El mundo es uno

Arthur Clarke

Fragmento

Creditos

Título original: How the World Was One

Traducción: Rafael Marín Trechera

1.ª edición: octubre, 2014

© 2014 by Arthur C. Clarke

© Ediciones B, S. A., 2014

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal: B 21710-2014

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-914-5

Maquetación ebook: Caurina.com

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Dedicatoria

 

 

 

 

 

Dedicado a los auténticos padres

del satélite de comunicaciones,

JOHN PIERCE y HAROLD ROSEN

del padrino.

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

Prefacio

I

1

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II

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III

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Envío especial

La libertad del espacio

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IV

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Posdata: la segunda revolución Rusa

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V

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Epílogo

Referencias y Agradecimientos

Apéndice 1

Apéndice 2

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Prefacio

Gran parte de Europa y Japón estaba aún en ruinas cuando, dos años después del final de la Segunda Guerra Mundial, el famoso historiador Arnold Toynbee dio una conferencia en la Cámara Senatorial de la Universidad de Londres titulada «La unificación del mundo». No recuerdo qué me impulsó a asistir, pero sí la tesis básica de la charla: que los avances en transportes y comunicaciones habían creado —o crearían— una única sociedad planetaria. En noviembre de 1947, ésa era una visión inusitadamente avanzada; la expresión «aldea global» todavía se encontraba a diez años de distancia, y Marshall McLuhan aún tenía que ser heraldo del amanecer de la cultura electrónica.

Gracias al transistor y el microchip, ese amanecer ha llegado ya, aunque utilicemos una definición algo generosa de la palabra «cultura». El mundo, sin embargo, dista mucho de estar unificado; en algunas regiones, de hecho, parece hacerse pedazos con rapidez.

No obstante, Toynbee acertaba en lo esencial. A excepción de unas pocas tribus cada vez más reducidas en —ay— bosques igualmente reducidos, la raza humana casi se ha convertido ahora en una única entidad, dividida por zonas horarias en vez de por las fronteras naturales de la geografía. Las mismas cadenas de noticias televisivas cubren el globo; las bolsas del mundo están unidas por la máquina más compleja jamás inventada por la humanidad, el sistema de transferencia internacional teléfono/télex/fax. Los mismos periódicos, revistas, modas, bienes de consumo, automóviles y refrescos pueden encontrarse en cualquier parte entre los dos polos; y en la final de un campeonato mundial al menos el cincuenta por ciento de los varones de la especie se encontrarán sentados delante de un televisor, probablemente fabricado en Japón.

A pesar de todas las barreras lingüísticas, religiosas y culturales que aún asolan a las naciones y las dividen en tribus todavía más pequeñas, la unificación del mundo ha pasado el punto de no retorno, aunque a veces sea un matrimonio forzoso entre compañeros reluctantes. El problema ahora es preservar la diversidad de nuestro planeta, y salvar lo mejor del pasado antes de que sea destruido. Un mundo es mejor que su alternativa, demasiado probable: ningún mundo. ¿Pero quién querría que fuese un mundo uniforme sin características?

La actual sociedad global ha sido creada principalmente por las tecnologías del transporte y la comunicación, y podría argumentarse que la segunda es la más importante. Puede imaginarse un planeta (ofrezco con generosidad la idea a mis colegas escritores de ciencia-ficción) donde el viaje a largas distancias fuera en extremo difícil, o incluso imposible. Pero si los habitantes de ese mundo hubieran desarrollado comunicaciones eficientes, aún podrían considerarse miembros de una única sociedad.

He estado relacionado con las comunicaciones durante casi toda mi vida, en general como usuario, pero a veces como agente activo. Y no fueron siempre telecomunicaciones: fui cartero a tiempo parcial durante algunos años, y entregaba el correo en bicicleta a lo largo de una veintena de kilómetros en Somerset por un modesto estipendio de mi tía Hepzibah Grimstone, la encargada del correo del pueblo. De hecho, éramos una vieja familia de correos: mi padre, Charles Wright Clarke, era ingeniero de comunicaciones, y mi madre, Nora Mary Clarke (de soltera Willis) era telegrafista. Charlie la cortejó en código Morse, que ella podía leer y transmitir a toda velocidad incluso en su ancianidad.

