Desastre

Niall Ferguson

Fragmento

Introducción

Introducción

Mas ¡bien estás comparado conmigo!

Es el presente tu único enemigo:

pero, ¡ay!, ¡yo miro hacia atrás y veo, amigo,

un sombrío camino!

Y, si miro adelante a oscuras sigo,

porque miedo me da cuanto adivino.

ROBERT BURNS, «A un ratón de campo»[*]

CONFESIONES DE UN SUPERCONTAGIADOR

Parece ser que jamás en toda nuestra vida ha existido un momento de mayor incertidumbre sobre el futuro y mayor ignorancia con respecto del pasado que el actual. Muy pocos fueron, a principios de 2020, los que entendieron de verdad la importancia de aquellas noticias sobre un nuevo coronavirus que nos llegaban de Wuhan. La primera vez que hablé y escribí públicamente sobre la probabilidad, cada vez mayor, de que se desatara una pandemia global, el 26 de enero de 2020,[1] se me tildó de excéntrico (en concreto, lo hicieron la mayoría de los delegados del Foro Económico Mundial de Davos, los cuales parecían vivir ajenos al peligro). En aquel momento la creencia general, sostenida desde Fox News hasta The Washington Post, era que para los estadounidenses el coronavirus no representaba una amenaza mayor que la de cualquier ola de gripe invernal. El 2 de febrero escribí: «Estamos asistiendo hoy, en el país más poblado del mundo, al desarrollo de una epidemia que tiene muchas posibilidades de convertirse en una pandemia global [...]. El reto está [...] en resistirnos a ese extraño fatalismo que a la mayoría nos lleva a no cancelar los viajes que tenemos planeados y a no querer usar las incómodas mascarillas, aunque haya un peligroso virus propagándose de manera exponencial».[2] Cuando ahora releo estas frases, las entiendo como una confesión velada. En enero y febrero estuve viajando sin parar, y así llevaba gran parte de los últimos veinte años. En enero tomé una serie de aviones: de Londres a Dallas, de Dallas a San Francisco y, de allí, a Hong Kong (8 de enero), Taipéi (10 de enero), Singapur (13 de enero), Zúrich (19 de enero), de nuevo a San Francisco (24 de enero) y, después, a Fort Lauderdale (27 de enero). Me puse una mascarilla un par de veces, pero me resultaba insoportable llevarla puesta más de una hora y me la quitaba. Durante el mes de febrero, viajé en avión casi con la misma frecuencia, pero menos lejos: a Nueva York, Sun Valley, Bozeman, Washington D. C. y Lyford Cay. Es posible que el lector se pregunte qué clase de vida era esa; yo solía decir en broma que el circuito de charlas y conferencias había hecho de mí un «hombre de historia internacional». Solo después llegué a darme cuenta de que es muy probable que yo fuera uno de esos «supercontagiadores» cuya hiperactiva agenda de viajes estaba haciendo que el virus se propagara, desde Asia, por el resto del mundo.

Durante la primera mitad de 2020, mi columna periodística semanal se convirtió en una especie de diario de la peste, aunque no mencioné ni una sola vez el hecho de que durante la mayor parte de febrero estuve enfermo, con una molesta tos que no conseguía quitarme de encima. (Para conseguir dar mis charlas, recurría en buena medida al whisky). «Preocupémonos por los abuelos —escribí el 29 de febrero—; la tasa de mortalidad entre las personas de ochenta años está por encima del 14 por ciento, mientras que entre los menores de cuarenta es casi cero». Omití las cifras, menos tranquilizadoras, relativas a la población de hombres asmáticos mayores de cincuenta. También me callé que había ido al médico dos veces y me había dicho que —como ocurría entonces más o menos en todo Estados Unidos— no había disponibles pruebas de detección de la COVID-19. Todo lo que yo sabía era que se trataba de algo grave, y no solo para mi familia y para mí:

Quienes dicen alegremente «esto no es peor que una gripe» [...] no entienden su importancia [...].

Está rodeado de incertidumbre porque es muy difícil detectarlo en sus primeras fases, momento en el que muchos de los portadores son contagiosos y asintomáticos. No sabemos con certeza cuántas personas lo tienen, por lo que no conocemos exactamente ni su ritmo de reproducción ni su tasa de mortalidad. No hay vacuna ni tampoco cura.[3]

En otro artículo, publicado en The Wall Street Journal el 8 de marzo, dije lo siguiente: «Si Estados Unidos llega a tener, proporcionalmente, la misma cantidad de casos que Corea del Sur, alcanzaría pronto los 46.000 contagiados y más de trescientos fallecidos. Tendríamos 1.200 muertos si la tasa de mortalidad resulta ser tan alta como la de Italia».[4] En aquel momento, el total de casos confirmados en Estados Unidos era de solo 541; el de fallecidos, veintidós. Solo dos semanas después, el 24 de marzo, superamos los 46.000 casos y el 25 de marzo, las 1.200 muertes.[5] El 15 de marzo señalé: «El aeropuerto John F. Kennedy estaba ayer atestado de gente haciendo lo que las personas hemos hecho desde tiempos inmemoriales cuando azota la peste: huir de la gran ciudad (y propagar el virus) [...]. Estamos entrando en la fase de pánico de la pandemia».[6] Ese mismo día, junto con mi mujer y mis dos hijos pequeños, viajé en avión desde California hasta Montana. Llevo ahí desde entonces.

Durante la primera mitad de 2020 no escribí ni pensé sobre muchas otras cosas. ¿Por qué esta preocupación acuciante? La respuesta es que, aunque soy especialista en historia económica, siempre me ha interesado mucho el papel que ha desempeñado la enfermedad en el transcurso de la historia, desde que (cuando hacía el doctorado, hace más de treinta años) estudié la epidemia de cólera que azotó Hamburgo en 1892. El meticuloso y detallado estudio elaborado por Richard Evans sobre dicho episodio me descubrió la idea de que el alcance de la mortalidad causada por un patógeno letal refleja, en parte, el orden social y político al que ataca. Lo que ocasionó la muerte de tantas personas en Hamburgo, afirma Evans, fue la estructura de clases en igual medida que la bacteria Vibrio cholerae, porque el férreo poder que ejercían los dueños de inmuebles de la ciudad fue un obstáculo inamovible para la mejora de los anticuados sistemas de alcantarillado y canalización del agua. La tasa de mortalidad entre las clases pobres fue trece veces mayor que entre los ricos.[7] Durante la investigación que realicé para escribir The Pity of War, algunos años después, me sorprendió descubrir que las estadísticas indicaban que la debacle del ejército alemán en 1918 se había debido en parte a un brote de una enfermedad, posiblemente relacionada con la pandemia de gripe española.[8] En La guerra del mundo seguí profundizando en la historia de la pandemia de 1918-1919 y defendí que la Primera Guerra Mundial acabó con dos pandemias que se desarrollaron de forma paralela, no solo la de la gripe, sino también la del contagio ideológico del bolchevismo.[9]

En la obra sobre los imperios que escribí en la primera década del siglo XXI, también hice alguna incursión en la historia de las enfermedades contagiosas. Ningún relato que pretenda dar cuenta de la colonización europea del Nuevo Mundo podría omitir el papel que las enfermedades desempeñaron en «diezmar a los indios para hacer sitio a los ingleses», como cruelmente señaló John Archdale, gobernador de Carolina en la década de 1690. (El segundo capítulo de mi libro El Imperio británico se titula «La plaga blanca»). También me dejó impresionado el terrible peaje en víctimas que se cobraron las enfermedades tropicales entre los soldados británicos destinados lejos de casa; las probabilidades que cualquiera de aquellos hombres tenía de sobrevivir a una misión en Sierra Leona eran penosamente bajas, del 50 por ciento.[10] En Civilización dediqué todo un capítulo a analizar el papel que desempeñó la medicina moderna en la expansión de la colonización y el dominio occidentales, y expliqué que los regímenes coloniales consiguieron mejorar significativamente tanto nuestro conocimiento sobre el control de enfermedades contagiosas como nuestra capacidad para ejercerlo, sin maquillar la brutalidad de los métodos que estos habían empleado a menudo.[11] En La gran degeneración advertí explícitamente de nuestra creciente vulnerabilidad ante la «mutación [...] aleatoria de virus como el de la gripe»,[12] mientras que La plaza y la torre era en esencia una historia del mundo a partir de la idea de que «las estructuras de red son tan importantes como los virus a la hora de determinar la velocidad y el alcance de un contagio».[13]

