Sanar el mundo

Ronald D. Gerste

Fragmento

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PRÓLOGO

LAVARSE LAS MANOS, SALVAR VIDAS

 

 

 

 

A primera vista, el supermercado estaba como siempre. En la sección de frutas y verduras la variedad era abundante, el mostrador de carnicería y charcutería estaba muy bien abastecido y varios metros de estantes llenos de bombones de chocolate esperaban la llegada de los amantes de los pequeños pecados dulces, desde los de chocolate con leche hasta las tabletas con un 90 por ciento de cacao y añadidos exóticos, como chile o sal marina. Solo dos cosas singulares del surtido de productos llamarían la atención de un cliente que se paseara muy despierto por ese mundo de consumo: no había papel higiénico y, además, donde normalmente se guardaban las botellitas de distintos tamaños de la sección de productos de limpieza e higiene, se abría otro hueco con lo que en todo el mundo se conoce como «desinfectante de manos». En alemán, el término es algo más preciso: Händedesinfektionsmittel, «producto desinfectante de manos».

Podía ser un supermercado de la zona de compras de Stuttgart o de Berlín, un centro comercial en las afueras de Düsseldorf o sobre el Elba en Magdeburgo, o estar en Viena, o en Lucerna. También en otros países la imagen era similar cuando unos pocos al principio, luego muchos más y, al final, todo el mundo iba a comprar con mascarilla, vigilaba con mirada recelosa a los otros clientes y salía después, lo antes posible, del establecimiento.

Eso fue durante una primavera del primer cuarto del siglo XXI.

 

 

A primera vista la entrada de la clínica estaba como siempre. Los médicos y los estudiantes de medicina salían de un complejo del gran hospital ideado por el difunto José II del Sacro Imperio Romano Germánico, con ese continuo y alegre bullicio que los estudiantes conocían y que era el contrapunto de la unidad en la que el grupo estaba a punto de entrar. Salían de la muerte y se dirigían hacia una nueva vida. Atrás quedaban las disecciones hechas por la mañana, el estudio del cuerpo humano y de las causas de la defunción: la sección de patología del Hospital General de Viena era la más grande y la de mayor prestigio de la medicina de la época. Entraron en la primera maternidad, una de las dos unidades donde los gritos de los recién nacidos resonaban por los pasillos.

Las risas y la animada conversación de los jóvenes estudiantes de medicina cesaron cuando se dieron cuenta, la mayor parte no en un primer momento, de qué había cambiado en la zona de entrada. Sobre una mesa había una jofaina y, al lado, un recipiente con un líquido que desprendía un fortísimo olor. También vieron un cartel donde aparecía escrito un inequívoco mensaje: a partir de ese día, leyeron con asombro y con cierta indignación, los estimados colegas no podrían entrar en la sala de partos ni en la unidad de parturientas sin haberse lavado bien las manos con una solución de cal clorada. Todos sin excepción. La mayoría de los estudiantes lo entendió como una exageración, pero obedeció. Algunas revoluciones empezaban con un gesto insignificante, y esta era una de ellas: dar a luz a un niño no tenía ya por qué implicar una condena a muerte para la madre.

Eso fue durante una primavera de mediados del siglo XIX.

 

 

Muchos de los hábitos que nos parecen evidentes tuvieron un principio en algún lugar y en algún momento. Si uno teclea en Google «historia del lavado de manos» o «History of Handwashing», se obtienen resultados en los que casi siempre aparece el nombre de Ignaz Philipp Semmelweis, en general en primera posición. Algunos de esos artículos incluso parecen dar la impresión de que antes de este médico de origen húngaro, en Viena y en 1847, nadie se lavaba las manos o apenas nadie lo hacía. Sin duda, seguir o no esta norma de higiene corporal que hoy entendemos como fundamental dependía, a lo largo de las distintas épocas, de la mentalidad de las personas y, por supuesto, de su posición social. Con una burda generalización, asociamos antes el sentido de la limpieza física personal a nuestra imagen de los antiguos griegos, pero sobre todo de los antiguos romanos, con sus termas y acueductos (aunque los higienistas modernos se mostrarían implacables con ellos por la calidad del agua), que a algunos de los baños y aseos a cielo abierto de la nobleza europea de los primeros tiempos de la Edad Moderna. Sea como fuere, el lavado de manos por motivos médicos, por prevención, en este caso como herramienta para combatir una mortalidad de las madres que no paraba de aumentar, se remonta, en efecto, a Ignaz Philipp Semmelweis. Casi todos los artículos que hacen referencia a él, los que se incluyen en primer lugar en Google, sobre todo en periódicos, en revistas y en otros medios en línea, aparecieron el mismo año: 2020.