El teléfono llegó a nuestra aislada granja a principios de los años veinte, en circunstancias que siempre me parecieron sospechosas. Un gran número de postes tuvieron que ser arrastrados por los campos y erigidos puntualmente, ya que nos hallábamos al menos a un kilómetro de la conexión más cercana. Debió de ser una operación bastante cara, y adivinen qué granjero hizo el contrato... En lo referente al teléfono local, debieron pasar años antes de que Bishop’s Lydeard 288 diera beneficios.

Después de entregar el correo de la mañana y acabar mis clases en la escuela de gramática Huish en Taunton (lo que significaba otros diez kilómetros en mi veloz bici), regresaba a la oficina de correos y me pasaba la noche durmiendo junto a la centralita. Ésta era una enorme caja de madera y bronce llena de enchufes y cables, y cubierta con pequeños párpados mecánicos que se agitaban cuando había una llamada. Por fortuna, no eran frecuentes durante la noche, y pronto aprendí a proteger mi sueño inmovilizando los párpados más molestos con un lápiz bien colocado.

Una noche, cuando para variar hacía mi trabajo a conciencia, sucedió algo extraordinario. Había una llamada de Estados Unidos. Fascinado, empecé a escuchar... sólo para ser reprendido en otro circuito por el supervisor de la conferencia internacional. Mi escucha ilícita había sobrecargado el sistema, y me ordenaron con brusquedad que despejara la línea. A menudo me he preguntado quién hacía aquella cara llamada a nuestro remoto pueblo. Ya casi se había perdido en el siseo del ruido cósmico, incluso antes de que yo empezara a absorber sus pocos microvatios restantes.

En aquellos días (alrededor de 1933) la única forma de hacer una llamada telefónica intercontinental era por medio de una radio de onda corta, con las limitaciones bien conocidas por un par de generaciones de radioaficionados. Entablar contacto dependía del estado de la ionosfera, que a su vez dependía del clima en el Sol (sí, el Sol tiene tormentas, y lluvia ocasional... de partículas de carbono incandescentes). Era una forma terrible de dirigir un negocio, pero a nadie se le ocurría nada mejor. La única forma segura de comunicar a través de los océanos era por medio de cables submarinos, y debido al parecer a restricciones fundamentales de su diseño, éstos no podían manejar señales más complejas que los puntos y rayas de los mensajes telegráficos.

La situación cambió de forma dramática como resultado de los grandes avances en la electrónica estimulados por la Segunda Guerra Mundial, cuando se planeó un cable telefónico transatlántico, en un esfuerzo conjunto anglo-norteamericano, en 1953. Unos pocos años más tarde, conociendo mi interés en todas las formas de comunicación, mi amigo el doctor John Pierce (director de investigación en los laboratorios Bell), me persuadió para que escribiera un ensayo no técnico sobre esta empresa histórica. El libro aparecería para celebrar el inminente centenario del primer cable telegráfico atlántico de 1858... un pedazo del cual cuelga en este mismo momento en la pared de mi despacho (cortesía del comisionado de FCC y embajador Abbott Washburn, que representó a Estados Unidos en las complejas negociaciones que desembocaron en el INTELSAT; ver capítulo 32).

