El ocaso de la democracia

Anne Applebaum

Fragmento

1. Nochevieja

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Nochevieja

El 31 de diciembre de 1999 dimos una fiesta. Terminaba un milenio y empezaba otro, y todo el mundo tenía muchas ganas de festejarlo, a poder ser en algún lugar exótico. Nuestra fiesta cumplía ese criterio. La celebramos en Chobielin, una pequeña casa solariega situada en el noroeste de Polonia que mi esposo y sus padres habían comprado una década antes —prácticamente por lo que costaban los ladrillos— cuando era solo una ruinosa construcción mohosa e inhabitable en la que no se había hecho reforma alguna desde que sus anteriores dueños huyeron del Ejército Rojo en 1945. Poco a poco restauramos la casa, o la mayor parte de ella. Y aunque en 1999 no estaba terminada, sí tenía un techo nuevo, además de un gran salón recién pintado y desprovisto de muebles, perfecto para celebrar una fiesta.

Entre los invitados había amigos periodistas de Londres y de Moscú, algunos jóvenes diplomáticos que trabajaban en Varsovia, dos amigos que viajaron desde Nueva York... Pero la mayoría eran polacos, amigos nuestros y colegas de mi marido, Radek Sikorski, que por entonces era viceministro de Exteriores de un Gobierno polaco de centroderecha. También había viejos conocidos del lugar, algunos compañeros del colegio de Radek y un grupo numeroso de primos suyos; además de un puñado de periodistas polacos bastante jóvenes —ninguno de ellos especialmente famoso—, algunos funcionarios y uno o dos miembros del Gobierno de muy reciente incorporación.

A la mayoría de nosotros podrían habernos clasificado, más o menos, en la categoría de lo que los polacos denominan «la derecha»: es decir, los conservadores, los anticomunistas. Sin embargo, en aquel momento de la historia a la mayoría de nosotros también podrían habernos clasificado como liberales. Liberales a favor del libre mercado, liberales clásicos, quizá thatcheristas. Incluso aquellos que podrían haberse mostrado menos categóricos en economía creían en la democracia, en el Estado de derecho, en la separación de poderes, y en una Polonia que ya era miembro de la OTAN y estaba en camino de adherirse a la Unión Europea; una Polonia que era parte integrante de la Europa moderna. Eso era lo que significaba ser «de derechas» en la década de 1990.

Las cosas se complicaron un poco a medida que avanzaba la preparación de la fiesta. En la Polonia rural de esa época no existía nada parecido a un servicio de catering, así que mi suegra y yo preparamos varios calderos de estofado de ternera y remolacha asada. Tampoco había hoteles, por lo que nuestros invitados, un poco más de cien, tuvieron que alojarse en granjas locales o en casa de amigos en la población más cercana. Y aunque llevaba una lista de dónde se alojaba cada uno, un par de ellos terminaron durmiendo en el suelo del sótano. A medianoche lanzamos fuegos artificiales, de los baratos, fabricados en China, que hacía poco que estaban en el mercado y tal vez fueran extremadamente peligrosos.

La música —grabada en cintas de casete en una época anterior a Spotify— creó la que sería la única división cultural profunda de la noche: las canciones que mis amigos estadounidenses recordaban de su época universitaria no eran las mismas que los polacos recordaban de la suya, por lo que no resultaba fácil que todos bailaran al mismo tiempo. En un momento de la noche me enteré de que Boris Yeltsin había dimitido, por lo que subí a la primera planta, escribí una breve columna para un periódico británico, bajé y me tomé otra copa de vino. Cerca de las tres de la madrugada, una de las invitadas polacas más extravagantes sacó una pequeña pistola de su bolso y se puso a disparar al aire rebosante de euforia.

Así fue la fiesta. Duró toda la noche, se prolongó hasta el «brunch» del día siguiente y estuvo impregnada del optimismo que recuerdo que caracterizó aquella época. Nosotros habíamos reconstruido nuestra casa en ruinas; nuestros amigos estaban reconstruyendo el país. Tengo un recuerdo especialmente nítido de un paseo por la nieve —quizá fue el día antes de la fiesta, quizá al día siguiente— con un grupo bilingüe en el que todos charlaban a la vez, donde el inglés y el polaco se confundían en un sonido que reverberaba a través del bosque de abedules. En aquel momento, cuando Polonia estaba a punto de incorporarse a Occidente, parecía que todos estábamos en el mismo equipo. Éramos de la misma opinión con respecto a la democracia, acerca de la ruta hacia la prosperidad, sobre cómo iban las cosas.

Aquel momento pasó. Ahora, dos décadas después, cruzaría la calle para evitar encontrarme con algunas de las personas que estuvieron en aquella fiesta de Nochevieja. A su vez, ellas no solo se negarían a entrar en mi casa, sino que incluso se avergonzarían de admitir que alguna vez estuvieron allí. De hecho, alrededor de la mitad de las personas que compartieron esa noche, ni siquiera hablarían con la otra mitad. Este distanciamiento es de carácter político, no personal. Polonia es hoy una de las sociedades más polarizadas de Europa, y nos encontramos en lados opuestos de una profunda escisión, que divide no solo lo que solía ser la derecha polaca, sino también la antigua derecha húngara, la derecha española, la derecha francesa, la derecha italiana y, con algunas diferencias, también las derechas británica y estadounidense.

Algunos de nuestros invitados de aquella Nochevieja, junto con mi esposo y yo, seguimos apoyando al centroderecha proeuropeo, favorable al Estado de derecho y al libre mercado. Permanecimos en partidos políticos que se alineaban, más o menos, con los democratacristianos europeos, con los partidos liberales de Francia y de los Países Bajos, así como con el Partido Republicano de John McCain. Otros de mis invitados se consideran de centroizquierda. Pero otros terminaron en un lugar distinto: ahora apoyan a un partido nativista llamado Ley y Justicia, un partido que se ha alejado drásticamente de las posturas que defendía cuando estuvo al frente del Gobierno polaco por un breve periodo, entre 2005 y 2007, y cuando ejerció la presidencia del país (en Polonia no es lo mismo una cosa que otra) entre 2005 y 2010.

En los años que el partido estuvo apartado del poder, los líderes de Ley y Justicia, así como muchos de sus partidarios y promotores, poco a poco fueron adoptando una serie de ideas distintas, no solo xenófobas y paranoicas, sino también abiertamente autoritarias. Para ser justos con el electorado, hay que decir que no todo el mundo fue consciente de ello: en 2015, Ley y Justicia hizo una campaña muy moderada contra un partido de centroderecha que llevaba ocho años en el poder —mi esposo fue miembro de aquel Gobierno, aunque dimitió antes de las elecciones— y que en el último año había estado liderado por un primer ministro débil y mediocre. Resulta comprensible que los polacos quisieran un cambio.

Pero cuando Ley y Justicia ganó las elecciones de 2015 por una ligera mayoría, su radicalismo se hizo evidente. De entrada, el nuevo Gobierno violó la Constitución al nombrar a nuevos jueces para el Tribunal Constitucional sin respetar el procedimiento debido. Más tarde utilizó una estrategia igualmente inconstituc

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