e pequeña, en el colegio, me llamaban loca. Me enteré por casualidad, aunque ese dÃa en concreto no llegué a saber por qué lo hacÃan. Me acababa de mudar de ciudad y era «la nueva». Las gafas que usaba no ayudaron mucho; era la época del «gafitas, cuatro ojos, capitán de los piojos». Supongo que era la rara. Me pasaba las horas imaginando y soñando cosas, dibujando o leyendo. Años después llegó otra niña rara a la clase y me contó que aquel apodo que tanto me machacó venÃa de un dÃa de lluvia en el que algunos me vieron jugando a que era Mary Poppins en las gradas del patio, saltando con el paraguas abierto en la mano. Por suerte, las marginadas nos juntamos y de alguna forma nos sentimos un poquito menos solas.
Eran tiempos de la EGB, y cuando llegué a primero de BUP dejé atrás a mis torturadores, no asà la sospecha de que pudiera sufrir algún tipo de locura. Esa me siguió acompañando a lo largo de mi vida, porque cuando te dicen algo durante mucho tiempo, te lo acabas creyendo.
En la primavera de 2021, Zahara publicó su disco más personal: Puta. En sus redes sociales contó que cuando era pequeña descubrió que sus compañeros de clase la llamaban Merichane. Era el nombre de la prostituta del pueblo. En el tema «Canción de muerte y salvación» habla de una mancha negra, chapapote brotando de las arterias. Yo sé de qué chapapote habla. Todas lo sabemos, y por eso surgió el hashtag #yoestabaahÃ: fue liberador, para ella y para todas, poder gritarlo, desprendernos de las culpas y las vergüenzas, comprender que no somos aquello que nos han hecho creer que somos.
Locas, putas, brujas, liantas, manipuladoras...; en definitiva, MALAS.
Ese es el lugar que nos corresponde a las mujeres, incluso desde niñas, en cuanto nos salimos de la lÃnea que han trazado para nosotras. Pero ¿quién traza esa lÃnea? ¿Qué delimita? ¿Qué hemos hecho para merecer que nos señalen con la letra escarlata en el pecho nada más cruzarla, aunque no seamos conscientes de que lo hacemos? Y, lo que es peor, ¿cómo detener esa mancha diminuta que de forma casi imperceptible va creciendo y oscureciéndonos poco a poco en nuestro interior?
Con los años te das cuenta de que el mundo está lleno de mujeres como tú, de que aquellas que otros te habÃan dicho que eran tus enemigas y que habÃan señalado con el dedo son también un poco locas, putas y brujas, como tú, y que en el fondo son tus hermanas y forman parte de tu aquelarre. Pero si esto nos pasa a todas, ¿por qué seguimos sintiéndonos mal, creyéndonos culpables? Entonces comienzas a preguntarte por el origen de todas esas etiquetas que nos van robando la libertad y que no nos dejan sentirnos a gusto con quienes somos.
En aquella época en la que empezaron a llamarme loca iba a misa todos los domingos, pasaba horas embobada viendo pelÃculas como Pretty Woman, leyendo cuentos de los hermanos Grimm, dibujando y soñando con aquellas historias. Cuando mi padre me regaló La Bella Durmiente en VHS, la vi una y otra vez hasta aprenderme los diálogos de memoria. Cantaba «Eres tú el prÃncipe azul que yo soñé» como un disco rayado mientras bailaba en brazos de mi prÃncipe imaginario, sin saber entonces que ese sueño tenÃa un trasfondo de pesadilla.
Tuvimos suerte de no conocer el relato original de 1634, escrito por Giambattista Basile. En él no aparecen hadas, sino unos sabios adivinos que auguran que la princesa TalÃa se pinchará con una astilla de lino y caerá muerta y abandonada a su suerte, porque su padre pondrá tierra de por medio en cuanto eso ocurra (de la madre no sabemos nada, ni siquiera se la menciona). Una vez más, la profecÃa se cumple —las profecÃas son de lo más fiable en los cuentos—; otro rey que andaba de caza por la zona llega por casualidad al castillo y, al ver a la joven aparentemente muerta, no puede evitar mantener relaciones sexuales con ella, o más bien a pesar de ella.
Nueve meses después nacen Sol y Luna, que al intentar mamar de su madre confunden el dedo con la teta y succionan la espina envenenada, despertando a la joven de aquella pesadilla. Su «amante», que no pudo olvidarla tras aquel encuentro tan unilateral, decide volver a verla y descubre lo sucedido. Por supuesto, TalÃa no se enfada y se presta a mantener un idilio con su violador, que, por cierto, ya estaba casado.
Es aquà donde entra la mala de la historia, la mujer del rey, que al enterarse de la infidelidad de su marido manda matar a la princesa y a sus hijos y que le den de comer sus restos a él como castigo. Evidentemente, la que acaba muerta es ella, mientras que la nueva pareja vive feliz para siempre.
Sesenta años después de Basile, Perrault suavizó un poco aquel relato al reemplazar a los sabios por las hadas y borrar de un plumazo la violación, pero no quitó de la escena a la mujer canÃbal, esta vez la suegra, que se empeña en matar a su nuera y nietos para comérselos de un bocado.
Incluso en la versión edulcorada de Disney, el mensaje nos quedó claro a todas las niñas del mundo: cuidadito con las mujeres que nos rodean, porque a la mÃnima nos la van a jugar, aunque no sepamos bien por qué.
urora, Blancanieves, Cenicienta. Todas eran jóvenes, bellas, pasivas y dóciles; y los prÃncipes, enérgicos, aventureros, potentes y, sÃ, quizá algo maniacos, por aquello de tomarlas como suyas sin preguntarles siquiera. ¿A quién podÃa ocurrÃrsele cuestionar esos romances? ¿Qué niña decente se habrÃa preguntado acerca de las intenciones de los autores de aquellos relatos? Porque lo cierto es que ninguna de nosotras pensaba entonces que los hermanos Grimm eran hombres que contaban lo maravilloso que era ser hombre y lo aburridÃsimo que era ser mujer.
Nuestra meta era el amor del prÃncipe, y si para ello habÃa que ser buenas, pues serÃamos buenas, lo cual no significa protagonistas. Porque en los cuentos de hadas, nos dimos cuenta con el tiempo, las verdaderas protagonistas son otras mujeres: unas que no piensan en romances ni se quedan sentadas, y menos aún dormidas a la espera de que un hombre las salve. Son tan dueñas de su vida que era importante que entendiésemos que eso no estaba bien, asà que las transformaron en malvadas y buscaron cualquier motivo que las convirtiera en nuestras enemigas. De nuevo el mensaje cala: nuestra naturaleza es perversa y ha de ser contenida, a ser posible por un hombre, al cruzar el umbral de la adolescencia, cuando dejamos de ser niñas inocentes para convertirnos en mujeres.
Durante muchÃsimos años, entre las peores malas de cuento despuntaron las madrastras malvadas. O deberÃ