Voice across the Sea (dedicado «a John Pierce, que me desafió a escribirlo»), fue publicado por Harper en 1958, justo a tiempo para registrar el lanzamiento del Sputnik 1, que inauguró la Era Espacial. Yo había escrito ya otro libro, The Making of a Moon (1957), sobre el planeado satélite artificial norteamericano, y había dedicado un capítulo al inmenso potencial de lo que ahora son conocidos por «comsats», satélites de comunicaciones. Así que incluso mientras se tendía el TAT-1, el primer cable telefónico transatlántico, la tecnología que sería su rival (y tal vez la derrocaría) iniciaba su doloroso nacimiento, con espectaculares explosiones en Cabo Cañaveral y Baikonur. El último capítulo de Voice across the Sea concluía: «Es posible que el cable submarino, incluso en los momentos de su mayor triunfo técnico en cien años, esté ya condenado. Aunque así sea, no hay duda de que aún tiene por delante décadas de servicio. Tal vez no celebre su segundo siglo, pero no obstante su vejez será aún más vigorosa y activa que su juventud.»

Estas palabras, escritas en 1957, indican que aunque yo creía que los cables durarían algún tiempo todavía, no esperaba que tuvieran un futuro a largo plazo. Los satélites acabarían sustituyéndolos, sobre todo porque no parecía haber forma de que los cables submarinos proporcionaran la enorme amplitud de onda requerida para la más excitante forma de comunicación: la televisión intercontinental. El pionero TAT-1 podía manejar sólo treinta y seis circuitos de habla; habrían hecho falta al menos veinte cables similares, trabajando en paralelo, para transmitir un solo canal de televisión. No se trataba de una imposibilidad técnica, sino de locura económica. Para este tipo de servicio, al menos, era imposible que el cable pudiera competir con los satélites que se esperaba que fueran lanzados durante las siguientes décadas.

Tendría que haber recordado la Primera Ley de Clarke (ver Profiles of the Future): «Cuando un científico mayor y distinguido dice que algo es posible, tiene casi siempre razón. Cuando dice que es imposible, es probable que se equivoque.»

Durante los años setenta y ochenta, los satélites de comunicaciones actuaron más allá de mis más optimistas suposiciones, como aparece en capítulos posteriores. Pero el sistema de cables submarino contraatacó, proporcionando un claro ejemplo de la tesis del «desafío y respuesta» de Toynbee. El transistor llegó justo a tiempo para sustituir a los tubos de vacío, hambrientos de energía, usados en el TAT-1, y en cuestión de veinte años la capacidad transatlántica de un simple circuito de treinta y seis voces ha sido ampliada a varios miles. La televisión por cable entre Europa y Norteamérica era en teoría posible, y si los satélites no hubieran existido se podría haber intentado ocupar un centenar de circuitos telefónicos para noticias importantes o acontecimientos deportivos.

Entonces, en uno de los logros más dramáticos e inesperados de cualquier tecnología, el potencial de los sistemas por cable se transformó bruscamente. El monopolio de dos siglos de la corriente eléctrica terminó de repente; las ondas lumínicas podían ofrecer una mejor magnitud. Los enormes cables de cobre fueron reemplazados por finos manojos de fibras de vidrio y, por tercera vez desde 1850, los lechos marinos del mundo empezaron a ser cubiertos con los más nuevos y sofisticados artefactos de la ingeniería humana.

Por la naturaleza del tema, este libro (cuyo título, ay, no puede ser traducido de forma adecuada a ningún otro idioma)1 encaja en dos secciones distintas. La primera es más romántica, pues cubre los valientes días pioneros cuando se ganaban y se perdían fortunas en arriesgadas apuestas contra las fuerzas de la naturaleza, y el fabuloso Great Eastern dominaba los mares como ningún barco volvería a hacer. Por contraste, la historia de hoy es una aventura científica, no física; sin embargo, espero que atraiga a aquellos que no tienen formación técnica ni intereses en el tema.

