Prefacio
¿Es necesario otro libro sobre Albert Einstein? ¿Acaso no se ha escrito ya suficiente, incluso demasiado, sobre este legendario científico al que se llegó a caracterizar como el mayor personaje del siglo XX?
Probablemente, como les sucede a los niños con las repetidas lecturas de cuentos infantiles, nunca nos cansemos de leer y escuchar sobre él. Esto debido a que cuando hablamos de Einstein estamos haciendo mucho más que referirnos a aquel particular personaje que nació en Ulm en 1879 y que a lo largo de sus setenta y seis años de vida revolucionó la física en cada una de sus áreas, además de inaugurar otras tantas. Escribir sobre él es una forma de obligarnos a repasar sus trabajos científicos, sus ensayos, su correspondencia, a separar las anécdotas apócrifas de las que no lo son y, en definitiva, a interpelar al personaje desde la perspectiva de otros ilustres testigos de su tiempo. Cada vez que nos acercamos a Einstein nos exponemos a una de las síntesis más monumentales de todo aquello que nos distingue como especie en el cosmos. Un destilado en el que conviven extremos casi inverosímiles de la experiencia humana. Su sencilla infancia en el seno de una familia de clase media europea contrasta con sus años de fama, cuando se convirtió en una figura pública, cortejada por lo más granado de la escena política, artística y del espectáculo en los Estados Unidos. Su juventud en Alemania y Suiza, en tiempos en los que allí florecía una de las sociedades más extraordinarias de la historia en términos culturales, rebosante de ciencia, arte, filosofía y tolerancia, pero que ante sus propios ojos y en muy poco tiempo se transmutó en el escenario del horror más inconcebible del que tengamos memoria.
Las ideas de Einstein también oscilaron entre extremos de la realidad natural. Desde la existencia de átomos y moléculas, hasta el origen y el devenir del universo en su totalidad, Einstein forjó una buena parte de las ideas más radicales de la física del siglo XX: la misteriosa relatividad del tiempo, la enigmática dualidad onda-partícula que exhiben la luz y el resto de las partículas elementales, la curvatura del espacio-tiempo, la equivalencia entra la masa y la energía, y un larguísimo etcétera. Pero no todas sus ideas gozaron de éxito. Einstein también tuvo sonoras derrotas. Particularmente durante sus últimos veinte años, en los que con obstinación quijotesca persiguió ideas que resultaron inconducentes. Se resistió con vehemencia a una de las nociones de la realidad mejor establecidas, a pesar de que esta surgió de sus propias investigaciones: la naturaleza indeterminista de la Mecánica Cuántica. Mientras una nueva generación de físicos cosechaba una victoria tras otra en este terreno ubérrimo, él optó por un creciente y autoimpuesto exilio.
Einstein era apasionado. Ningún tema le era ajeno. Tenía un humor ácido y un sentido profundo, casi religioso, del valor de la vida, del orden natural y de las posibilidades de la razón; no sólo en la empresa de develar los secretos del universo, sino también en la de conseguir la paz y el bienestar en el mundo. Alegre y dúctil violinista, hábil y apasionado navegante, también tuvo una vida emocional intensa, cosa que queda de manifiesto en su extensa obra epistolar, que constituye una de las páginas más profundamente humanas del siglo pasado.
Para dos físicos teóricos latinoamericanos, a más de un siglo de publicación de las obras más memorables de Einstein y a varios miles de kilómetros de los lugares en los que fueron escritas, puede parecer extraño que su presencia sea tan ubicua, intensa y determinante. Pero es que no sólo su ciencia está presente en nosotros. Su estética, su mirada y su pasión se entrelazan indisolublemente y desde las raíces con el curso de nuestras vidas. Somos, después de todo, inmigrantes judíos en América, fruto de las mismas persecuciones que Einstein experimentó. Es imposible no recordar los relatos de nuestros abuelos —salpicados de la abrumadora crueldad sufrida en tantos rincones de Europa— en las vivencias de Albert Einstein, quien llegó a ser denostado por la comunidad científica alemana, más dispuesta a cavarse su propia tumba que a reconocer la obra del mayor de los talentos que prohijó a lo largo de su historia.
