La Tierra errante
1
ERA DE LA FRENADA
Nunca he visto la noche. Nunca he visto las estrellas. Tampoco he visto la primavera ni el otoño ni el invierno. Nací a finales de la Era de la Frenada, justo cuando la Tierra dejó de girar.
Detener su rotación había costado cuarenta y dos años, tres más de lo previsto por la Coalición. Mi madre me contó el último atardecer que vio a nuestra familia: el Sol descendió muy despacio, como si se hubiese quedado clavado en el horizonte. Tardó tres días y tres noches en desaparecer (a partir de entonces, claro está, dejaron de existir los días y las noches propiamente dichos). El hemisferio este quedó así sumido en un perpetuo atardecer que duraría mucho tiempo, algo más de una década, con el Sol detrás mismo del horizonte iluminando la mitad del cielo. Justo entonces, durante aquel interminable crepúsculo, nací yo.
No se trataba de un atardecer sombrío: los motores de la Tierra llenaban de luz todo el hemisferio norte. Estaban instalados por toda Asia y el norte de América, los únicos dos continentes con una estructura tectónica lo suficientemente sólida como para soportar su empuje. Eran doce mil en total, distribuidos a lo largo y ancho de las Grandes Llanuras del continente americano y de la estepa euroasiática.
Desde donde yo vivía podían verse los haces de plasma que emitían. Imagina un palacio enorme, tan grande como el Partenón de la Acrópolis de Atenas, apuntalado por un sinfín de gigantescos pilares de resplandeciente luz blanca azulada; enormes tubos fluorescentes bajo los cuales tú no fueras más que un microbio en el suelo. Así me sentía yo en el mundo. A decir verdad, esa metáfora no es del todo acertada, pues si la rotación de la Tierra consiguió detenerse fue gracias a la componente tangencial del empuje generado por sus motores, lo cual obligaba a que el chorro de plasma adoptase un ángulo preciso: los haces de luz gigantes estaban torcidos. Aquel gran palacio luminoso nuestro se inclinaba como si estuviese al borde del colapso. Enfrentados a tan impactante imagen, no pocos visitantes procedentes del hemisferio sur habían sufrido arrebatos de pánico.
Aún más terrible resultaba el calor de los motores: la temperatura exterior llegaba a alcanzar los setenta u ochenta grados centígrados, lo cual nos obligaba a ponernos trajes refrigerantes antes de salir. El calor causaba, además, tormentas frecuentes. La escena que se desencadenaba cuando los haces de luz de los motores topaban con nubarrones era de pesadilla: las nubes dispersaban la luz blanquiazul en una infinidad de halos iridiscentes que se multiplicaban de forma frenética hasta que el cielo entero refulgía como si estuviera cubierto de candente lava blanca. En una de esas ocasiones, mi abuelo, ya senil, harto del calor y viendo que afuera comenzaba a llover, se quitó la camisa y salió corriendo por la puerta sin que nos diera tiempo a detenerlo. Las gotas de lluvia, supercalentadas por los haces de luz de los motores de la Tierra, le causaron tales quemaduras que la piel se le caía a tiras.
Para nuestra generación, nacida en el hemisferio norte, todo aquello era tan natural como las estrellas, el Sol y la Luna lo fueron para quienes vivieron antes de la Era de la Frenada. A ese período de la historia de la humanidad lo llamábamos Era Antesolar. ¡Qué fascinante y gloriosa debía de haber sido aquella era dorada!
Cuando empecé primaria, como parte del programa académico, nuestros profesores nos llevaron a los treinta niños de mi clase a dar la vuelta al mundo. Para entonces, la Tierra ya se había detenido del todo y, aparte de para mantenerla en estado estacionario, sus motores apenas se usaban más que para hacer pequeños reajustes en su orientación. Por este motivo, durante la época que va desde que yo tenía tres años hasta los seis, la intensidad de las columnas de luz fue considerablemente menor que cuando se operaba a plena capacidad. Gracias a aquel período de inactividad relativa pudimos emprender aquel viaje y así conocer mejor el mundo.
Lo primero que hicimos fue ir a ver de cerca uno de los motores. Se hallaba a poca distancia de Shijiazhuang, a la entrada del túnel ferroviario que atravesaba las montañas Taihang. Aquella imponente mole metálica se erigía ante nosotros hasta tapar la mitad del cielo y, en comparación, las Taihang parecían meros montículos. Varios niños dijeron admirados que aquel motor debía de ser tan alto como el mismísimo Everest, a lo cual nuestra tutora, una joven maestra llamada Lin Xing, explicó con sonrisa afable que su altura era de once mil kilómetros, más de mil metros mayor que la del Everest.
—Lo llaman «el soplete de Dios» —añadió.
Permanecimos de pie bajo su enorme sombra, sintiendo las vibraciones que llegaban desde las profundidades de la Tierra.
Los motores terrestres se dividían en dos grupos: los grandes, a los que llamábamos «montañas», y los pequeños, conocidos como «picos». El motor al que subimos se llamaba Montaña 794 de la China Norte. El ascenso de los picos se efectuaba con mucha mayor celeridad que el de las montañas, pues mientras que la cima de los primeros se alcanzaba por medio de un ascensor gigante, a la de estas últimas solo era posible llegar siguiendo una larga y sinuosa carretera. Nuestro autobús se unió a la interminable caravana de vehículos que levitaban sobre la lisa superficie de acero. A nuestra izquierda, una inmensa pared de color azul metálico; a nuestra derecha, un precipicio sin fondo.
La inmensa mayoría de vehículos eran camiones volquete de cincuenta toneladas que transportaban escombros procedentes de las montañas Taihang. Enseguida sobrepasamos los cinco mil metros, altura desde la que el brillo azulado del motor conseguía difuminar por completo la orografía del terreno a nuestros pies. La señorita Lin nos hizo ponernos las mascarillas de oxígeno. A medida que nos acercábamos a la boquilla de aquel soplete, la luz y la temperatura aumentaban con rapidez. El color de nuestras mascarillas se oscureció y los microcompresores de nuestros trajes refrigerantes comenzaron a funcionar a toda potencia. Al alcanzar los seis mil metros de altura, vimos una boca de alimentación. Todos y cada uno de los camiones descargaban en las fauces de aquel enorme foso de apagado brillo rojo las rocas que habían transportado, sin el menor ruido. Le pregunté a mi maestra cómo los motores de la Tierra convertían la roca en combustible.
—La fusión de elementos pesados es un tema demasiado complejo para alguien de vuestra edad —dijo—. De momento, conformaos con saber que los motores terrestres como este en el que nos encontramos ahora, el Montaña 794 de la China Norte, son las máquinas más poderosas de cuantas ha construido la humanidad. Operando a plena potencia son capaces de ejercer un empuje de quince mil millones de toneladas.
Nuestro autobús llegó por fin a la cima. La salida del chorro de plasma quedaba justo sobre nuestra cabeza. El diámetro de aquella inmensa columna de luz era tan enorme que lo único que vimos al mirar hacia arriba fue una brillante pared de plasma azul que se alargaba en dirección a las alturas hasta el infinito. En aquel momento me vino a la memoria el acertijo que nuestro ojeroso profesor de filosofía nos había planteado en clase no hacía mucho: «Imaginad que vais caminando tranquilamente por una llanura cuando, de pronto, topáis con un muro. El muro se extiende en todas direcciones: hacia arriba, hacia los dos lados y también hacia abajo. ¿Qué representa?».