La primera sección está contenida en la primera parte, «Cables en el abismo», que describe la colocación de los primeros cables telegráficos en el Atlántico, el equivalente victoriano del Proyecto Apolo. Olvidada desde hace tiempo, contiene aún muchas lecciones para nuestra época. La segunda parte, «La voz sobre el mar», avanza un siglo hasta finales de los años cincuenta, cuando los cables submarinos empezaron a hablar y nació la auténtica telefonía intercontinental. La mayoría de estas partes apareció originalmente en mi libro de 1958, pero he añadido tres capítulos para cubrir los primeros días de la radio. La tercera parte, «Una breve historia de los comsats», se refiere a mi relación personal con la historia del satélite de comunicaciones; algunos lectores tal vez se sorprendan al encontrar ficción en un libro de esta naturaleza, pero esa ficción es, en estas circunstancias, parte de la historia. La cuarta parte, «Mensajeros estelares», describe cómo la ciencia ficción se convirtió en ciencia real. Como ésta es una historia que continúa, bien documentada en cientos de libros y revistas técnicas (por no mencionar los medios de comunicación públicos) no he entrado tanto en detalle como en las dos primeras partes. Hacerlo es no sólo innecesario, sino que requeriría un libro mucho mayor que éste. Sin embargo, como conozco a muchos de los personajes implicados en esta saga, no he vacilado en incluir un montón de material personal. Y, en el capítulo titulado «CNN en directo» toco los dramáticos hechos que tuvieron lugar mientras escribía este libro. Aunque desearía que esa demostración se hubiera evitado, el primer (y esperemos que último) «satélite bélico» del mundo demostró más allá de ninguna duda el poder de la nueva tecnología. La quinta parte, «¡Hágase la luz!», toca con brevedad el renacimiento del cable a través de las fibras ópticas: todavía en sus inicios, este tema ya ha hecho que los constructores de satélites miren con ansia por encima del hombro.

Muchos lectores pueden considerar el último capítulo, «Hasta donde alcanza la visión», como otro ejercicio de ciencia-ficción. No obstante, como demostró la tercera parte, casi todo este libro era ciencia-ficción hace poco tiempo, y es una tontería imaginar que nuestra tecnología actual representa la última palabra en telecomunicaciones... o en cualquier otra cosa.

Con todo, yo no apostaría mucho dinero a ninguna de las posibilidades (o imposibilidades) discutidas en el capítulo final. Sospecho que la verdad, como siempre, será mucho más extraña.

Colombo, Sri Lanka

20 de abril de 1991

1 El título original de este libro, How the world was one («Cómo el mundo fue uno»), suena en inglés igual que How the world was won («Cómo se ganó el mundo»); de ahí el juego de palabras al que se refiere el autor. (N. del T.)

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I

Cables en el abismo

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1

Introducción

Ésta es la historia de la más reciente victoria del hombre en un conflicto antiguo: su lucha contra el mar. Es una historia de gran valor moral, de habilidad científica, de apuestas de millones de dólares, y aunque nos afecta a todos de forma directa o indirecta, es casi por completo desconocida para la mayoría del público.

Nuestra civilización no podría existir sin comunicaciones eficaces; nos resulta imposible imaginar una época en que se tardaba un mes en mandar un mensaje al otro lado del Atlántico y otro mes (si los vientos eran favorables) en recibir la respuesta. Es difícil ver cómo el comercio internacional o los intercambios culturales pudieron florecer o existieron siquiera bajo esas circunstancias. Las noticias de partes lejanas del mundo debieron de ser como la información que los astrónomos dan sobre las distantes estrellas: algo que sucedió hace mucho tiempo y sobre lo que no se puede hacer nada.

Este estado de cosas ha existido durante la mayor parte de la historia humana. Durante todo ese tiempo, los únicos métodos de hacer señales a puntos distantes dependían del sonido o de la luz. La voz humana, incluso ayudada por los ingeniosísimos medios de modulación empleados por los pastores suizos o los montañeses vascos, llega, como máximo, a 2 km. Los tambores de la jungla tienen un alcance mucho mayor, que puede ser extendido indefinidamente al repetirse. Sin embargo, esto reduce la velocidad de transmisión y, lo que es peor, aumenta enormemente la posibilidad de error.