Somos parte de una generación que aún percibe a Einstein como un faro que guía nuestra forma de mirar la ciencia y de transmitirla. Son suyas las ideas que alumbraron la pregunta que ha motivado nuestras carreras y que, como se verá en estas páginas, se ha mantenido por casi un siglo indemne a los embates de varias generaciones de físicos brillantes: ¿cómo es posible compatibilizar la Mecánica Cuántica y la Gravitación? Necesitamos dar una respuesta a este interrogante para entender lo que no sólo todo físico quiere elucidar, sino también cualquier ser humano: ¿cómo tuvo origen el universo? ¿de dónde salió tanta materia, tanta inmensidad, y a qué se deben sus leyes?
Es así como más libros sobre Albert Einstein son necesarios e incluso imprescindibles. Porque Einstein no es finalmente más que un pretexto para hablar de lo que más amamos. De la majestuosidad de la ciencia que lo motivó, de aquella que creó y de la que a partir de esta se gestó, iluminada por su legado. Hablar de él es hablar de la humanidad que hay en la ciencia, idioma universal de nuestra especie. Es también pensar en cuestiones tan dispares como los derechos humanos, los dilemas morales, las capacidades creativas del cerebro, el valor de la derrota, los celos profesionales y hasta las dificultades de la vida conyugal. Einstein es un extracto vital superlativo y no creemos que sea posible que lleguemos a cansarnos de él. Porque hacerlo sería cansarnos de la vida misma.
En este libro no pretendemos ser exhaustivos ni detalladamente biográficos. Los veintitrés textos que lo integran pretenden poner el foco en circunstancias especiales o, como los llamaría Stefan Zweig, «momentos estelares» de su vida y de su obra. Aquellos que nos permiten abordar lo que más nos deslumbra de este personaje y que, creemos y sentimos, se proyecta con mayor claridad en nuestro presente. Einstein construyó catedrales intelectuales de extraordinaria belleza y lo hizo desde las entrañas de la primera mitad del siglo XX, envuelto en sus luces y sus horrores. Sin dejar de ser protagonista y testigo de los tiempos convulsos que le tocaron en suerte, con hondura, humanidad y sabiduría revolucionó nuestra comprensión del universo de manera definitiva.
Quizás sea oportuno subrayar el hecho de que la larga sombra de Einstein se proyecta con inusitada y reconfortante frescura sobre el mundo contemporáneo, habitando los entresijos más insospechados de nuestra realidad cotidiana. Uno de los desarrollos tecnológicos más relevantes de la década de los noventa, del que hoy disfrutamos en cualquier teléfono móvil, es el GPS (las siglas en inglés para referirnos al Sistema de Posicionamiento Global), que hace un uso crucial de su Teoría de la Relatividad General. Asimismo, los últimos meses han visto el nacimiento de una nueva era de la astronomía; aquella que «mira» el universo utilizando ondas gravitacionales, cuya existencia fue predicha por Einstein en 1916 y que sólo pudieron observarse un siglo más tarde, en uno de los esfuerzos tecnológicos más importantes acometidos por nuestra especie. Esta empresa, que parecía imposible hasta hace pocos años, es un acontecimiento tan importante como el instante en el que Galileo Galilei elevó por primera vez la vista al cielo a través de un telescopio.
Albert Einstein, el hombre y su legado, no ha dejado de sorprendernos jamás. Omnipresente en nuestras aulas, nuestra tecnología y nuestra iconografía, se lo nombra cada día en todos los idiomas, tanto en conversaciones de bar de cualquier punto del planeta, como en comerciales de televisión o en las redes sociales. Pero su presencia universal contrasta tristemente con la distancia que sus fabulosas ideas han tomado con el público. Esperamos que estas páginas ayuden a acercarlas. A llevarlas allí adonde pertenecen: a las mentes inquietas de las mujeres y hombres de nuestro tiempo que estén ávidas por recrearse en la sobrecogedora belleza que atesoran estas ideas y sumergirse en los misterios que, para este personaje irrepetible, constituían lo más hermoso y profundo que un ser humano podría llegar a experimentar.