En el momento en el que escribo estas líneas (finales de octubre de 2020), el fin de la pandemia de la COVID-19 está aún lejos. Hoy tenemos casi veintiséis millones de casos confirmados y, a juzgar por las cifras mundiales de seroprevalencia, esto representa solo una fracción del total de personas contagiadas del virus SARS-CoV-2.[14] El número de fallecidos se acerca a los 1,2 millones, cifra que es sin duda una subestimación, pues las estadísticas de algunos grandes países (Irán y Rusia, por ejemplo) no son de fiar. Asimismo, el recuento de cadáveres acumulado sigue aumentando a escala mundial a un ritmo de más de un 3,5 por ciento a la semana, por no hablar del número de personas cuya salud ha quedado dañada de forma permanente, sobre el que nadie ha hecho aún una estimación. Parece que lord Rees, el astrónomo de la Casa Real británica, tiene cada vez más probabilidades de ganar la apuesta que hizo con el psicólogo de Harvard Steven Pinker sobre la siguiente cuestión: «En un plazo de no más de seis meses a partir del 31 de diciembre de 2020, o bien el bioterror o bien el bioerror provocarán un millón de víctimas en un único evento».[15] Algunos epidemiólogos han asegurado que, en caso de no haber habido un distanciamiento social estricto y un confinamiento económico, el número final de fallecidos podría haber oscilado entre los treinta y los cuarenta millones de personas.[16] Gracias a las restricciones impuestas por los gobiernos y a los cambios que han tenido lugar en el comportamiento social, sin duda la cifra no llegará a ser tan alta. Sin embargo, precisamente estas «intervenciones no farmacológicas» han tenido para la economía mundial un impacto mucho mayor que el de la crisis financiera de 2008-2009; su magnitud ha sido posiblemente como la de la Gran Depresión, pero en el plazo de unos pocos meses en lugar de varios años.

¿Qué sentido tiene escribir ahora esta historia si aún no ha acabado? La respuesta es que esta no es una historia sobre nuestra inaudita plaga posmoderna, aunque en dos de los últimos capítulos (el 9 y el 10) se dibujan unas pinceladas preliminares al respecto. Se trata de una historia general del desastre, no solo de las pandemias, sino de todo tipo de catástrofes, geológicas (terremotos), geopolíticas (guerras), biológicas (pandemias) o tecnológicas (accidentes nucleares). Impactos de asteroides, erupciones volcánicas, fenómenos meteorológicos extremos, hambrunas, accidentes catastróficos, depresiones, revoluciones, guerras y genocidios; toda la vida —y gran parte de la muerte— está aquí. Y es que, ¿cómo si no podríamos considerar nuestro desastre, cualquier desastre, desde la perspectiva adecuada?

LA FASCINACIÓN POR EL DESASTRE

Este libro parte de la premisa de que no es posible estudiar la historia de las catástrofes como algo aislado de la historia económica, social, cultural y política, independientemente de que se trate de catástrofes naturales o provocadas por el ser humano (aunque, como veremos, esta dicotomía no es del todo realista). Estos desastres rara vez son sucesos completamente exógenos, a excepción, quizá, del impacto de un meteorito gigante, algo que no ha ocurrido desde hace sesenta y seis millones de años, o de una invasión extraterrestre, algo que no ha ocurrido jamás. Incluso las consecuencias catastróficas de un terremoto dependen de la medida en que la zona urbanizada se extienda por la línea de falla o de su cercanía a la costa en el caso de que el terremoto provoque un tsunami. Una pandemia la constituyen tanto el nuevo patógeno como las redes sociales a las que ataca. No podemos hacernos una idea de la potencial escala del contagio estudiando únicamente al propio virus porque este infectará solo al número de personas que le permitan las redes sociales que se encuentre.[17] Al mismo tiempo, una catástrofe deja al desnudo a las sociedades y a los estados a los que golpea. Es el momento de la verdad, un trance que nos muestra que algunas de ellas son frágiles, otras son resilientes y unas terceras, «antifrágiles», es decir, sociedades capaces no solo de resistir un desastre, sino de salir fortalecidas de él.[18] Las catástrofes tienen profundas consecuencias económicas, culturales y políticas, muchas de ellas contradictorias.

Todas las sociedades viven sumidas en la incertidumbre. Ya las primeras civilizaciones de las que tenemos documentos históricos eran muy conscientes de la vulnerabilidad del Homo sapiens. Desde que los seres humanos empezaron a dejar un registro de sus pensamientos a través del arte y la literatura, sabemos que siempre nos ha acompañado la posibilidad de que algún acontecimiento provoque nuestra extinción, la amenaza de una «hora final». En el capítulo 1 de este libro se explica que la profecía del Apocalipsis —el último y monumental día del juicio final— ha ocupado un lugar central en la teología cristiana desde que el propio Jesús lo anunció. Mahoma incorporó al islam ese desenlace estrepitoso que describe el Libro del Apocalipsis. Incluso en el hinduismo y el budismo, de concepción más cíclica, podemos encontrar visiones parecidas de un momento de destrucción total, y también, por supuesto, en la antigua mitología nórdica. Actualmente, los seres humanos —a veces de forma inconsciente— a menudo interpretamos en términos escatológicos las catástrofes que nos suceden o de las que somos testigo. De hecho, algunas ideologías seculares —el marxismo en concreto— también creen en un apocalipsis secular en el que el capitalismo se derrumbará bajo el peso de sus propias contradicciones y lo hacen con una fe tan ferviente como los evangélicos en el «arrebatamiento». También hay elementos no del todo ajenos a esto en la vehemencia con la que los profetas más radicales de los desastres que nos traerá el cambio climático exigen una drástica penitencia económica para evitar el fin del mundo.

La primera vez que me encontré con la palabra doom,[*] que da título al original de este libro, fue cuando era niño, durante mi infancia en África oriental. Doom era la marca de un popular aerosol insecticida que hoy se usa ocasionalmente con fines religiosos.[19] El término procede del inglés antiguo dóm, del sajón antiguo dóm y del noruego antiguo dómr, que hacen referencia a un juicio formal o a una sentencia, generalmente adversa. «Todo está sometido a los decretos del destino», dice Ricardo III. E, irónicamente, algunos supersticiosos relacionan otra de las grandes obras de Shakespeare, Macbeth, con una «maldición» que acecha a quienes intentan representarla. Sin duda, esta sensación de fatalidad nos provoca temor, pero al mismo tiempo nos fascina. De ahí la enorme abundancia de textos sobre «los últimos días de la humanidad» (irónico título de la gran obra satírica de Karl Kraus sobre la Primera Guerra Mundial). La literatura de ciencia ficción y el cine han representado en innumerables ocasiones nuestro fin como especie; el advenimiento de una pandemia letal es solo una de las muchas formas en que la humanidad se ha visto barrida de la faz de la Tierra en la historia del entretenimiento popular. Es significativo que una de las películas más vistas en Netflix en Estados Unidos durante la primera fase del confinamiento por la COVID-19 fuese Contagio, rodada en 2011 por Steven Soderbergh, que retrata una pandemia (mucho peor que esta).[20] De pronto, con fascinación y consternación a partes iguales, me descubrí volviendo a ver Supervivientes, un drama de 1975 de la BBC, y leyendo la trilogía de MaddAddam, de Margaret Atwood. La fatalidad del desastre es seductora.

Sin embargo, lo que debería provocarnos temor no es el fin del mundo —acontecimiento que no deja de decepcionar puntualmente a los milenaristas, pues jamás ocurre en el horario previsto—, sino que nos sucedan grandes catástrofes a las que la mayoría de la humanidad consiga sobrevivir. Estas pueden adoptar múltiples formas y variar mucho en escala. Y, aun cuando seamos capaces de pronosticarlas, provocan un tipo de pandemonio muy singular. La verdad real, petrificante y sórdida, de las catástrofes rara vez ha tenido un reflejo fiel en la literatura. Una rara excepción es el cínico relato que en Viaje al fin de la noche (1932) hace Louis-Ferdinand Céline sobre la invasión alemana de Francia en 1914. «Cuando se carece de imaginación, morir es cosa de nada; cuando se tiene, morir es cosa seria».[21] Pocos autores han reflejado mejor el caos que se desata ante un gran desastre, el puro terror y la desorientación de la experiencia personal. Francia sobrevivió al aterrador número de bajas causado por el inicio de la Primera Guerra Mundial, pero la representación, cínica y traumática, que hace Céline de las miserias de la vida cotidiana de los franceses, desde los puestos avanzados en el África Ecuatorial Francesa hasta los suburbios de París, parece un augurio de la catástrofe aún mayor que les aguardaba en 1940.