La forma más sencilla, y tal vez la más antigua, de enviar información a largas distancias fueron las señales de humo durante el día y las hogueras durante la noche. Ambos métodos dependían del clima y eran limitados en contenido, quedando restringidos a mensajes ya preestablecidos del tipo «La Armada ha/no ha sido vista» o «Los ingleses vienen de día/de noche».

Mucho más sofisticado era señalar por medio de banderas (que usan los barcos incluso hoy en día), los semáforos (vean su vía del tren local, si tienen una) y los heliógrafos, los walkie-talkies de la India de Kipling, cuyos delicados espejos usaban la luz del sol para anunciar en código Morse a lo largo del Paso de Khyber.

La primera red telegráfica regular del mundo fue establecida en Francia por Claude Chappe en 1793; la palabra misma, que significa «escribir desde lejos», había sido inventada a partir del griego dos años antes, así que está a punto de cumplir su bicentenario. El sistema de Chappe usaba brazos móviles sobre torres alineadas, y los operadores leían los mensajes por medio de telescopios. Era incómodo, pero efectivo, y, como no había otra alternativa, pronto fue copiado en todas partes. Aunque sólo duró unas pocas décadas, dejó su huella. Todavía hay muchas «Telegraph Hill» en el mapa.

Pero cuando la reina Victoria ascendió al trono, en 1837, no tenía medios más rápidos de enviar mensajes a las partes remotas de su imperio que Julio César... o que Moisés. El caballo al galope y el velero impulsado por los vientos seguían siendo los medios de transporte más veloces, como lo habían sido durante cinco mil años. La auténtica telecomunicación, sin limitación virtual de su alcance, velocidad o contenido, no fue posible hasta que los científicos de principios del siglo diecinueve empezaron a investigar las curiosas propiedades de la electricidad.

Aquí tenían un sirviente que en poco más de dos generaciones transformaría el mundo hasta dejarlo casi irreconocible y rompería las antiguas barreras del tiempo y la distancia. Pronto se descubrió que el «fluido eléctrico» viajaba a través de cables conductores a una velocidad tan grande que no había forma de medirla, y de inmediato los ingeniosos experimentadores de muchos países intentaron usar este hecho para la transmisión de mensajes. Hacia 1840 el telégrafo eléctrico había dejado el laboratorio y se había convertido en un instrumento comercial de enormes posibilidades. Diez años después había cubierto la mayor parte de Europa y las zonas pobladas de Norteamérica... pero se detuvo al borde del mar.

Cómo fue derrotado por fin el océano es el tema principal de este libro. En 1858 un puñado de hombres avanzados consiguieron tender con éxito un cable telegráfico por el Atlántico Norte, y al conectar un interruptor el abismo entre Europa y Norteamérica se redujo con brusquedad de un mes a un segundo.

Pero este triunfo fue breve: el océano era demasiado fuerte para ser reducido por un cable tan frágil, y en unos cuantos días los continentes quedaron separados como antes. La forma en que, después de una saga de ocho años de valor e insistencia increíbles, logró tenderse un telégrafo trasatlántico con éxito es una de las grandes hazañas de ingeniería de todos los tiempos, e incluso hoy tiene muchas lecciones para nosotros.

Los victorianos construían bien: algunos de los cables colocados en el siglo pasado se usaban todavía en los años cincuenta, después de haber transmitido incontables millones de palabras para la humanidad. En mitad del Atlántico hay una sección de cable que empezó a funcionar en 1873 y ha estado haciendo en silencio su trabajo mientras los teólogos discutían sobre Darwin, los Curie descubrían el radio, un par de mecánicos de bicicleta en Carolina del Norte unían un motor a una cometa enorme, Einstein renunciaba a su trabajo en la oficina de patentes, Fermi apilaba bloques de uranio en un patio de Chicago y el primer cohete subía al espacio. Sería difícil encontrar otro artilugio técnico que haya dado un servicio continuo mientras el mundo a su alrededor ha cambiado tanto.