La vida tal y como la conocemos, la que, en circunstancias normales, damos por sentada, se basa en experiencias y avances con respecto a épocas anteriores: progresos que a menudo requirieron una dura lucha y se cobraron víctimas, como muestra el currículo de Semmelweis. No solemos ser conscientes de las líneas que unen la existencia «actual» con el pasado hasta que la normalidad se ve amenazada, en momentos de crisis y de incertidumbre. Cada cual dará su particular respuesta a la pregunta sobre cuáles son los orígenes de esa famosa Edad Contemporánea, últimamente tan frágil, según su propia visión del mundo. Uno puede remitirse a la invención de la imprenta a mediados del siglo XV, sin la cual la reproducción y divulgación del conocimiento serían inimaginables. Determinados avances sociales podrían considerarse la base del presente, como la abolición de la esclavitud, la introducción del sufragio femenino o la instauración de la democracia como forma de Estado y de Gobierno. Los adictos a la tecnología y el mundo digital quizá harían alusión a un momento crucial hace unos cuarenta años, cuando la palabra «ordenador» dejó de usarse solo en relación con instituciones como la NASA y la CIA y se le añadió el adjetivo «personal», cuando los primeros Atari o Macintosh irrumpieron en salones y despachos.

Sin embargo, nada (ni el material técnico, ni tener el mejor coche en el garaje, ni hacer los viajes más largos, ni siquiera las condiciones sociales y políticas de la propia existencia) determina de forma tan directa la vida, el estado de ánimo, como nuestra situación física y mental. La salud o la ausencia de ella, la enfermedad, son los factores más elementales que definen la propia vida, la gobiernan y, en algún momento, inevitablemente, le ponen fin. La presencia de una enfermedad o la simple expectativa de que esta pudiera afectarnos, y, en última instancia, incluso el miedo a sucesos que impliquen enfermedades que afecten a muchas o a todas las personas, tienen la capacidad de romper cualquier confianza y seguridad aparentes y cambiar del todo el rumbo de la vida de un individuo o de muchos.

Si pensamos en el inicio de la Edad Contemporánea desde la perspectiva física, desde nuestra salud, resulta fácil hacer referencia a un tiempo de progreso sin parangón. Se trata de la segunda mitad del siglo XIX, una época de hallazgos e invenciones sin precedentes, cuando poco a poco los territorios sin explorar con respecto a las posibilidades de la medicina se fueron reduciendo. Este libro pretende escaparse a esa época, hacer partícipe al lector de los acontecimientos más importantes que permiten nuestra vida actual y dotar de vida a algunos de los precursores, de los pioneros de este fascinante periodo, sin ánimo de ser exhaustivo ni de ofrecer una perspectiva global. Los lugares en los que transcurre la acción son Europa y Norteamérica.

Con todo, no se trata de un manual de historia de la medicina. Sería más bien el retrato de una época que confiaba en el progreso en muchos ámbitos, elaborado desde un punto de vista básicamente médico. Los avances médicos en su edad de oro se enmarcan en una capacidad de innovación sin precedentes, responsable de la aparición de imágenes reales (daguerrotipos y fotografías), que hacia finales de siglo aún estaban aprendiendo a moverse, de la entrada triunfal del ferrocarril y de la comunicación en tiempo real gracias al cable colocado en el fondo marino. Los médicos e investigadores desempeñaron su labor pionera en un contexto demográfico en rápida transformación, con el vertiginoso crecimiento de las ciudades y con una industrialización generalizada, y todo ello en un entorno político cambiante. En aquella época, las ideologías y las fundaciones de partidos definían cada vez con más contundencia los debates, surgían nuevos Estados, como Alemania e Italia. Gran Bretaña seguía ocupando la hegemonía mundial, pero Estados Unidos estaba cada vez más preparado para asumir dicha función, tras una sangrienta guerra civil, que, desde el punto de vista médico, trascendió a su época. Así, además de a Semmelweis, a Robert Koch, a Louis Pasteur y a Sigmund Freud, encontramos a constructores y pioneros del ferrocarril y algunos de los soberanos que marcaron la época: a una de ellas la veremos como protagonista y paciente, además de que dio nombre a toda una era.