La extraña derrota es el título que dio el historiador Marc Bloch a su relato sobre la crisis francesa del verano de 1940.[22] La historia humana está llena de derrotas tan extrañas como aquella, catástrofes que no era difícil prever, pero que precipitan toda una crisis. En muchos sentidos, las experiencias estadounidense y británica de la COVID-19 han sido, cada una a su manera, extrañas derrotas que solo pueden entenderse como una colosal incapacidad de los gobiernos para realizar los preparativos necesarios con vistas a prevenir una catástrofe de cuya probable contingencia estaban avisados. Achacar este fracaso a la fanfarronería populista sería demasiado fácil. En cuanto a mortalidad excesiva, a Bélgica le fue igual de mal, si no peor. Y su primera ministra durante buena parte de 2020, Sophie Wilmès, era liberal.

¿Por qué hay sociedades y estados que ante las catástrofes reaccionan mucho mejor que otros? ¿Por qué algunos se desploman, la mayor parte de ellos resisten y otros salen fortalecidos? ¿Por qué en ocasiones es la propia política la que ocasiona el desastre? Estas son las preguntas centrales del libro. Las respuestas no son ni mucho menos sencillas.

CATÁSTROFES E INCERTIDUMBRE

Si todas las catástrofes fueran predecibles, ¡cuán menos desconcertante resultaría la vida! Durante siglos, los escritores han intentado destilar los elementos predecibles de los procesos históricos empleando diversas teorías cíclicas: religiosas, demográficas, generacionales y monetarias. En el capítulo 2, hago balance de estas teorías y me pregunto en qué medida podrían ayudarnos de verdad a prever —y, si no a evitar por completo, por lo menos sí a mitigar— los efectos de la siguiente calamidad. Mi respuesta es que no demasiado. El problema es que las personas que creen en este tipo de teorías, tanto como las que creen en cualquier forma de conocimiento que no goce de la aceptación general, se ven invariablemente en la posición de Casandra. Son capaces de ver el futuro, o creen que pueden verlo, pero son incapaces de convencer de su visión a quienes les rodean. Así, hay muchas catástrofes que son verdaderas tragedias, en el sentido clásico del término. El profeta de la fatalidad no logra persuadir al coro escéptico. El rey no se salvará de su castigo.

Existe una buena razón por la que las Casandras no resultan persuasivas para los demás mortales: su incapacidad para dar concreción a sus profecías. ¿Cuándo exactamente ocurrirá el desastre anunciado? Por lo general, no saben decirlo. Es cierto que algunos desastres son «sorpresas predecibles», como si, en cierto modo, estuviéramos viendo a unos «rinocerontes grises» cargar contra nosotros.[23] Pero, en ocasiones, en el momento de la embestida, los rinocerontes grises se metamorfosean en «cisnes negros», sucesos desconcertantes que, aparentemente, «nadie podría haber previsto». Esto se debe, en parte, a que muchos sucesos del tipo cisne negro (pandemias, terremotos, guerras, crisis financieras) están regidos por leyes de potencia, no por una distribución de probabilidades normal, que es la que nuestro cerebro comprende con mayor facilidad. No existe la pandemia promedio ni el terremoto promedio; existen unos pocos de una gran magnitud y un buen número de ellos muy pequeños, y tampoco es posible predecir con fiabilidad cuándo se va a producir uno de los grandes.[24] En épocas normales, yo vivo con mi familia muy cerca de la falla de San Andrés. Somos conscientes de que en cualquier momento podría producirse «el grande», pero nadie podría aventurar ni hasta qué punto será grande ni el momento exacto en el que ocurrirá. Pasa lo mismo con las catástrofes provocadas por el ser humano, como las guerras y las revoluciones (a menudo, desastrosas), así como con las crisis financieras, catástrofes económicas que dejan un menor número de muertos, pero cuyas consecuencias en cuanto a disrupción son, con frecuencia, equiparables. Tal como se explica en el capítulo 3, una característica definitoria de la historia humana es que en ella hay muchos más cisnes negros —y no digamos «reyes dragones», acontecimientos cuya escala alcanza tal magnitud que están más allá hasta de la ley de potencias—[25] de lo que cabría esperar en un mundo regido por una distribución de probabilidades normal. Todos estos sucesos pertenecen al ámbito de la incertidumbre, no al del riesgo calculable. Además, el mundo que hemos construido se ha ido convirtiendo con el paso del tiempo en un sistema de creciente complejidad, propenso a mostrar todo tipo de comportamientos estocásticos, relaciones no lineales y distribuciones llamadas de «cola gruesa». Una catástrofe como, por ejemplo, una pandemia no es un evento aislado. Lleva, invariablemente, a otros desastres: económico, social y político. Puede producirse, como a menudo ocurre, una reacción en cadena, una concatenación de desastres. Cuanto más interconectado está el mundo, más vemos este fenómeno (capítulo 4).

Por desgracia, tal como ha evolucionado, nuestro cerebro no nos ha equipado para comprender ni tolerar un mundo de cisnes negros, reyes dragones, complejidad y caos. Sería maravilloso que el avance de la ciencia nos hubiera librado de al menos algunas de las formas de pensamiento irracional típicas del mundo antiguo y del mundo medieval («Hemos pecado; es un castigo de Dios»), pero, si bien la presencia de la fe religiosa ha disminuido, han surgido otras formas de pensamiento mágico («Lo que esta catástrofe revela es la existencia de una conspiración»). Esa respuesta es una reacción cada vez más común ante cualquier suceso calamitoso. Podemos observar, también, una actitud general de acatamiento ante «la ciencia» que, si se analiza de cerca, resulta ser una forma nueva de superstición. Ante varias de las calamidades que hemos sufrido recientemente, hemos oído más de una vez la frase «Tenemos un modelo; comprendemos el riesgo», como si unas simulaciones informáticas de pacotilla con variables inventadas fueran ciencia. El capítulo 5, en la senda de un libro pionero del historiador de Oxford Keith Thomas, Religion and the Decline of Magic, sugiere que quizá deberíamos prepararnos para escribir otro titulado La ciencia y el renacer de la magia.[26]

La gestión de una catástrofe la dificulta aún más el hecho de que el funcionamiento de nuestros sistemas políticos tiende a elevar a puestos de liderazgo a individuos que parecen especialmente ajenos a los retos que se mencionan en los párrafos anteriores; se comportan más como «pronosticadores subprime» que como «superpronosticadores». La psicología de la incompetencia militar ha sido ya objeto de un excelente estudio,[27] pero se ha escrito bastante menos, y de forma accesible al público general, sobre la psicología de la incompetencia política. Este es el tema del que se ocupa el capítulo 6. Sabemos que los políticos no suelen recurrir al conocimiento de los expertos sin tener un motivo ulterior.[28] Sabemos también que, cuando los datos de los expertos resultan incómodos, se soslayan con bastante facilidad. Pero ¿existen unas formas generalizadas de mala praxis política que podamos identificar en lo tocante a la prevención y mitigación de desastres? Pienso en cinco categorías:

1. Incapacidad para aprender de la historia.

2. Falta de imaginación.

3. Tendencia a librar la última guerra o crisis.

4. Subestimación de la amenaza.

5. Procrastinación (mantenerse a la espera de una certidumbre que nunca llega).

En el contexto de la estrategia nuclear, Henry Kissinger formuló el «problema de la conjetura», que refleja las asimetrías que entraña la toma de decisiones en condiciones de incertidumbre, sobre todo en una democracia:

Cualquier líder político tiene la opción de realizar la evaluación que menos esfuerzo le requiera o de llevar a cabo una evaluación que conlleve un mayor esfuerzo. Si opta por la primera, cabe la posibilidad de que, en el transcurso del tiempo, se vaya demostrando que estaba equivocado y tenga que pagar por ello un alto precio. Si actúa sobre la base de una suposición, no podrá probar jamás que su gestión era necesaria, aunque puede ahorrarse más adelante una gran cantidad de penalidades [...]. Si actúa con prontitud, no será posible saber si su acción era necesaria. Si espera, puede tener buena o mala suerte. Es un dilema terrible.[29]

Un líder rara vez se verá recompensado por las acciones que emprenda para evitar un desastre —el hecho de que este no suceda rara vez es motivo de celebración o de gratitud—, y lo que sí suele ocurrir más bien es que se le reproche lo dolorosos que pueden llegar a ser los remedios profilácticos que haya aplicado. El contraste entre el actual estilo de liderazgo y la presidencia de Dwight Eisenhower se aborda en el capítulo 7.