Los primeros cables submarinos, sin embargo, tenían una limitación fundamental. Podían transmitir señales telegráficas pero, a excepción de distancias relativamente cortas, no podían hacerlo con las pautas más complejas de vibraciones que constituyen el habla.

La invención del teléfono por parte de Alexander Graham Bell en 1876 abrió una nueva era en las comunicaciones, pero no tuvo ningún efecto sobre el sistema de cables submarinos mundial. Los requerimientos para transmitir el habla eran tan severos que parecía no haber esperanza de enviar la voz humana a través del Atlántico.

El descubrimiento de la radio cambió de forma radical la situación, y también presentó un gran desafío a los cables submarinos. Para gran sorpresa de la ciencia, y la gran fortuna de la industria de comunicaciones, resultó que la Tierra está rodeada por un espejo invisible que refleja las ondas de radio, que de otro modo escaparían al espacio. Cuando este espejo (la ionosfera) coopera, es posible enviar el habla alrededor de la curva del globo detrás de uno o más reflejos. Por desgracia la ionosfera no es una capa suave y estable; cambia de continuo bajo la influencia del sol, y durante las épocas de perturbación solar puede estar tan convulsa que la radio a larga distancia es imposible. Incluso cuando las condiciones son buenas, las comunicaciones de radio que dependen de la ionosfera pueden captar todo tipo de curiosos chasquidos y golpes, pues el universo es un lugar muy ruidoso en el espectro de la radio. Pascal, que se quejaba de que el silencio del espacio infinito le aterraba, estaba un poco equivocado en ese tema. Se habría sorprendido de saber que está lleno del sonido de las erupciones solares, estrellas en explosión e incluso galaxias en colisión. Estos ruidos electromagnéticos añaden un fondo, y muchas veces también un frente, a los mensajes de radio transmitidos de un continente a otro.

Sin embargo, un servicio de radioteléfono se estableció sobre el Atlántico en febrero de 1927; hasta 1956, fue el único medio por el que la voz humana podía pasar de Europa a Norteamérica. Sin embargo, es seguro decir que la mayoría de la gente que pensaba en el tema suponía que el teléfono transatlántico dependía de cables, no de la radio. Un espía alemán sostenía incluso haber oído conversaciones entre Roosevelt y Churchill interceptando cables submarinos; por desgracia para la verdad de esta historia, Roosevelt llevaba ya muerto una docena de años antes de que los hombres hablaran unos con otros sobre el lecho del Atlántico.

En 1956 se consiguió lo imposible y el primer cable telefónico submarino fue colocado entre Europa y Norteamérica. Las inflexibles leyes que declaran que no se puede enviar el habla a más de una docena de kilómetros a través de un cable submarino no habían sido eliminadas: habían sido sorteadas por un nuevo y osado acercamiento al tema, implicando una cadena de más de un centenar de amplificadores, cada uno más complejo que el receptor de radio normal, por todo el lecho del océano.

Cualquier gran logro de ingeniería, sobre todo si se considera imposible durante mucho tiempo, puede ser un estímulo a la vez intelectual y emocional. Es cierto que el cable submarino no es algo que todo el mundo pueda ver, como un puente gigante, un rascacielos o un transatlántico. Hace su trabajo en la oscuridad del abismo, en un mundo inimaginable de noche, frío y presión eternos, poblado por criaturas que ningún hombre habría concebido en el más descabellado delirio. Sin embargo sirve a una función tan vital como los nervios en el cuerpo humano; es una parte esencial del sistema de comunicaciones del mundo, y si alguna vez fallara nos devolvería al instante al aislamiento de nuestros antepasados.