Me sobrevino un escalofrío. Entonces, viendo que tenía a la señorita Lin al lado, le planteé el enigma. Estuvo reflexionando un rato, hasta que, encogiéndose de hombros, se dio por vencida. Me acerqué a su oído y le revelé la terrible respuesta:
—La muerte.
Ella se me quedó mirando sin decir nada durante varios segundos. Luego me abrazó con fuerza contra su pecho. Con la cabeza apoyada sobre su hombro, miré a la distancia: multitud de colosales «picos» de metal se erigían por encima de la bruma para escupir sus luminosos chorros de plasma, los árboles de una suerte de bosque cósmico inclinado que agujereaba el techo tambaleante de nuestro cielo.
Poco después fuimos a la orilla del mar, donde vimos sobresalir las agujas de varios rascacielos sumergidos. Se fueron revelando conforme la marea bajó, con el agua espumosa del mar brotándoles de las ventanas en múltiples cascadas. Aunque apenas acababa de completarse, los devastadores efectos de la Era de la Frenada ya eran del todo apreciables: las mareas causadas por la aceleración de los motores terrestres habían sumergido dos tercios de las principales ciudades del hemisferio norte. Después, cuando la subida de las temperaturas a nivel global derritió los casquetes polares, la catástrofe se extendió al hemisferio sur. Treinta años atrás, mi abuelo había presenciado cómo olas de más de cien metros de altura engullían la ciudad de Shanghái. Hasta la fecha, aún se le perdía la mirada al tratar de describirnos aquella imagen dantesca. Nuestro planeta se había vuelto irreconocible incluso antes de emprender su viaje. ¿Quién podía imaginar los peligros que íbamos a tener que afrontar durante nuestra larga y errática travesía por el espacio exterior?
Subimos a un buque transoceánico, un antiguo medio de transporte con el que nos desplazaríamos por la superficie del mar. Los haces de luz de los motores terrestres fueron alejándose cada vez más hasta que, pasado un día, desaparecieron por completo.
La luz que iluminaba el mar entonces procedía de direcciones opuestas: al oeste, el resplandor azul que aún llegaba de los haces de luz de los motores terrestres, y al este, la luz rosada que el Sol irradiaba desde más allá del horizonte. La imagen al navegar justo por la resplandeciente senda que unía las dos tonalidades no podía ser más maravillosa. Sin embargo, a medida que el resplandor azul se fue desvaneciendo y la luz rosada creció en intensidad, una incómoda sensación se adueñó del ambiente a bordo. Dejaron de verse niños en cubierta. Todos permanecimos en el interior de nuestros respectivos camarotes con las cortinas echadas hasta que, un día después, llegó el momento que tanto temíamos. Tras reunirnos en la gran cabina que usábamos como aula, la señorita Lin anunció solemne:
—Niños, hoy vamos a ver el amanecer.
Ninguno de nosotros movió un músculo. Mantuvimos la mirada perdida y estábamos tan rígidos que parecía como si de repente nos hubiéramos quedado congelados. A pesar de los intentos de nuestra profesora por acuciarnos, nadie se movió. Uno de sus colegas le comentó:
—Ya lo he dicho en más de una ocasión: no deberíamos empezar a enseñarles historia moderna hasta después de estos viajes. Se adaptarían con mucha mayor facilidad.
—La cosa no es tan fácil —replicó la señorita Lin—: antes de empezar a impartir la asignatura ya lo saben todo; no viven en una burbuja... Vosotros primero, niños —añadió entonces, dirigiéndose a los delegados de la clase—. No debéis tener ningún miedo. Yo misma, de pequeña, a la hora de ver mi primer amanecer, también me puse muy nerviosa, pero luego no fue nada.
Uno a uno, cautelosos, los demás niños se fueron levantando y comenzaron a dirigirse a la puerta. En ese momento sentí que una mano sudorosa se agarraba a la mía y me volví. Era Ling’er.
—Tengo miedo... —me dijo temblando.
—Pero si estamos hartos de ver el Sol por la tele; seguro que es igual —repuse para consolarla.
—¿Cómo va a ser igual? ¿Es lo mismo ver una serpiente por la tele que encontrársela de frente?
—Mira, tenemos que salir sí o sí. Como no vayamos, ¡nos bajan la nota!
Cogidos con fuerza de las manos, Ling’er y yo nos unimos al resto de nuestros compañeros en cubierta, dispuestos a encarar con arrojo el primer amanecer de nuestra vida.
—A decir verdad, el miedo que asociamos al Sol los seres humanos se remonta a apenas hace tres o cuatro siglos. Antes no lo temíamos, sino todo lo contrario. El Sol era considerado un astro magnífico y benevolente. Por entonces la Tierra todavía giraba y la gente veía amanecer y atardecer todos los días. Aplaudía con regocijo su salida y se deshacía en elogios ante la belleza de su ocaso —nos explicó la señorita Lin, con el viento de proa alborotándole la melena. Detrás de ella, los primeros rayos de luz comenzaban a asomar por el horizonte como lo hubiera hecho el aliento de fuego de un enorme monstruo marino inimaginable.
Estábamos a punto de ver por fin aquella llama tan temible. Comenzó siendo un mero punto brillante en la línea del horizonte para luego, muy rápidamente, crecer hasta adoptar forma de semicírculo. En ese momento sentí que el miedo se me atragantaba y me impedía respirar, que el suelo a mis pies desaparecía de repente y yo me hundía en el oscuro abismo del océano... Ling’er, apretando su cuerpecillo tembloroso contra el mío, caía conmigo; también nuestros compañeros y todos los demás, ¡el mundo entero! Entonces volví a recordar el acertijo de mi profesor de filosofía: en su día yo le había preguntado por el color del muro, y su respuesta fue que debía de ser negro. Yo no estuve de acuerdo. En mi imaginación, el muro de la muerte tenía que ser tan fulgurante como el blanco de la nieve. De ahí que aquella pared de plasma me hubiese recordado el acertijo. En aquella era, el negro había dejado de simbolizar la muerte. Ahora la muerte era del color del fogonazo de un relámpago, un último relámpago que, en cuanto cayera, vaporizaría el mundo al instante.
Más de tres siglos atrás, los astrofísicos descubrieron que la velocidad de conversión del hidrógeno en helio que tenía lugar en el interior del Sol estaba acelerándose. Después de lanzar miles de sondas para investigar el astro, consiguieron establecer un modelo matemático que lo describía de una forma completa y precisa.
Usando dicho modelo, una supercomputadora calculó que el Sol se había apartado de la secuencia principal del diagrama de Hertzsprung-Russell. Muy pronto el helio acabaría por permear su núcleo y desencadenaría una violenta explosión que llamaron «fogonazo de helio», tras la cual el Sol se convertiría en una gran gigante roja que se expandiría hasta que su diámetro abarcara la órbita de la Tierra.