Era es la palabra clave: podría decirse que la segunda mitad del siglo XIX es la época comprendida entre los años 1850 y 1900. El periodo que figura en el título del libro amplía un poco esos límites. Esto no se debe solo a que a los historiadores les guste hablar del «largo siglo XIX»; a que se refieren al tiempo transcurrido hasta 1914 y, a menudo, se remontan hasta la Revolución francesa, a partir de 1789, pero a veces también a la derrota definitiva de Napoleón en 1815 y al Congreso de Viena (con lo que sería un siglo desplazado, pero no largo). Esto tiene mucho más que ver con que, poco antes de la mitad del siglo, el futuro ya estaba encauzado en gran medida debido a las revoluciones de los años 1848 y 1849. Sin embargo, se debió sobre todo a que dos de los avances médicos más extraordinarios (de nuevo, cabe destacar que sin ellos nuestra vida actual sería impensable) se produjeron en la década de 1840.

Además, resulta necesario terminar en 1914 para dejar claro que el título del libro reproduce la esperanza de una época embriagada a veces de sí misma, y no la realidad. El mundo no se puede sanar. Como mucho se puede mejorar, hacerlo más habitable, y eso es lo que pretenden muchos de los protagonistas del libro. 1914 significa el fracaso de muchas esperanzas, el cruel despertar de un sueño que no dejaba de ir a peor. No fueron médicos los que provocaron la catástrofe. Sin embargo, el epílogo es el símbolo de que ellos también deberían contar siempre con el fracaso de sus esfuerzos. Habla de una pandemia que no conseguían dominar.

Los médicos, los científicos, los inventores de la época a los que nos queremos acercar tenían en su mayoría, salvo excepciones, una fe casi inquebrantable en el futuro, la idea de un mañana siempre mejor. Un destacado cirujano, Ferdinand Sauerbruch, nacido durante la segunda mitad del siglo XIX, en medio de nuestro relato, escribió más tarde al recordar su juventud: «Nací en 1875 en Barmen. En la época en la que nací y me crie, la angustia vital de hoy habría sido del todo incomprensible». Creció «en plena época de bienestar y de una actitud optimista ante la vida, mirando siempre hacia delante».[1]

De eso hace ya mucho tiempo.

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En apariencia a una distancia infinita y, sin embargo, tan confiados: la década de 1840 fue un periodo de enormes avances y, con frecuencia, también de alegría de vivir, como en esta imagen atemporal de los pioneros de la fotografía Hill y Adamson titulada Edinburgh Ale.

 

 

1

IMÁGENES DE PERSONAS

 

 

 

 

A los estadounidenses les encanta ser los primeros (o los más grandes), y Robert Cornelius no era una excepción. Su expresión confiada en el momento del triunfo se recordó durante generaciones; la seguridad de un ciudadano de ese país aún joven al otro lado del Atlántico sigue hoy pareciendo fresca y auténtica para quien la contempla. Cuando terminó, Robert Cornelius escribió con orgullo en el reverso de su obra: «La primera imagen de luz jamás tomada. 1839».[2]

Se equivocaba, pero no podía saberlo teniendo en cuenta las posibilidades de comunicación de la época, cuando las noticias se trasladaban del Viejo al Nuevo Mundo a la velocidad (y en el «buzón de correo») de un barco de vela o, cada vez con más frecuencia, de vapor. Así, Robert Cornelius se enteró con retraso de que la primera «fotografía» se había hecho poco antes en Europa, en Francia. Pese a todo, Cornelius, un manitas e inventor de Filadelfia, fue un pionero y, por tanto, recibió en su país la tan preciada calificación de «primero». Más adelante, durante (quizá) los primeros días de octubre de 1839, Cornelius hizo el primer autorretrato de la historia de la fotografía: el primer selfi, en el lenguaje actual.

Más de ciento ochenta años después, lo que nos sigue fascinando de esa imagen es la viveza de la fisonomía de Cornelius, el cabello despeinado, probablemente con toda la intención; su mirada fija más allá del espectador. El efecto resulta casi fantasmagórico: no obstante, las manchas y las sombras en la placa de plata dan la impresión al espectador actual de que Cornelius podría moverse en cualquier momento, hablarnos. En las fotografías de mucho más avanzado el siglo XIX aparecían personas a menudo con un efecto poco natural, ya fuera por la expresión ausente del rostro o por los peinados menos atractivos desde la perspectiva de hoy, en la era de la invención de los champús, y que parecían ancladas en otro mundo ya desparecido. Cornelius, en cambio, es uno de los nuestros con su gran obra, solo que un poco más decidido, más seguro de sí mismo.