Sin embargo, no todas las veces el fallo se produce en los puestos de liderazgo. Muy a menudo, lo que realmente falla está más abajo en el escalafón de la jerarquía organizativa. Después de la explosión del transbordador espacial Challenger, en enero de 1986, el físico Richard Feynman demostró que el funesto error no fue fruto de la supuesta impaciencia de la Casa Blanca por hacer coincidir el lanzamiento con un discurso presidencial, sino del empeño de los burócratas de nivel medio de la NASA, que insistieron en que la probabilidad de un fallo catastrófico —que sus propios ingenieros habían estimado en una entre cien— era en realidad de una entre cien mil.[30] La presencia de este comportamiento tiende a ser tan característica de muchas catástrofes modernas como los errores que puedan cometerse en los niveles superiores del escalafón. Tal como dijo el congresista republicano Tom Davis tras el huracán Katrina, existe «un gran abismo entre el diseño de políticas y la implementación de dichas políticas».[31] Podemos detectar la presencia de esta desconexión en catástrofes de toda magnitud, desde el hundimiento de un barco hasta el derrumbe de un imperio, lo que indica la existencia de una «geometría fractal del desastre» (capítulo 8).

En una situación de catástrofe, es posible que el comportamiento de la gente corriente, al margen de que esté organizada en redes descentralizadas o se trate de una multitud acéfala, cobre más importancia que las decisiones de un líder o que las órdenes de un gobierno. ¿Qué es lo que provoca que, ante una nueva amenaza, algunas personas opten por adaptarse de forma racional a la situación, otras por actuar como espectadores pasivos y unas terceras por rebelarse o por negar su existencia? ¿Y por qué una catástrofe natural puede acabar desencadenando una crisis política cuando la gente descontenta se transforma en una multitud revolucionaria? ¿Qué es lo que provoca que una multitud pase de la sensatez a la locura? La respuesta a todo lo anterior, sugiero, radica en la estructura mutable de la esfera pública. Solo una minoría de personas experimentan de forma directa una catástrofe; el resto nos enteramos a través de algún medio de comunicación. Ya en el siglo XVII, la naciente prensa popular podía sembrar la confusión entre la opinión pública, como descubrió Daniel Defoe al investigar la epidemia de peste que había asolado Londres en 1665. Internet ha magnificado enormemente las posibilidades de propagar información falsa o desinformación, hasta tal punto que en 2020 podemos hablar de la existencia de dos plagas paralelas, una de ellas causada por un virus biológico y la otra por la carga viral aún más contagiosa de las noticias falsas y los conceptos engañosos. En 2020, este problema podría haber sido menos grave si se hubieran introducido reformas significativas en las leyes y normativas que regulan a las grandes empresas tecnológicas. A pesar de que, desde 2016, hemos tenido numerosas pruebas de que el statu quo era insostenible, apenas se ha hecho nada.

ESTE NO ES EL FIN DE LA HISTORIA MÉDICA

Tendemos a interpretar las epidemias y las pandemias de una forma limitada, solo en términos del impacto que un patógeno concreto tiene sobre cierta población humana. Sin embargo, lo que acaba determinando la magnitud de dicho impacto son tanto las redes sociales como las competencias públicas que se encuentre dicho patógeno. Un coronavirus no lleva inscrita su tasa de mortalidad por infección en el ARN, sino que esta varía de un lugar a otro, de una época a otra y por motivos tanto genéticos como sociales y políticos.

Durante gran parte de la historia, el desconocimiento de la ciencia médica ha hecho que las comunidades estuvieran más o menos indefensas ante las nuevas enfermedades. Además, cuanto más grande fuera una sociedad y más integrada estuviera su red comercial, más probabilidades tenía de sufrir una pandemia, tal como descubrieron, por las malas, los griegos y los romanos. Fue justamente la existencia de las rutas comerciales transeuroasiáticas lo que permitió que la bacteria Yersinia pestis provocara la muerte de tantos europeos en el siglo XIV. Asimismo, fue la expansión europea hacia ultramar iniciada aproximadamente un siglo y medio después lo que desató el llamado «intercambio colombino»; los patógenos que portaban los europeos fueron devastadores para las poblaciones indígenas americanas y, a su vez, los europeos importaron del Nuevo Mundo la sífilis. Además, al enviar poblaciones esclavizadas desde África al Caribe y las Américas, los europeos también exportaron allí la malaria y la fiebre amarilla. Para finales del siglo XIX, los imperios europeos bien podrían haberse jactado de estar desarrollando una conquista de las enfermedades contagiosas. Sin embargo, la incapacidad manifiesta durante el fin de siècle para hacer frente a las crisis de salud pública, como puso de manifiesto el regreso de la peste bubónica, se convirtió en un motivo de agravio para los nacionalistas indígenas, al igual que los brotes de cólera que se desataron en los puertos y ciudades industriales alimentaron las causas de los progresistas y los socialdemócratas en las propias metrópolis. En fecha tan tardía como finales de la década de 1950, las pandemias seguían siendo consideradas aún un elemento recurrente del orden mundial.

Las últimas décadas del siglo XX fueron, a todas luces, una época de progreso. Aun cuando seguían realizando preparativos para enfrentarse en una guerra biológica, la Unión Soviética y Estados Unidos cooperaron en la erradicación de la viruela y compitieron en la contención de la malaria. Entre las décadas de 1950 y 1980, se produjeron grandes avances en múltiples ámbitos de la sanidad pública, desde el de la vacunación hasta el del saneamiento. De hecho, a finales del siglo XX se consideraba que la amenaza de sufrir una pandemia se había reducido. Con el auge de los ensayos clínicos controlados aleatorizados como estándar de la investigación médica, habíamos alcanzado, o al menos eso parecía, el «fin de la historia médica».[32] Por supuesto, no era así. Empezando por la pandemia del VIH/sida, toda una sucesión de nuevos virus desveló la vulnerabilidad de un mundo que se encontraba cada vez más estrechamente interconectado.

Hubo innumerables advertencias de que la amenaza más clara e inminente que acechaba a la humanidad era un nuevo patógeno y también sobre la clase de pandemia mundial que este podía desatar. Sin embargo, por el motivo que sea, en la mayoría de los países estas advertencias no llegaron a traducirse en una acción decidida y eficaz cuando, en enero de 2020, el rinoceronte gris se transformó en un cisne negro. En China, el Estado de partido único respondió al brote del nuevo coronavirus igual en gran medida que en su momento lo había hecho su homólogo soviético ante el desastre nuclear de Chernóbil en 1986: con mentiras. En Estados Unidos un presidente populista, secundado por su coro de noticiarios de la televisión por cable, reaccionó en un primer momento desechando la amenaza, que calificó de mera gripe estacional, y después se inmiscuyó de modo errático en las respuestas de su administración. Pero el verdadero escándalo está en el abyecto fracaso de aquellas agencias gubernamentales cuyo único trabajo era ocuparse de la defensa biológica. En Gran Bretaña el patrón fue similar. En Europa, en un primer momento, las aspiraciones federalistas (al igual que la idea euroescéptica de un superestado europeo) demostraron ser idearios vacíos; cada país intentó salvarse por su cuenta, cerrando las fronteras nacionales e intentando hacer acopio de un equipamiento médico que escaseaba. La palabrería sobre la «comunidad de destino» europea (Schicksalsgemeinschaft) solo se reanudó cuando se vio claro que Alemania no iba a sufrir el destino de Italia. En todos estos casos, la catástrofe fue un momento de revelación no solo de la virulencia del patógeno, sino también de los defectos de los que adolecen los sistemas de gobernanza en cuestión. Y es que el virus, el mismo virus, fue mucho menos devastador en Taiwán y Corea del Sur, por mencionar dos democracias de Asia oriental que sí demostraron estar preparadas para estar a la altura del desafío. El capítulo 9 intenta explicar el porqué de todo ello y el dañino papel de la «infodemia» de noticias falsas y teorías de la conspiración que fue creciendo en paralelo a la pandemia. El capítulo 10 valora las consecuencias económicas que ha tenido la pandemia e intenta explicar el comportamiento en apariencia paradójico de los mercados financieros ante el mayor shock macroeconómico desde la Gran Depresión. Por último, el capítulo 11 toma en consideración las consecuencias geopolíticas de la pandemia y pone en cuarentena la opinión generalizada de que China va a ser la principal beneficiaria de la COVID-19 y Estados Unidos, su principal perjudicado.

LA FÓRMULA DE ELON

¿Qué lecciones generales podemos extraer del estudio de la historia de las catástrofes?

