de exploración craneal entraron por los oídos con más éxito: las hormigas examinaron los órganos visuales y auditivos de los dinosaurios y observaron estos delicados sistemas. Llegaron incluso al cerebro, aunque no entendían cuál era la función del órgano, y tardaron muchos años en comprender su significado.

Así pues, las hormigas desarrollaron un conocimiento pormenorizado de la anatomía de los dinosaurios que sentó las bases para la revolución médica posterior.

A menudo las hormigas veían dinosaurios enfermos —meros esqueletos de ojos apagados y movimientos lánguidos que no paraban de gemir de dolor, muchos de los cuales acababan muriendo tiempo después—. Las expediciones de hormigas entraron en los cuerpos de esos dinosaurios enfermos en numerosas ocasiones, y cuando los compararon con dinosaurios sanos determinaron con fa­cilidad la posición de los órganos internos enfermos y las lesiones. Las hormigas idearon distintos métodos para tratar las enfermedades internas de los dinosaurios, pero no pudieron ensayar ninguno de ellos. El tratamiento de esas enfermedades era una empresa titánica, pero las hormigas siempre habían entrado en los cuerpos de los dinosaurios sin que estos últimos fueran conscientes de ello: de saber que las hormigas querían introducirse en sus estómagos o cerebros, la gran mayoría se habría negado, aun en el caso de que los insectos tuvieran la intención de curarlos.

Se logró un gran avance con un hadrosaurio llamado Alija, el primer dinosaurio de la historia de la civilización cretácica con nombre conocido.

Un día, Alija llegó penosamente a la Ciudad de Marfil. Con solo un vistazo a su frágil estado, las hormigas supieron que estaba enfermo. Cuando un grupo de unas quinientas hormigas salió a su encuentro para darle la bienvenida y ofrecerle ayuda, tal como hacían con el resto de los pacientes dinosaurios, Alija abrió la boca y se señaló el interior con la garra (gesto innecesario, por otra parte, ya que los dinosaurios solo acudían a ese lugar para que les hicieran una limpieza dental). Sin embargo, el principal médico de las hormigas —un insecto llamado Avi, que más tarde se convertiría en el padre de la medicina de las hormigas— observó que, a diferencia de otros dinosaurios, Alija no se señalaba los dientes, sino un lugar más al fondo, en las profundidades de la garganta. Entonces el dinosaurio se señaló el estómago, haciendo una mueca para indicar que le dolía, y a continuación volvió a hacer un gesto hacia la garganta. No había duda de lo que quería decir: estaba pidiendo a las hormigas que le examinaran el estómago.

Así pues, el doctor Avi se puso al frente de un equipo formado por varias decenas de hormigas con la misión de realizar el primer reconocimiento médico interno de un dinosaurio que dio su consentimiento. El equipo de diagnóstico entró en el estómago de Alija a través del esófago y enseguida descubrió una lesión en la pared del estómago, pero dadas las limitadas capacidades de que disponían, el doctor Avi sabía que una intervención médica importante estaba descartada. Tan pronto como salió de la boca del dinosaurio, pidió una cita de emergencia con el alcalde de la Ciudad de Marfil.

El doctor Avi le explicó la situación al alcalde y pidió otras cincuenta mil hormigas, así como tres kilos de anestésicos y antiinflamatorios.

El alcalde agitó las antenas indignado:

—¿Es que se ha vuelto loco, doctor? ¡Hoy tenemos que atender a muchos pacientes dinosaurios! Si reasignamos tantas hormigas a su equipo, tendremos que retrasar el servicio a casi sesenta dinosaurios… ¡Por no hablar de que una cantidad tan grande de medicina nos duraría cien usos! Ese hadrosaurio está enfermo, y es demasiado débil como para encontrar comida. ¿Cómo nos pagará un tratamiento tan costoso?

—Debe usted mirar a largo plazo, señor alcalde —respondió el doctor—. Si esta intervención tiene éxito, las hormigas no solo trataremos enfermedades dentales, sino que también podremos curar casi cualquier enfermedad. ¡Nuestros intercambios con los dinosaurios se multiplicarán por diez! ¡Por cien! ¡Ganaremos más huesos y carne de los que podremos contar, y la ciudad crecerá como nunca!

Esto convenció al alcalde, que al final accedió a darle a Avi las hormigas, las medicinas y la autoridad que le había pedido. Pronto se concentró un enorme grupo de cincuenta mil hormigas con dos montones de medicamentos. El hadrosaurio enfermo yacía en el suelo mientras el ejército de hormigas entraba en su boca abierta formando enormes columnas, cada hormiga cargando una pequeña mochila llena de medicinas. Cientos de dinosaurios se agolparon en torno a aquel dinosaurio, contemplando boquiabiertos semejante espectáculo.

—¡Ese idiota está dejando que todos esos bichos se le metan en el estómago! —exclamó con desdén un Tarbosaurus.

—¿Y qué tiene eso de malo? ¿No les dejamos entrar en nuestras bocas, acaso? —objetó un tiranosaurio.

—¡Yo les dejo que se me metan entre los dientes, pero el estómago ya es otra cosa! —replicó el Tarbosaurus.