La invención de la fotografía es un buen ejemplo de la rápida difusión y del entusiasmo con el que se recibía lo nuevo y lo fascinante al principio de aquella época de apogeo de la innovación, también médica, y del hecho de que individuos distintos, muchas veces a miles de kilómetros de distancia, estaban a punto de lograr algo o de tener opciones para ello. Durante siglos, la pretensión de obtener el retrato de una persona quedó restringida a los miembros de una determinada clase social. Un retrato o la representación de un grupo de personas requería la presencia y las habilidades de un pintor, así como los medios para pagarle. A veces el lapicero también acababa en manos de un amigo o de un familiar con talento. Algunos de esos dibujos son famosos porque el objeto y el dibujante eran conocidos o ganaron notoriedad después, como en el caso de un dibujo de Franz Theodor Kugler, hecho diez años antes de la invención de la fotografía, de un Heinrich Heine aún joven.

Si bien un gobernante o tal vez su concubina debían posar durante días sentados (o quizá también de pie o tumbados), si querían que un pintor de la corte les hiciera un retrato, el método de Robert Cornelius solo necesitaba quince o veinte segundos. Esto, unido a la amplia disponibilidad de las placas y los productos químicos necesarios (siempre que se dispusiera de cierto presupuesto), desencadenó en poco tiempo la democratización del retrato, así como la omnipresencia de retratos de personas hacia 1840: personajes célebres y desconocidos, jóvenes y viejos, pero también sanos y enfermos. El hombre que había ganado por unas semanas o incluso meses en sus intentos de obtener su primera light picture era Louis-Jacques-Mandé Daguerre, que presentó su fotografía, probablemente realizada ya en 1838, el 19 de agosto del año siguiente en París; en las obras sobre historia de la fotografía se suele señalar ese día como el nacimiento de la técnica y también de la fotografía como forma artística. Daguerre participó indirectamente en un prototipo original que se suele atribuir a Joseph Nicéphore Niépce. Surgió en 1826 o 1827 del despacho de Niépce en Saint-Loup-de-Varennes. La placa cubierta con asfalto fotosensible necesitaba un tiempo de exposición de ocho horas. Este requisito y el resultado, una borrosa agrupación de edificios, jugaron en contra de la amplia difusión del método que Niépce había denominado «heliografía»: un término que, teniendo en cuenta la elevada y prolongada intensidad de luz solar necesaria, resultaba muy adecuado.

El método de Daguerre, basado en la exposición a la luz de placas de plata (pronto reemplazadas por motivos económicos por placas de otros materiales, como el cobre, cubiertas de plata) era más factible. Por lo menos al principio, hasta que unos años después aparecieron otros procesos, como el colodión húmedo y el primer procedimiento de positivo y negativo del británico Henry Fox Talbot. Entretanto, la daguerrotipia fue el método más popular en Estados Unidos hasta bien entrada la mitad del siglo XIX. En la mundialmente famosa fotografía de Daguerre, la imagen del boulevard du Temple de París, aparecen las primeras dos personas documentadas mediante la fotografía. Se desconocen los nombres: son un limpiabotas y su cliente, a la izquierda, en primer plano. Daguerre tuvo que ordenarles que no se movieran durante todo el tiempo de exposición, antes de volver corriendo a su habitación de la tercera planta, en cuya ventana colocó la cámara. Seguro que los demás paseantes presentes en el bulevar en ese momento no quedaron registrados debido al largo intervalo de tiempo necesario; ni siquiera dejaron una sombra en este documento histórico único.

Resulta muy significativo el rápido curso de los acontecimientos: en agosto de 1839 Daguerre explica la innovación ante el gran público, unas semanas después Cornelius hace su autorretrato y, al cabo de unos pocos meses, inaugura en Broadway, Nueva York, el primer estudio fotográfico comercial, que, a juzgar por la afluencia de clientes, fue un éxito inmediato. Robert Cornelius amplía el negocio y abre estudios en Filadelfia y en Washington. El entusiasmo que muestran sus coetáneos por esa nueva tecnología refleja una actitud cada vez más extendida, al menos en la burguesía: una mentalidad abierta casi ilimitada ante todo progreso técnico y científico, ya fuera la movilidad individual que permitía el ferrocarril, o el disfrute de la propia imagen o la de la familia que encontraba expresión en la fotografía, o los avances médicos que se vivieron en esa década tan dinámica, la de 1840, con una desacostumbrada continuidad.[3]