Pero para entonces nuestro planeta habría sido vaporizado por el helio.
La predicción aseguraba que el desastre tendría lugar en los cuatrocientos años siguientes. De eso hacía ya trescientos ochenta años.
La catástrofe no solo iba a arrasar y destruir los planetas telúricos de nuestro sistema solar, sino que también alteraría la composición y la órbita de los planetas jovianos. La subsiguiente acumulación de elementos pesados en el núcleo del Sol tras el primer fogonazo de helio sería además la causa de que, durante algún tiempo, se sucedieran varios más. Si bien no supondrían más que un breve suspiro dentro del proceso completo de evolución del astro, se calculaba que el período a lo largo del que iban a sucederse los fogonazos podía llegar a durar miles de veces lo que la historia de la humanidad. Era imposible que sobreviviéramos en el sistema solar. Nuestra única salida era emigrar a otra estrella del espacio exterior.
De acuerdo con la tecnología de la que la humanidad disponía en aquel momento, nuestro único destino posible era el sistema estelar más cercano a nosotros: Alfa Centauri, a 4,3 años luz de distancia. Una vez adquirido el consenso general en lo referente a nuestro objetivo, el debate se centró en la manera de lograrlo.
Con el fin de garantizar la consecución de su objetivo pedagógico, nuestro buque dio varias vueltas en el Pacífico para brindarnos la oportunidad de ver un segundo amanecer. Para entonces ya habíamos perdido el miedo y no hacía falta convencernos de que los niños nacidos en el hemisferio sur eran capaces de sobrevivir a la exposición diaria al Sol.
Seguimos navegando hacia el atardecer. A medida que el Sol se elevaba en el aire, la frescura del ambiente de días anteriores dejaba paso al calor. Yo estaba medio adormecido en mi camarote cuando me llegó el rumor de una gran conmoción. Entonces se abrió la puerta. Era Ling’er.
—¡Los protierra y los pronaves se están peleando otra vez!
A pesar de lo poco que me interesaban sus trifulcas (llevaban así desde hacía cuatro siglos), salí a echar un vistazo.
Un grupo de niños se estaban pegando. Me bastó echar un vistazo rápido para localizar a Dong en el meollo. Había vuelto a armar una de las suyas. Su padre era un obcecado militante de los postulados pronaves que estaba cumpliendo condena en la cárcel por haber participado en un alzamiento en contra de la Coalición. De tal padre, tal hijo.
Con ayuda de varios fornidos miembros de la tripulación, la señorita Lin consiguió separarlos. Dong, puño en alto y con la nariz sangrando, insistía a gritos:
—¡Echad a todos los protierra por la borda!
—Yo soy protierra —protestó la maestra—. ¿A mí también me quieres echar por la borda?
—¡A todos! —respondió Dong sin amedrentarse. El movimiento pronaves estaba comenzando a extenderse a nivel global, lo cual los envalentonaba.
—¿De dónde os viene ese odio hacia nosotros? —preguntó la señorita Lin, a lo que los otros niños pronaves gritaron:
—¡No queremos quedarnos de brazos cruzados para palmarla con los tontainas de los protierra!
—¡Nos iremos en naves espaciales! ¡Vivan las naves espaciales!
Pulsando el proyector holográfico de su brazalete, nuestra profesora hizo aparecer ante nosotros una imagen que captó la atención de todos y el griterío cesó.
Era la imagen de una esfera de cristal. Debía de medir unos diez centímetros de diámetro y dos tercios de su interior estaban llenos de agua. Contenía una pequeña gamba, una rama de coral y unas cuantas algas verdes. La gamba se dedicaba a nadar ociosa alrededor del coral.
—Este es el proyecto que Dong presentó en su clase de ciencias naturales —dijo la señorita Lin—. Además de todo lo que veis, la esfera contiene también bacterias microscópicas. Todo en su interior es interdependiente del resto de los organismos: la gamba se sustenta a base de algas y respira el oxígeno contenido en el agua, luego defeca materia orgánica y expulsa dióxido de carbono. Las bacterias se encargan de convertir los excrementos de la gamba en materia inorgánica, que las algas usan junto al dióxido de carbono para, con ayuda de una fuente de luz natural, realizar la fotosíntesis. Eso les permite crear nutrientes, crecer, reproducirse y liberar el oxígeno que respirará la gamba. A menos que se interrumpa el suministro de luz, este ciclo ecológico debería poder mantenerse a perpetuidad. Es, con diferencia, el mejor proyecto que me ha presentado un alumno. No se me escapa el hecho de que esta esfera simboliza las aspiraciones de Dong y de todos los niños pronaves. ¡He aquí vuestra nave soñada, en miniatura!
»Dong me dijo que había basado su diseño en rigurosos modelos matemáticos. Modificó los genes de cada uno de los organismos para asegurar que sus respectivos metabolismos estuvieran en perfecta armonía con los del resto. Estaba convencido de que el mundo contenido en esta esfera perduraría hasta después de que la gamba, una vez alcanzada su esperanza de vida, muriera por causas naturales. A todos los profesores nos encantó el diseño. Colocamos la esfera bajo una fuente de luz artificial de la intensidad adecuada y, contagiados del entusiasmo de Dong, deseamos con todas nuestras fuerzas que aquel pequeño mundo que había creado sobreviviera de verdad. Pero ahora, poco más de diez días después...
La maestra abrió una pequeña caja de la que extrajo con cuidado la esfera real. La gamba flotaba sin vida en la superficie del agua turbia. Las algas, en proceso de descomposición, habían mutado en una inerte película peluda que cubría el coral.
—Ya no hay vida en este mundo en miniatura —sentenció la profesora—. ¿Quién de vosotros puede decirme por qué? —preguntó levantando la esfera para que todos pudiéramos verla bien.
—¡Era demasiado pequeño!
—Exacto. Era demasiado pequeño. Tarde o temprano, los ecosistemas pequeños, sin importar la precisión de su diseño, resultan incapaces de resistir el paso del tiempo; esas naves que imagináis no son una excepción.
—Podemos hacerlas tan grandes como Shanghái o Nueva York —protestó Dong. Su tono de voz era mucho más bajo que antes.
—De acuerdo. Pero, con la tecnología de la que disponemos ahora mismo, ese será el tamaño máximo que podrán alcanzar, y aún serán mucho más pequeñas que la Tierra.
—¡Encontraremos nuevos planetas! —apuntó una voz.
—Eso no os lo creéis ni vosotros. Ninguno de los planetas que orbitan alrededor de Próxima Centauri es viable. La estrella con planetas habitables más cercana se halla a ochocientos cincuenta años luz. Teniendo en cuenta que las naves más rápidas que somos capaces de construir apenas alcanzan el 0,5 por ciento de la velocidad de la luz, tardaríais ciento setenta mil años en llegar allí; ningún ecosistema a escala de una nave espacial duraría siquiera una décima parte de ese tiempo. ¡Niños, solo un ecosistema del tamaño de la Tierra, con su imparable ciclo ecológico, es capaz de garantizar la perdurabilidad de la vida! ¡La idea de que la humanidad abandone la Tierra para explorar el universo resulta tan ridícula como si un bebé pretendiera desprenderse de su madre para cruzar el desierto!