I
Einstein para perplejos
Con la noche creyó que llegaría la calma. Su cabeza era un revoltijo de ideas descabelladas y dudas que le producían entusiasmo y temor a partes iguales. Llevaba meses sin aceptar que llenaran su copa de vino en las cenas, incluso en aquella gélida noche del 10 de noviembre de 1619. Quería asegurarse de que su pensamiento discurriera sin espejismos. Encendió la estufa del pequeño cuarto que habitaba en los cuarteles de invierno del duque de Bavaria y el calor pronto se hizo agobiante. Estaba inusualmente inquieto.
Desde los inicios de su carrera militar, René Descartes había vivido «visitando cortes y ejércitos, mezclándose con gentes de temperamentos y rangos diversos, y probándose en las situaciones que la providencia le ofrecía»,1 pero su reciente reencuentro con las matemáticas que había aprendido con los jesuitas agitó su espíritu sin vuelta atrás. Esa noche, envuelto en la sofocante atmósfera de su cuarto, a orillas del Danubio, el joven militar de veintitrés años tuvo una epifanía.
Tres sueños tuvo esa noche, vívidos y plagados de simbolismos que con el correr de los días interpretó como un designio divino que lo guiaba a buscar la verdad. Debía abocarse a desentrañar las leyes del mundo natural, aquellas que hasta entonces eran patrimonio de la metafísica, la alquimia y el esoterismo. Disponía para ello de tres certidumbres oníricas: la unidad de las ciencias, la necesidad del lenguaje de las matemáticas y el severo mandato de discriminar con el máximo rigor lo verdadero de lo falso. Descartes había descubierto su vocación y con ella la ciencia moderna adquiría el impulso definitivo.
Unos meses más tarde tuvo un encuentro providencial con el matemático Johannes Faulhaber en la ciudad de Ulm, también bañada por las aguas del Danubio. En estas conversaciones se consolidó en él la certeza de que la geometría debía ser el yunque sobre el que se forjaran las aceradas verdades de la razón.
LA TRADICIÓN DE ULM
Faulhaber le dio la bienvenida con una consigna que era en sí misma una declaración de principios: ulmenses sunt mathematici.2 No podía imaginar Descartes el carácter premonitorio que tomaría esa sentencia doscientos sesenta años más tarde, cuando en la soleada mañana del viernes 14 de marzo de 1879, poco antes del mediodía, Hermann Einstein y Pauline Koch tuvieron a su primogénito en la residencia familiar de la Bahnhofstrasse y lo llamaron Albert. Si bien la familia abandonó Ulm cuando el bebé cumplió un año, la impronta del padre del racionalismo anidó en Albert hasta expresarse en toda su plenitud cuando este gestó su obra maestra, la Teoría de la Relatividad General, que encumbró a la geometría al majestuoso gobierno del universo a grandes escalas.
«Si vas a ser un real explorador de la verdad, es necesario que al menos una vez en tu vida dudes tanto como puedas de todo»,3 sentenció Descartes. Albert Einstein dudó siempre y fue precisamente su capacidad para cuestionar, aun las cosas que parecían más evidentes, lo que le permitió colonizar territorios intelectuales aparentemente inalcanzables para un ser humano. En su trabajo matemático más importante, Descartes unificó la geometría y el álgebra al describir el espacio mediante las tres rectas o ejes que definen las —hoy llamadas— «coordenadas cartesianas». Su concepción del tiempo era similar a la que Isaac Newton utilizaría unos años después: un torrente que, como el Danubio, avanza para todos de igual forma. «No concebimos la duración de cosas en movimiento como distinta a la duración de las que no se mueven […] podemos entender la duración de todas las cosas con una medida común»,4 escribió en Los principios de la filosofía. Einstein, por supuesto, hizo honor al mandato de Descartes y puso en duda todas las convicciones cartesianas; entre ellas, la naturaleza del tiempo. Trituró las certezas previas sobre la universalidad de su cadencia viéndose obligado, en el camino, a agregar un nuevo eje al espacio cartesiano. El tiempo se integraría a partir de ese instante en un espacio de dimensión mayor: el espacio-tiempo.
No deja de ser paradójico que el propio Descartes le manifestara años más tarde a su amigo y maestro, el filósofo y matemático Isaac Beeckman, que había alcanzado el conocimiento perfecto de la geometría —incluyendo una extravagante noción de las formas geométricas con más de tres dimensiones— y creyera que podría eventualmente abarcar todo el conocimiento humano. Esta última sospecha, la aspiración a la totalidad de lo cognoscible, además de ingenua, parece incompatible con su propio llamado a la duda metódica. Pero la candidez del padre de la filosofía moderna fue aún mayor al afirmar haber llegado al conocimiento perfecto de la geometría. No podía imaginar, ni siquiera remotamente, que el linaje matemático de Ulm acabaría dando a luz a un joven que describiría una geometría del espacio-tiempo que podía curvarse, expandirse, retorcerse, vibrar y hasta desgarrarse.