Casi podría considerarse una señal: los dos propietarios del Daguerreian Parlor de Manhattan se dedicaban, hasta su apertura el 4 de marzo de 1840, a un sector que hoy denominaríamos «tecnología médica». Alexander Wolcott y John Johnson se dedicaban a fabricar instrumental para dentistas, y la medicina, a su vez, aprovechó la fotografía. El médico francés Alfred François Donné fue uno de los primeros en usar el microscopio en la época y, entre otras cosas, se hizo un nombre en el mundo científico gracias a la investigación de las secreciones del tracto urogenital de los pacientes de sífilis y gonorrea. Sin embargo, este era un tema del que no se hablaba en público o del que solo se susurraba. En el estudio de esta subespecialidad Donné descubrió en 1836 el protozoo Trichonomas vaginalis (que en 2016 fue elegido por una sociedad científica alemana «organismo unicelular del año»), el germen patógeno de la tricomoniasis, una enfermedad de transmisión sexual. Donné estaba tan entusiasmado con los mundos que le revelaba el microscopio, que en 1840, no era ni mucho menos tan potente como los modelos utilizados más adelante por Robert Koch y Louis Pasteur, que compró de su propio bolsillo veinte microscopios, los instaló en un aula de la Universidad de París y dio clases con ellos a grupos de alumnos relativamente grandes.

Sin embargo, la documentación de lo que Donné y sus alumnos veían en el microscopio solía ser insuficiente. Solo podían dejar constancia de los hallazgos con un dibujo, ya fueran tejidos humanos, organismos unicelulares o tricomonas, así como usarlo para las clases o para la publicación de conocimientos. Por consiguiente, Donné quedó entusiasmado cuando tuvo conocimiento del invento de Daguerre a solo unas pocas calles de él en París. Igual que Daguerre, y como casi todos los coetáneos interesados en la fotografía, Donné estaba convencido de que por fin existía una imagen «objetiva», un método que mostraba las cosas tal y como eran, de forma neutral e irrefutable. Pronto averiguarían con cierta desilusión que las imágenes se podían modificar, que mucho antes de Photoshop la fotografía ya era un magnífico instrumento de manipulación, unas veces por razones estéticas, otras con fines políticos o al servicio de intereses comerciales. A la primera categoría pertenece la composición Fading Away, del fotógrafo británico Henry Peach Robinson, hecha en la década de 1850 y muy apreciada por el cónyuge de la reina Victoria, el príncipe Alberto, que muestra el fallecimiento de una pálida joven en el seno de su familia. El semblante de la chica y el título aluden a la tisis, la tuberculosis. Respondía a la perfección al gusto de la época, con el acento puesto en los valores de la vida familiar de la (alta) burguesía, por una parte, y el culto a la muerte, por otra. En todo caso, Robinson necesitó nada más y nada menos que cinco negativos para reproducir la escena y el conjunto de personajes.

Mientras tanto, a Donné le interesaba la reproducción veraz de los hallazgos microscópicos y se procuró una ayuda competente. Empezó a colaborar con un joven llamado Léon Foucault, que había empezado a estudiar medicina, pero lo había dejado porque no era capaz de trabajar con un cadáver humano y, por tanto, no superó el método de aprendizaje habitual de la asignatura de anatomía. Sin embargo, seguiría su camino en la ciencia sin estudios universitarios hasta convertirse en uno de los físicos más aclamados del siglo XIX. Su experimento en el Panteón de París, en 1851, con un péndulo que pasó a la historia como el «péndulo de Foucault» y con el que demostró la rotación de la Tierra, constituyó uno de los hitos de la ciencia.

Donné y Foucault trabajaban en un método de mejora de la intensidad de la luz y, por tanto, de la calidad de la imagen del microscopio, y recurrieron a la potencia de la electricidad, que aún no se usaba realmente para la iluminación, en un microscopio fotoeléctrico. Con la técnica de Daguerre y gracias a una mayor intensidad de la luz, pudieron obtener imágenes con un tiempo de exposición muy breve para las condiciones del momento: entre cuatro y veinte segundos. Donné microfotografió todos los fluidos corporales imaginables, desde la sangre, pasando por la saliva, hasta las secreciones más íntimas, además de células o componentes celulares de distintos órganos humanos y animales. También documentó con imágenes los ingredientes básicos de la reproducción humana: los óvulos de la mujer y los espermatozoides. Y, por supuesto, Donné fotografió su descubrimiento, las tricomonas. La colección de imágenes se publicó finalmente en 1844 en un atlas titulado Cours de Microscopie, precursor de generaciones de manuales parecidos que todos los estudiantes de medicina deben asimilar en sus estudios básicos.[4]

