Introducción
Hace algunos años participé en la recreación de uno de los experimentos más legendarios de la historia: aquel que llevó a cabo el polímata griego Eratóstenes de Cirene hace 2 260 años para determinar el tamaño de la Tierra. En esa ocasión, dentro del contexto del festival Puerto de Ideas, instalamos dos varas de idéntico tamaño y perfectamente verticales, una en la plaza central de Antofagasta, la otra en un campus universitario en Peñalolén. A la misma hora medimos las sombras que cada vara proyectaba. La diferencia entre sus longitudes, debida a la esfericidad terrestre, permite calcular el radio de la esfera planetaria. Una vez acabado el experimento, un grupo de personas se acercó a plantearme algunas preguntas. Tres de ellas permanecieron más de una hora en una acalorada conversación. Eran terraplanistas. En general, eludo polémicas con fanáticos esotéricos, religiosos o amantes de teorías conspirativas; pero había algo profundamente sincero en las dudas de estas personas. Uno, por ejemplo, afirmaba que, dada la distancia entre su hogar en Antofagasta y el faro Punta Tetas, este debería desaparecer tras el horizonte, y, sin embargo, él veía su fulgor cada noche, cosa para la que solo veía explicación en la planitud de la Tierra. Le expliqué que su cálculo era incorrecto. Habría sido correcto si la luz del faro hubiese estado al nivel del mar. Pero los faros se diseñan en altura precisamente para aumentar su alcance, y con sus más de treinta metros de elevación, el faro Punta Tetas no podía sino ser visible desde su ventana. Otro de mis contertulios formuló un argumento más curioso. Nos contaba que su cuñado era piloto comercial. Él le habría asegurado que en sus vuelos intercontinentales jamás se había visto en la necesidad de bajar la nariz del avión para mantenerse a altura constante sobre la superficie terrestre. Era sospechoso que, siendo piloto, el pariente tuviese esa confusión. Tuvimos una breve e inconducente discusión sobre lo que significa «bajar» la nariz en un planeta redondo.
El terraplanismo es un caso extremo, una caricatura grotesca dentro del variado espectro de ideas absurdas que circulan. Pero estos casos extremos son tremendamente útiles para identificar y analizar aquellas características del pensamiento irracional que también están presentes en los casos más sutiles. Un valioso conejillo de Indias para estudiar, en general, el problema del pensamiento mágico, irracional o pseudocientífico.
El objetivo de este libro es poner en evidencia que el tipo de razonamiento que permite mantener ideas absurdas o falsas por periodos largos de tiempo no es una muestra de simple ignorancia, superficialidad de pensamiento o pereza en la tarea de buscar mejores respuestas. Es, en la mayoría de los casos, una cuestión deliberada, que puede responder a intereses, gustos personales o modas. Y digo «por periodos largos de tiempo», ya que todos somos ignorantes, nos engañamos a nosotros mismos y tenemos intereses, por lo que siempre tendremos ideas absurdas, incorrectas o incluso delirantes. Sin embargo, la mayoría de las veces, mantener esas ideas requiere de más esfuerzo intelectual que descartarlas. Sobre todo si son cuestiones que nos importan, sobre las que investigamos y discutimos. Después de todo, los seres humanos somos intrínsecamente racionales. Estamos biológicamente programados para hacernos una idea del universo que sea lo más cercana a la realidad que observamos.
La ciencia no es un método. No hay alternativas. La ciencia es solo el nombre que le damos a nuestra manera de concebir la realidad. Estas páginas son un intento por demostrar esta afirmación. No hay que ser científico ni erudito, ni ser dueño de ninguna habilidad especial para comprender y disfrutar las ideas de la ciencia. La ciencia, si método, no es otra cosa que el método humano.
En muchos casos, como en el del mencionado terraplanismo, la custodia de ideas absurdas por un grupo pequeño de personas no pasa de ser una anécdota irrelevante. Pero los intereses que alimentan el pensamiento irracional son, en la mayoría de los casos, tremendamente dañinos. Veremos muchos ejemplos más adelante, pero anticipemos algunos a continuación. Quizás el más nocivo que hayamos visto en el último tiempo haya sido el del movimiento antivacunas.
En el año 2015 (Larson et al., 2016), en el marco de un estudio, se realizó una encuesta a más de 66 mil personas en 67 países. Países pobres y ricos, religiosos y laicos, en todos los niveles de desarrollo. A cada encuestado se le preguntaba sobre sus ideas respecto a la seguridad y eficacia de las vacunas. Francia resultó ser el país en donde más desconfianza había. Más del 40 % de los encuestados respondió que estaba en desacuerdo con que las vacunas fuesen seguras. Este caso, además, ilustra nítidamente que el origen de las ideas pseudocientíficas no es la ignorancia. Francia posee uno de los mejores sistemas educacionales del mundo. El origen de esta irracionalidad no es una ausencia, no es descuido ni desidia. Es una elección activa que nace en nuestra propia cultura.
La reciente pandemia de covid-19 nos muestra claramente lo peligroso que estas ideas y creencias pueden llegar a ser. Se estima que más de 14 millones de personas evitaron la muerte debido a esta enfermedad, entre diciembre de 2020 y el mismo mes de 2021, gracias a la vacunación (Watson et al., 2022). Un estudio reciente (Zhong et al., 2022) calcula que de las 641.305 personas que murieron de covid-19 en Estados Unidos, entre enero 2021 y abril 2022, la mitad hubiese sobrevivido si el 100 % de los estadounidenses se hubiese inmunizado. Podríamos concluir, erróneamente, que este es un problema personal, que cada uno tiene derecho a tomar decisiones, aunque estas pongan en riesgo su propia vida. Pero en el caso de las vacunas no es así. Como en los incendios, las personas vacunadas hacen de cortafuegos; no solo se protegen individualmente, sino también a quienes o bien no pueden vacunarse porque alguna enfermedad se lo impide, o simplemente morirían aun estando vacunados, ya que la vacuna no es 100 % efectiva. La cantidad de vidas que las vacunas han salvado desde su creación, en los albores del siglo xviii, no tiene parangón. Según estimaciones de la Organización Mundial de la Salud, las vacunas previenen entre 3,5 y 5 millones de muertes cada año (Vacunas e Inmunización, 2023). Estos números son absolutamente notables. Deberían ser un orgullo para cada miembro de nuestra especie. Habrá alguien que replique que la ciencia también ayuda a la industria de la muerte, al hacer posible tecnologías militares de punta. Si bien esto es cierto, las escalas son inconmensurables. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial mueren en promedio cien mil personas al año producto de conflictos bélicos. La cantidad de personas que evitaron morir gracias a la vacuna contra el covid-19 es solo comparable con el número de muertos que anualmente produjo la Segunda Guerra Mundial, la más mortífera en la historia humana. En ese caso, por lo demás, la locura y la maldad fueron protagonistas mucho más relevantes que la tecnología.
En estas páginas, sin embargo, no quiero enfatizar la importancia de la ciencia solo en cuanto a su utilidad, a su capacidad de transformar deliberadamente la naturaleza para crear un ambiente más dócil y atractivo para los seres humanos. La ciencia ha ido mucho más allá. Ha producido un enorme volumen de obras que contienen parte de las ideas más hermosas, radicales y transgresoras que haya sido capaz de concebir el cerebro humano. Ideas que han influido en todas las disciplinas de nuestra cultura, y que son fundamentales en el desarro