Hay ocasiones en las que los eventos parecen alinearse de manera sorprendente. Una coincidencia. Pero a menudo son solo eso: eventos sin relación causal que, debido a su proximidad o similitud, parecen estar conectados. Lo que ocurre en nuestro cerebro frente a una de estas situaciones se llama apofenia, la tendencia a percibir conexiones o patrones significativos en información aleatoria o que no tiene relación.
Cuando las personas ven que ciertos eventos coinciden de manera inesperada o parecen estar sincronizados, el cerebro, siempre buscando explicaciones, puede interpretar estas coincidencias como prueba de una conexión oculta o de un diseño intencional. Así emergen, por ejemplo, las teorías de la conspiración.
Nuestros cerebros han evolucionado para ser buenos detectando amenazas y encontrando regularidades en el entorno, lo que solía ser crucial para la supervivencia. Sin embargo, cuando la vida moderna nos presenta complejas redes de información y eventos impredecibles, esta habilidad puede llevarnos a conclusiones erróneas. Al percibir una coincidencia inusual o una serie de eventos desconectados entre sí, algunas personas sienten la necesidad de llenar los vacíos con una narrativa coherente, aunque eso implique teorías complejas y, a menudo, inverosímiles.
Morgan Robertson nació el 30 de septiembre de 1861 en Oswego, Nueva York. Su padre era capitán de un barco mercante y esto influyó en su vida. Siguiendo los pasos de su padre, se embarcó en la vida marítima desde los quince años, trabajando como aprendiz. Durante más de una década, Robertson navegó por diferentes rutas comerciales, experimentando de primera mano la dureza y el ritmo de la vida en el mar. Era ciertamente una rutina con la que tenía un vínculo muy cercano, pero a pesar de sus deseos la vida en altamar muy pronto le pasó la cuenta.
En 1886, cuando tenía apenas veinticinco años, se vio forzado a dejar su trabajo como marino debido a problemas a la vista, probablemente causados por la exposición prolongada al sol en alta mar sin la protección adecuada, además de otros problemas de salud derivados de la dura vida en el mar.
Luego de su retiro, Robertson encontró trabajo como aprendiz de joyero en Nueva York y ahí se dedicó a cortar piedras preciosas. Aunque era una ocupación estable y con buena paga, sus problemas a la vista muy pronto comenzaron a dificultarle el trabajo, por lo que decidió buscar una ruta alternativa. Había desarrollado una inclinación por la escritura, una pasión que había comenzado a desarrollar mientras estaba en el mar. A finales de la década de 1880, Robertson decidió dedicar su tiempo libre a escribir, con la esperanza de plasmar las experiencias y vivencias que había adquirido durante su tiempo en los barcos y claro, buscando una manera de ganar ingresos adicionales y pensando en que esa fuera su ocupación principal en el futuro.
Robertson entonces se dedicó a leer con voracidad y estudió técnicas literarias por su cuenta, y aunque al principio encontró resistencia y dificultades para publicar sus relatos, su persistencia dio frutos. En 1891, Robertson comenzó a publicar cuentos y relatos cortos en revistas populares, muchos de los cuales estaban centrados en el mar, lo que le ayudó a ganar cierta notoriedad y fama como escritor. Luego de un arduo trabajo, Robertson logró la tan ansiada notoriedad cuando en 1898 publicó la novela Futility, cuya historia resultó fascinante y tuvo un gran éxito entre los lectores.
La novela describe la historia de un imponente transatlántico británico, el más grande, rápido y lujoso de su tipo, destinado a cruzar el Atlántico a velocidades sin precedentes. Construido con lo último en tecnología, era considerado como imposible de hundir y su diseño respondía a las crecientes demandas de la alta sociedad por los viajes de lujo. En sus páginas se describe la travesía inaugural del barco en el mes de abril y cómo chocó con un iceberg en el Atlántico Norte. El barco, equipado con insuficientes botes salvavidas para todos los pasajeros, comenzó a hundirse rápidamente en la gélidas aguas. Solo trece personas lograban sobrevivir.
Lo asombroso de esta novela es que fue escrita catorce años antes de que ocurriera un desastre similar: el naufragio del Titanic en 1912. Los paralelismos entre el barco ficticio y el Titanic son asombrosos: ambos tenían aproximadamente la misma longitud —el barco de Robertson medía doscientos cuarenta y cuatro metros, mientras que el Titanic doscientos sesenta y nueve— ambos transportaban un número similar de pasajeros y ambos carecían de suficientes botes salvavidas, lo que agravó la tragedia. Pero tal vez lo más asombroso (e incluso inquietante) de este caso es que el barco de la novela se llamaba Titan.
Robertson no tenía forma de anticipar la tragedia, pero la enorme cantidad de similitudes entre su texto y la historia del Titanic ha dado lugar a múltiples hipótesis —todas muy afiebradas— sobre su supuesta capacidad para ver el futuro; desde la clarividencia hasta la capacidad de viajar en el tiempo.
Más allá de lo asombrosa de esta coincidencia, la verdad es que el mismo Robertson intento en innumerables ocasiones explicar lo que para muchos era inexplicable: simplemente se basó en su experiencia en el mar y las suposiciones muy educadas que hizo sobre los avances tecnológicos y las capacidades de los barcos de su época. Tal vez lo más llamativo no sea ninguno de los aspectos técnicos del barco, sino que el nombre, una coincidencia que no es posible explicar por su cercanía con temas marítimos y que para muchas persona sugería que Robertson, de alguna manera, sabía lo que iba a ocurrir.