De la fotografía de tejidos particulares del cuerpo humano a la documentación de un hallazgo macroscópico, como dicen los médicos, es decir, el registro del aspecto de una persona enferma para consideración de médicos y estudiantes (y, con los años, cada vez con más frecuencia para un público profano interesado en lo extravagante y lo terrorífico), solo había un pequeño paso. En Edimburgo, David Octavius Hill y Robert Adamson inauguraron, en 1843, un estudio fotográfico que, en el transcurso de unos pocos años, produjo un auténtico tesoro de fotografías, consideradas la primera expresión de una nueva forma artística (en la actualidad, pueden verse en la National Gallery de Escocia). Hill era un pintor ya consolidado con un buen olfato para los motivos sugerentes y, en el caso de las personas, para lograr un ingenioso montaje. Los dos creaban imágenes de paisajes y vistas urbanas. Las de Edimburgo conservan la visión de una época ya lejana, con unas calles desiertas en las que solo de vez en cuando se veía un coche de caballos. Sin embargo, en gran medida lograron elevar los retratos a un nivel que luego solo unos pocos alcanzaron, justo cuatro o cinco años después de la invención de la fotografía. Junto con los retratos individuales, en parte experimentales, como una enigmática mujer de espaldas a la cámara (una composición muy poco común, porque todos los demás fotógrafos del mundo se centraban en los rostros) y un Desnudo de un joven medio en penumbra, estaban sobre todo los retratos de grupo organizados con meticulosidad, en los que aparecían personas muy vivas de un mundo ya lejano que hacía tiempo que había desaparecido: así, Hill se ríe casi con picardía junto con dos amigos en Edinburgh Ale con las copas de cerveza llenas, como si quisiera incidir en que también en la década de 1840 se podía aplicar el lema «La vida es buena». En otra obra de Hill y Adamson, con el largo título de Miss Ellen Milne, Miss Mary Watson, Miss Watson, Miss Agnes Milne and Sarah Wilson, aparecen cinco mujeres jóvenes reunidas frente a la cámara. Las miradas directas que lanzan al espectador, serias, pero de ningún modo hostiles, no encajaban muy bien con el cliché de pudor y castidad, impuesto por la costumbre, posterior a esa época.[5]

Muy distinta era la situación personal de una mujer que el buen olfato de Hill y Adamson reconoció enseguida como un insólito motivo, fuera de lo convencional. Quizá tuvieron que desplegar sus artes de persuasión para colocar a la dama frente a la cámara, ya que sufría una enfermedad grave y, según los medios disponibles de la medicina de la época, incurable. En la imagen Woman with a goiter aparece una mujer de mediana edad con evidentes síntomas de una enfermedad de tiroides, un bocio del tamaño de la cabeza de un niño. Es la primera fotografía conocida de una persona aquejada de una dolencia específica. Pese al diagnóstico, impactante tanto para el espectador de entonces como para el actual, la mujer sobrevivió con su enfermedad de tiroides al joven fotógrafo Robert Adamson. El socio de Hills falleció en 1847 a la edad de tan solo veintiséis años, en principio debido a una salud delicada, lo que solía aludir a la tuberculosis.

La confianza, la conciencia burguesa que transmitían multitud de personas retratadas por los fotógrafos Hill y Adamson, como por ejemplo el joven cirujano James Young Simpson, se basaba en la convicción de estar viviendo en un momento de progreso sin límites, que a menudo alcanzaba una vertiginosa velocidad. Sobre todo era el ferrocarril el que encarnaba esa fe en el futuro, pero la alimentaba también otro invento que abría una nueva dimensión en el concepto del tiempo y la comunicación: la trasmisión de signos y, en definitiva, de información a grandes distancias. Después de que, en 1809, el anatomista Samuel Thomas von Soemmering experimentara con un telégrafo eléctrico, varios inventores lograron transmitir señales eléctricas durante la década de 1830. El célebre matemático Carl Friedrich Gauss logró, en 1833, junto con el físico Wilhelm Eduard Weber, dicha conexión entre el observatorio astronómico de Gotinga y el centro de la ciudad universitaria. La telegrafía se volvió realmente fácil de usar gracias a las innovaciones del estadounidense Samuel Morse, que no solo ideó una escritura telegráfica, sino que también creó una sucesión de señales eléctricas transmitidas por cable que en su orden se correspondían con una letra determinada: el llamado código Morse. Se considera que esa tecnología de la información, que pronto se extendió por todo el mundo, nació con la trasmisión de una breve cita de la Biblia («¡lo que ha hecho Dios!») por un cable de telégrafo de unos sesenta kilómetros, desde Washington hasta Baltimore, el 24 de mayo de 1844.