—Pero si de verdad consiguiesen curar su enfermedad… —comentó un estegosaurio en cuclillas detrás de ellos, mientras estiraba el cuello para ver mejor.

—¿Dejarías que se te metieran en el estómago solo por eso? Luego se nos meterían en la nariz, los oídos, los ojos… ¡e incluso en nuestro cerebro! Quién sabe qué pasaría entonces, ¿eh? —dijo el tarbosaurio mirando al estegosaurio.

—¿Qué más da? Piensa en lo fácil que sería la vida si todas las enfermedades pudieran curarse… —replicó el tiranosaurio mientras se acariciaba el mentón.

—¡Sí! La vida sería mucho más sencilla. Las enfermedades son terribles… —convinieron los dinosaurios allí presentes.

El primer paso de la operación fue administrar anestesia en la herida del estómago de Alija. El anestésico se había extraído de plantas empleadas en intervenciones dentales en dinosaurios. Bajo la dirección del doctor Avi, las hormigas comenzaron a llevar la medicina al estómago del hadrosaurio y, una vez administrada la anestesia, varios miles de hormigas obreras empezaron a cortar el tejido enfermo. Ese fue un proyecto de gran envergadura, porque el tejido gástrico extirpado tuvo que ser extraído del cuerpo del dinosaurio. Las hormigas pasaban trozos de carne de una a otra formando una larga línea negra, al final de la cual, ya fuera del cuerpo del dinosaurio, se acumulaba la carne podrida. El paso final tras extirpar la inflamación por completo fue aplicar el antiinflamatorio en el corte del interior del estómago, lo que dio paso a otra gran procesión rumbo al interior del hadrosaurio. El procedimiento entero duró tres horas y terminó al anochecer. Cuando todas las hormigas se hubieron retirado, Alija les comunicó que el dolor de estómago había desaparecido, y varios días después se recuperó del todo.

La noticia corrió como la pólvora por el mundo de los dinosaurios. El número de reptiles que fueron a la Ciudad de Marfil en busca de tratamiento se multiplicó por más de diez, y paralelamente un número aún mayor de hormigas llegó a la ciudad en busca de comida.

Con este saludable repunte en el negocio, la tecnología médica de las hormigas avanzó a pasos agigantados. Al entrar en los cuerpos de los dinosaurios, aprendieron a tratar diversas enfermedades de los sistemas digestivo y respiratorio, y más tarde pasaron a tratar dolencias de los sistemas circulatorio, visual, auditivo y nervioso, sistemas que requerían una mayor habilidad. Se fueron desarrollando de forma constante nuevos medicamentos, derivados no solo de plantas, sino también de animales y minerales no orgánicos.

Por otro lado, las técnicas endoquirúrgicas de las hormigas progresaron con gran rapidez. Así, por ejemplo, al realizar una cirugía en el sistema digestivo, ya no era necesario que una larga fila de hormigas bajara por el esófago del dinosaurio, sino que en vez de ello entraban formando una «pastilla» —una bola de entre diez y veinte centímetros de diámetro formada por mil hormigas apretadas con fuerza—. El paciente entonces se tragaba una o varias de esas pastillas con agua, como si se tomara una aspirina. Esa técnica mejoró sustancialmente la eficacia de la cirugía.

Mientras la Ciudad de Marfil iba creciendo a una velocidad de vértigo, algunos de los dinosaurios en busca de tratamiento se quedaron allí y establecieron una ciudad propia no lejos de la metrópolis de las hormigas. Como los dinosaurios construyeron sus casas con grandes piedras, las hormigas bautizaron el lugar con el nombre de la Ciudad de Roca. La Ciudad de Marfil y la Ciudad de Roca se convertirían más tarde en las respectivas capitales de los imperios fórmico y saurio de Gondwana.

Varios de los dinosaurios que se marcharon tras recibir tratamiento se llevaron consigo a grupos de hormigas a otras ciudades y colonias de dinosaurios por todo Gondwana. Cuando las hormigas llegaron a esos lugares remotos, los colonos transmitieron la tecnología médica de la Ciudad de Marfil a los habitantes locales. Así fue como la cooperación entre dinosaurios y hormigas se fue extendiendo poco a poco por Gondwana, lo que permitió sentar las bases de la alianza saurio-fórmica.

Hasta entonces, la cooperación entre las dos especies dominantes de la Tierra solo podía considerarse una relación simbiótica avanzada. Las hormigas proporcionaban servicios médicos a los dinosaurios a cambio de comida, y los dinosaurios canjeaban comida por atención médica. Aunque este intercambio evolucionó mucho desde que las hormigas le arrancaron el primer diente al primer dinosaurio, en esencia se mantuvo sin cambios.

Este tipo de asociación mutuamente beneficiosa entre diferentes especies existió durante mucho tiempo en la Tierra, y de hecho sigue existiendo en la actualidad: pensemos, por ejemplo, en la simbiosis que existe entre los organismos marinos, tan parecida a esa relación de cooperación entre hormigas y dinosaurios. Las especies más limpias libran a determinados peces de ectoparásitos, hongos

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