Por qué la austeridad mata

David Stuckler
Sanjay Basu

Fragmento

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PRÓLOGO A ESTA EDICIÓN

LAS DOS CARAS DE LA GRAN RECESIÓN EN ESPAÑA

Noviembre de 2012. Barcelona parecía bullir de energía. Las tiendas de las principales calles de la ciudad —Prada, Gucci y Louis Vuitton— estaban llenas. Los turistas acudían en masa a visitar los famosos edificios de Gaudí que flanqueaban las boutiques.

¿Acaso la gente no sabía que Barcelona —al igual que el resto de España— estaba en medio de la peor recesión desde hacía casi un siglo?

Nos habían invitado a España para reunirnos con los responsables de la sanidad pública en la Agencia de Salud Pública de Barcelona. Desde el inicio de la Gran Recesión, en 2007, a los investigadores de España les preocupaban las estadísticas cada vez más sombrías que iban recopilando. El desempleo había aumentado hasta más del 25 por ciento de la población activa. En Cataluña también los niños estaban padeciendo la crisis: un 3 por ciento más había pasado a vivir bajo el umbral de la pobreza, hasta un total del 23 por ciento de todos los niños de la comunidad autónoma[1]. Por toda España, los psiquiatras y los médicos generalistas habían observado un aumento del 20 por ciento en el número de personas con síntomas de depresión grave, además del número cada vez mayor de pacientes con síntomas de trastornos de humor y ansiedad, y de abuso del alcohol[2]. En el momento en que la presión sobre el sistema de atención sanitaria llegaba al máximo, los hospitales de Cataluña empezaron a cerrar servicios; se obligaba a los médicos y al personal de enfermería a reducir su jornada; y muchos pacientes perdían la capacidad de acceder a la asistencia sanitaria debido a la austeridad presupuestaria impuesta por la Generalitat para cumplir con los objetivos de reducción del déficit marcados por el gobierno central de Mariano Rajoy[3].

Al presenciar aquellas alarmantes tendencias, empezamos a sentirnos cada vez más preocupados por la salud del pueblo español, cuyas estadísticas de enfermedades parecían mucho peores que las de Estados Unidos y el Reino Unido. Los datos de España dibujaban el cuadro de una sociedad con graves dificultades y la incapacidad de un sistema sanitario para hacer frente a la situación. Nuestros colegas españoles parecían estar igual de deprimidos. Los presupuestos de la sanidad pública, incluido el de la Agencia de Salud Pública de Barcelona, han tenido que hacer frente a unos recortes de más del 10 por ciento[4]. Sin fondos para mantener sus programas, se hacía cada vez más difícil —si no imposible— seguir el rastro de las nuevas epidemias, y mucho menos mantener programas de salud que podrían ayudar a prevenir muertes evitables.

En el momento en que empezábamos a discutir lo que se podía hacer, nuestra reunión se vio interrumpida de forma abrupta. Las sirenas empezaron a atronar y las bocinas bramaban al otro lado de las ventanas de la sala de juntas. Para un oído inexperto, aquello sonaba como el final de un partido de fútbol. Pero ninguno de los equipos de Barcelona jugaba aquel día; los sindicatos españoles habían convocado una huelga general, la segunda en menos de un año.

Tan solo unos días antes de nuestra reunión, Amaia Egaña, de 53 años de edad, se había suicidado cuando iba a ser desahuciada. «No ha sido un suicidio», coreaban los manifestantes, «ha sido un asesinato». Los sindicatos, y muchos otros ciudadanos preocupados, se mostraban indignados; en aquel momento su enfado se extendía por las calles.

La transformación de Barcelona durante aquella protesta ponía de manifiesto el lado oscuro de la recesión en España. Al tiempo que desaparecían los turistas que estaban comprando en Gucci y Prada, los manifestantes los sustituían al grito de «Recortes no, recortes no», mientras desfilaban por la plaza de Cataluña. «La austeridad mata», decían muchas pancartas. En cuestión de minutos, Barcelona dejó de ser un paraíso del lujo para convertirse en un hervidero de agitación política.

Al igual que muchos otros países, España había recibido un doble varapalo. El primero fue un shock inicial que provocó la quiebra de algunos bancos y que paró en seco los mercados de la vivienda y la propiedad inmobiliaria. Se inyectaron ayudas públicas y enormes cantidades de capital para evitar que los bancos se hundieran. El segundo fue una recesión provocada por la austeridad: un declive profundo y prolongado que siguen padeciendo los sectores más vulnerables de la población española. En el momento de escribir estas líneas, no se atisba un final para esta segunda recesión. Y, al igual que en otros países —Islandia, Grecia, el Reino Unido y Estados Unidos—, en España los manifestantes se echan a la calle indignados por la decisión de rescatar a los bancos, al tiempo que se recorta la ayuda a todos los demás.

A lo largo y ancho de Europa y Norteamérica los países han tenido que afrontar esta recesión, algunos con una crisis bancaria gigantesca, como Islandia; otros, como Grecia, con una de menor escala; pero todos han sufrido una disminución en el empleo y en los ingresos. Sin embargo, los políticos han reaccionado de formas radicalmente distintas en todos esos países: algunos han incrementado el gasto y han reforzado los sistemas de protección social, como las ayudas al desempleo y los programas de prevención del hambre, mientras que otros han adoptado medidas de austeridad en un intento de reducir sus déficits a corto plazo. Esas respuestas tan sumamente diferentes han creado un «experimento natural», una oportunidad poco frecuente de examinar de qué forma las distintas políticas afectan a la economía y, en última instancia, a nuestra salud.

Dos de esos países —Estados Unidos y el Reino Unido— optaron por respuestas antagónicas ante la crisis y sus movimientos de protesta. Al principio de la Gran Recesión, ambos países presentaban importantes semejanzas: ambos sufrieron un shock masivo en sus mercados tras el desplome de sus sectores bancarios; ambos gobiernos decidieron rescatar a los bancos, con lo que incrementaron notablemente sus déficits presupuestarios. Pero, aunque sus recesiones fueron similares, a la hora de optar por el estímulo económico o la austeridad ambos países tomaron decisiones diferentes. En Estados Unidos, el presidente Barack Obama puso en marcha la Ley de Recuperación y Reinversión Estadounidense, un plan de estímulo económico por valor de 800.000 millones de dólares. Al otro lado del Atlántico, el primer ministro del Reino Unido, David Cameron, optó por una senda de austeridad radical. Como puede apreciarse en la Figura P.1, la senda de estímulo económico de Estados Unidos ha marcado una recuperación lenta pero sostenida, mientras que el Reino Unido todavía no se ha recuperado. De hecho, la economía británica se ha contraído a causa de la austeridad y, en el momento de escribir estas líneas, el pronóstico es que seguirá en re

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