Pronto los cables del telégrafo atravesaron Europa y con frecuencia pasaban junto a los raíles recién colocados, en una convivencia del transporte de personas y de mercancías y el flujo de datos. Fue toda una revolución en la comunicación entre personas y, al poco tiempo, también entre estados. La información, y más concretamente las noticias, se podían enviar ahora en tiempo real y a grandes distancias; la carta y el tradicional telegrama quedaron atrás. Una comunicación del canciller austriaco Metternich de Viena a sus homólogos prusianos de Berlín, directamente o de forma más diplomática mediante la embajada austriaca, podía llegar en cuestión de minutos, después de que el custodio de la restauración posnapoleónica en el continente europeo lo entregara en el palacio imperial de Hofburg. Sin embargo, la rapidez con la que se transmitía la información favoreció en gran medida a la opinión pública o, por decirlo de manera suave, a la clase culta y con intereses políticos. Fue una «era de la lectura», en la que no solo florecían los manuales y se visitaban las bibliotecas, sino que, sobre todo en los cafés y establecimientos similares, se veían individuos o grupos de lectores inclinados sobre gacetas y revistas. Quien, por ejemplo, abría un periódico en el clásico Arabischen Coffe Baum de Leipzig encontraba hasta ese momento noticias de París, de Viena o de Londres (o también de Dresde) de una fecha que se remontaba a varias semanas. Con la propagación del telégrafo surgió un nuevo concepto: la actualidad. En las redacciones de los periódicos, que en algunos lugares publicaban varias ediciones al día, podían plasmar ahora sobre el papel noticias que habían tenido lugar ese mismo día en una ciudad lejana o una región remota. Los hechos que se exponían podían haberse producido horas antes de la impresión. Ahora el público estaba al corriente de acontecimientos que habían sucedido en otro mundo y, a menudo, mucho más allá.

En esa nueva era de la información, en una época en que, después de más de treinta años de restauración conservadora y de represión, de un aislamiento en la esfera privada, a menudo forzado por las autoridades al estilo Biedermeier, se había acumulado una enorme carga explosiva, social y política. Las noticias de París, que llegaban a través del telégrafo y que luego las precisaba con cierto retraso el habitual servicio postal, respaldadas con antecedentes, funcionaron como una chispa en un barril de pólvora. En febrero de 1848 se produjo otra revolución. En un alzamiento mucho menos violento que el de la Revolución francesa, los franceses expulsaron del país a un rey (aunque Luis Felipe I pudo conservar la cabeza, a diferencia de su predecesor Luis XVI). Pronto la mecha de la sublevación prendió en muchas capitales y ciudades residenciales de Europa.

Hasta la siguiente década no se colocó un cable submarino que uniera Europa y América del Norte. Por eso la noticia de una revolución mucho más eficaz y beneficiosa que todos los levantamientos del aciago 1848 y que significó el principio de la época moderna de la medicina llegó un año antes a la velocidad de un barco de vapor con destino Europa. Procedía del Nuevo Mundo y, en todas partes, en Europa y los demás continentes, la gente y sus médicos llevaban esperando la buena nueva desde tiempos inmemoriales.

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Fue un momento mágico para la humanidad: con la operación realizada en Boston el 16 de octubre de 1846 y el empleo del éter como anestesiante se cumplió el viejo sueño de vencer el dolor. El cuadro de Robert Cutler Hinckley es de 1882, cuando hacía tiempo que la anestesia se había convertido en una rutina y ya se habían abierto posibilidades antes inimaginables para la cirugía.

 

 

2

SILENCIO EN BOSTON

 

 

 

 

Ninguno de los numerosos espectadores que ocupaban aquella mañana las filas de asientos de la sala tenía expectativas serias de ser testigo de un momento histórico ni de presenciar el estreno de uno de los inventos más beneficiosos hasta la fecha. Los caballeros —pues eran exclusivamente hombres, dada la creencia predominante en el mundo de la medicina de que no había lugar para las mujeres— llevaban levita larga sobre la camisa blanca y el chaleco, con el cuello rígido moderno, empuñaban bastones como signo de categoría y lucían en la cabeza unos sombreros de copa altos que se quitaron al entrar en el auditorio, también para no tapar la vista del espectáculo a quienes estuvieran detrás.

