La esfera luminosa

Cixin Liu

Fragmento

Prefacio

Prefacio

Era mi cumpleaños. No me acordé hasta que, ya de noche, mis padres me encendieron las velas del pastel y estuvimos sentados alrededor de catorce llamas minúsculas.

Arreciaba una gran tormenta. El universo parecía estar compuesto únicamente por el formidable relampaguear del exterior y nuestro minúsculo salón.

Con cada ráfaga de electricidad azul la lluvia al otro lado del cristal se volvía nítida por un instante y cada una de sus gotas parecía solidificarse para formar junto con las demás densas cortinas de cuentas que unían cielo y tierra. Se me ocurrió la siguiente idea: qué fascinante sería el mundo de ser aquello real, si a diario uno saliera a la calle y por todas partes lo rodeara el tintineo de aquellas cuentas... Claro que, por hermoso que fuese aquel mundo idílico, nadie iba a sobrevivir a la electricidad de tanto rayo.

Siempre veía el mundo con distintos ojos que los demás. Desde que tenía uso de razón andaba siempre transformando la realidad. A mi corta edad aquella era la única certeza que tenía sobre mí mismo.

La cadencia de rayos y truenos había ido en aumento desde el comienzo de la tormenta aquel atardecer: al principio, después de cada relámpago mi mente retenía la impresión de aquel efímero mundo cristalino al otro lado de la ventana mientras aguardaba en tensión el estallido del trueno; luego empezó a relampaguear tan frecuentemente que ya no lograba distinguir qué estruendo correspondía a qué rayo.

Es justamente en noches tormentosas como aquella cuando uno logra verdaderamente apreciar el valor de la familia; cuando, al pensar en la brutal crudeza del mundo exterior, más cálido resulta el arrullo del hogar. En momentos así uno se compadece profundamente de aquellas pobres almas sin techo, luchando temblorosas a la intemperie contra la tormenta y los rayos. Entran ganas de abrir la ventana para que puedan entrar volando, pero al final el exterior resulta tan espantosamente tremebundo que uno no se atreve a abrir ni el más mínimo resquicio por miedo a que el aire frío perturbe la cálida placidez reinante en el interior.

—¡Ah, la vida; qué asunto tan curioso! —exclamó mi padre, y soltó un hondo suspiro antes de terminarse el vaso de un trago. Luego, con la vista fija en las velas, añadió—: Tan incierta, tan sujeta al azar y a la probabilidad. Somos como esa ramita que flota en el riachuelo y tan pronto topa con el cobijo pasajero de una roca como luego es engullida por un remolino...

—Déjalo tranquilo, es demasiado pequeño para entender esas cosas... —intervino mi madre.

—¡Qué va a ser pequeño! —replicó mi padre—. ¡Ya tiene edad para saber lo que es la vida!

—Y se lo vas a explicar tú, que eres un experto en la materia... —bromeó mi madre.

—Pues me sé lo mío, ¡claro que sí! —dijo mi padre, volviendo a servirse y vaciar medio vaso para luego dirigirse a mí—: Lo cierto, hijo, es que tener una vida maravillosa no es nada difícil; atiende a lo que te va a decir tu padre: tú encuentra un problema reconocido universalmente como tal; por ejemplo, un problema matemático que no requiera más que lápiz y papel para resolverse como la conjetura de Goldbach o el último teorema de Fermat, o incluso una cuestión de carácter puramente filosófico que ni tan solo requiera ya de lápiz y papel como puede ser el origen del universo, y dedícate en cuerpo y alma a estudiarlo día y noche. Si te concentras en progresar sin obsesionarte por los resultados, para cuando quieras darte cuenta, habrá pasado toda una vida. Te hablo de sentir lo que comúnmente se conoce como entrega.

»También puedes hacer todo lo contrario y fijarte como único objetivo el dinero; pasar todo el tiempo obsesionado no con lo que harás con él, sino con cómo ganar más y más hasta acabar como Grandet, aferrado a su oro y gritando: “¡Esto me reconforta!”.[2] La cuestión es sentir fascinación por algo. Mira yo, por ejemplo —agregó, señalando las acuarelas que había repartidas por la habitación. Estaban pintadas con una técnica muy tradicional, dotadas de perfecta composición y proporciones, y carecían de vida. Su superficie reflejaba la luz intermitente del exterior como si fuesen pantallas en suspenso—. Sé que nunca seré un Van Gogh, pero me encanta y me llena pintar...

—Eso es verdad. Tanto el que se desvive por un ideal como el desengañado de todo que solo piensa en él sienten lástima el uno del otro, pero la verdad es que ambos son afortunados —añadió mi madre, sumándose a la reflexión.

Viendo a mis dos progenitores, por lo común tan atareados en la vida diaria, detenerse a filosofar por unos instantes de aquel modo, hubiese parecido que era el cumpleaños de alguno de los dos, y no el mío.

