Fórmula Samantha

Samantha Vallejo-Nágera

Fragmento

cap-1

1

Mi infancia y mis primeros
pasos profesionales

Siempre me he considerado una persona afortunada. He trabajado duro para llegar a ser lo que soy, pero el camino que he recorrido hasta aquí está trufado de golpes de suerte. Porque una de las cosas más difíciles en la vida es descubrir para qué vales y qué te hace feliz. Y yo he tenido la fortuna de que las diferentes vueltas que ha dado mi vida me han llevado a dar con mi vocación. Aunque la suerte siempre me ha pillado trabajando.

Una de las cosas más difíciles en la vida es descubrir para qué vales y qué te hace feliz.

Mi infancia: amor por la comida

En casa todos hemos vivido bajo la luz de mi madre, Sabine. No solo era el engranaje que conseguía que todo funcionara, sino que además su presencia, su forma de ser y estar, sus gustos y sus hábitos han dejado una intensa huella en todos nosotros. En los cuatro hermanos, criados bajo su batuta y encanto. Antonio, el mayor, es el filósofo, el culto de la familia. En casa le llamamos l’inconnu, que en francés quiere decir «el desconocido», porque siempre reflexiona sobre temas complejos, que aun así consigue que nos interesen a todos. Yo soy la siguiente, una peonza en constante movimiento. Después viene Nicolás, «Colate», el guaperas encantador, capaz de encandilar a cualquiera. Luego está Mafalda, la gran apasionada del arte, de gusto impecable y guapa a rabiar, fruto del segundo matrimonio de mi madre, con Paco Muñoz. Y finalmente Ignacio, hijo de mi padre y su segunda mujer, al que también le gusta ponerse tras los fogones, y cocina fenomenal.

Mis padres se separaron cuando yo tenía cuatro años, un suceso que terminó por abrir mis horizontes. Se podría decir que me crié entre dos mundos. Con mis hermanos y mi padre todo eran juegos de hombres, donde tenía que hacerme valer. Nos adoramos, y siempre nos hemos tratado con mucho cariño y respeto, pero cuando estábamos juntos las mofas y la competitividad estaban a la orden del día. Así que tuve que aprender a lidiar con ello. A hacerme un hueco entre tantos hombres, superar miedos y complejos, tener garra. No me sentía desplazada, que no se me malinterprete. Jugaba encantada a su juego, que hice mío, y muchas veces les ganaba. Y todo ello me ayudó a fortalecer el carácter, lo que es indudable que me ha servido después en la vida para luchar por lo que quiero y creo. Diría que esta convivencia con ellos me enseñó a ser perseverante e independiente, a ponerle empeño a la vida.

De mi padre, José Ignacio, he heredado muchas otras cosas, pero sobre todo su glotonería. Siempre nos llevaba a sitios baratos, pero riquísimos. ¡Hasta celebré mi comunión en un restaurante chino, lo que acabó siendo todo un éxito! Cada fin de semana me descubría un nuevo mundo culinario. Recuerdo con especial cariño cuando íbamos a La Granja de San Ildefonso, en Segovia, donde solíamos pasar los fines de semana con él tras separarse de mi madre. Parábamos en un supermercado de la carretera que une Madrid con La Coruña. Allí nos permitía a cada hermano escoger un capricho para comer, a modo de concesión de fin de semana. Con esa libertad a la hora de elegir la comida, además, mi padre nos iba ayudando a descubrir cosas nuevas, y a que definiéramos poco a poco nuestros gustos, ¡que en mi caso son muy amplios, a pesar de esa temprana obsesión por el boquerón!

Entre todas las sabrosas opciones, yo siempre elegía los boquerones en vinagre.
No suele ser un plato del gusto infantil, por su acidez, pero a mí me encantaban. Y aunque me pasaba la semana pensando en otras alternativas, siempre terminaba reincidiendo en ese sencillo manjar, ¡y hoy en día sigue encantándome! Habitualmente compro boquerones muy frescos, los limpio y los congelo. Así cuando me apetecen unos boquerones en vinagre los tengo a mano, para prepararlos siguiendo estos sencillísimos pasos, que podéis hacer en casa: descongelarlos, abrirlos y colocarlos sobre una fuente; echarles un chorro de vinagre, una pizca de sal, un chorro de aceite de oliva virgen y un poco de ajo bien picado; dejarlo una hora en la nevera y a la mesa. Es un marinado rápido, fácil y cómodo. Y el resultado es delicioso.

Volviendo a mi familia, en casa de mi madre todo era sofisticación, gusto y delicadeza. Con toda probabilidad su origen francés esté detrás de su afán por recibir a gente en casa y cuidar los rituales gastronómicos, aunque ella lo pone en práctica con un deleite que siempre parece algo especial y único. Es una gran amante de los detalles, amor que me contagió desde pequeña, a pesar de que yo no podía estarme quieta ni un segundo. Y una gran cocinera, que no solo disfrutaba preparando todo tipo de recetas, sino que además se esforzaba por que cada comida fuera un evento. No recuerdo ni un día en el que la mesa no estuviera perfectamente decorada con un precioso mantel, delicadas velas y flores frescas, convirtiéndose la comida en un encuentro estético. Y tampoco recuerdo ningún caso en el que el menú no fuese completo, con primero, segundo y postre, cada plato más suculento que el anterior. Los postres me encantaban, como a todos los niños, y mis primeros pinitos en la cocina, a edad todavía muy temprana, fueron siempre en el campo de la repostería. Porque a mí lo que me gustaba era chuparme los dedos.

En casa casi siempre había algún invitado. Algún amigo o familiar con quien compartir mesa y conversación, porque por supuesto la radio y la televisión estaban prohibidas. Mi madre veía las comidas como un ritual familiar donde relajarse, disfrutar y conectar con la gente querida. Donde poner sobre la mesa el día a día, los avatares del trabajo, los avances en el colegio, las inquietudes de la vida. Todos los elementos debían participar, incluidos nosotros, a la hora de crear un ambiente estéticamente placentero y humanamente acogedor, de modo que cada almuerzo y cena fuese, más que una mera comida, una elegante y agradable velada. Y siempre lo conseguía.

Si mi padre me legó sus rasgos de bon vivant, en especial en lo que al comer se refiere, de mi madre heredé su afán por organizar veladas y cuidar los detalles. A las dos nos encanta ser anfitrionas, recibir a gente en casa y agasajarla con una rica comida. A veces consiste en un menú completo planeado a la perfección, donde la decoración de la mesa es tan importante como cada una de las recetas preparadas. En otras ocasiones es un plato ingeniado a última hora, tras una invitación espontánea o al decidir terminar la fiesta en casa, improvisando algo a partir de los restos de la cena y algún as en la manga que siempre guardamos en la despensa. En esto soy una copia fiel de mi madre, maestra de altura.

Si mi padre me legó sus rasgos de “bon vivant”, en especial en lo que al comer se refiere, de mi madre heredé su afán por organizar veladas y cuidar los detalles.

Y aprovecho para compartir una receta muy fácil. Se trata de una ensalada de patatas que hago siempre con los restos de algún pescado cocinado el día anterior. Puede ser cualquier pescado grande del que haya sobrado algo, como por ejemplo una lubina o una merluza. Primero cocemos varias patatas, enteras y con la piel. Una vez cocidas —cuando la patata se puede atravesar con facilidad con un tenedor—, las sacamos del agua, las pelamos y las cortamos en trozos. Echamos un chorro de vi

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