El código de la vida

Walter Isaacson

Fragmento

Introducción: Manos a la obra

INTRODUCCIÓN

Manos a la obra

Jennifer Doudna no era capaz de conciliar el sueño. Berkeley, la institución universitaria de la que se había convertido en una superestrella gracias al papel que había desempeñado en la invención de la técnica de edición genética conocida como CRISPR, había echado el cierre al campus debido a la pandemia del coronavirus, que se expandía a gran velocidad. En contra de su propio criterio, había llevado en coche a su hijo Andy, en el último año de secundaria en aquel momento, hasta la estación de tren para que pudiera ir a Fresno, con el fin de asistir a un concurso de fabricación de robots. Sin embargo, a las dos de la madrugada despertó a su marido y lo instó a que volviesen a por él antes de que comenzase el certamen, momento en que más de mil doscientos niños y profesores se reunirían en un centro de convenciones cerrado. Se vistieron, subieron al coche, fueron en busca de una gasolinera abierta y condujeron hasta allí durante tres horas. Andy, hijo único, no se alegró mucho de verlos, pero lo convencieron de que hiciese el equipaje y regresase con ellos a casa. Mientras caminaban hacia el aparcamiento, el chico recibió un mensaje de texto de la organización: «¡Concurso de robótica cancelado! ¡Que todo el mundo abandone el lugar de inmediato!».[1]

Doudna recuerda que fue en aquel momento cuando comprendió que el mundo que la rodeaba, así como el mundo de la ciencia, había cambiado. El Gobierno titubeaba con la respuesta a la COVID, de forma que era el momento de que profesores y estudiantes de posgrado cogiesen los tubos de ensayo y alzasen las pipetas para apresurarse a hacer el trabajo. Al día siguiente, el viernes 13 de marzo de 2020, organizó una reunión con sus colegas de Berkeley y otros científicos del área de la bahía para hablar de cuál era la función que debían asumir. Un puñado de ellos acudió al ahora abandonado campus universitario para confluir en el estilizado edificio de piedra y cristal en el que se encontraba su laboratorio. Las sillas de la sala de conferencias de la planta baja estaban muy pegadas, de manera que lo primero que hicieron fue separarlas un par de metros. Después, se conectaron a un sistema de videocomunicaciones para que otros cincuenta investigadores de las universidades aledañas pudiesen participar vía Zoom. Doudna, de pie y al frente de la sala para poder dirigirse a todo el mundo, hizo gala de una vehemencia que, en general, permanecía velada, tras un semblante de aparente calma. «Esto no es algo a lo que los investigadores nos dediquemos normalmente —les dijo—. Debemos estar en todo momento un paso por delante.»[2]

Jeff Gilbert/Alamy.

Tenía sentido que un equipo que iba a enfrentarse al virus estuviese dirigido por una pionera de la CRISPR, pues la herramienta para la edición de los genes que Doudna y otros habían desarrollado en 2012 se fundamentaba en un truco que las bacterias han estado utilizando para combatir a los virus desde hace más de mil millones de años. En su ADN hay una serie de secuencias repetidas y agrupadas, lo que se conoce como CRISPR, que pueden recordar y más adelante destruir a los virus que las atacan. En otras palabras, se trata de un sistema inmune que puede adaptarse para combatir cada nueva oleada de virus, justo lo que los seres humanos necesitamos en un momento en que nos hallamos asolados, como si estuviéramos en plena Edad Media, a causa de unas epidemias víricas recurrentes.

Siempre preparada y metódica, Doudna pasó una serie de diapositivas en las que se presentaban distintas opciones con las que podrían encargarse del coronavirus. Ejercía su liderazgo mediante la escucha atenta. Aunque se había convertido en una celebridad científica, la gente se sentía cómoda al colaborar con ella, que había llegado a ser una maestra en el arte de trabajar con los plazos más ajustados y, aun así, encontrar tiempo para empatizar con los demás.

Al primer equipo que juntó le encomendó la tarea de montar un laboratorio de pruebas del coronavirus. Uno de los responsables a quien puso a cargo era Jennifer Hamilton, una posdoctoranda que solo unos meses antes había dedicado todo un día a enseñarme a utilizar la CRISPR para editar genes humanos. Me quedé encantado, aunque también un poco desconcertado, al ver lo fácil que era. ¡Hasta yo podía hacerlo!

A otro equipo se le encomendó la misión de desarrollar nuevos tipos de pruebas para el coronavirus con base en la CRISPR. La inclinación de Doudna hacia las iniciativas comerciales vino de perlas. Tres años antes, había fundado una empresa junto con dos de sus estudiantes de posgrado para utilizar la CRISPR como herramienta de detección de enfermedades víricas.

Al poner en marcha esta labor con el fin de ingeniar nuevas pruebas para detectar la presencia de coronavirus, Doudna abría un nuevo frente en su encarnizado pero fructífero conflicto con un competidor del otro lado del país, el investigador Feng Zhang, un encantador joven nacido en China y criado en Iowa que desempeñaba sus tareas en el Instituto Broad del MIT y Harvard y que había sido su rival en la carrera de 2012 por convertir la CRISPR en una herramienta de edición genética. Desde entonces, se habían obstinado en una impetuosa competición por hacer descubrimientos científicos y formar empresas que girasen en torno a la CRISPR. Ahora, con el estallido de la pandemia, se iban a enzarzar en una nueva carrera, cuyo acicate no sería el de la obtención de patentes, sino el deseo de hacer el bien.

Doudna puso en marcha diez proyectos, propuso un responsable para cada uno y pidió a los demás que se repartiesen en los distintos equipos. Debían emparejarse con alguien que pudiese llevar a cabo las mismas tareas, de manera que se estableciera una especie de sistema de promoción en el campo de batalla por el que, si alguien se veía afectado por el virus, otra persona pudiese hacerse cargo de inmediato de su trabajo. La colaboración entre los equipos se materializaría mediante Zoom y Slack.

—Me gustaría que todo el mundo se pusiese manos a la obra lo antes posible —dijo—; en serio, lo antes posible.

—No se preocupe —respondió uno de los participantes—; no teníamos planeado ir de viaje a ninguna parte.

Lo que nadie puso en duda fue la perspectiva a largo plazo de efectuar modificaciones hereditarias en los seres humanos mediante la CRISPR, las cuales harían a nuestra prole, y en general a toda nuestra descendencia, vulnerable a las infecciones víricas. Semejantes mejoras genéticas podrían suponer una alteración irreparable de la especie humana.

—Eso es cosa de ciencia ficción —aseveró Doudna con desdén cuando saqué el tema tras la reunión. Yo estaba de acuerdo, sería un poco como Un mundo feliz o Gattaca. Sin embargo, como suele ocurrir con la buena ciencia ficción, algunos aspectos ya se habían hecho realidad. En noviembre de 2018, un joven científico chino

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