—Mamá, no te muevas —dije, acercándome a ella para arrancarle una cana a su espesa cabellera morena. Solo la mitad de su longitud era blanca; la otra seguía siendo de color negro.

Mi padre sostuvo el pelo en alto para observarlo. Contra la luz de los relámpagos brillaba como el filamento de una bombilla.

—Que yo sepa, es la primera cana que le sale a tu madre en toda su vida. Como mínimo, la primera que le descubro.

—Pero ¿qué hacéis? —protestó mi madre, arrebatándole aquella cana a mi padre y dejando que cayera al suelo—. ¡Por cada una que arrancas te salen siete!

—Bueno, ¿y qué le vamos a hacer? ¡Así es la vida! —exclamó mi padre. Luego señaló las velas del pastel y me dijo—: Imagina que coges una de estas velitas encendida, que la colocas sobre una duna del desierto y, suponiendo que no hay viento, consigues prenderle fuego. Entonces, te alejas. ¿Cómo te sentirías observando la llama desde la distancia? ¡Hijo mío, así somos ante la vida y el destino: frágiles y desprotegidos, incapaces de resistir la menor brisa!

Los tres nos quedamos en silencio contemplando las velas. Observábamos cómo sus temblorosas llamas se agitaban con la fría luz azul de los relámpagos del otro lado del cristal de fondo como si se tratasen de algún tipo de pequeña forma de vida que hubiéramos traído al mundo tras no poco esfuerzo.

Al otro lado de la ventana, estalló un nuevo relámpago.

Fue entonces cuando entró. Lo hizo a través de la pared, apareciendo frente a un óleo representando una escena dionisíaca que había colgado, como si se tratase de un fantasma surgido de la misma pintura. Era del tamaño aproximado de una pelota de baloncesto y emitía un brillo rojizo. Flotó con levedad sobre nuestras cabezas dejando tras de sí una estela de luz granate. Su vuelo era errático, por lo que dibujó una complicada figura por encima de nosotros. Al tiempo que flotaba emitía un silbido grave que hacía daño a los oídos y recordaba a como habría sonado la flauta que algún demonio tocara desde un paraje desolado.

Aterrorizada, mi madre se aferró con ambas manos al brazo de mi padre; un gesto que yo, en retrospectiva, llevo maldiciendo toda mi vida, pues quién sabe si, de no haberlo hecho, aún me quedaría siquiera un pariente con vida.

Aquella cosa continuó flotando como si anduviera en busca de algo; finalmente pareció hallarlo, pues se detuvo a medio metro por encima de la cabeza de mi padre y su silbido se tornó aún más agudo, intermitente, como el de una risita cruel.

Entonces alcancé a ver su interior. Aquella bola de fuego translúcida parecía ser infinitamente profunda y de su fondo insondable emergía un sinfín de minúsculas estrellas azules que semejaban el campo de estrellas que habría visto un espíritu que volara por el espacio a una velocidad mayor que la de la luz.

Más tarde aprendería que la densidad energética de su interior debió de alcanzar entre veinte mil y treinta mil julios por centímetro cúbico (en comparación, la del TNT es de solo dos mil julios) y que, a pesar de que su temperatura interna seguramente superó los diez mil grados, su superficie permaneció fría en todo momento.

Mi padre levantó el brazo, yo diría que más para protegerse la cabeza que para tocar aquello, pero al tenerlo completamente extendido ejerció tal fuerza de atracción sobre la cosa que la hizo acudir a su mano con la misma celeridad que el estoma de una hoja absorbe una gota de rocío.

Con luz cegadora y enorme estruendo, el mundo a mi alrededor estalló.

La imagen que vi cuando mis ojos se recuperaron del fogonazo me acompañará durante el resto de mis días. Fue como si de repente alguien hubiera alterado la realidad en un editor de imágenes: de manera instantánea, los cuerpos de mis padres se habían vuelto en blanco y negro. Mejor dicho, se habían vuelto blanco y gris, pues el negro se debía a las sombras creadas por pliegues y recovecos a la luz de la lámpara; se habían vuelto del color del mármol. La mano de mi padre permanecía en alto. Mi madre seguía agarrándolo del otro brazo con ambas manos. Los dos pares de ojos petrificados de aquellas dos estatuas parecían conservar cierto atisbo de vida.

Un extraño olor flotaba en el ambiente. Más tarde sabría que era ozono.

—¡Papá! —grité.

No hubo respuesta.

—¡Mamá! —grité de nuevo.

Tampoco hubo respuesta.