Los psicólogos también explican esta relación a través del sesgo de confirmación. Una vez que una persona comienza a creer en algo, tiende a buscar y darle más peso a la información que apoya esa creencia, mientras ignora o minimiza la que la contradice. Otro concepto importante es el de la ilusión de causalidad, que ocurre cuando las personas atribuyen causalidad a eventos que en realidad son independientes entre sí. Esta puede surgir porque el cerebro busca explicaciones lógicas en lugar de aceptar que ciertos eventos ocurren por azar. Un ejemplo de esto ocurre cuando, tras eventos globales como pandemias o desastres naturales, surgen teorías de conspiración que sugieren que fuerzas ocultas están detrás de todo. En realidad, pueden ser el resultado de una serie de factores complejos e impredecibles, pero la mente humana busca narrativas que ofrezcan simplicidad y claridad.
Ahora bien, una coincidencia no es solo algo que era poco probable que sucediera. El sobrecargado cajón etiquetado como «coincidencias» está lleno de una increíble variedad de experiencias y, sin embargo, hay algo más que la rareza que nos impulsa a agruparlas. Tienen una textura similar, una sensación de que la trama de la vida ha ondulado. Ha ocurrido una perturbación en la fuerza. La pregunta es, ¿de dónde proviene esa sensación? ¿Por qué notamos ciertas formas en las que los hilos de nuestras vidas se entrelazan e ignoramos otras? Algunos podrían decir que todo esto ocurre solo porque la gente no entiende sobre probabilidades.
Por ejemplo, hay que considerar que en este planeta viven ocho mil doscientos millones de personas y con una muestra lo suficientemente grande, cualquier cosa asombrosa es probable que ocurra. Si suficientes personas compran boletos de lotería, habrá un ganador. Para la persona que gana, es sorprendente y milagroso, pero el hecho de que alguien haya ganado no sorprende al resto de nosotros.
Incluso dentro de la muestra relativamente limitada de nuestras propias vidas, hay todo tipo de oportunidades para que ocurran coincidencias. Si consideramos a todas las personas que conocemos, todos los lugares a los que vamos y todos los sitios a los que van las personas que conocemos, es probable que nos encontremos con alguien que conocemos, en algún lugar, en algún momento. Pero aun así parecerá una coincidencia increíble cuando eso pase. Cuando sucede algo sorprendente, no pensamos en todas las veces que podría haber sucedido, pero no ocurrió. Por otro lado, cuando nos ocurre algo sorprendente que calificamos como coincidencia, lo que solemos preguntarnos es cuáles son las probabilidades, cuando la pregunta que estamos haciendo realmente es «¿Cuáles son las probabilidades de que esta cosa específica me sucediera a mí, aquí y ahora?». Eso quiere decir que solemos ser bastante egocéntricos con respecto a las coincidencias.
La psicóloga Ruma Falk realizó un estudio en el que logró determinar que las personas califican sus propias coincidencias como más sorprendentes que las de otras personas. Al final son como los sueños: los míos son más interesantes que los tuyos. Otros investigadores han encontrado que ciertos rasgos de personalidad están vinculados a experimentar más coincidencias: las personas que se describen a sí mismas como religiosas o espirituales, las personas que son autorreferenciales (o que tienden a relacionar información del mundo externo consigo mismas) y las personas que permanentemente buscan significado en los detalles tienen más tendencia a experimentar coincidencias.
También han descubierto que las personas son más propensas a calificar un evento como coincidencia cuando están extremadamente tristes, enojadas o ansiosas.
EL POLLO MIKE
En septiembre de 1945, en una tranquila granja estadounidense en el pueblo de Fruita, Colorado, el granjero Lloyd Olsen estaba preparando sus pollos para llevarlos al mercado, lo que en términos simples quiere decir que les estaba cortando la cabeza. La esposa de Olsen, Clara, se encargaba de desplumarlos una vez descabezados, una tarea que la pareja realizaba de manera habitual. Al finalizar, los Olsen contaron cincuenta cabezas de pollo y cuarenta y nueve cadáveres de pollo. Faltaba un pollo. ¿Se lo habrían robado los perros del rancho? Confundidos, volvieron a contar. Estaban en eso cuando Clara le tocó el hombro a su marido y apuntó hacia el frente. A unos metros de ellos un pollo, llamado Mike, caminaba torpemente intentando picotear el suelo. Claro que no podía hacerlo, porque no tenía cabeza. Los Olsen quedaron atónitos. ¿Cómo era posible que este pollo —al que le faltaba una parte crucial de su anatomía— siguiera vivo? Sin saber muy bien qué hacer, decidieron improvisar. Usando un gotero, le dieron alimento y agua directamente en el esófago —abierto y expuesto luego del hachazo— y lo cuidaron con esmero.
¿Qué podría hacer un granjero de Estados Unidos en la década de 1940 con un pollo sin cabeza que se negaba a morir? Obviamente, convertirlo en un espectáculo ambulante. En efecto, Lloyd Olsen pronto se dio cuenta de que su pollo decapitado era más valioso vivo que como cena. Así, Mike comenzó a presentarse en ferias y exposiciones de curiosidades, junto a freak shows y atracciones extravagantes. El pollo Mike viajó por todo Estados Unidos como una curiosidad de feria y fue conocido como «Mike, el pollo sin cabeza». La gente pagaba veinticinco centavos de dólar por verlo en persona y rápidamente se convirtió en una fuente de ingresos para la familia Olsen, generando el equivalente a miles de dólares mensuales en la actualidad. Las revistas Time y Life publicaron artículos sobre él y los científicos comenzaron a interesarse por el fenómeno. Lo que comenzó como un curioso accidente pronto se convirtió en un caso que desafiaba las leyes de la biología. ¿Cómo era posible que un pollo sin cabeza pudiera vivir tanto tiempo?
Detrás de esta historia hay preguntas fascinantes sobre las funciones autónomas del cuerpo, el papel del sistema nervioso y hasta