—Pero... —interrumpió Dong, tragando saliva antes de añadir—: Profesora, ya es demasiado tarde para nosotros. Ya es demasiado tarde para la Tierra. ¡El Sol explotará antes de que logremos acelerar lo suficiente como para escapar!
—Aún estamos a tiempo. ¡Creed en la Coalición! ¿Cuántas veces tengo que repetíroslo? ¡Incluso en el caso de que nos equivoquemos, como mínimo siempre podremos decir que la humanidad perece con el orgullo de haber hecho todo cuanto estaba en su mano por evitarlo!
El plan de escape de la humanidad constaba de cinco fases: en la primera, los motores de la Tierra la impulsarían en sentido contrario al de su giro a fin de detener su rotación. En la segunda, con los motores a plena potencia, la Tierra aceleraría hasta alcanzar la velocidad de escape que iba a permitirle salir del sistema solar. En la tercera, continuaría acelerando por el espacio exterior en dirección a Próxima Centauri, la estrella más cercana. En la cuarta, los motores revertirían la marcha para volver a hacer rotar la Tierra y desacelerarla. En la quinta, se acoplaría a la órbita de nuestra estrella vecina para así convertirse en uno de sus satélites. La gente había puesto nombre a estas cinco fases; las llamaban la Era de la Frenada, la Era de la Huida, la Primera Era Errante (correspondiente a la aceleración), la Segunda Era Errante (correspondiente a la desaceleración) y la Nueva Era Solar.
El proceso de migración entero se prolongaría durante unos dos mil quinientos años. Algo más de cien generaciones.
Nuestro buque continuó navegando y llegamos a la parte de la Tierra en la que era de noche. Allí ya no se podían ver ni el Sol ni la luz de los motores terrestres.
Envueltos por el frío viento del Atlántico, por primera vez en nuestra joven vida pudimos admirar el cielo estrellado. ¡Qué estampa tan maravillosa fue aquella! Te rompía el corazón.
—Mirad, niños —nos dijo la señorita Lin pasándonos el brazo por el hombro a Ling’er y a mí—, esa es la constelación de Centauro. Y ahí está Próxima Centauri, nuestra estrella más cercana, que será nuestro nuevo hogar.
Después se puso a llorar, y nosotros con ella. Incluso el capitán y el resto de la tripulación, aguerridos marineros, rompieron en sollozos. Mirando en la dirección que señalaba la maestra con los ojos empañados por las lágrimas, las estrellas parecían agitarse de aquí para allá en una danza frenética, a excepción de una, que se mantenía inmóvil en el centro. Era la luz del faro de una tierra lejana en mitad de un tormentoso mar oscuro. Era el fuego distante que alentaba al aterido expedicionario perdido en la tundra a seguir avanzando. Era la estrella de nuestro corazón, la única fuente de consuelo y esperanza que tendrían las próximas cien generaciones de humanos en su futura travesía.
Durante el viaje de regreso a casa, fuimos testigos del primer indicio de que la Tierra iba a ponerse en marcha: un cometa gigante cruzó el cielo nocturno. Se trataba de la luna. No pudiendo llevársela consigo, la humanidad optó por instalarle también motores y apartarla de la órbita de la Tierra para que esta no colisionara con ella al acelerar. La enorme estela que dejaron en el cielo los motores de la luna inundó el mar de luz azulada y oscureció las estrellas. A su paso, las mareas gravitacionales generadas por el movimiento de nuestro satélite hicieron que el mar se elevara. Tuvimos que cambiar a un avión para poder regresar al hemisferio sur.
¡Por fin había llegado el día de nuestra partida!
Tan pronto como bajamos del avión, nos cegó la luz de los motores terrestres. Era mucho más potente que antes. Los chorros de plasma ya no estaban inclinados, sino que apuntaban al cielo de forma perpendicular. Estaban funcionando a máxima potencia. La aceleración del planeta originó estruendosas olas de cientos de metros de altura que azotaron las costas de todos los continentes. Violentos huracanes de espuma hirviente iban y venían por entre las columnas de plasma levantando de cuajo cuantos bosques se interponían en su camino... Nuestro planeta se había convertido en un enorme cometa de cola azul que surcaba la oscuridad del espacio.
La Tierra se había puesto en marcha y con ella la humanidad.
Mi abuelo murió justo en el momento de la partida a causa de las múltiples quemaduras infectadas que tenía por todo el cuerpo. Mientras agonizaba, no dejó de repetir:
—¡Ay, Tierra! ¡Mi Tierra errante...!
2
ERA DE LA HUIDA
Trasladaron nuestra escuela a una ciudad subterránea de la que íbamos a ser sus primeros residentes. El autobús se adentró en un gran túnel con una pequeña pendiente que se internaba en el subsuelo. Al cabo de media hora dijeron que acabábamos de entrar en la ciudad, pero nada de lo que veíamos a través de las ventanas parecía ni remotamente relacionado con ninguna de las ciudades que habíamos visto hasta la fecha: altos e impenetrables muros con puertas selladas, complejos entramados de túneles... A la luz de los reflectores, todo se teñía de un monótono azul metálico. Pensar que aquel iba a ser nuestro mundo para casi el resto de nuestra vida era descorazonador.
—Vamos a vivir en cuevas, como en la prehistoria... —refunfuñó Ling’er.
A pesar de haber hablado en voz baja, la señorita Lin la oyó.
—No nos queda otro remedio, niños —intervino—. La superficie está a punto de convertirse en un lugar terrible, terrible... Muy pronto, cuando haga frío, ¡no se podrá echar un escupitajo sin que se congele antes de tocar el suelo! Y cuando haga calor, ¡sin que se evapore!
—Lo del frío ya me lo imaginaba, porque la Tierra se está alejando del Sol, pero ¿por qué va a hacer calor? —preguntó una niña de los cursos inferiores.
—¿Aún no sabes lo que es una órbita de transferencia, tontorrona? —repliqué de malas maneras.
—Pues no —se enfurruñó ella.
Queriendo quizá ocupar la mente en cosas más productivas, Ling’er se puso a explicarle a la niña aquello a lo que yo me había referido.
—Mira, es muy fácil: los motores de la Tierra son menos potentes de lo que te imaginas; solo son capaces de propinarle un pequeño empuje, no de hacerla salir de su órbita de golpe. Por eso, para poder escapar del Sol, antes tendremos que dar quince vueltas a su alrededor. Durante ese tiempo, la Tierra acelerará de forma lenta y gradual, y ese círculo aproximado que traza ahora al girar alrededor del Sol se irá convirtiendo en una órbita elíptica. Cuanto más rápido nos movamos, más plana será la elipse que trace y más se irá desplazando el Sol hacia uno de sus extremos. Así, cuando nos encontremos en el punto más alejado, hará mucho más frío y...
—¡Espera! Yo sigo sin entenderlo... Que la Tierra se volverá mucho más fría que ahora al transitar el extremo más alejado del Sol de su nueva órbita sí lo veo, pero el otro extremo... A ver, que piense... De acuerdo con lo que establece la dinámica orbital, nunca estaremos más cerca del Sol de lo que estamos ahora, ¿no? ¿Por qué iban a subir las temperaturas?