Aproximarme a aquellas dos estatuas fue el momento más aterrador de mi vida. Hasta entonces mis temores se habían circunscrito al mundo de los sueños, donde yo evitaba el colapso mental gracias a la voz de mi subconsciente, que, alerta, me gritaba desde algún rincón remoto: «¡Es un sueño!». Esta vez tuve que gritarme lo mismo para obligarme a seguir avanzando. Extendí una temblorosa mano para tocar el cuerpo de mi padre y, al instante en que tomó contacto con la superficie blanca y gris de su hombro, sentí como si se rompiera una cáscara fina y quebradiza. Con el mismo crujido suave de un vaso que se resquebraja al llenarlo de agua hirviendo en invierno, las dos estatuas se derrumbaron ante mis ojos como dos avalanchas en miniatura.

Dejaron dos montones de ceniza blanca sobre la alfombra. Aparte de eso, no quedó nada más.

Los taburetes de madera sobre los que se habían sentado seguían allí, bajo las cenizas. Al apartarlas vi que la superficie de estos estaba intacta y totalmente fría. Yo sabía que en los crematorios un cadáver debe someterse a una temperatura de novecientos grados centígrados durante más de media hora antes de quedar reducido a cenizas, de modo que aquello era un sueño.

Cuando miré a mi alrededor noté que salía humo de la vitrina. Al acercarme vi que estaba llena de humo blanco. Abrí la puerta y el humo se disipó. Alrededor de un tercio de los libros había quedado reducido a cenizas del mismo color que los dos montones que había sobre la alfombra. Sin embargo, la vitrina en sí no estaba calcinada en lo más mínimo. Era un sueño.

Entonces vi que, del interior del frigorífico, a medio cerrar, emanaba vapor. Al tirar de la puerta me encontré con que el pollo del congelador estaba perfectamente cocinado y despedía un aroma de lo más apetitoso, lo mismo que las gambas y el pescado; pero el frigorífico, cuyo compresor empezó a vibrar, seguía funcionando sin problemas. Era un sueño.

Me sentía un poco raro. Al abrirme la cremallera de la cazadora cayeron un montón de cenizas del interior. El chaleco que llevaba puesto había quedado completamente incinerado a pesar de que aquella seguía perfecta, motivo por el que hasta el momento yo no me había dado cuenta de nada. Al registrar los bolsillos me quemé la mano con un objeto que resultó ser mi PDA, convertida en una amalgama de plástico derretido. ¡Tenía que ser un sueño, el sueño más alucinante de cuantos había tenido jamás!

Turbado y confuso, volví a sentarme. Aunque desde aquel lado de la mesa no alcanzaba a ver los dos montones de cenizas sobre la alfombra, sabía que seguían allí. Afuera había dejado de tronar. Cada vez se vieron menos relámpagos y al final dejó de llover. Luego, a través de un hueco entre los nubarrones, apareció la luna y su misteriosa luz plateada se coló por la ventana. Yo seguí allí sentado, estupefacto y sin moverme. Para mí el mundo había dejado de existir y me hallaba flotando en mitad de un vasto vacío. Desconozco cuánto tiempo tardó en salir el sol y cuánto tardé yo en despertar. Me puse en pie como pude para ir a clase. Busqué mi mochila y abrí la puerta a trompicones, porque mis ojos seguían fijos en aquel vacío sin límite.

Una semana después, cuando mentalmente comenzaba a sentirme recuperado del shock, lo primero que recordé fue que aquella había sido la noche de mi cumpleaños. Sin embargo, solo debería haber habido una vela sobre aquel pastel, o quizá ninguna; pues a partir de entonces mi vida comenzó de nuevo y ya no volví a ser el de antes.

Tal y como había descrito mi padre durante los últimos instantes de su vida, algo había logrado cautivar toda mi atención y yo iba a llevar una vida formidable persiguiéndolo.

Primera parte
1. Universidad
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Universidad

ASIGNATURAS TRONCALES: Matemática Avanzada, Mecánica Teórica, Mecánica de Fluidos, Principios y Aplicaciones de Informática, Programación y Lenguajes de Programación, Meteorología Dinámica, Principios de Meteorología Sinóptica, Meteorología y Climatología de China, Predicción Estadística, Predicción Meteorológica a Medio y Largo Plazo, Predicción Numérica.

ASIGNATURAS OPTATIVAS: Circulación Atmosférica, Análisis de Diagnósticos Meteorológicos, Tormentas y Mesometeorología, Predicción y Prevención de Tormentas de Truenos, Clima Tropical, Cambio Climático y Predicción Climática a Corto Plazo, Meteorología por Radar y por Satélite, Contaminación del Aire y Climatología Urbana, Meteorología de Altiplanicies, Interacciones entre la Atmósfera y los Océanos.

Hacía cinco días que había dispuesto de todos los asuntos de cuantos había que disponer con relación a la casa y me había venido a estudiar a una universidad a cinco mil kilómetros de distancia. En el momento de cerrar por última vez la puerta de mi hogar, para entonces vacío, supe que estaba dejando atrás mi infancia de forma definitiva. A partir de entonces pasaría a convertirme en una máquina avanzando de manera implacable hacia la consecución de un único objetivo.