En primer lugar que, con toda probabilidad, en la mayoría de los casos predecir un desastre es simplemente imposible. Desde los terremotos hasta las guerras y las crisis económicas, los principales momentos de perturbación de la historia se han caracterizado por seguir una distribución aleatoria o basada en leyes de potencia. Pertenecen al ámbito de la incertidumbre, no del cálculo de riesgos.

En segundo lugar, las formas en que un desastre puede manifestarse son demasiadas como para que sea posible procesarlas empleando un enfoque convencional de reducción del riesgo. No hemos empezado a centrar nuestra atención en la amenaza de la yihad salafista cuando ya nos vemos inmersos en una crisis económica provocada por las hipotecas subprime. No hemos terminado de hacernos a la idea de que ese tipo de crisis económicas pueden terminar a menudo desembocando en una reacción política populista cuando aparece un nuevo coronavirus que causa estragos. ¿Qué será lo siguiente? No lo sabemos. Por cada potencial calamidad, existe al menos una posible Casandra. No todas las profecías merecen que les prestemos oídos. Puede que en los últimos años hayamos permitido que una única amenaza, la del cambio climático, acapare toda nuestra atención y la desvíe del resto de los asuntos. En enero, mientras empezaba a desatarse una pandemia mundial y de Wuhan partían vuelos repletos de personas contagiadas hacia distintos destinos de todo el mundo, los debates del Foro Económico Mundial seguían centrados casi exclusivamente en la cuestión de los criterios ESG (ambientales, sociales y de gobernanza), con particular énfasis en lo ambiental. Tal como se verá en este libro, considero que las amenazas que supone el aumento de la temperatura global son reales y que poseen un potencial catastrófico, pero también creo que el cambio climático no debería ser el único peligro para el que nos preparemos. Admitir que las amenazas a las que vamos a tener que hacer frente son múltiples y asumir la incertidumbre extrema que supone su posible incidencia, podría capacitarnos para desarrollar una respuesta más ágil y flexible ante la catástrofe. No es coincidencia que entre los países que mejor se desempeñaron en 2020 haya tres —Taiwán, Corea del Sur e Israel al principio— que habitualmente deben hacer frente a múltiples amenazas, entre ellas la que para su misma existencia plantea alguno de sus países vecinos.

En tercer lugar, no todas las catástrofes tienen un alcance global. Sin embargo, cuanto más interconectada está la sociedad humana, mayores posibilidades de contagio presenta, y no solo del tipo biológico. Una sociedad conectada necesita contar con unos disyuntores bien diseñados que puedan actuar con agilidad para reducir la conectividad de la red en caso de crisis, sin provocar una completa atomización y paralización de dicha sociedad. Además, todo desastre puede verse amplificado o atenuado por la acción de los flujos de información. En 2020, la desinformación —por ejemplo, todas las noticias que se viralizaron sobre terapias falsas— empeoró las repercusiones de la COVID-19 en muchos lugares. Y, al contrario, la gestión eficaz de la información sobre las personas contagiadas y sus contactos estrechos contribuyó, en algunos pocos países bien organizados, a contener la pandemia.

En cuarto lugar, tal como demuestra el capítulo 9, la COVID-19 desveló un importante fallo en la burocracia de la sanidad pública de Estados Unidos y de otros tantos países. Resultaba tentador —y muchos periodistas cayeron en esta tentación— culpar al presidente del exceso de mortalidad ocasionado por la pandemia. Ese es exactamente el tipo de error que Tolstói ridiculizó en Guerra y paz: la tendencia a dar demasiada importancia a un líder concreto en el transcurso de un proceso histórico. En realidad, en 2020 se produjeron múltiples fallos en distintos puntos del sistema, desde el subsecretario de prevención y reacción del Departamento de Sanidad y Servicios Sociales hasta los medios tradicionales y las redes sociales, pasando por el gobernador del estado de Nueva York y el alcalde de la ciudad homónima. Sobre el papel, Estados Unidos estaba perfectamente preparado para hacer frente a una pandemia; mejor preparado y equipado con mejores recursos que cualquier otro país del mundo. Casi igual de bien preparado —sobre el papel— estaba el Gobierno británico. Sin embargo, cuando en enero los datos procedentes de China dejaron claro que el nuevo coronavirus, ya conocido como SARS-CoV-2, era tan contagioso como letal, a ambos lados del Atlántico se produjo el mismo error catastrófico a la hora de tomar medidas. El epidemiólogo estadounidense Larry Brilliant, que fue una figura clave en la campaña de erradicación de la viruela, ha insistido durante muchos años en que la fórmula para hacer frente a una enfermedad infecciosa es «detección temprana y respuesta temprana».[33] Pero lo que ocurrió en Washington y Londres fue todo lo contrario. Si tuviera lugar otro tipo distinto de amenaza, ¿veríamos la misma reacción, igualmente lenta e ineficaz? Si los problemas que la pandemia ha puesto de manifiesto no son exclusivos de la burocracia del sistema sanitario, sino que están extendidos por toda la administración del Estado en general, es muy probable que sí volvamos a verlos.

Por último, a lo largo de la historia se observa una tendencia a que, en momentos de gran estrés social, los impulsos religiosos o pseudorreligiosos se interpongan y obstaculicen la explicación racional. Todos habíamos contemplado alguna vez el peligro que supone una pandemia, aunque fuera más en forma de entretenimiento (Contagio) que como una realidad potencial. Y aun hoy, cuando estamos viendo materializarse otros escenarios de ciencia ficción —no solo el aumento de las temperaturas y la inestabilidad climática, sino también el crecimiento y la expansión del Estado de vigilancia chino, por mencionar solo dos—, tenemos dificultades para dar una respuesta coherente y consecuente. En el verano de 2020, millones de estadounidenses salieron a las calles de casi trescientas ciudades para manifestarse sonoramente, y en ocasiones violentamente, en contra de la brutalidad policial y del racismo sistémico. Por impactante que fuera el suceso que ocasionó aquellas protestas, salir a manifestarse en plena pandemia de una enfermedad respiratoria muy contagiosa era un comportamiento de riesgo. Al mismo tiempo, la rudimentaria precaución de llevar mascarilla se convirtió en un símbolo de adhesión partidista. El hecho de que, en algunas partes del país, la compra de armas pareciera estar más extendida que el uso de las mascarillas atestigua el potencial de que se desatara un desastre de orden público y de salud pública.

La COVID-19 no es la última catástrofe a la que vamos a tener que hacer frente en nuestras vidas. Es solo la última en llegar tras una oleada de terrorismo islamista, una crisis económica mundial, una serie de estados fallidos, migraciones irregulares y la llamada «recesión democrática». Es probable que la siguiente catástrofe no sea atribuible al cambio climático, pues pocas son las ocasiones en que el que se acaba materializando es justo el desastre que nos tememos, sino algún otro peligro del que la mayoría vivimos hoy ignorantes. Quizá una cepa de peste bubónica resistente a los antibióticos, quizá un gran ciberataque sinorruso contra Estados Unidos y sus aliados, quizá un descubrimiento nanotecnológico o de ingeniería genética con consecuencias desastrosas.[34] O quizá la inteligencia artificial cumpla los presagios de Elon Musk y acabe dejando a la humanidad, intelectualmente superada, reducida a la condición de «gestor de arranque biológico para la superinteligencia digital». En 2020 Musk alcanzó notoriedad por desdeñar la amenaza que suponía la COVID-19. («Este pánico al coronavirus es una idiotez», tuiteó el 6 de marzo). También ha afirmado que «los seres humanos resolverán la cuestión de la sostenibilidad ambiental» y que incluso la muerte —la amenaza que se cierne sobre la existencia de todos los individuos— puede ser doblegada mediante una combinación de edición de ADN y almacenamiento de datos neurológicos. Sin embargo, en otros aspectos Musk se muestra pesimista sobre nuestro futuro como especie civilizada en la Tierra:

La civilización ha existido desde hace [...] siete mil años o así. Si empezamos a contar desde que aparece el primer escrito, algún símbolo además de las pinturas rupestres, resulta una cantidad de tiempo mínima habida cuenta de que el universo tiene 13.800 millones de años [...]. Y en el frente civilizatorio ha sido [...] una especie de montaña rusa [...]. Existe una probabilidad irreductible de que pueda pasarnos algo a pesar de nuestras mejores intenciones, a pesar de todo lo que intentamos hacer. Existe la probabilidad de que, en cierto punto, una fuerza externa o un error interno no forzado provoque la destrucción de toda la civilización. O el deterioro suficiente como para que ya no le resulte posible extenderse a otro planeta.[35]

Para Musk, la elección es básicamente entre «la singularidad», en el sentido de un progreso imparable en el campo de la inteligencia artificial, o el fin de la civilización («Esas son las dos posibilidades»). De ahí su advertencia de que «el mayor problema que afrontará el mundo en veinte años será la crisis poblacional». De ahí su propuesta de colonizar Marte.