Aquella niña era un genio en miniatura. Gracias a la ingeniería genética, disponer de una memoria así de prodigiosa se había convertido en la norma. En ese aspecto, la humanidad podía considerarse afortunada. De lo contrario, un milagro de la ingeniería tan inimaginable como eran los motores de la Tierra hubiera tardado mucho más de cuatro siglos en realizarse.
—Y el calor que añaden los motores terrestres ¿qué? Mira que eres boba —salté—. ¡Más de diez mil sopletes echando fuego a todo gas! Cómo no van a calentar la Tierra, si ya no es más que el anillo de sujeción de sus boquillas... ¡Callaos ya de una vez, anda, que me estáis incordiando!
Comenzamos a vivir en el subsuelo. Era una entre tantas otras iguales que ella; mi nueva ciudad, soterrada a quinientos metros de profundidad, contaba con algo más de un millón de habitantes. Allí fue donde terminé primaria y comencé el instituto. Mi instrucción se centraba en contenidos técnicos y científicos, asignaturas como el arte y la filosofía habían ido quedando arrinconadas porque la humanidad no disponía de tiempo para distraerse con esas cosas: jamás en la historia había existido época alguna en la que hubiésemos estado más ocupados que entonces. Todo el mundo tenía trabajo y su trabajo no acababa nunca. Curiosamente, todas las religiones del planeta desaparecieron de la noche a la mañana sin dejar rastro alguno. La gente se había dado cuenta por fin de que, aun en caso de que existiera algún dios, tenía que ser un hijo de puta. Siguieron existiendo los libros de historia, pero para nosotros la Era Antesolar de la humanidad resultaba tan mítica y lejana como el jardín del Edén.
Mi padre era astronauta en las Fuerzas Aéreas. Solían destinarlo a misiones en la órbita baja terrestre y paraba muy poco por casa. Recuerdo que una vez, durante el quinto año de aceleración orbital, cuando la Tierra se hallaba en el punto más alejado del Sol, fuimos todos a la playa. Cada una de las ocasiones en las que el planeta alcanzaba un afelio, se celebraba como si fuese Navidad o el Año Nuevo Lunar. Hallarnos alejados del Sol nos daba una falsa sensación de seguridad.
Tal y como ya ocurría antes de mudarnos al subsuelo, para salir al exterior tuvimos que ponernos trajes especiales: en esta ocasión, en lugar de trajes refrigerantes, llevamos trajes calefactores bien sellados y provistos de una batería nuclear. Nada más salir, como de costumbre, vimos las brillantes columnas del plasma de los motores terrestres de siempre. Todo lo demás quedaba eclipsado por ellas.
Tuvimos que volar un buen rato en el aerocoche para poder escapar de su resplandor y alcanzar a ver la orilla. El Sol, inerte y reducido al tamaño de una pelota de béisbol, colgaba en el horizonte rodeado de un halo de luz tan débil como el de las primeras horas del alba. El azul del cielo era el más oscuro que yo había visto y las estrellas aún no eran claramente visibles. Mirando alrededor, me pregunté extrañado dónde se había metido el océano. Frente a mí solo había una vasta extensión de hielo. Sobre aquel mar congelado, entre silbidos de fuegos artificiales, se congregaba una multitud en actitud festiva. El desenfreno al que parecía haberse entregado resultaba algo fuera de lo normal: había borrachos por todas partes, unos cuantos se dedicaban a rodar por el hielo, otros entonaban canciones distintas y se desgañitaban tratando de tapar las voces de los demás...
—Todo el mundo anda desesperado por hacer lo que siempre había querido hacer. No tiene nada de malo —dijo mi padre. Entonces, acordándose de algo, añadió—: Ah, por cierto. Se me olvidaba deciros una cosa: me he enamorado de Li Xing; voy a irme a vivir con ella.
—¿La conozco? —preguntó mi madre, tan tranquila.
—Fue mi tutora en primaria —respondí por mi padre. Yo entonces hacía segundo en el instituto; no tenía ni idea de dónde ni cómo debía de haber conocido a mi antigua profesora. Igual había sido en mi ceremonia de graduación de primaria.
—Bueno, pues vete —dijo mi madre.
—No creo que tarde mucho en aburrirme de ella. ¿Podré volver?
—Como tú quieras —repuso mi madre tan serena como la superficie de un mar congelado. Sin embargo, acto seguido, estalló con emoción.
—¡Oooh, qué bonito este! —exclamó con sincero agrado señalando la flor de luz que se abría en el cielo—. Seguro que le han puesto un difusor holográfico.
Para la gente de aquella época, las historias narradas por el cine y la literatura de cuatro siglos atrás resultaban desconcertantes. Nadie conseguía entender por qué las personas de la Era Antesolar se implicaban tanto en asuntos que nada tenían que ver con su supervivencia. Ver a aquellos protagonistas sufriendo lo indecible por cuestiones de amor resultaba de lo más raro. Y es que, en aquel tiempo, el deseo de escapar a la amenaza mortal que se cernía sobre todos nosotros estaba por encima de cualquier otra cosa. Nuestra atención estaba centrada por completo en cosas como el estado del Sol, la posición de la Tierra... Eso era lo único que lograba despertar interés o emoción alguna. Vivir tan pendientes de todo aquello llegó a alterar nuestra disposición mental, también nuestra espiritualidad. Fue tanta la importancia que llegó a perder el amor que, igual que el típico ludópata que dedica un segundo a echar un trago sin quitar los ojos de la ruleta, apenas dedicábamos tiempo a pensar en el tema.
Al cabo de dos meses, mi padre estaba de vuelta. Mi madre ni se alegró ni dejó de alegrarse.
—Xing tiene muy buena opinión de ti —me dijo mi padre—. Dice que tenías mucho ingenio.
—¿Quién? —preguntó mi madre, extrañada.
—¡Li Xing, mi tutora en primaria! —solté exasperado—. Papá ha estado viviendo con ella durante los últimos dos meses.
—¡Ay, sí, ya me acuerdo! —respondió mi madre meneando la cabeza con una sonrisa—. No llego ni a los cuarenta y mira qué memoria tengo ya...
Alzó la vista hacia el holograma del firmamento que había en el techo. Después se fijó en la selva proyectada sobre las paredes.
—Qué bien que hayas vuelto —le dijo entonces a mi padre—. Cámbianos estas imágenes, anda; tu hijo y yo estamos cansados de ver siempre lo mismo, pero no tenemos ni idea de cómo se usa el chisme ese.
Para cuando la Tierra comenzó a caer en dirección al Sol, ninguno de nosotros recordaba ya aquel episodio.