Repasando la lista de asignaturas que ocuparían mi tiempo durante los siguientes cuatro años, me sentí algo decepcionado. Muchas de las materias incluidas no me servían de nada; mientras que las que sí me hubieran servido, como Electromagnetismo o Física del Plasma, no lo estaban. Empecé a pensar que me había matriculado en la carrera equivocada, a dudar si en lugar de Ciencias Atmosféricas habría tenido que escoger Ciencias Físicas.

A partir de entonces me pasaba el día en la biblioteca, dedicando la mayor parte del tiempo a las matemáticas, el electromagnetismo y a física del plasma. Solo asistía a las clases relacionadas con esos temas, ignorando la mayor parte del resto.

En lo referente a aquellos aspectos más mundanos y excitantes también propios de la vida universitaria, no solo siempre me eludieron, sino que yo carecía del interés necesario para haber participado de ellos. Lo único que de vez en cuando me recordaba la existencia de aquella otra vertiente de la vida era si, al volver a mi cuarto de la residencia de estudiantes a la una o a las dos de la madrugada, oía a alguien murmurar en sueños el nombre de su novia al otro lado de la pared.

Una noche, pasada la madrugada, levanté la vista del grueso tomo sobre ecuaciones diferenciales parciales que estaba leyendo y descubrí que, aunque había supuesto que a esa hora iba a ser el único estudiante en la sala de lectura como de costumbre, no estaba solo. Sentada a la mesa directamente enfrente de la mía vi a Dai Lin, la chica más guapa de mi clase. No tenía ningún libro delante y se dedicaba a observarme con la cabeza apoyada sobre las manos. Su expresión era muy distinta a la que le había granjeado su enorme séquito de admiradores: me miraba como quien ha descubierto a un espía en un campamento militar, como quien observa un raro espécimen. Yo no tenía ni idea de cuánto tiempo debía de llevar con la vista clavada en mí de aquella manera.

—No eres como los demás —dijo—. Me he estado fijando y no pareces un empollón al uso, sino que te mueve una fuerte motivación.

—Ah, ¿sí? Bueno, todo el mundo tiene sus objetivos en la vida, ¿no? —respondí, sin demasiado interés. Debía de ser el único chico en toda la clase que hasta la fecha nunca le había dirigido la palabra.

—Pero son objetivos muy vagos. A ti, en cambio, se te nota que andas detrás de algo muy específico.

—No se te escapa una —zanjé, cortante, recogiendo los libros y levantándome de la silla. Ser el único que carecía de interés en lucirse ante ella me otorgaba cierto sentido de superioridad.

Cuando alcancé la puerta, ella me gritó:

—¿Qué es lo que andas buscando?

—No te interesaría...

Me fui sin mirar atrás.

Era una fría noche otoñal. Cuando elevé la vista para mirar el cielo estrellado el viento pareció traer hasta mí la voz de mi difunto padre: «La clave para llevar una vida maravillosa está en sentir fascinación por algo».

Al fin comprendía cuánta razón había tenido. Yo era un misil en aceleración sin otro deseo en la vida que alcanzar mi objetivo y explotar. Un deseo carente de finalidad práctica pero que una vez cumplido daría sentido a mi existencia. Las razones se me escapaban, yo me dejaba llevar por mi ímpetu y ya está, lo cual era algo muy propio de la naturaleza humana. Extrañamente, hasta el momento no había buscado ningún material directamente relacionado con ello. A mi modo de ver, yo y el objeto de mi obsesión éramos dos caballeros preparando a conciencia nuestro duelo a muerte; antes de estar totalmente preparados carecía de sentido ir en su busca y ni tan siquiera pensar en él.

Tres semestres se sucedieron en un abrir y cerrar de ojos. Para mí aquel tiempo pasó como un único período ininterrumpido, pues no tenía familia a la que visitar y siempre pasaba las vacaciones en el campus. A pesar de vivir solo en una habitación espaciosa, no me sentía aquejado de soledad. En una única ocasión, con motivo de la víspera del Año Nuevo chino, al oír los petardos de la celebración al otro lado de la ventana, me puse a pensar en la vida que había tenido antes del incidente. Sin embargo, la sensación que tuve fue la misma que si se hubiera tratado de algo ocurrido varias generaciones atrás. Después de irme a dormir, como de noche apagaban la calefacción del edificio, el frío acució la intensidad de mis sueños, pero, aunque yo había supuesto que iba a ver a mis padres en ellos, no fue así.

Acudió a mi mente aquella vieja leyenda india sobre el monarca que, a la muerte de su querida esposa, decidió erigirle la tumba más fastuosa de cuantas jamás habían existido. Tras pasar la mayor parte de su vida en tal empeño, finalizada la obra, al ver el ataúd de su consorte en mitad del mausoleo, dijo: «No, no casa con el resto. Llévenselo».