Simplemente, no podemos saber cuál de todas las posibles futuras catástrofes —que se analizan con mayor detalle en la conclusión— ocurrirá, ni cuándo. Todo lo que podemos hacer es aprender las lecciones de la historia sobre cómo construir estructuras sociales y políticas que sean por lo menos resilientes y, en el mejor de los casos, antifrágiles; cómo evitar sumirnos en el caos autoflagelante que tan a menudo caracteriza a las sociedades que se sienten abrumadas por lo catastrófico, y cómo resistir los cantos de sirena que proponen formas de gobierno totalitarias o un Gobierno mundial como elemento necesario para la protección de nuestra desventurada especie y nuestro vulnerable mundo.

1. El significado de la muerte

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El significado de la muerte

La muerte es un ministro inexorable que no dilata la ejecución.

Hamlet

ESTAMOS CONDENADOS

«Estamos condenados». Esta frase era uno de los típicos chistes que se contaban cuando yo era pequeño. Procede de la comedia televisiva británica Dad’s Army y la pronunciaba el soldado James Frazer, la Casandra caledonia de la serie. El truco estaba en soltarla en el momento más absurdo posible; por ejemplo, si se te acababa la leche o si perdías el último autobús de vuelta a casa. En uno de los episodios («Uninvited Guests») hay una escena maravillosa. Frazer, interpretado por el gran John Laurie, les cuenta a sus compañeros de pelotón de la Guardia Nacional una escalofriante historia sobre una maldición. De joven, Frazer estuvo destinado en un buque en una pequeña isla cerca de Samoa. Allí, según aseguraba su amigo Jethro, había un templo en ruinas que guardaba en su interior una estatuilla de un ídolo adornada con un rubí gigante, «tan grande como un huevo de pato». Se dispusieron a robar el rubí abriéndose camino a través de la espesa selva. Pero en el preciso momento en el que Jethro puso las manos sobre la estatuilla, apareció ante ellos un chamán y lo maldijo pronunciando las siguientes palabras: «¡MUERTE! ¡EL RUBÍ LE TRAERÁ LA MUERTE! MU-ER-TE».

SOLDADO PIKE: ¿Y se cumplió la maldición, señor Frazer?

SOLDADO FRAZER: Sí, hijo, así fue. Jethro murió... el año pasado. Tenía ochenta y seis años.

Todos estamos condenados, aunque nadie nos haya echado una maldición. Yo moriré, como muy tarde, en 2056. Mi esperanza de vida —tengo ahora cincuenta y seis años y dos meses— es, según datos de la Administración de la Seguridad Social, de 26,2 años más. O sea, que llegaré a cumplir los ochenta y dos, cuatro años menos que aquel amigo de Frazer al que echaron la maldición. Algo más alentador resulta el pronóstico de la Oficina Británica de Estadísticas Nacionales, que concede a los hombres de mi edad un par de años más y una probabilidad entre cuatro de llegar a los noventa y dos. Para comprobar si me era posible mejorar los números, recurrí a la calculadora de esperanza de vida de Living to 100, que para hacer sus estimaciones requiere cumplimentar un detallado cuestionario sobre los hábitos de vida y los antecedentes familiares. Los resultados de Living to 100 me anunciaron que, aunque probablemente no llegaré a cumplir un siglo, tengo bastantes posibilidades de vivir treinta y seis años más.[1] Pero, claro, otro gallo cantaría si contrajera la COVID-19, enfermedad cuya tasa de mortalidad es de un 1 o 2 por ciento en las personas de mi grupo de edad. Quizá sería incluso un poco más alta si consideramos que tengo un poco de asma.

Está claro que morirse a los cincuenta y seis años sería bastante decepcionante, pero en realidad, si tenemos en cuenta la edad media de defunción de la mayoría de los 107.000 millones de seres humanos que han pasado por la Tierra a lo largo de la historia, sería una buena cifra. En el Reino Unido, mi lugar de nacimiento, la esperanza de vida al nacer no llegó a los cincuenta y seis años hasta 1920, hace exactamente un siglo. Durante el periodo que va de 1543 a 1863, el promedio estuvo en poco menos de cuarenta años, y eso que el Reino Unido destacaba por su longevidad. Las estimaciones para el conjunto mundial mantienen la esperanza de vida por debajo de los treinta años hasta 1900, fecha en la que se alcanzan los treinta y dos, y por debajo de cincuenta hasta 1960. En 1911, en India la esperanza de vida era de solo veintitrés años. En Rusia, en 1920 descendió hasta su punto más bajo, veinte años. Durante el último siglo ha habido una constante tendencia ascendente —la esperanza de vida al nacer se duplicó, aproximadamente, entre 1913 y 2006—, pero con numerosas disparidades. En Somalia, la esperanza de vida al nacer es hoy de cincuenta y seis años, los que tengo yo.[2] Sí allí sigue siendo tan baja es en parte porque los índices de mortalidad infantil son altos; en torno al 12,2 por ciento de los niños nacidos en Somalia mueren antes de cumplir los cinco años, y el 2,5 por ciento entre los cinco y los catorce años.[3]

Cuando trato de poner en perspectiva mi personalísima experiencia de la condición humana, pienso en John Donne (1572-1631), poeta de la época jacobina que vivió hasta los cincuenta y nueve años. Anne Donne le dio a su marido doce hijos en un lapso de dieciséis años. Tres de ellos —Francis, Nicholas y Mary— murieron antes de cumplir los diez. La propia Anne murió al dar a luz a su duodécimo hijo, que nació muerto. Después de que también falleciera su hija favorita, Lucy, y de que el propio Donne estuviera a punto de seguirla a la tumba, escribió sus Meditaciones en tiempos de crisis (1624), que contiene la mayor de las exhortaciones a compadecerse de los muertos: «Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti».

El artista napolitano Salvator Rosa pintó el que quizá sea el más conmovedor de los memento mori, con el sencillo título de L’umana fragilità. Su inspiración estuvo en un brote de peste bubónica que asoló su Nápoles natal en 1655 y que se cobró la vida de su hijo pequeño, Rosalvo, además de las de su hermano y su hermana, el marido de esta y las de cinco de sus sobrinos. El cuadro muestra un esqueleto alado con una tenebrosa sonrisa que emerge de la oscuridad, por detrás de la amante de Rosa, Lucrezia, con la intención de llevarse a su hijo, que está haciendo sus primeras incursiones en el aprendizaje de la escritura. El ánimo del desconsolado artista queda inmortalizado en las ocho palabras en latín que el niño ha trazado sobre el lienzo, guiado por la figura esquelética:

Conceptio culpa

Nasci pena

Labor vita

Necesse mori

«La concepción es pecado, el nacimiento es dolor, la vida es trabajo, la muerte es inevitable». Aún recuerdo la conmoción que me produjo la lectura de aquellas palabras en mi primera visita al Museo Fitzwilliam, en Cambridge. He ahí la condición humana, reducida a su lúgubre esencia. Por lo que se desprende de los documentos históricos, Rosa era un hombre alegre —participaba en mascaradas—, que también escribía sátiras en las que él mismo actuaba. Sin embargo, en la época de la muerte de su hijo le escribió a un amigo: «Esta vez el Cielo me ha golpeado de tal modo que he llegado a comprender que todos los remedios humanos son inútiles y que el menor dolor que siento es cuando te digo que, mientras escribo, derramo lágrimas».[4] Rosa murió de hidropesía a los cincuenta y ocho años.