Me gustaría recalcar que ésta no es la historia de las comunicaciones submarinas. Creo que es precisa, pero no pretende ser completa. Mi objetivo ha sido, con franqueza, entretener tanto como instruir, y como resultado me he desviado por algunos caminos curiosos cada vez que el escenario me ha intrigado. Contribuirá poco a la comprensión del telégrafo saber cómo hacía el té Oliver Heaviside, por qué el monóculo de lord Kelvin revolucionó las mediciones eléctricas, qué hacía un coronel de Kentucky en Whitehall, cómo Western Union perdió tres millones de dólares en Alaska, y qué improbables artículos hacían los victorianos con gutapercha.

Sin embargo, son estos datos triviales los que hacen la historia tridimensional, y no me arrepiento de incluirlos.

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2

La llegada del telégrafo

Como la mayoría de las grandes invenciones, el telégrafo eléctrico tiene un antepasado ilustre y discutido. Estados Unidos, Rusia, Alemania e Inglaterra reclaman su origen, y aunque hoy Samuel Morse es recordado por encima de la mayoría de sus rivales, no fue en modo alguno el primer hombre que transmitió información por medio de la electricidad.

Morse envió su famoso mensaje «¿Qué ha dispuesto Dios?» (una pregunta que, por cierto, todavía carece de respuesta) el 24 de mayo de 1844. Pero una historia estándar sobre el tema encuentra no menos de cuarenta y siete sistemas telegráficos entre los años 1753 y 1839, y aunque la mayoría no eran más que propuestas sobre el papel, algunos de ellos funcionaban.

Tal vez el primer intento realmente decidido de comunicación eléctrica inteligente fue el «telégrafo químico» de Sommering, construido en Munich en 1809. En este sistema, cada letra estaba representada por un cable separado que terminaba al fondo de un contenedor lleno de agua. Cuando pasaba corriente a través de un cable dado, se formaban burbujas en su extremo, y un observador podía decir al ver dónde aparecían las burbujas qué letra se transmitía. Aunque el método funcionaba a duras penas, fue un logro notable y atrajo mucha atención en su momento.

Un sistema aún más elaborado, dependiendo de la electricidad estática, fue elaborado en 1816 por sir Francis Ronald en su jardín de Hammersmith, Londres. Ronald erigió no menos de doce kilómetros de cable, y leía mensajes pasados a través de la línea por el movimiento de ligeras bolas de médula de hueso en su extremo. Como estaban electrificadas, su repulsión mutua las apartaba para dejar al descubierto la letra que se deseaba transmitir.

Sir Francis merece ser considerado el primer hombre que advirtió el posible negocio, las posibilidades sociales e internacionales de este nuevo método de comunicación. Un folleto que publicó en 1823 fue el primer trabajo impreso sobre la telegrafía; incluso contenía propuestas para localizar la posición de los fallos en una línea telegráfica. Por desgracia, sir Francis llegó una generación demasiado pronto. Cuando ofreció su sistema al Almirantazgo británico, le dijeron que sus señorías estaban perfectamente satisfechos con el telégrafo que ya tenían, y no se cuestionaban reemplazarlo por nada más. El «telégrafo» de la Marina en esa época consistía en una cadena de torres de semáforos por las que, con buen tiempo, se podían transmitir mensajes desde Portsmouth a Londres algo más rápido que un «pony express».

Por una de las ironías de la tecnología, el secretario del Almirantazgo que firmó la carta de rechazo vivió para escribir el artículo sobre telegrafía en la Encliclopedia Británica; por otra ironía, la casa de sir Francis fue ocupada más tarde por William Morris, líder del movimiento romántico que propugnaba un regreso a la Edad Media, quien podía sentir escasa simpatía por un invento que hacía tanto por lanzar a la humanidad hacia un futuro extraño y tumultuoso.