Los médicos de Boston y los estudiantes de medicina de la cercana Universidad de Harvard se habían reunido de nuevo esa mañana de viernes para ver al gran exponente de la cirugía estadounidense, John Collins Warren, de sesenta y ocho años, en una de sus operaciones públicas para expertos con fines didácticos, quizá también buscando sentir ese horror de voyeur. Si aquel día se llenó hasta la última fila de la sala de operaciones del Hospital General de Massachusetts también fue porque se esperaba un espectáculo especial: había corrido el rumor de que probablemente la operación se haría sin que el paciente sintiera dolor. Sin embargo, la perspectiva de ver hacer el ridículo a otro más de los charlatanes estafadores que plagaban la medicina de la época, con sus remedios milagrosos y sus rarezas, se vio frustrada en las horas siguientes de la forma más grata y sensacional.

En las cartas, recuerdos y diarios que dejó la multitud de observadores se reflejaban la perplejidad y la emoción ante el espectáculo al que asistieron, así como el agradecimiento por haberlo presenciado. Allí donde desde tiempos inmemoriales predominaban la agonía y el dolor, el tormento y la desesperación, de pronto irrumpían el silencio y la esperanza. Era viernes, 16 de octubre de 1846. Tras aquel día en Boston, la relación de las personas con el sufrimiento físico cambiaría para siempre.

Warren entró en el auditorio hacia las diez. Confiado hasta la insolencia, frío hasta rozar el cinismo, el célebre cirujano anunció en tono impasible que, en efecto, un caballero había acudido a él «con la asombrosa petición de liberar del dolor a un paciente al que tenían que operar». ¡Sin dolor, qué osadía! Como debió de hacer algún otro espectador, Henry J. Bigelow, un joven y muy brillante médico de Boston que explicaría con todo lujo de detalles lo sucedido esa mañana, dejó vagar la mente por la historia de la medicina de los últimos tres o cuatro mil años. Bigelow, hijo de una familia de médicos, era consciente de que esta en realidad no había cambiado mucho desde que los primeros sanadores (si es que merecían tal denominación) de Mesopotamia, África o la América precolombina habían hecho uso de un escalpelo. Todas las intervenciones implicaban dolores inimaginables para los desgraciados que debían someterse a ellas.

Desde la Antigüedad, los médicos llevaban buscando remedios, habían probado con extractos de plantas y esponjas empapadas de alcohol, además del opio y el método, creado por el médico alemán Franz Anton Mesmer, de la «magnetización», que generaba un estado similar al de la hipnosis, una especie de sugestión: todo había sido en vano. En cuanto el cirujano daba el primer paso o el dentista cogía las tenazas, en las enfermerías y hospitales resonaban los gritos de los martirizados. El dolor parecía ser el fatídico acompañante de las operaciones médicas.

Bigelow sabía que el dolor, además de suponer un enorme suplicio para los pacientes, limitaba en gran medida la medicina. Solo se podían operar algunas dolencias, resultaba impensable intervenir en la zona del tórax o el abdomen de personas que gritaban y se retorcían en la mesa, pese a los «enfermeros» que los sujetaban con sus fuertes brazos. Ni siquiera en una gran institución como el Hospital General de Massachusetts se practicaban más de dos intervenciones por semana: solo se operaba cuando era inevitable. Por eso la rapidez era el principal requisito de cualquier cirujano: había que poner fin a la intervención antes de que el enfermo falleciera debido a la conmoción que suponía tal tormento. Así pues, los cirujanos más relevantes de la época eran también los más rápidos. Jean-Dominique Larrey, el cirujano de Napoleón, era capaz de amputar un brazo por la articulación del húmero en dos minutos. El cirujano más célebre de Europa en 1846, sir Robert Liston, de Londres, operaba con una rapidez extraordinaria, virtuosa, con tanta agilidad que, en una ocasión, cuando amputaba la parte alta de un muslo, se llevó también sin querer un testículo del paciente y dos dedos del asistente.

Aquella mañana algo tensaba aún más el ambiente: muchos de los médicos y estudiantes de medicina presentes en el auditorio recordaban que hacía un año Wells había permitido que un joven colega, el dentista Horace Wells, de Hartford, en el vecino estado de Connecticut, presentara un remedio contra el dolor durante las operaciones en ese mismo lugar, en esa misma aula. Aquel día el paciente inspiró un gas que Wells había preparado, se desvaneció después de inhalarlo varias veces, pero empezó a gritar, como millones de enfermos antes que él, en cuanto Warren realizó la incisión cutánea. Wells fue expulsado de la sala entre silbidos y gritos de «¡estafa, estafa!».

Cuando Warren consultó el reloj y pronunció las palabras «Como el doctor Morton no ha llegado, supongo que tendrá otras cosas qu

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