En el mundo medieval y a principios de la Edad Moderna la muerte era algo omnipresente, en una medida que hoy nos resulta difícil imaginar. Como afirma Philippe Ariès en su libro El hombre ante la muerte, la muerte fue «domesticada» y la convertimos en un rito de paso social más, igual que el matrimonio o el parto, un rito compartido con la familia y la comunidad, y que va seguido de otros ritos, funerarios y del luto, destinados a ofrecer consuelo a quienes sufren la pérdida. Sin embargo, a partir del siglo XVII la actitud ante la muerte cambió. A medida que nuestra condición de seres mortales nos iba suscitando más preguntas, aunque cada vez entendiéramos mejor las causas concretas de la muerte, las sociedades occidentales comenzaron a establecer cierta distancia entre los vivos y los muertos. Los victorianos sentimentalizaron y romantizaron en exceso la muerte, y fabricaron unas «bellas muertes» literarias que guardaban cada vez menos relación con la realidad. Por su parte, el siglo XX se zambulló de lleno en la negación del «fin de la vida». Morir se fue convirtiendo en un acto cada vez más solitario, antisocial, casi invisible. Apareció lo que Ariès llama «una forma completamente nueva de morir», en la que los moribundos eran trasladados a hospitales y hospicios, y se tenía buen cuidado de que el momento de la expiración quedara discretamente oculto tras unas pantallas.[5] Los estadounidenses evitan usar el verbo «morir» (to die) y dicen que la gente «pasa» (to pass). Evelyn Waugh satirizó con crueldad la forma que tienen aquellos de enfrentarse a la muerte en su relato Los seres queridos (1948), inspirado en una desgraciada estancia en Hollywood.

La manera británica de morir, por su parte, es solo un poquito mejor. En El sentido de la vida, de los Monty Python, la muerte aparece como un enorme paso en falso. La Parca —interpretada por John Cleese envuelto en una capa negra— llega a una pintoresca casa de campo inglesa donde están tres parejas cenando:

LA PARCA: Yo soy la muerte.

DEBBIE: ¿No os parece extraordinario? Hace solo unos minutos estábamos hablando de la muerte...

LA PARCA: ¡Silencio! He venido a por todos ustedes.

ANGELA: Quiere decir que...

LA PARCA: He venido para llevármelos. Este es mi propósito. Yo soy la muerte.

GEOFFREY: Vaya, creo que nos ha estropeado la velada, ¿verdad?...

DEBBIE: ¿Puedo hacerle una pregunta?

LA PARCA: ¿Qué?

DEBBIE: ¿Cómo es posible que hayamos muerto todos a la vez?

LA PARCA (después de una larga pausa, señala con el dedo el plato para servir): El paté de salmón.

GEOFFREY: Cariño, no habrás utilizado salmón de lata, ¿verdad?

ANGELA: Me siento terriblemente avergonzada.

UN ESCATÓN INMINENTE

Cada año mueren en todo el mundo unos cincuenta y nueve millones de personas. Esta cifra se corresponde aproximadamente con el total de población que había sobre la Tierra en la época en que el rey David reinaba sobre los israelitas. En otras palabras, cada día mueren unas 160.000 personas, el equivalente a un Oxford entero o a tres Palo Altos. En torno al 60 por ciento de ellas tienen más de sesenta y cinco años. Durante la primera mitad de 2020, murieron unas 510.000 personas en todo el mundo a causa de la nueva enfermedad COVID-19. Como veremos, cada muerte es una tragedia. Pero incluso si ninguna de estas personas hubiera muerto, algo que tampoco es muy probable dado el grupo de edad de los fallecidos, representan solo un modesto aumento sobre el total de fallecimientos pronosticados para la primera mitad de 2020 (un 1,8 por ciento). En 2018 murieron 2,84 millones de estadounidenses, es decir, unos 236.000 al mes, 7.800 cada día. Tres cuartas partes de ellos superaban los sesenta y cinco años. Las principales causas de muerte fueron, con mucha diferencia (un 44 por ciento del total), las enfermedades cardiacas y el cáncer. En la primera mitad de 2020, según el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés), se registraron en Estados Unidos 130.122 muertes «relacionadas con la COVID-19». Sin embargo, el exceso total de mortalidad (la cifra de muertos por encima de lo normal) debido a cualquier causa estuvo cerca de 170.000. Si ninguna de estas personas hubiera muerto, lo cual, insisto, es improbable, la cifra supondría un aumento de un 11 por ciento con respecto a la base de referencia derivada de los promedios recientes.

Así pues, todos estamos condenados, aun en el caso de que la ciencia médica fuera capaz de alargar la esperanza de vida, tal como anuncian algunas predicciones, más allá de los cien años. A pesar de nuestra constante búsqueda de soluciones al problema de la transitoriedad de la vida,[6] la inmortalidad sigue siendo un sueño o más bien, como Jorge Luis Borges daba a entender en «El inmortal», una pesadilla.[7] Pero ¿y como especie? ¿Estamos también condenados colectivamente? La respuesta es que sí.

Mi madre era física y no se cansaba nunca de recordarnos a mi hermana y a mí que la vida es un accidente cósmico, opinión que sostienen también otros físicos de más renombre que mi madre, como Murray Gell-Mann.[8] Nuestro universo tuvo su origen hace 13.700 millones de años en lo que los físicos han llamado el big bang. Gracias a los rayos ultravioleta y a los relámpagos, se desarrollaron en nuestro planeta los componentes químicos de la vida, que formaron la primera célula viva hace entre tres mil quinientos y cuatro mil millones de años. Hace alrededor de dos mil millones de años, la reproducción sexual de organismos multicelulares simples desató una oleada de innovación evolutiva. Hace unos seis millones de años, una mutación genética en los chimpancés dio paso a los primeros simios cercanos a los humanos. La aparición del Homo sapiens se dio solo en fechas muy recientes, hace entre doscientos mil y cien mil años. Hace unos treinta mil ya había dominado al resto de las especies de Homo y hace unos trece mil se había extendido por la mayor parte del planeta.[9] Para que fuera posible llegar a este punto, muchas cosas tenían que ir en nuestro favor. Pero las condiciones tan propicias en las que los humanos conseguimos prosperar no van a mantenerse indefinidamente. Hoy en día, en torno al 99,9 por ciento de las especies que han habitado alguna vez la Tierra están extinguidas.

En otras palabras, citando a Nick Bostrom y Milan M. Ćirković, «en la Tierra ya se ha producido la extinción de otras especies inteligentes; sería ingenuo creer que no va a volver a pasar».[10] Aunque consiguiéramos evitar el destino de los dinosaurios y los dodos, «dentro de unos tres mil quinientos millones de años el aumento de la radiación solar habrá dejado prácticamente estéril la biosfera terrestre, pero el fin de la existencia de la vida compleja en la Tierra está programado para una fecha anterior, quizá para dentro de unos novecientos o mil quinientos millones de años», pues para entonces las condiciones de vida se habrán vuelto intolerables para cualquier cosa que se parezca mínimamente a nosotros. «Este es el destino que le espera a la vida en nuestro planeta».[11] No es del todo inconcebible que logremos encontrar otro planeta habitable en el caso de que podamos resolver antes el problema de los viajes intergalácticos, que implican recorrer distancias de una magnitud casi inimaginable. Pero, aun en ese caso, nuestro tiempo llegará a su fin. Las últimas estrellas morirán dentro de unos cien billones de años, y después de esto la propia materia se desintegrará en sus elementos básicos.

La idea de que, como especie, nos queden en torno a unos mil millones de años de existencia en la Tierra debería resultarnos tranquilizadora. Sin embargo, parece que hay quienes anhelan que el fin del mundo llegue mucho antes. El «fin de los tiempos», o escatón (del griego éschatos), aparece en la mayor parte de las principales religiones del mundo, incluida la más antigua de todas, el zoroastrismo. El Bahman Yašt profetiza no solo que se producirá una época de malas cosechas y decadencia moral generalizada, sino también la llegada de «una nube oscura [que] convierte en noche el cielo entero» y una lluvia de «criaturas dañinas». Si bien la escatología hindú cree en la existencia de vastos ciclos de tiempo, se supone que el ciclo actualmente en curso, llamado Kali Yuga, tendrá un final violento. Kalki, la última encarnación de Vishnu, descenderá a lomos de un caballo blanco liderando un ejército con la misión de «impartir justicia en la Tierra». También en el budismo hay escenas apocalípticas. Buda Gautama predijo que, en el plazo de cinco mil años, sus enseñanzas serían olvidadas y ello llevaría a la decadencia moral de la humanidad. Aparecerá entonces un bodhisattva llamado Maitreya y redescubrirá la enseñanza del dharma, tras lo cual el mundo será destruido por los rayos mortales de siete soles. La mitología nórdica también tiene su ragnarök («crepúsculo de los dioses»), en el que un invierno colosal y devastador (fimbulvetr) sumirá al mundo en la oscuridad y la desesperanza. Los dioses combatirán a muerte contra las fuerzas del caos, gigantes de fuego y otras criaturas mágicas (jötunn). Finalmente, el océano cubrirá todo el mundo. (Los fans de Wagner habrán visto una versión de esto en su ópera El ocaso de los dioses).