Un día dijeron en las noticias que el mar había empezado a descongelarse y decidimos hacer otra excursión familiar. Por entonces, la Tierra atravesaba la órbita de Marte. La luz solar que alcanzaba a nuestro planeta en aquella posición no causaba un aumento de las temperaturas demasiado notable, pero gracias al calor de los motores terrestres, la superficie se calentó lo suficiente como para derretir el hielo. Poder pisar la superficie sin el engorro de ponerse trajes térmicos de ninguna clase era fantástico. Los motores terrestres iluminaban el cielo de nuestro hemisferio de manera permanente, pero al otro lado del planeta la llegada del Sol se experimentó de forma muy tangible: el cielo era de un azul claro y diáfano, el astro brillaba en el aire como antes de la huida de la Tierra. Nosotros, en cambio, ya desde antes de aterrizar, vimos que el mar no se había derretido: seguía siendo una vasta extensión de hielo. Decepcionados, salimos del coche. Justo cuando cerrábamos las puertas se oyó un ruido estremecedor que parecía provenir de las entrañas de la Tierra. Fue como si el planeta fuese a explotar.
—¡Es el océano! —nos aclaró mi padre, gritando para hacerse oír por encima de aquel ruido—. Debido al súbito aumento de las temperaturas, el hielo se está calentando de forma desigual y ¡se comporta como cuando hay un terremoto en tierra!
Justo entonces, un gran crujido sonó por encima del fragor. La gente a nuestra espalda prorrumpió en vítores. Vi que se abría una gran grieta en el hielo. La velocidad a la que se resquebrajó fue tal que pareció como si un relámpago negro apareciese al instante dibujado sobre la vasta superficie congelada. En medio del fragor, que no cesaba, surgieron muchas más fisuras de las que empezó a salir el agua, y se formaron torrentes que recorrían la superficie de aquella llanura helada.
En el camino de vuelta a casa, vimos cómo, en varias partes del terreno que durante tan largo tiempo había permanecido desnudo, comenzaba a brotar la vegetación. Había flores de todo tipo, brotes jóvenes y hojas volvían a aparecer en los bosques arrasados... La vida tenía prisa por afirmarse.
Sin embargo, a medida que se acortaba la distancia entre la Tierra y el Sol, el corazón de la gente se iba encogiendo. Cada vez eran menos las personas que subían a la superficie a disfrutar de la primavera; preferíamos quedarnos al resguardo de las ciudades subterráneas. No para evitar el calor que se avecinaba ni las lluvias ni los vientos huracanados, sino por el pánico que nos causaba el Sol. Una noche, después de acostarme, oí que mi madre le susurraba a mi padre:
—Igual es verdad que ya es demasiado tarde.
—En los últimos cuatro perihelios ya corría el mismo rumor —contestó mi padre.
—Esta vez parece que va en serio. Me lo ha dicho la doctora Chandler. Su marido es astrónomo del Comité de Navegación, lo conocisteis una vez. Le dijo a su mujer que han observado un aumento de la concentración de helio.
—Cariño, tenemos que conservar la esperanza. No porque sea real, sino por una cuestión de nobleza. Si en la Era Antesolar la nobleza se medía por el dinero, el poder o el talento, ahora lo único que tiene valor es la esperanza. Es el oro y la riqueza de nuestro tiempo. Mientras vivamos, debemos mantenerla. Mañana tenemos que decirle lo mismo a nuestro hijo.
Al igual que todos los demás, a medida que se aproximaba el perihelio, comencé a sentirme intranquilo. Un día, después de clase, casi sin pensar, fui caminando hasta la plaza del centro. De pie frente al estanque circular de su fuente, alternando la mirada entre la fluorescencia azul del agua y las formas esotéricas que su reflejo dibujaba en su cúpula cuadrada, de pronto vi a Ling’er. Llevaba en la mano un botellín del que extraía un tubo con el que hacía pompas de jabón. Después de cada soplo, se quedaba embobada mirando cómo flotaban las burbujas. Cuando desaparecía la última, volvía a empezar.
—¿No eres un poco mayor para divertirte con eso? —le pregunté acercándome.
Ling’er, encantada de verme, exclamó:
—¡Vámonos de excursión!
—¿De excursión? ¿Adónde?
—Pues adónde va a ser, ¡a la superficie! —me dijo pasando la mano por el aire para proyectar con su pulsera la imagen holográfica de una playa al atardecer. Varias parejas paseaban por la arena con la brisa meciendo las palmeras y las olas acariciando la orilla. Sus negras siluetas se recortaban contra la luz dorada del Sol.
—Mona y Dagang me han enviado esta postal. Están viajando por todo el mundo; dicen que no hace tanto calor en la superficie, que se está bien. ¡Anímate, venga!
—Acaban de expulsarlos por faltar a clase —objeté.
—¡Bah! A ti eso te da igual. ¡Lo que pasa es que te da miedo el Sol!
—Ah, ¿y a ti no? ¿Acaso no fuiste tú quien tuvo que ir al psiquiatra a curarse la heliofobia?
—He cambiado mucho desde entonces. Ahora me siento... ¡inspirada! Mira —me dijo, al tiempo que volvía a soplar unas cuantas burbujas—. Fíjate bien —añadió señalándomelas.
Examiné una. Ondas de luz y color recorrían su superficie a toda velocidad adoptando formas intrincadamente complejas. Era como si la burbuja, consciente de lo breve que iba a ser su vida, quisiera mostrar al mundo la multitud de sueños y leyendas que aún albergaba su prodigiosa memoria. Un instante después, las pompas desaparecieron con una explosión sorda y, al cabo del medio segundo durante el que me pareció ver algún rastro, terminaron desvaneciéndose del todo. Era como si no hubieran existido jamás.
—¿Has visto? La Tierra es una pequeña pompa de jabón que flota por el universo hasta que un día de pronto... ¡Plop! Desaparezca. ¿Qué tiene de terrible?
—No sucederá así de rápido —alegué—. Se ha calculado que el helio tardará al menos cien horas en evaporarse de la Tierra.
—¡Eso es lo peor de todo! —me gritó ella con desesperación—. A quinientos metros bajo tierra, ¡seremos como el relleno de un pastel de carne! ¡Primero nos coceremos y luego nos evaporaremos!
Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
—En la superficie no será así —prosiguió Ling’er—. Todo se evaporará en cuestión de segundos, a cualquiera que le pille allí el fogonazo le pasará como a las burbujas, ¡plop! y... Por eso pienso que es mejor estar arriba cuando llegue el momento.
No sabría decir por qué, pero no quise acompañarla. Al final se fue con Dong. Nunca volví a ver a ninguno de los dos.
El fogonazo de helio nunca se produjo. La Tierra rebasó el perihelio a toda velocidad y emprendió la subida al afelio por sexta vez, apaciguando el nerviosismo de la humanidad entera. Dado que la Tierra ya no rotaba, en aquel punto de su órbita alrededor del Sol los motores instalados en el continente asiático quedaban orientados hacia el sentido en que avanzaba. Por eso, aparte de los momentos puntuales en los que había que hacer algún pequeño ajuste de posición, permanecían apagados. Navegábamos a través de una larga noche silenciosa. Al otro lado del mundo, en cambio, los motores del norte de América funcionaban a plena potencia: era el turno de aquel continente de hacer de anillo de sujeción de aquellos sopletes gigantes. Sumándole el hecho de que el hemisferio occidental quedaba de cara al Sol, el calor en aquella parte del planeta era devastador. Árboles y plantas fueron pasto de numerosos incendios.