ESTO NO ES UNA ELEGÍA
La irrupción de Albert Einstein en el universo científico tuvo lugar a los veintiséis años, de un modo al que le queda corto el adjetivo de sobrehumano. Si bien ya había publicado un puñado de artículos en la prestigiosa revista Annalen der Physik, lo cierto es que no le resultaron suficientes para alcanzar un puesto académico. El padre de su amigo y ex compañero en la Escuela Federal Politécnica de Zurich, Marcel Grossmann, le consiguió un empleo en la Oficina Federal para la Propiedad Intelectual de Berna como asesor técnico en el otorgamiento de patentes. En este inusual entorno, es probable que el estudio de centenares de invenciones que hacían uso de la electricidad, el magnetismo y la termodinámica haya mantenido encendida su curiosidad, avivando particularmente el fuego de las abstracciones a las que más tarde él llamaría gedankenexperiment o «experimento pensado». Un corolario natural de la lectura diaria de planos y proyectos cuya ejecución no tenía —ni tendría— jamás frente a sus ojos.
Publicó cuatro trabajos como único autor en el lapso de seis meses: sobre la naturaleza de la luz, de las moléculas, de la masa, del espacio y del tiempo. Cada uno de ellos significó una revolución científica de tal calado que la única consecuencia razonable habría sido la concesión de cuatro premios Nobel. Sólo lo recibió por el primero de ellos, «Sobre un punto de vista heurístico concerniente a la producción y transformación de la luz», escrito en marzo de 1905.5 Einstein dio en este artículo una explicación del «efecto fotoeléctrico» —la generación de corriente eléctrica debida a la incidencia de la luz sobre un metal—, proponiendo la existencia de «partículas» de luz —fotones—, hito fundacional de la física cuántica. Una vuelta de tuerca inesperada tras el abandono de la teoría corpuscular de la luz hacía más de un siglo.
Apenas dos meses más tarde escribió un segundo artículo, «Sobre el movimiento de pequeñas partículas suspendidas en un líquido estacionario, tal como lo requiere la teoría cinética molecular del calor»6 en el que demostró que un fenómeno observado casi ochenta años antes por el botánico Robert Brown, el movimiento azaroso de partículas pequeñas suspendidas en la superficie de un líquido estacionario, se debía a la agitación térmica de las moléculas que componen el líquido. En aquel momento no había un consenso amplio sobre la existencia real de átomos y moléculas. Muchos físicos pensaban que se trataba de conceptos útiles para comprender el mundo microscópico pero que probablemente no existían. El estudio estadístico de las fluctuaciones de las moléculas hecho por Einstein, junto con la posibilidad de que el resultado del impacto de estas fuera observable al microscopio, aunque ellas en sí mismas no pudieran verse, fue un espaldarazo crucial para la teoría atómica.
Poco más de un mes transcurrió para que este inclasificable empleado de la oficina de patentes de Berna enviara a publicar un tercer trabajo que tituló «Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento», en el que llegó a la sorprendente conclusión de que la velocidad de la luz en el vacío debía tener un valor universal.7 Como consecuencia de estas ideas —que más tarde se conocieron como Teoría de la Relatividad Restringida—, la cadencia del paso del tiempo debía ser distinta para observadores en movimiento relativo: lejos del campanario medieval que proporcionaba una hora única o de la imagen cartesiana del río que fluye idénticamente para todos, Einstein proponía que los relojes podrían transcurrir a un ritmo más lento cuanto más rápido se movieran, deteniéndose completamente a la velocidad de la luz. Nadie había tenido jamás una idea tan demencialmente audaz que luego se probara correcta.