Los sistemas diseñados por Ronald, Sommering y otros inventores fueron ineficaces porque carecían de un medio sencillo y sensato de detectar el flujo de electricidad. No obstante, en 1820 llegó el gran descubrimiento que crearía el mundo que conocemos. El científico danés Oersted descubrió que una corriente eléctrica podía producir una desviación en un imán colocado cerca de ésta. Por primera vez, la electricidad había ejercido fuerza. A partir de esa simple observación brotaron las miríadas de generadores, motores, relés, teléfonos, metrónomos, altavoces y otros aparatos electromagnéticos que ahora son los más ubicuos esclavos de la civilización.

Hacia 1825, este nuevo conocimiento fue aplicado a la telegrafía por el barón Schilling, agregado a la embajada rusa en Munich, que se sentía impresionado por el trabajo anterior de Sommering. Entre otros logros, Schilling diseñó un telégrafo magnético donde las letras se indicaban por movimientos de una aguja sobre los segmentos blancos o negros de una tarjeta. Empleó un código basado en el mismo principio que más tarde fue hecho famoso por Morse: en el alfabeto de Schilling, la A era «blanco, negro», la B era «negro, negro, negro», la C era «negro, blanco, blanco» y así sucesivamente (estos alfabetos con dos señales, por cierto, se remontan hasta los griegos y los romanos).

Por fin aparecía la base de un telégrafo realmente efectivo, y era el momento perfecto para su explotación, que ocurrió casi de forma simultánea en Estados Unidos y Gran Bretaña. En 1836, W. F. Cooke, un estudiante de medicina británico de Heidelberg, oyó hablar del trabajo de Schilling, advirtió su importancia, y de inmediato abandonó su pretendida profesión. Sabía reconocer algo bueno cuando lo veía, y corrió de vuelta a Gran Bretaña para encontrar a un experto en electricidad que pudiera ayudarle a llevar sus ideas a la práctica, ya que su propio conocimiento de la ciencia era rudimentario.

El hombre con el que se puso en contacto fue Charles Wheatstone, profesor de física en el King’s College, en Londres. El nombre de Wheatstone es recordado a través de toda una serie de inventos eléctricos básicos, el más famoso de los cuales es el puente de Wheatstone, un método de medir resistencias equilibrando una desconocida respecto a una conocida. Tengo cierto afecto hacia él tras pasar dos años en el Laboratorio Wheatstone en King’s College, un período durante el cual, al menos según los experimentos registrados en mi cuaderno de prácticas, las constantes de la naturaleza eran notablemente variables.

Cooke y Wheatstone produjeron la primera patente telegráfica en junio de 1837, e hicieron sus primeras pruebas el mismo año a lo largo de una línea de algo más de dos mil metros entre dos estaciones de tren londinenses. Los receptores que usaron fueron los llamados instrumentos de aguja, donde las letras se indicaban por la desviación a derecha o izquierda de marcadores verticales. El sistema era lento y algo complicado, pero los mensajes podían ser enviados y leídos por personal no cualificado. Instrumentos de este tipo se usaban todavía en estaciones de tren remotas bien avanzado el siglo veinte.

Durante largo tiempo, los ferrocarriles y los telégrafos fueron a la par; el nuevo medio de transporte no podría haber funcionado sin una forma rápida de comunicación. En cuestión de pocos años los raíles de acero y los cables de cobre se extendieron por gran parte de Europa, y Cooke y Wheatstone ganaron fortunas en royalties. El éxito echó a perder pronto su relación, que terminó en una brusca discusión sobre cuál de ellos inventó en realidad el telégrafo. La respuesta, por supuesto, era que ninguno.

Mientras esto sucedía en Gran Bretaña, un retratista con talento llamado Samuel Finley Breese Morse intentaba, sin mucho éxito, conseguir apoyo para sus ideas al otro lado del Atlántico. Había oído hablar de las posibilidades de la comunicación eléctrica durante una conversación casual con un pasajero que regresaba a Estados Unidos desde Europa en 1832, y el concepto prendió de inmediato en su mente. Sin embargo, como tenía que ganarse la vida, no produjo su primer instrumento telegráfico hasta 1836.

Hay un sorprendente paralelo entre las historias de M

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