La muerte de mis padres quedaba ya demasiado lejos y en mi mente no había espacio más que para mi obsesión. Sin embargo, lo que ocurrió seguidamente iba a complicar sobremanera mi pequeño y simple mundo.

2. Fenómenos extraños
2

Fenómenos extraños I

El verano posterior a mi segundo año de universidad volví a mi ciudad para tratar de alquilar la casa familiar a fin de poder costearme la matrícula del curso siguiente.

Llegué después de que hubiera oscurecido, así que tuve que abrir la puerta y entrar a tientas. Cuando encendí la luz topé con una escena familiar: la mesa sobre la que se había posado mi pastel de cumpleaños durante la noche de la tormenta seguía allí, con los tres taburetes alrededor, como si apenas me hubiese marchado el día anterior. Exhausto, me senté en el sofá y eché un vistazo a mi casa con la sensación de que había algo extraño. Al principio se trataba de una sensación vaga, pero luego, como un arrecife visto desde la cubierta de un crucero que se va tornando más y más visible a medida que la nave se interna en la niebla, no la podía eludir. Al final caí en la cuenta de lo que era:

Realmente parecía como si me hubiera marchado el día anterior.

Inspeccioné la mesa: estaba cubierta por una fina capa de polvo. Demasiado fina para los dos años que había pasado ausente.

Fui al baño a limpiarme el polvo y el sudor de la cara. Cuando encendí la luz pude verme con claridad en el espejo. Con demasiada claridad. Aquel espejo no debería haber estado tan limpio. Aún recordaba cómo un verano de mi época de primaria, al regresar de un viaje, a pesar de que solo habíamos estado fuera un mes, yo había sido capaz de dibujar un muñeco en el polvo acumulado sobre el espejo. Ahora al pasar los dedos no podía dibujar nada.

Abrí el grifo. Después de dos años, el agua debería haber contenido restos de óxido, pero la que salió era perfectamente cristalina.

Cuando después de lavarme la cara volví al salón, reparé en otro detalle: al irme de allí dos años atrás, justo antes de cerrar la puerta eché un vistazo a la habitación para asegurarme de que no olvidaba nada y reparé en un vaso que había sobre la mesa. Aunque pensé en ponerlo bocabajo para que no le entrara polvo, al ir cargado con todo mi equipaje, desistí. Recordaba aquel detalle con toda claridad.

Y, sin embargo, ahora el vaso estaba bocabajo.

En estas aparecieron los vecinos, alertados por las luces encendidas. Me saludaron con las típicas palabras que uno dedica al volver a ver a un huérfano que se ha marchado a estudiar a la universidad. Se ofrecieron a alquilar la casa en mi ausencia y me dijeron que si después de graduarme decidía no volver podían encargarse de encontrarme comprador por un buen precio.

—Lo veo todo más limpio de lo que estaba cuando me marché —dejé caer cuando la conversación viró hacia lo mucho que había cambiado la zona en los últimos dos años.

—¿Más limpio? ¡Tú no estás bien de la vista! Desde el año pasado, cuando empezó a funcionar la planta eléctrica de al lado de la destilería, hay el doble de polvo en el aire... ¡Ja! Más limpio todo que antes, dice...

Eché un vistazo a la fina capa de polvo sobre la mesa sin decir nada. Sin embargo, luego, al acompañar a los vecinos a la puerta, no pude evitar preguntar de pasada si por casualidad alguno conservaba la llave de la casa. Ellos se miraron con asombro y aseguraron rotundamente que no. Yo les creí, pues recordaba que de las cinco copias que había habido en total solo seguían funcionando tres, que yo me había llevado conmigo al marcharme dos años atrás: una era la que ahora tenía en mi poder y las otras dos se hallaban en mi cuarto de la residencia de estudiantes.

Una vez a solas inspeccioné las ventanas: todas estaban completamente cerradas y sin indicio alguno de que nadie hubiera entrado por la fuerza.

Las dos llaves restantes habían sido las que usaban mis padres. Aquella noche quedaron fundidas. Nunca olvidaré la forma en que hallé esos dos informes bultos de metal entre las cenizas de mis progenitores. Ambas llaves, fundidas y resolidificadas, estaban también en mi cuarto de la residencia a miles de kilómetros. Las conservaba a modo de recordatorio de aquella fantástica energía.

Me senté un rato a separar las cosas que iba a llevarme y las que debía dejar en algún almacén para poder alquilar la casa. Empecé por las acuarelas de mi padre, que eran de los pocos objetos que estaba seguro de querer conservar. Primero descolgué las que estaban en las paredes, luego saqué las que había en los armarios y las metí todas en una caja de cartón. Entonces me di cuenta de que quedaba una más en el estante inferior de la biblioteca; se me había pasado por alto por estar cara abajo. En cuanto vi aquella pintura captivó toda mi atención.

