El poder de las palabras

Mariano Sigman

Fragmento

El poder de las palabras

SOLO FUE UN MAL DÍA

“Es imposible. Vas a correr con doscientos chicos más grandes que vos”, le explicaron a mi hermano cuando contó, en medio de la cena, que podía quedar entre los primeros en la carrera del colegio. Al día siguiente Leandro llegó a casa con una sonrisa alargadísima y una medalla en el cuello. Un año después me tocaba correr a mí y expresé el mismo optimismo. Visto lo ocurrido, mis viejos fueron, sin ningún reparo, a registrar la hazaña con una cámara aparatosa de las de aquella época.

Éramos muchísimos niños en ropa de atletismo en la largada de un circuito embarrado y fracturado por zanjas profundas. Ni bien salimos entendí que ese día no habría medalla. Me pasaban por todos lados, a toda velocidad, y cuando ya iba entre los últimos, subiendo una cuesta que entraba al bosque, sentí un mareo, las piernas flojas, las tripas revueltas y a los pocos segundos estaba arrodillado, vomitando contra un árbol.

Cuando recuperé algo de energía para ponerme de pie y caminar último hasta la meta pensé: “Yo no sirvo para el deporte”. En aquel entonces yo era un fenómeno con los números; mis profesores de matemática me reunían con chicos cada vez más grandes para encontrar el límite de mi cálculo mental. Ese era mi lugar. Pensaba bien, corría mal: mi cuerpo era flojo; mi piel, blanda, y no tenía ni la fuerza ni el temple necesarios para una carrera.

En ese lugar me instalé y desarrollé durante cuarenta años. Hasta que un día, luego de trotar un par de kilómetros, sentí un dolor en el pecho. Horas después estaba en la guardia cardiológica con el cuerpo repleto de cables. La enfermera me explicó que habían encontrado varias obstrucciones en las coronarias y que iban a pasarme una sonda desde la ingle al corazón para destaparlas. Temblaba de frío mientras repetía compulsivamente que todo iba a salir bien. Y así fue: las obstrucciones eran menores de lo que me habían anunciado.

De vuelta en Madrid, adonde me había mudado hacía poco, me compré una bici. Salí un día de invierno, con pantalones largos y un abrigo de lana, y anduve los quince kilómetros más decisivos de mi vida. Pedaleaba cómodo y tenía la sensación de ir recorriendo la naturaleza a la velocidad justa. Los quince kilómetros se volvieron treinta, setenta, cien, doscientos. Un día me invitaron a una cena a trescientos cincuenta kilómetros de casa y yo, como si fuese lo más natural, fui pedaleando. En algún momento de ese trayecto en el que vi el amanecer, crucé bosques y montañas y rodé solo contra el viento; me acordé del personaje que interpretaba Sean Penn en It’s All About Love, que al tomar tantas pastillas para superar el miedo a los aviones produce el efecto inverso: vuela sin parar, sin poner nunca un pie en la tierra. Así iba yo con la bici.

A los meses de haber empezado esta aventura fui a la Morcuera, una montaña con una pendiente durísima de unos nueve kilómetros y casi dos horas después hice cima. Volví varias veces y la Morcuera se convirtió, como para tantos otros ciclistas, en el faro de mi estado de forma. La subía cada vez más rápido: en noventa minutos y luego en setenta. Cincuenta minutos, cuarenta y cinco, cuarenta y dos, cuarenta y, al fin, en treinta y ocho. Y si bien ese era un tiempo mucho mejor del que nunca había imaginado, me propuse un nuevo desafío: hacer cima en menos de treinta y cinco minutos.

Entrené mucho. Busqué un día con sol, sin mucho calor y con poco viento. Pasé por el taller mecánico de Ángel que me contó, mientras afinaba cada engranaje de la bici, que él había subido esa montaña con tanta prisa que ni siquiera había visto que, a mitad de camino había un lago. Me planté al pie de la montaña y empecé a pedalear como un condenado. Ya andaba bastante justo de aire y peleaba con el sudor que me irritaba los ojos, cuando vi a la izquierda, en medio del valle, el embalse de agua. Pensé en Ángel e imaginé a tantos otros que habían pasado por ese mismo lugar con las piernas ardiendo tratando de encontrar su propio límite. Me sequé los ojos y seguí pedaleando con todas mis fuerzas sin oír más que el ruido de la cadena hasta que se abrió el bosque y empezó a soplar el viento de cara. Faltaban solo unos trescientos metros, la última subida. Me puse de pie en la bicicleta y clavé la mirada en la rueda delantera, que movía de un lado al otro con todo el peso del cuerpo. Poco después, por fin, el pedaleo se volvió más suave. Estaba en el llano. Solo entonces levanté la cabeza y vi el cartel marrón sobre las dos estacas grises en el que estaba escrito “Puerto de la Morcuera: 1796 m”. La ruta angosta y mal pintada que se alargaba en el llano hasta desaparecer del otro lado de la montaña. La tierra oscura, algunas manchas de nieve sucia de barro y una pareja que desayunaba en una mesa de aluminio.

Tiré la bicicleta al piso y yo tras ella. Descansé unos segundos para recuperar de a poco la vida y miré el reloj: 32:43. Había destrozado mi tiempo. El sonido de ese número se convirtió en una rima perfecta: “treinta y dos, cuarenta y tres; treinta y dos, cuarenta y tres; treinta y dos, cuarenta y tres”. Lo repetía igual que Antoine Doinel repetía su nombre frente al espejo para sentir la vida en el cuerpo.

Me faltaba el aire. Estaba exhausto, mareado, con arcadas, al borde del vómito. Después de treinta minutos a ciento ochenta pulsaciones mi cuerpo expresaba exactamente lo mismo que a los ocho años, cuando en plena carrera me había descompuesto frente a un árbol. Y ahí recordé la frase: “Yo no sirvo para el deporte”.

Me llevó cuarenta años y treinta dos minutos entender cuánto me había equivocado. No es que de chico no tuviese temple. Lo que no tenía era una buena condición física para la carrera, bien porque no era mi predisposición natural o porque no había entrenado lo suficiente. Dada esa condición, había llegado al límite. Quizás, incluso —algo que sí tendría que haber aprendido— mucho más allá.

Los treinta y dos minutos y cuarenta y tres segundos en la Morcuera cambiaron retrospectivamente mi niñez. Le di un abrazo al chico que había sido. Con ternura, con afecto y con una gran sonrisa le pedí una disculpa por no haber honrado el esfuerzo que él había hecho, por no haberlo entendido. Me llevó todo ese tiempo reinterpretar ese episodio que había sido el punto de partida de un estigma que yo mismo había creado: “Yo no sirvo para el deporte”. Si hubiese elegido otra frase del estilo de: “Fue un mal día, diste todo lo que tenías y tenés mucho por mejorar”, podría haber cambiado la historia.

Escribo el libro porque creo que hay pocas cosas a las que valga más la pena dedicar nuestro tiempo que a descubrir cómo cambiar el devenir de lo que hacemos y de lo que no hacemos, de lo que sentimos, de lo que somos. El proyecto empezó con un ánimo divulgativo y terminó convirtiéndose en un viaje introspectivo; para investigar aquellos lugares de mi vida en los que estaba más estancado. Ojalá algo de todo esto también les sirva a ustedes. Lo he escrito con la confianza,

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