La aceleración de la Tierra aumentaba año tras año. Cada vez que el planeta iniciaba el ascenso al afelio, a medida que nos alejábamos del Sol, nuestra ansiedad se calmaba; luego, por Año Nuevo, conforme volvíamos a caer hacia nuestra antigua estrella, la ansiedad crecía de nuevo y vivíamos con el corazón en un puño. Siempre que nos acercábamos al perihelio comenzaban a correr mil rumores anunciando la inminencia del fogonazo de helio, rumores que persistían hasta que la Tierra volvía a subir hacia el afelio. Aunque, ciertamente, el miedo se redujera a medida que el Sol empequeñecía, en el fondo nunca nos abandonaba cierto desasosiego. En cualquier caso, el ánimo de la humanidad oscilaba sin parar de un extremo a otro como si viajara en un trapecio cósmico. O tal vez habría sido más apropiado decir que jugaba a la ruleta rusa cósmica: cada viaje entre perihelio y afelio equivalía a hacer girar el tambor del arma y cada paso del perihelio era apretar el gatillo. La tensión aumentaba con cada nuevo intento. Pasé mi adolescencia en aquel entorno que iba constantemente del miedo al alivio. A decir verdad, incluso en el punto más alejado del Sol, la Tierra seguía estando al alcance del fogonazo de helio. Si el Sol hubiese explotado en aquel momento, la Tierra no se habría vaporizado, sino que se habría licuado con lentitud, un destino mucho peor.
Durante la Era de la Huida, las catástrofes se sucedieron una tras otra.
Los cambios de trayectoria y de velocidad causados por los motores de la Tierra alteraron el equilibrio del núcleo de hierro y níquel del planeta. La turbulencia atravesó la discontinuidad de Gutenberg y alcanzó el manto. Conforme la energía geotérmica escapaba a la superficie comenzaron a sucederse las erupciones volcánicas en todos los continentes, una amenaza mortal para las ciudades subterráneas en las que vivíamos los humanos. A partir del sexto período orbital, los desastres causados por las infiltraciones de magma en ciudades de todo el mundo se volvieron habituales hasta extremos preocupantes.
El día que le tocó a nuestra ciudad, cuando empezaron a sonar las sirenas, yo volvía a casa después de clase. El ayuntamiento difundió un mensaje por megafonía:
—¡Habitantes de Ciudad F112! ¡El estrés de la corteza terrestre ha dañado nuestra barrera norte y se está produciendo una filtración de magma! Repito: ¡se está produciendo una filtración de magma! El flujo alcanza ya la cuarta manzana. Todas las salidas de las autopistas han sido selladas. Concéntrense en la plaza central para ser evacuados en ascensor. ¡Tengan en cuenta que la evacuación se llevará a cabo de acuerdo con lo estipulado en el artículo cinco de la ley de emergencias! Repito: ¡la evacuación se llevará a cabo de acuerdo con lo estipulado en el artículo cinco de la ley de emergencias!
Observando el laberíntico entramado de túneles alrededor, no vi signos de que ocurriera nada inusual en la ciudad. Sin embargo, era consciente del inminente peligro: de las dos únicas autopistas subterráneas que conducían al exterior, una estaba bloqueada desde el año anterior debido a las necesarias labores de fortificación de las barreras de la ciudad, y ahora que la segunda había quedado también bloqueada, la única vía de escape eran los ascensores del pozo vertical que llevaban al exterior. La capacidad de carga máxima de los ascensores era muy pequeña, por lo que se iba a necesitar mucho tiempo para evacuar a trescientas sesenta mil personas. Lo que no habría serían disputas por quién subiría primero: la Coalición se había encargado de planificarlo todo.
Los antiguos solían debatir en torno al siguiente dilema ético: se está produciendo una gran inundación y solo puedes salvar a una persona, ¿a quién eliges, a tu padre o a tu hijo? A ojos de la gente de nuestra era, el mero hecho de planteárselo resultaba inconcebible.
Cuando llegué a la plaza central, vi que la muchedumbre había empezado a formar una larga cola por orden de edad. El tramo que estaba más cerca del ascensor era el de los robots enfermeros, cada uno con un bebé. Luego venían los niños más pequeños, seguidos de los estudiantes de primaria... Mi lugar estaba hacia el tramo central, aunque algo más pegado al ascensor. Como mi padre estaba de servicio, los únicos miembros de la familia que estábamos en la ciudad éramos mi madre y yo. Tratando de localizarla, comencé a seguir la cola hacia tramos de edades mayores, pero no llegué muy lejos porque los soldados me impidieron continuar. Sabía que mi madre estaba en el tramo final, pues la nuestra era una ciudad eminentemente universitaria y había muy pocas familias, de modo que debía de estar agrupada con los habitantes de mayor edad.
La cola avanzaba a una velocidad agónica. Después de tres largas horas, por fin me llegó el turno. No sentí alivio alguno al subir. Los veinte mil estudiantes universitarios que quedaban por evacuar se interponían entre mi madre y la supervivencia, y ya se empezaba a oler el azufre...
Dos horas y media después de que yo alcanzara la superficie, el magma inundaba por completo la ciudad subterránea a quinientos metros de profundidad bajo mis pies. El corazón se me encogía imaginando cómo debían de haber sido los últimos momentos de mi madre, horrorizada junto a las otras dieciocho mil personas que no pudieron ser evacuadas: debía de haber visto cómo el magma llenaba la plaza central. Para entonces, el suministro eléctrico ya habría fallado y la única luz en toda la ciudad debía de haber sido el terrible resplandor granate del magma. El intenso calor habría hecho ennegrecer la cúpula blanca de la plaza. Era posible que las víctimas hubieran perecido a causa de los miles de grados de temperatura, antes de entrar siquiera en contacto con el magma.
Pero la vida continuó. Aun en mitad de las terribles circunstancias que nos había tocado vivir, de vez en cuando el amor conseguía florecer.
Durante el decimosegundo ascenso al afelio, tratando de darle a la gente algo con lo que distraerse, la Coalición decidió reinstaurar los Juegos Olímpicos. Llevaban dos siglos sin celebrarse. Yo participé en la carrera de motos de nieve. Salía de Shanghái, cruzaba la superficie congelada del Pacífico y terminaba en Nueva York.
Más de cien motos de nieve salieron disparadas tras el pistoletazo de salida. Corríamos a doscientos kilómetros por hora. A los dos días, ya fuera porque hubieran sufrido accidentes o porque me hubieran adelantado, las había perdido de vista a todas.
Con el brillo de los motores terrestres, comencé a internarme en la parte más oscura del planeta. En el mundo ahora solo existían el vasto cielo estrellado y la capa de hielo sobre la que corría, que se extendía hasta el infinito en todas direcciones. Parecía que el hielo llegara hasta los confines del universo, o que él mismo lo fuese. En mitad de todo aquello, yo. La sensación de soledad que me asaltó fue tan abrumadora que me entraron ganas de llorar. Aceleré desesperado, no porque me importase el puesto en el que me clasificara, sino por deshacerme tan pronto como fuera posible de aquella terrible sensación que me mataba por dentro y me susurraba que la meta solo existía en mi imaginación.
