El hombre prehistórico es también una mujer

Marylène Patou-Mathis

Fragmento

cap-3

Introducción

¡No! ¡Las mujeres prehistóricas no se pasaban el día barriendo la cueva! ¿Y si resulta que también pintaron Lascaux, cazaron bisontes, tallaron utensilios e idearon innovaciones y avances sociales? Las nuevas técnicas de análisis de los restos arqueológicos, los recientes descubrimientos de fósiles humanos y el desarrollo de la arqueología de género han cuestionado muchas de las ideas y clichés heredados.

No todos los hombres son misóginos, pero hay que señalar que, desde comienzos del siglo XX, el reconocimiento de lo femenino en su alteridad ha topado con un rechazo casi generalizado, y que todavía hoy existen resistencias. ¿Es que las mujeres, al igual que ciertas «razas», no tienen historia propia, como postulaban los antropólogos evolucionistas del siglo XIX, que clasificaban a los humanos en categorías inferiores y superiores? En su «escala de los seres humanos», la mujer siempre está un peldaño por debajo. Asociada a lo primitivo y a lo salvaje, se ha percibido como una amenaza. En 1912, el psicoanalista Sigmund Freud afirma abiertamente: «[La mujer es] muy diferente del hombre, [...] incomprensible, enigmática, singular y, por todo ello, enemiga».[1] Hasta mediados del siglo XX, tanto las publicaciones científicas como las obras literarias, artísticas o filosóficas difunden los estereotipos más negativos sobre las mujeres. En este terreno nace la prehistoria como disciplina, en la realidad, en la imaginación y, en el cruce de ambas, en la ideología. Al excluir a la mitad de la humanidad, la visión de las conductas en las sociedades prehistóricas ha resultado falseada durante más de un siglo y medio. Para explicar la invisibilidad de las mujeres prehistóricas a menudo se ha presentado la idea de que los restos arqueológicos apenas proporcionan elementos que permitan asignarles una función social y económica. ¡Pero si ocurre lo mismo con los hombres! Sin tener más pruebas, se los describe sin embargo como cazadores de grandes animales, inventores (que fabrican utensilios y armas, que dominan el fuego, etcétera), artistas o incluso guerreros y conquistadores de nuevos territorios. Afirmaciones basadas, en parte, en las conductas de los pueblos cazadores-recolectores modernos, de las que nos han informado los etnólogos desde el siglo XIX. Ahora bien, esos pueblos también tienen una larga historia. A lo largo de más de diez mil años, sus tradiciones han cambiado; ¡no son humanos prehistóricos!

La prehistoria es una ciencia joven, que nace a mediados del siglo XIX. Es probable que los roles desempeñados por los dos sexos, descritos en los primeros textos de esa nueva disciplina, tengan más que ver con la realidad de la época que con la del tiempo de las cavernas. Es justo el momento en que las teorías médicas se combinan con los textos religiosos. Así pues, a la inferioridad «de orden divino» que aqueja a las mujeres se le añade una inferioridad de «naturaleza», ya que para todos estos médicos las mujeres poseen una identidad anatómica y fisiológica que les confiere temperamentos y funciones específicas. Si damos crédito a estos científicos, las mujeres serían físicamente débiles, psicológicamente inestables e intelectualmente inferiores a los hombres, y estarían menos dotadas para los inventos por ser menos creativas. Estos son algunos de los clichés que se transmiten a lo largo de los siglos, no solo a través de los textos sagrados y la literatura, sino también de las obras científicas. Su predominio en la conciencia y la cultura colectivas ha dado lugar a la discriminación y la subordinación de las mujeres, que en la sociedad solo desempeñan un papel biológico, pasivo y marginal, aunque desde la segunda mitad del siglo XVIII la cuestión de sus derechos, especialmente a la educación, haya sido objeto de debate. Esta postura científica servirá de justificación a las ideologías antifeministas, que proponen la exclusión de las mujeres de las actividades sociales y políticas y su permanencia en el hogar, limitándolas así a las tareas maternales y domésticas. Los prejuicios respecto a las mujeres, transmitidos de generación en generación, parecen haberse propagado en numerosas culturas, impregnándolas en profundidad. Paralelamente, algunos arquetipos[2] de lo femenino, que también se basan en prejuicios a veces inconscientes,[3] se observan en numerosos mitos fundacionales de las sociedades.(1) El paradigma naturalista de la diferencia de los sexos no solo ha provocado la diferenciación en el acceso al saber y su producción, sino que también ha marginado o demonizado a las mujeres que dominaban ciertos conocimientos (calificándolas a veces incluso de «brujas»). En este contexto es donde se elabora el enfoque de los pioneros de la disciplina.