Retrataba un paisaje, el de los alrededores de nuestra casa vistos desde la puerta, que no podía ser más insulso: varios bloques de apartamentos de cuatro plantas, todos de color oscuro; unas cuantas hileras de álamos desangelados y polvorientos... Como el pintor aficionado de tercera que era, mi padre era muy vago y raramente salía por ahí a retratar, conforme y feliz de plasmar escenas de la soporífera realidad que lo rodeaba. Según decía no existían los colores aburridos, solo los pintores mediocres; y esa era justamente la clase de pintor que era: su desinspirada brocha aportaba una dosis adicional de acartonamiento a aquellas escenas ya de por sí inexpresivas, lo cual al final terminaba capturando en cierta medida la gris monotonía diaria de la vida en aquella desastrada ciudad del norte de China.

En principio la acuarela que sostenía en las manos, al igual que las que ya estaban dentro de la caja, no parecía tener nada particularmente digno de mención. Sin embargo, me había fijado en algo: una torre de agua pintada con colores más brillantes que los viejos edificios que la rodeaban que sobresalía como una campanita abriéndose entre la maleza. Su presencia no tenía nada de extraño, realmente había una torre de agua en el exterior. Miré por la ventana y ahí estaba su negra silueta, recortándose contra las luces de la ciudad.

Pero es que aquella torre no se había terminado de construir hasta después de que yo me marchara a la universidad. Dos años atrás, cuando yo me fui, todavía estaba en obras y cubierta por el andamiaje.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo y la pintura se me cayó al suelo. Fue como si en mitad de aquella noche veraniega una gélida ráfaga de viento hubiera invadido la casa.

Metí la pintura en la caja, que cerré, y me dispuse a empaquetar otras cosas. Aunque traté de concentrarme en la tarea, mi mente, cual aguja pendiente de un hilo, no dejaba de sentir la atracción del poderoso imán que era la caja. Yo era capaz de redirigirla con mucho esfuerzo, pero en cuanto me descuidaba volvía a apuntar en dirección a la caja.

Afuera llovía. Aunque las gotas daban contra los cristales con suavidad, a mí aquel sonido me parecía proveniente de la caja. Al final no pude soportarlo más y corrí hasta la caja, la abrí, extraje la pintura y, procurando mantenerla cara abajo, me fui directo al baño, donde saqué un encendedor y le prendí fuego por una esquina. Cuando ya se había quemado un tercio me pudo la curiosidad y le di la vuelta: allí seguía la torre de agua, más vívida que antes incluso, casi como queriendo salirse de la imagen. Contemplé cómo adquiría extrañas y atrayentes tonalidades a medida que la consumían las llamas, tras lo cual dejé caer lo que quedaba de la pintura en el lavabo y esperé a que terminara de arder. Entonces abrí el grifo para limpiar las cenizas y hacerlas desaparecer por el desagüe. Al cerrarlo mis ojos repararon en un detalle que me había pasado desapercibido al lavarme la cara.

Unos cuantos cabellos. Cabellos largos.

Eran blancos. Algunos lo eran completamente y se confundían con el mármol del fregadero, otros solo a medias: justamente su parte negra era lo que había llamado mi atención. Era imposible que aquellos cabellos se me hubieran caído dos años atrás; yo nunca había llevado el pelo tan largo ni hasta la fecha me habían salido canas. Con cuidado, levanté uno de los que eran mitad blanco y mitad negro.

«Por cada una que arrancas te salen siete...»

Lo solté como si me quemase en las manos. La trayectoria de su descenso dibujó momentáneamente, al modo de una especie de persistencia de visión, un rastro que parecía compuesto por las imágenes de varios cabellos. En lugar de ir a parar al fregadero, a mitad de caída se desvaneció. Entonces volví a mirar los demás pelos del fregadero y, del mismo modo, también habían desaparecido.

Estuve un buen rato dejando correr el chorro de agua del grifo sobre la cabeza. Después, turbado y confuso, regresé al salón y me senté en el sofá a escuchar el sonido de la lluvia que llegaba desde fuera. Había arreciado bastante y se había convertido en tormenta, pero una sin truenos ni relámpagos. Las gotas golpeteaban el cristal de la ventana sonando como una especie de voz, quizá varias voces que, susurrantes, trataban de recordarme algo. Al rato, comencé a imaginar lo que decía aquel murmullo que iba haciéndose más discernible con cada repetición: «Aquella noche relampagueaba... Aquella noche relampagueaba... Aquella noche relampagueaba... Aquella noche relampagueaba... Aquella noche relampagueaba...».

Una vez más pasé una noche de tormenta sentado en aquella casa aguardando el amanecer; y una vez más la abandoné turbado y confundido. Al hacerlo supe que estaba dejando algo atrás para siempre. Y que ya nunca regresaría.

3. Esferas luminosas
3

Esferas luminosas

Cada vez se acercaba más la hora de enfrentarme al objeto de mi obsesión, pues con el inicio del nuevo semestre dieron comienzo mis clases de electricidad atmosférica.