En ese momento vi que aparecía una figura en el horizonte. Cuando estuve algo más cerca advertí que era una mujer. Estaba de pie junto a su moto de nieve y su larga cabellera ondeaba al viento. Encontrármela justo en aquel momento marcó para siempre mi destino y el suyo. Era japonesa, se llamaba Yamasaki Kayoko. El equipo femenino había salido diez horas antes, pero a la moto de nieve de Kayoko se le había roto un esquí al quedársele encallado en el hielo. Mientras la ayudaba a reparar su vehículo, compartí con ella la sensación que me había asaltado antes.
—¡A mí me ha pasado lo mismo! —exclamó—. Como si fuese la única persona de todo el universo, ¡sí! ¿Sabes qué? Cuando te he visto aparecer en la distancia, ¡ha sido como si viera salir el Sol!
—¿Por qué no has pedido un avión de rescate?
—¡Esta carrera pone a prueba el espíritu de superación humano! —replicó Kayoko, puño en alto, mostrando la determinación tan característica de los japoneses—. ¡La Tierra no tiene a nadie a quien llamar para que la rescate en su travesía por el universo!
—Bueno, pero ahora sí tenemos que llamar —dije yo—; sin esquíes de repuesto no podemos reparar tu moto de nieve.
—¿Por qué no la llevas a remolque de la tuya? Siempre y cuando no te importe clasificarte en un puesto peor, claro...
No me importaba en absoluto, de modo que terminamos nuestra larga travesía del Pacífico congelados pero juntos.
A la altura de Hawái vimos aparecer una tímida luz en el horizonte. Allí, sobre aquella vasta extensión de hielo iluminada por un Sol minúsculo, enviamos una solicitud de matrimonio al Ministerio de Asuntos Civiles del gobierno de la Coalición.
Cuando llegamos a Nueva York, los jueces de la carrera, hartos de esperarnos, ya se habían marchado. A quien sí encontramos aguardando para recibirnos fue a un funcionario de la Oficina Municipal de Asuntos Civiles. Después de felicitarnos por nuestro reciente enlace, se dispuso a cumplir con su cometido: proyectó una imagen holográfica en el aire compuesta por decenas de miles de puntos. Había uno por cada uno de los matrimonios recientemente registrados por la Coalición a nivel mundial. Debido a la dura situación a la que nos enfrentábamos, solo una de cada tres parejas tenía derecho a procrear, lo cual se decidía al azar.
Kayoko estuvo dudando un buen rato ante la multitud de puntos hasta escoger uno del centro. Cuando vio que el punto se volvía verde, se puso a saltar de alegría. Yo, en cambio, no estaba seguro de si alegrarme o no. ¿Traer un niño al mundo en los tiempos que corrían podía considerarse algo positivo o negativo? El funcionario, en cambio, no cabía en sí de gozo. Según nos dijo, le encantaba ver que una pareja conseguía luz verde para tener descendencia. Entonces nos mostró una botella de vodka y los tres nos turnamos para beber y brindar por la perpetuación de la especie. A nuestra espalda, la débil luz del Sol silueteaba la estatua de la Libertad. Frente a nosotros, los rascacielos abandonados de Manhattan proyectaban alargadas sombras sobre el hielo del puerto. Empecé a sentir los efectos del alcohol, y me di cuenta de que las lágrimas me resbalaban por las mejillas.
¡Ay, Tierra! ¡Mi Tierra errante...!
Antes de despedirse de nosotros, entre hipos, el funcionario nos entregó un juego de llaves.
—Son de la casa que se os ha adjudicado. ¡Vamos, ya podéis regresar a Asia, a ver vuestro magnífico nuevo hogar!
—No sé yo si será muy magnífico... —repliqué, escéptico—. Las ciudades subterráneas de Asia son muy peligrosas. Los del hemisferio occidental no tenéis ni idea del calvario que supone vivir allí.
—Muy pronto nos tocará sufrir nuestro propio calvario. La Tierra va a volver a atravesar el cinturón de asteroides. Esta vez, con el hemisferio occidental de cara.
—Llevamos atravesándolo sin mayor problema desde hace varios ciclos orbitales, ¿no?
—¡Pasábamos rozando el borde! La flota espacial podía controlar la situación eliminando los pocos asteroides que salían a nuestro paso con láseres y bombas nucleares, pero esta vez... ¿No lo han visto por las noticias? ¡Esta vez la Tierra atravesará el cinturón justo por el medio! La flota solo es capaz de lidiar con los asteroides pequeños, los más grandes... ¡Ay!
Cuando embarcábamos en el avión de regreso a Asia, Kayoko me preguntó:
—¿Cómo de grandes serán esos asteroides?
Mi padre trabajaba en la flota espacial dividiendo y destruyendo asteroides. Por eso yo, a pesar del bloqueo informativo impuesto por el Gobierno para evitar que cundiera el pánico, sabía más cosas acerca de lo que iba a ocurrir que el público general. Le dije a Kayoko que algunos de los asteroides eran tan grandes como una montaña y que ni las bombas termonucleares de cincuenta megatones iban a conseguir más que abrir un boquete en su superficie.
—Van a tener que echar mano del arma más poderosa de cuantas dispone la humanidad —añadí sin especificar.
—¿Te refieres a una bomba de antimateria?
—¿Qué si no?
—¿Cuál es el rango de crucero de la flota espacial?
—Aún es muy limitado. Según mi padre, apenas millón y medio de kilómetros.
—¡Ah, pues entonces podremos verla!
—Mejor no miremos.
Pero Kayoko se empeñó en mirar. Sin gafas protectoras, además. El primer destello de la bomba de antimateria llegó desde el espacio poco después de que despegáramos. En aquel momento, Kayoko estaba admirando las estrellas a través de la ventanilla. La llamarada la dejó ciega durante más de una hora, y pasó un mes con los ojos llorosos y enrojecidos. En los electrizantes instantes posteriores al fogonazo, los misiles antimateria impactaron uno tras otro contra los asteroides, causando múltiples y potentísimos destellos en la oscuridad del espacio. Parecía como si una horda de paparazzi gigantes asaltase el planeta.
Media hora más tarde, vimos caer una lluvia de meteoritos con estelas de fuego. El espectáculo era horripilantemente hermoso. No dejaban de aparecer más y más bolas de fuego dibujando arcos cada vez más extensos. De repente, el fuselaje del avión sufrió una violenta sacudida a la que siguieron temblores y un fuerte rumor continuo. Kayoko dio un alarido y se echó a mis brazos. Pensaba que nos había alcanzado un meteorito. Entonces oímos la voz del capitán por megafonía:
—Señores pasajeros, les rogamos que mantengan la calma. Lo que oyen es el estampido sónico provocado por los meteoritos al penetrar la atmósfera a gran velocidad. Colóquense los auriculares a fin de proteger sus oídos. Al no poder garantizar la seguridad del vuelo, llevaremos a cabo un aterrizaje de emergencia.
Justo entonces llamó mi atención un meteorito mucho mayor que el resto. Me pareció imposible que se pulverizara al entrar en contacto con la atmósfera y, efectiva