Legado de cenizas

Tim Weiner

Fragmento

Nota del autor

Nota del autor

El presente volumen recopila la historia de los primeros sesenta años de la Agencia Central de Inteligencia estadounidense. En él se describe cómo el país más poderoso en toda la historia de la civilización occidental ha sido incapaz de crear un servicio de espionaje de primera línea, un fracaso que actualmente representa un peligro para la seguridad nacional de Estados Unidos.

Por «inteligencia» se entiende el conjunto de acciones secretas dirigidas a conocer o a cambiar lo que ocurre en el extranjero, algo que el presidente estadounidense Dwight D. Eisenhower consideraba «una necesidad desagradable, pero vital». Cualquier país que desee proyectar su poder fuera de sus fronteras ha de ser capaz de otear el horizonte, de saber lo que se avecina y de prevenir cualquier posible ataque contra su población. Debe anticiparse a la sorpresa. Sin un servicio de inteligencia fuerte, inteligente y perspicaz, los presidentes y generales pueden quedar tan ciegos como inútiles. Pese a ello, en toda su historia como superpotencia, Estados Unidos jamás ha contado con tal servicio.

La historia —escribía Edward Gibbon en su Historia de la decadencia y caída del Imperio romano— es «poco más que el registro de los crímenes, locuras y desventuras de la humanidad». Los anales de la Agencia Central de Inteligencia estadounidense están llenos de locuras y desventuras, junto con actos de valentía e ingenio. Están repletos de éxitos fugaces y fracasos duraderos en el extranjero, y marcados por batallas políticas y luchas de poder en el propio territorio estadounidense. Los triunfos de la agencia han ahorrado sangre y riqueza; sus errores han derrochado ambas cosas. Han resultado fatales para legiones de soldados y agentes extranjeros estadounidenses; para los aproximadamente tres mil norteamericanos que murieron en Nueva York, Washington y Pensilvania el 11 de septiembre de 2001, y para los otros tres mil que han muerto desde entonces en Irak y Afganistán. El crimen de consecuencias más duraderas no ha sido otro que la incapacidad de la CIA de llevar a cabo su misión fundamental: informar al presidente de Estados Unidos de lo que ocurre en el mundo.

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos no disponía de un servicio de inteligencia digno de tal nombre, y la situación apenas varió hasta unas semanas después de finalizado el conflicto. La fiebre de la desmovilización dejó tras de sí a varios centenares de hombres con unos pocos años de experiencia en el mundo de los secretos y la voluntad de seguir combatiendo a un nuevo enemigo. «Todas las grandes potencias salvo Estados Unidos cuentan desde hace mucho tiempo con servicios de inteligencia permanentes de ámbito mundial, que actúan bajo la supervisión directa de los más altos cargos de sus gobiernos —le advertía al presidente Truman, en agosto de 1945, el general William J. Donovan, comandante de la Oficina de Servicios Estratégicos durante la guerra—. Antes del actual conflicto, Estados Unidos no disponía de ningún servicio de inteligencia secreto en el extranjero. No ha tenido nunca, ni tiene ahora, un sistema de inteligencia coordinado.» Por desgracia, aún hoy sigue sin tenerlo.

Se suponía que la CIA había de convertirse en dicho sistema. Pero el proyecto de la agencia se hizo deprisa y corriendo, y no pudo poner remedio a una de las debilidades crónicas de los estadounidenses: el hecho de que el secretismo y el engaño no fueran precisamente uno de sus puntos fuertes. El colapso del Imperio británico dejó a Estados Unidos como la única fuerza capaz de oponerse al comunismo soviético, y el país necesitaba desesperadamente conocer a ese enemigo, suministrar predicciones a sus presidentes, y combatir el fuego con el fuego cuando llegara el momento de encender la mecha. La misión de la CIA consistía, sobre todo, en mantener al presidente de Estados Unidos informado con antelación frente a cualquier posible ataque sorpresa, frente a un segundo Pearl Harbor.

En la década de 1950, las filas de la agencia estaban llenas de miles de patriotas estadounidenses, muchos de ellos valientes y curtidos en la batalla. Algunos estaban dotados de gran prudencia, pero pocos conocían realmente al enemigo. Allí donde faltó ese conocimiento, los diversos presidentes estadounidenses ordenaron a la CIA que cambiara el curso de la historia por medio de la acción encubierta. «El manejo de la guerra política y psicológica en tiempos de paz era un nuevo arte —escribía Gerald Miller, a la sazón jefe de operaciones encubiertas de la CIA para Europa occidental—. Se conocían algunas de las técnicas, pero faltaban la doctrina y la experiencia.» Sin embargo, las operaciones encubiertas de la CIA no eran, en gran medida, más que palos de ciego. El único camino posible para la agencia era el de aprender sobre la marcha, cometiendo errores en la batalla. De modo que la CIA ocultó sus fracasos en el extranjero, mintiendo a los presidentes Eisenhower y Kennedy; unas mentiras destinadas a preservar su posición en Washington. Lo cierto —explicaba Don Gregg, un hábil jefe de base durante la guerra fría— era que, en el apogeo de su poder, la agencia tenía una gran reputación, pero un terrible historial.

Como la opinión pública estadounidense, también la agencia manifestó sus propias disensiones durante la guerra de Vietnam. Sin embargo, y al igual que la prensa estadounidense, descubrió que sus informes eran rechazados cuando no encajaban con las opiniones preconcebidas de los presidentes. Así, la CIA fue reprendida y desdeñada por los presidentes Johnson, Nixon, Ford y Carter, ninguno de los cuales entendió el funcionamiento de la agencia. Asumían el cargo «con la expectativa de que la inteligencia podía resolver cualquier problema, o de que podía no hacerlo todo bien, y luego pasaban a la visión opuesta —señala un antiguo subdirector de la central de inteligencia, Richard J. Kerr—. Después se aposentaban y oscilaban de un extremo al otro».

Para sobrevivir como institución en Washington, la agencia necesitaba, sobre todo, la atención del presidente. Pero pronto se dio cuenta de que resultaba peligroso decirle lo que no quería oír. Los analistas de la CIA aprendieron entonces a cerrar filas, adaptándose a la opinión predominante. Malinterpretaron las intenciones y capacidades de sus enemigos, calcularon mal la fuerza del comunismo y no supieron juzgar adecuadamente la amenaza del terrorismo.

El objetivo supremo de la CIA durante la guerra fría fue el de robar secretos soviéticos reclutando espías, pero la agencia jamás contó con uno solo de ellos que estuviera realmente al tanto de las interioridades del Kremlin. El número de espías soviéticos con información importante que revelar —todos ellos voluntarios, no reclutados— podría contarse con los dedos de las dos manos. Y todos ellos murieron, capturados y ejecutados por Moscú, casi todos traicionados por agentes de la división soviética de la CIA que espiaban para el otro bando durante los mandatos de Reagan y Bush padre. Durante la administración Reaga

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