La asignatura estaba impartida por un profesor auxiliar llamado Zhang Bin. Tenía unos cincuenta años, no era especialmente alto ni bajo, no hablaba en un tono de voz especialmente grave ni agudo y sus clases no eran especialmente interesantes ni aburridas. En resumen, era un hombre común y corriente sin nada que llamara la atención a excepción de un ligero cojeo que uno no notaba a menos que se fijara.

Una tarde, después de clase, el aula se hallaba completamente vacía a excepción de nosotros dos. Él estaba recogiendo sus cosas del podio sin aparentemente advertir mi presencia. Estábamos a finales de otoño. El sol poniente proyectaba sus rayos dorados por toda el aula y en los alféizares de los ventanales se acumulaban montones de hojas amarillas. Traicionando mi habitual indiferencia, pensé para mis adentros que aquella estación estaba hecha para la poesía.

Me levanté y me dirigí al podio.

—Profesor Zhang —dije—, quisiera hacerle una pregunta sobre algo que nada tiene que ver con la clase de hoy...

Zhang levantó la vista, me miró un instante y, asintiendo con la cabeza, siguió recogiendo sus bártulos.

—Es sobre las esferas luminosas. ¿Qué puede decirme de ellas? —continué, pronunciando al fin el nombre de aquello que tanto tiempo llevaba sepultado en lo más hondo de mi ser.

El profesor dejó de mover las manos. Luego levantó la vista, pero no para mirarme a mí, sino al sol que estaba poniéndose al otro lado de los ventanales, como si hubiese sido a este a lo que yo me refería.

—¿Qué es lo que quiere saber? —preguntó al cabo de unos segundos.

—Todo —respondí.

Inmóvil, el profesor mantuvo la mirada fija en dirección al sol. Su luz, muy potente a aquella hora, le bañaba por completo el rostro. ¿No le hacía daño a la vista?

—Los registros históricos, por ejemplo —apunté, tratando de ser más específico.

—En Europa los hay desde una época tan temprana como la Edad Media. En China, aunque Zhang Juzheng[3] dejó constancia de un encuentro bastante detallado ya en tiempos de la dinastía Ming, el primer caso de avistamiento de una esfera luminosa científicamente registrado no se daría hasta 1837, y la comunidad científica no clasificó el fenómeno como uno natural hasta apenas hace cuarenta años...

—¿Existe alguna teoría que explique el fenómeno?

—Hay varias...

Tras aquella escueta frase, el profesor Zhang volvió a guardar silencio. Apartó la mirada del sol crepuscular, pero no volvió a recoger sus cosas. Parecía absorto en sus pensamientos.

—¿Cuáles son las teorías tradicionales?

—Que se trata de un vórtice de plasma a alta temperatura cuya rotación interna a alta velocidad ejerce una fuerza que logra el equilibrio con la presión atmosférica exterior, manteniendo de este modo una estabilidad relativamente prolongada.

—¿Y?

—También hay quienes creen que se trata de la reacción química de una mezcla de gases a alta temperatura que de algún modo logran mantener su estabilidad.

—¿Qué más puede decirme? —pregunté, insistente. Costaba mucho sacarle las palabras, era como una piedra de molino que tuviera que empujar con todas mis fuerzas para lograr que se moviera un milímetro.

—Existe la llamada teoría del máser-solitón, según la cual la causa del fenómeno sería un máser atmosférico con un volumen de varios metros cúbicos. Un máser viene a ser un láser mucho menos potente capaz de producir, en el interior de una gran masa de aire, un campo magnético localizado y también solitones, lo cual crearía una esfera luminosa visible...

—¿Cuáles son las teorías más modernas?

—También hay varias. Por ejemplo, una que está ganando adeptos es la que proponen Abrahamson y Dinniss en la universidad neozelandesa de Canterbury. Según dicha teoría las esferas luminosas se deberían a la oxidación de una red filamentosa de nanopartículas de silicona. Existen muchas teorías más; incluso hay quien piensa que se trata de una reacción de fusión fría en el aire.

Allí Zhang hizo una pausa. Tras unos instantes, continuó:

—A nivel nacional, el Instituto de Ciencias Atmosféricas de la Academia de las Ciencias China ha formulado una teoría relacionada con el plasma atmosférico que, a partir de ecuaciones dinámicas de fluidos magnéticos, presenta un modelo de resonador vector-solitón según el cual, dentro de cierto rango de temperatura, la ocurrencia en la atmósfera de un vórtice de plasma, una bola de fuego, resulta teóricamente posible. El análisis numérico explica tanto las condiciones necesarias como las condiciones suficientes para su existencia...

—¿Cuál es su opinión respecto a esa teoría?

Zhang negó, apesadumbrado, con la cabeza y repuso:

—Probarla requeriría nada menos que producir una esfera luminosa en el laboratorio, algo que nadie ha logrado hasta la fecha...