En todas estas religiones, la destrucción es el preludio de un renacimiento. Pero las religiones abrahámicas, por el contrario, siguen una cosmología lineal; el fin de nuestros días será realmente «el final». El judaísmo predice el advenimiento de una era mesiánica en la que la diáspora judía regresará a Israel, llegará el Mesías y resucitarán los muertos. El cristianismo —fe fundada por los seguidores de un hombre que decía ser el Mesías— ofrece una versión mucho más rica del escatón. Antes del segundo advenimiento de Cristo (la parusía) habrá, como les dijo el propio Jesús a sus seguidores, un tiempo de «gran tribulación» (Mt 24, 15-22), «días de tribulación» (Mc 13, 19) o «días de venganza» (Lc 21, 10-33, que es el evangelio que más detalles ofrece). El Apocalipsis de san Juan presenta la que quizá sea la más impactante de todas las visiones del fin del mundo: se librará en el Cielo una guerra que enfrentará a san Miguel Arcángel y sus ángeles contra Satanás, después habrá un interludio de mil años en el que Satanás será arrojado a los abismos y encadenado, y Cristo reinará durante un milenio con los mártires resucitados junto a él, pero la gran ramera de Babilonia, ebria de la sangre de los santos, aparecerá sobre una bestia escarlata y se librará una gran batalla en el Armagedón. Después de todo esto, Satanás será desatado y arrojado a un lago de azufre ardiente y, finalmente, los muertos serán juzgados por Cristo, y los indignos, arrojados al lago de fuego. La descripción de los cuatro jinetes del Apocalipsis es asombrosa:

Así que el Cordero abrió el primero de los siete sellos, vi y oí a uno de los cuatro vivientes que decía con voz como de trueno: «Ven». Miré y vi un caballo blanco, y el que montaba sobre él tenía un arco, y le fue dada una corona, y salió vencedor, y para vencer aún.

Cuando abrió el segundo sello, oí al segundo viviente que decía: «Ven». Salió otro caballo, bermejo, y al que cabalgaba sobre él le fue concedido desterrar la paz de la Tierra, y que se degollasen unos a otros, y le fue dada una gran espada.

Cuando abrió el sello tercero oí al tercer viviente que decía: «Ven». Miré y vi un caballo negro, y el que lo montaba tenía una balanza en la mano.

Y oí como una voz en medio de los cuatro vivientes que decía: «Dos libras de trigo por un denario, y seis libras de cebada por un denario, pero el aceite y el vino ni tocarlos».

Cuando abrió el sello cuarto oí la voz del cuarto viviente que decía: «Ven». Miré y vi un caballo bayo, y el que cabalgaba sobre él tenía por nombre Mortandad, y el infierno le acompañaba. Fueles dado poder sobre la cuarta parte de la Tierra, para matar por la espada, y con el hambre, y con la peste, y con las fieras de la Tierra. [Ap 6, 1-8].

El día del juicio final viene precedido de un gran terremoto, un eclipse de sol y una luna de sangre. Las estrellas caen sobre la Tierra y los montes e islas «se mueven de sus lugares».

Un astuto detalle del escatón cristiano es la incertidumbre que Cristo siembra en la mente de sus discípulos con respecto a la fecha: «De aquel día y de aquella hora nadie sabe, ni los ángeles del Cielo ni el Hijo, solo el Padre» (Mt 24, 36). Los primeros cristianos interpretaron la destrucción de Jerusalén a manos de Tito en el año 70 d. C. como el cumplimiento de la destrucción del Segundo Templo profetizada por Jesús, pero los monumentales sucesos que este predijo que ocurrirían después no llegaron a materializarse.[12] En la época de san Agustín de Hipona, lo más prudente era restar importancia al milenarismo, tal como este hizo en La ciudad de Dios (426 d. C.), en que lo relegó al ámbito de lo incognoscible e (implícitamente) remoto.

El declive del milenarismo cristiano quizá contribuya a explicar el revolucionario impacto que tuvo la nueva religión de Mahoma cuando surgió en el desierto de Arabia en el siglo VII. En numerosos aspectos, lo que hizo el islam fue simplemente quitarles el polvo a las partes más emocionantes del Apocalipsis. En La Meca, Mahoma enseñó a sus seguidores que el día del juicio vendrá precedido de la aparición de Al-Masīh. ad-Dayyāl (el falso mesías), de un solo ojo, que llegará con un séquito de setenta mil judíos de Isfahán, Isa (Jesús) descenderá entonces triunfante sobre el falso mesías. En la doctrina suní, entre las ashrāt. as-sā‘a —las «señales de la hora»— están una enorme nube de humo negro (dujān) que cubrirá la Tierra, una sucesión de hundimientos de esta y la aparición de Y’yūy y Ma’yūy (Gog y Magog), que devastarán el orbe y masacrarán a los creyentes. Una vez que Alá se haya ocupado de Gog y Magog, el sol saldrá por el oeste, Da-bbat al-Ard (la Bestia de la Tierra) emergerá del suelo y, al toque de la trompeta divina, los muertos (al-qiya-mah) también se levantarán para el juicio final (yawm al-h. isa-b). Sin embargo, esta profecía tampoco se cumplió, y un impaciente Mahoma pasó de la redención al imperialismo. Alá, aseguró en Medina, deseaba que los musulmanes preservaran su honor castigando a los infieles y pasó de quedarse aguardando el día del juicio a acelerar su llegada mediante la yihad.[13] La escatología chií es muy similar a la suní, pero en ella se predice la vuelta del Duodécimo Imán, Muh. ammad al-Mahdī, tras un periodo de declive de la moral y la modestia.

Alberto Durero, Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1498).

Alberto Durero, Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1498): Museo Británico.

Para los cristianos, las conquistas islámicas de Oriente Próximo y de África del Norte fueron solo algunas —las mayores— de toda una serie de amenazas ominosas; los vikingos, los magiares y los mongoles suponían también un desafío para la cristiandad. Hubo quienes interpretaron estas calamidades, y algunas otras más, como indicios de la proximidad de la hora final; la escatología cristiana nunca desapareció por completo. Joaquín de Fiore (1135-1202) dividió la historia en tres edades, de las cuales la tercera sería la última. También en la década de 1340, al desatarse la peste negra —que, en cuanto a índice de mortalidad, es la mayor calamidad jamás sufrida por la cristiandad— hubo quienes infirieron que el fin estaba cerca. En 1356, un monje franciscano llamado Juan de Roquetaillade escribió Vademecum in tribulationibus, en que predecía una era de perturbaciones en Europa que irían acompañadas de revueltas sociales, tempestades, inundaciones y más plagas.[14] Visiones pseudorrevolucionarias similares inspiraron a los taboritas de Bohemia en 1420 y las profecías sobre el crepúsculo del papado lanzadas por el franciscano Johann Hilten en 1485.[15] Una vez más, a raíz del histórico desafío que Martín Lutero planteó a la jerarquía eclesiástica, el milenarismo otorgó a sectas tan diversas como los anabaptistas, los cavadores y los niveladores la confianza necesaria para cuestionar la autoridad imperante. Si bien el milenarismo entró en decadencia en el siglo XVIII, resurgió en los siglos XIX y XX con algunos de los seguidores del aspirante a profeta William Miller, que después serían conocidos como los adventistas del Séptimo Día. Los adventistas fundaron una nueva iglesia de doctrina fuertemente milenarista que anunciaba el fin del mundo para 1844. (Se referirían al hecho de que la humanidad hubiera sobrevivido a aquel año como «la Gran Decepción»). Tanto los testigos de Jehová como los miembros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (los mormones) tienen opiniones propias sobre la inminencia del escatón. Un buen número de líderes de cultos modernos han conseguido persuadir a sus seguidores de que el final está cerca. Algunos de ellos —Jim Jones, David Koresh y Marshall Applewhite son los más conocidos— provocaron apocalipsis a pequeña escala en forma de suicidios en masa.

El tema del fin del mundo, en resumen, aparece de manera bastante recurrente en nuestros registros históricos.

EL DÍA DEL JUICIO FINAL

Se podría pensar que el avance de la ciencia tendría que acabar liberando a los seres humanos del yugo de la escatología religiosa y pseudorreligiosa. Pero esto no es necesariamente así. Como ha explicado el sociólogo James Hughes, pocos somos «inmunes a los prejuicios milenaristas, positivos o negativos, fatalistas o mesiánicos».[16] Hace poco más de un siglo, cuando la primera guerra verdaderamente industrializada —librada con tanques, aviones, submarinos y gas tóxico— se aproximaba a su conclusión, se pro

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