La luz revelada

Serge Haroche

Fragmento

Introducción

Introducción

La luz ilumina y fascina a la humanidad desde el principio de los tiempos, pero no ha sido hasta los últimos cuatro siglos cuando hemos desentrañado progresivamente sus secretos. Y solo en fecha mucho más reciente la hemos domesticado en las tecnologías modernas que han revolucionado nuestra vida. Han pasado poco más de cien años desde el descubrimiento de las microondas, parientes de la luz visible omnipresentes en los aparatos modernos de comunicación, navegación y radiografía médica. Y apenas hace sesenta años que amaestramos la luz visible con la invención del láser. Las extraordinarias propiedades de estos rayos nos han permitido hacer descubrimientos fundamentales e inventar instrumentos que eran inimaginables cuando yo era joven.

He tenido la fortuna de participar en esta aventura a lo largo del último medio siglo. Al describir la trayectoria de una vida científica consagrada a la luz, intento aquí compartir con el lector el placer que un investigador experimenta cada vez que observa un fenómeno nuevo que ilumina el mundo con una luz inesperada y sorprendente. Tras muchos años de investigación, mi equipo y yo logramos atrapar durante más de una décima de segundo varios fotones de microondas en una caja de paredes reflectantes. Al hacer que estos frágiles y esquivos granos de luz interactuasen con átomos excitados por haces láser, observamos el comportamiento ondulatorio a la par que corpuscular de la luz en experimentos que ilustran las extrañas propiedades del mundo cuántico. Al placer del descubrimiento se añadió la emoción de pensar que esos trabajos podrían dar pie algún día a nuevas aplicaciones, aunque aún sea difícil prever cuáles en concreto. Todos los investigadores que han descubierto algo nuevo y prometedor han experimentado un placer y una emoción semejantes.

En una época en la que hay más necesidad de ciencia que nunca, es importante que el público no especializado pueda comprender, a través de la experiencia personal, las motivaciones de un investigador, los resortes de su curiosidad y el papel del azar en una ocupación en la que nunca escasean las sorpresas. Resulta también esencial recordar que la investigación es, ante todo, generadora de conocimientos que enriquecen un patrimonio cultural acumulado a lo largo de siglos. Los investigadores observan el mundo desde un lugar ligeramente más elevado que los demás porque están, según la célebre frase atribuida a Newton, a hombros de los gigantes que los precedieron. Desde esta posición privilegiada, son los encargados de transmitir, de una generación a la siguiente, el saber y la perspectiva científica racional esenciales para nuestra civilización.

Al hablar de ciencia —de la que yo mismo he practicado pero también de la ajena, que me ha enriquecido y me ha hecho ver el mundo de una manera más profunda—, aspiro a compartir mi pasión con los jóvenes, los estudiantes de secundaria, los universitarios y los investigadores principiantes para que tomen el relevo en una aventura en continua evolución. Confío asimismo en despertar el interés de quienes, entre el público general, tienen curiosidad por saber más sobre una historia que ha ejercido una profunda influencia en nuestra forma de ver el mundo y nos ha proporcionado poderosas maneras de actuar sobre él y controlarlo. Al aportar mi visión personal, aspiro también a interesar al lector que ya conoce a grandes rasgos esta historia. En este libro he intentado describir lo que sabemos hoy sobre la luz y cómo lo hemos aprendido, pero hablo asimismo de aquello que aún ignoramos y que las generaciones futuras tendrán que averiguar.

Me ha resultado imposible rememorar mis investigaciones sin situarlas en el contexto de la rica epopeya del conocimiento, que abarca varios siglos. Esta historia, más allá de la óptica, toca todas las corrientes del saber. Descubrir qué es la luz consiste sin duda en hacer física, pero esta investigación ejerció también una profunda influencia en las demás ciencias: astronomía, química, biología e incluso las ciencias de la vida. La exploración de nuestro planeta o la determinación precisa de su tamaño y su forma fueron asimismo proyectos en los cuales desempeñaron un papel destacado los avances que se lograron en relación con la luz. Así pues, hablar de ella es hacerlo de todos los campos del conocimiento.

La capacidad de medir con creciente precisión fue esencial en esta historia. La observación de la naturaleza llegó a ser verdaderamente científica gracias a la invención de los instrumentos que permitieron cuantificar los fenómenos estudiados y describirlos con mediciones numéricas objetivas y reproducibles, primero de las distancias e intervalos de tiempo y después de las magnitudes más sutiles, como las fuerzas, las cargas y los campos. Las matemáticas, de la mano de la geometría y el álgebra, establecieron relaciones entre estas cifras en modelos teóricos que unificaban fenómenos en apariencia distintos en un marco explicativo global. Recordar esta historia es mostrar cómo el saber científico se construye paso a paso, con una interacción constante entre los avances de la instrumentación y los de los métodos de cálculo. Los artesanos que tallaron las primeras lentes y las combinaron para crear lupas, junto con los relojeros que fabricaron los primeros relojes de péndulo precisos, fueron agentes esenciales en esta historia, en pie de igualdad con los matemáticos que descubrieron los números complejos o el concepto de derivada y de cálculo integral.

Presentar la ciencia a un público no especializado es un arte difícil. Resulta tentador utilizar imágenes y metáforas, pero hay que evitar que sean engañosas. La mención de la física cuántica, esencial para entender qué es la luz, corre el riesgo de conducirnos por la pendiente resbaladiza del misticismo. Esta física es desconcertante porque no la percibimos directamente con nuestros sentidos y nuestra intuición del mundo macroscópico, pero en realidad no tiene nada de misteriosa. Se reveló a sus descubridores de forma lógica y condujo a una teoría matemática rigurosa que nos permite calcular con precisión los fenómenos observados, sin dejar ningún espacio para las vaguedades esotéricas.

Galileo fue sin duda uno de los primeros científicos que intentó presentar sus descubrimientos de manera didáctica al gran público. En su Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, expuso su teoría de la relatividad del movimiento a coetáneos incrédulos y desorientados. Renunciar a la evidencia de una Tierra inmóvil como centro del universo fue tan difícil para el hombre del Renacimiento como para el hombre moderno lo fue desprenderse de las imágenes clásicas de las trayectorias newtonianas a la hora de describir el mundo indeterminista de los átomos y los fotones. Para Galileo, el riesgo fue grande porque oponerse a los dogmas de la religión constituía una herejía, el peor de los crímenes para la Inquisición. Hoy en día, como es evidente, el científico que trata de exponer los paradójicos conceptos de una física cuyas múltiples aplicaciones han revolucionado nuestra vida cotidiana no se enfrenta a la misma suerte que el científico del siglo XVII.

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