—En territorio nacional, ¿cuántos testigos ha habido?

—Bastantes. Diría que, como mínimo, un millar. El caso más famoso ocurrió en 1998, cuando un equipo de la cadena de televisión estatal que se hallaba rodando un documental sobre la lucha contra las inundaciones en el Yangtsé capturó el fenómeno de forma inadvertida.

—Permítame una última pregunta, profesor, ¿hay personas del mundo de la física atmosférica que hayan presenciado el fenómeno?

El profesor Zhang volvió a posar la vista sobre el sol poniente al otro lado de la ventana.

—Hubo un caso.

—¿Cuándo?

—En julio de 1962.

—¿Dónde?

—En el pico Yu Huang del monte Tai.

—¿Conoce el paradero actual de la persona?

Zhang negó con la cabeza. Luego miró el reloj y dijo:

—Debería usted irse a cenar antes de que cierren la cafetería...

Acto seguido, terminó de recoger sus cosas y salió del edificio.

Yo fui detrás de él para, por fin, hacerle aquella pregunta que no había dejado de rondarme la mente durante todos esos años:

—Profesor Zhang, ¿se imagina un objeto en forma de bola de fuego capaz de atravesar las paredes y de reducir a cenizas a una persona de forma instantánea sin aparentar estar caliente? ¡Existe un caso documentado de una pareja reducida a cenizas mientras dormía en la cama cuyas mantas permanecieron intactas! ¿Puede imaginar ese objeto entrando en su frigorífico y cocinando sus congelados al instante sin alterar lo más mínimo el funcionamiento del aparato? ¿Carbonizando su camiseta sin que usted note nada? ¿Alguna de esas teorías que ha mencionado es capaz de explicar algo semejante?

—Como le he dicho, todas esas teorías carecen de base alguna —respondió el profesor, sin aminorar el paso.

—¿Y sin restringirnos a los confines de la física atmosférica? ¿Cree usted que pueda haber alguna explicación en el resto de la física, o de la misma ciencia, para este fenómeno? Pero ¿acaso no siente usted ninguna curiosidad? ¡Su actitud me resulta aún más chocante que haber visto una esfera luminosa!

Zhang se detuvo en seco, se volvió y me miró de frente por primera vez.

—¿Ha visto usted una esfera luminosa? —preguntó.

—Solo... solo era una forma de hablar.

No estaba dispuesto a revelarle mi secreto más íntimo a aquella persona tan indiferente e impasible. Aquel mismo inmovilismo a la hora de enfrentar los misterios más profundos de la naturaleza permeaba la sociedad en su conjunto y constituía una auténtica rémora para la ciencia. ¡Quién sabe si, de haber contado la comunidad científica entre sus filas con menos personas así, para entonces la humanidad ya habría podido alcanzar Alfa Centauro!

—El campo de la física atmosférica es eminentemente práctico —dijo el profesor—. Las esferas luminosas constituyen un fenómeno tan raro que ni el estándar internacional de protección de estructuras contra rayos IEC/TC-81 ni su equivalente chino de 1993 lo incluyen, de modo que carece de sentido dedicarle atención alguna...

Sin nada más que hablar con una persona así, le di las gracias y me marché. Siendo justos, en su caso, el mero hecho de admitir la existencia de las esferas luminosas constituía ya un gran paso: antes de que en 1963 la comunidad científica reconociera formalmente su existencia, todos los testimonios fueron tachados de alucinaciones. Un día de aquel año, Roger Jennison, profesor de electrónica en la Universidad de Kent, presenció el fenómeno en persona cuando se hallaba en un aeropuerto de Nueva York: una bola de fuego de veinte centímetros de diámetro surgió de la pared del hangar y atravesó un avión para luego desaparecer a través de la pared.

Aquella noche busqué el término «esfera luminosa» en Google por primera vez. Aunque no albergaba demasiadas esperanzas, encontré más de cuarenta mil entradas en los resultados de búsqueda. Por primera vez sentí que la humanidad entera prestaba atención a aquello a lo que estaba deseando dedicar la vida.

Dio comienzo un nuevo semestre que trajo consigo el calor. Para mí, el verano significaba algo más importante: con él llegaban las tormentas de rayos, lo cual me acercaba mucho más al objeto de mi obsesión.

Un día, de repente, Zhang Bin acudió en mi busca. La clase que me daba había terminado el semestre anterior y yo me había olvidado de él casi por completo.

—Chen —me dijo—, conozco su situación familiar y sé que tiene dificultades económicas. Este verano estaré a cargo de un proyecto con una plaza de asistente por cubrir, ¿le interesaría?

Le pregunté por la naturaleza del proyecto.

—Es una demostración paramétrica de equipamiento antirrayos para una línea ferroviaria que va a construirse en Yunnan. Y hay otro objetivo más: Los nuevos e

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