En los primeros días de la primavera de 1905, Einstein escribió el cuarto de estos trabajos,8 en el que aparece por primera vez la fórmula más icónica de la historia de la física: E = mc2. Los principios de la relatividad lo llevaban, casi inexorablemente, a escribir una ecuación que venía a decir que todo cuerpo, por el mero hecho de tener masa, albergaba una energía (que además era) enorme: la letra «c» representa en esta fórmula a la velocidad de la luz en el vacío, casi trescientos mil kilómetros por segundo. Unas décadas más tarde, el propio Einstein contemplaría con estupor, de la peor manera posible, la validez experimental de estas elucubraciones teóricas.
ANTE LA LEY
Cualquiera de los cuatro trabajos mencionados habría significado por sí solo la entrada en el panteón de los físicos más ilustres. Los cuatro juntos lo ponían sencillamente a la par de Isaac Newton. Todos habían sido escritos por un joven virtualmente desconocido. Y cuando podría pensarse que había llegado al apogeo de su obra, Albert Einstein escribió las ecuaciones de la Teoría de la Relatividad General, catedral suprema de la historia del pensamiento científico. Como la de cualquier gran monumento, su construcción fue lenta y tortuosa.
Su génesis ocurrió poco después de 1905, ya que Einstein observó que su novedosa concepción del tiempo y el espacio era incompatible con la Ley de la Gravitación Universal de Newton. Así, como el campesino del cuento de Kafka,9 el asistente técnico de tercera clase de una oficina de patentes se plantó con su puñado de ideas sin respaldo experimental ante las puertas de la Ley que había permitido, a lo largo de más de dos siglos, calcular con exactitud el movimiento de los planetas, la órbita de los cometas y la trayectoria de los proyectiles, las ecuaciones que permitían predecir los eclipses y explicar las mareas. Un jovenzuelo que a duras penas había logrado abrirse paso en el mundillo académico pretendía poner en tela de juicio ni más ni menos que a sir Isaac Newton y lo hacía con argumentos meramente teóricos: la Ley de la Gravitación Universal no podía ser válida simultáneamente para dos observadores en movimiento relativo. Por lo tanto, en salomónica sentencia, Einstein concluyó que no debía ser válida para ninguno de ellos.
La mayor parte de la construcción de la Teoría de la Relatividad General fue un emprendimiento solitario. El momento eureka llegó en 1907, cuando Einstein retomó con una nueva mirada algo que Galileo Galilei había pensado algunos siglos antes al observar la caída de distintos objetos arrojados desde las alturas de la torre de Pisa y concluir que, en ausencia de atmósfera, todos caerían al mismo tiempo. «Entonces tuve el pensamiento más feliz de mi vida […] el campo gravitacional sólo tiene una existencia relativa […] porque para un observador en caída libre desde el tejado de una casa, [este] no existe. […] si el observador deja caer algunos objetos, estos permanecerán en reposo respecto a él […]. El observador, por lo tanto, está en todo su derecho de interpretar su estado como de reposo.»10 Esto es lo que hoy llamamos «principio de equivalencia» y es la piedra fundacional de la Relatividad General.
Todavía tenía por delante ocho años de arduo trabajo. De idas y vueltas; de momentos de confusión y desaliento. Y de golpes de suerte providenciales, como el reencuentro con su viejo amigo Marcel Grossmann, quien le ofreció trabajo en Praga y le explicó en detalle la geometría de espacios curvos que había desarrollado Bernhard Riemann a mediados del siglo XIX, lo que a la postre resultaría crucial para que Einstein pudiera darles forma a sus ideas.
El papel central que pasaba a ocupar la geometría lo devolvía a la senda trazada por Descartes y, fundamentalmente, por otro filósofo que también había tenido algo parecido a una epifanía a los veintitrés años. A esa edad, Baruch Spinoza fue violentamente expulsado del seno de la comunidad judía Talmud Torah, a la que pertenecía junto con su familia de orígenes gallego-portugueses. Las causas fueron diversas. En esencia, su libertad de pensamiento era intolerable para una comunidad que había escapado al largo y poderoso brazo de la Inquisición y extremaba las precauciones para no perturbar la inédita tolerancia religiosa que se vivía en Amsterdam. Su particular versión de Dios como mera sustancia del universo natural y sus continuas disputas con las autoridades comunitarias, llevaron a estas a condenar a Spinoza con una dureza inusitada: «Que su nombre sea borrado de este mundo […] Sabed que no debéis tener con él comunicación alguna, ni ora