«Toda la historia de las mujeres ha sido hecha por los hombres»,[4] escribía Simone de Beauvoir. Como era de esperar, la visión de los humanos prehistóricos es masculina. Los primeros prehistoriadores reproducirán en su objeto de estudio el modelo patriarcal del reparto de los roles entre los sexos. Esta visión marcada por el género llega hasta principios de la segunda mitad del siglo XX, periodo en que el estudio de la evolución humana sigue siendo una esfera intelectual dominada básicamente por hombres. Los trabajos llevados a cabo en antropología, en prehistoria y en arqueología pueden calificarse de androcéntricos, ya que rara vez se concede importancia a las relaciones sociales en que están implicadas las mujeres.[5] De ello da fe el modelo propuesto en la década de 1950 del «hombre cazador», principal proveedor de alimento para la comunidad e inventor de utensilios y armas. De modo que el hombre habría sido el principal catalizador de la hominización, incluso de la «humanización».(2)

A partir de los años sesenta, las mujeres se reapropian de un puesto en estos campos disciplinarios que les había sido usurpado durante mucho tiempo. El modelo del «cazador» es cuestionado, especialmente por antropólogas feministas estadounidenses, que prefieren el de la mujer «recolectora», proveedora también del alimento esencial para la supervivencia del clan. En la década siguiente nace la tesis de la existencia de sociedades matrilineales y de cultos rendidos a las divinidades femeninas, o a una diosa-madre.[6] En los años ochenta, muchas investigadoras ponen de relieve el androcentrismo persistente del pensamiento antropológico y lo critican.[7] Cuestionan la legitimidad de la dominación masculina basada en una concepción naturalista, y tratan de definir las condiciones de aparición de las desigualdades entre los sexos según los contextos sociohistóricos. Reprochar a estas investigadoras feministas prejuicios en favor de las mujeres —sus trabajos tenderían a la ginecocracia y carecerían de objetividad— es olvidar hasta qué punto los primeros estudios de la evolución humana estaban marcados por prejuicios en favor de los hombres.

Según la antropóloga Françoise Héritier (1933-2017), la casi total ausencia de mujeres en la historia de la evolución humana es debida a la «valencia diferencial de los sexos», que habría existido desde los orígenes de la humanidad. Héritier cree que «en todas partes, en toda época y en todo lugar lo masculino es considerado superior a lo femenino [...], lo positivo siempre está del lado de lo masculino y lo negativo del lado de lo femenino».[8] Sin embargo, el hecho de que los mitos, los textos sagrados, profanos y científicos hayan transmitido durante siglos la imagen de una mujer inferior al hombre y sometida a él no significa que fuera así siempre y en todas partes. En efecto, el riesgo de aplicar los presupuestos contemporáneos en materia de género a las sociedades estudiadas es grande. Por tanto, hay que identificarlas para deconstruirlas. Los nuevos métodos de análisis de los yacimientos y de los restos arqueológicos, de las tumbas y de los restos humanos que contenían, así como los estudios de las numerosas representaciones que los cazadores-recolectores prehistóricos han dejado proporcionan informaciones que permiten reconsiderar el papel de las mujeres en el proceso de la evolución.

Ya que ninguna prueba tangible permitía diferenciar las tareas y los estatus según el sexo, los prehistoriadores han dado una visión binaria de las sociedades prehistóricas: hombres fuertes y creadores y mujeres débiles, dependientes y pasivas. Los hombres se han presentado como los garantes de la supervivencia de su comunidad y los actores del «progreso», esa «transformación gradual hacia mejor» de la que habla Montaigne en sus Ensayos de 1588. Sin embargo, las investigaciones han demostrado que los objetos prehistóricos eran polisémicos y no necesariamente representativos del sexo de un individuo.(3) Explorando las profundidades del tiempo, este libro pretende responder a los interrogantes sobre la historia de las mujeres en las sociedades prehistóricas. ¿Cuáles eran sus funciones económica, social, cultural y de culto? ¿Cuál era su estatus? ¿Existieron sociedades matriarcales? ¿Cuándo y por qué se impusieron la división sexual del trabajo y la jerarquización de los sexos, en detrimento de las mujeres?

Las mujeres prehistóricas, olvidadas por la investigación durante más de un siglo y medio, se han convertido en tema de estudio por derecho propio(4) y empiezan por fin a salir de la invisibilidad en que se las había mantenido. Nuestro objetivo es devolverles el lugar que les corresponde en la evolución humana.

cap-4

1

Visión novelesca de las mujeres prehistóricas

Un hombre ocupa el centro del escenario y una mujer se halla relegada a un segundo plano. El hombre enarbola armas, abate fieras terribles, es fuerte, valiente, protector, está de pie; la mujer es débil y dependiente, a veces está ociosa, rodeada de niños y ancianos, sentada a la entrada de la cueva. Hasta mediados del siglo XX, cuadros, esculturas, libros, ilustraciones de revistas y manuales escolares crearon un imaginario colectivo y transmitieron un solo mensaje: ¡la prehistoria es cosa de hombres! Deconstruir los paradigmas en los que se basa este ostracismo permite abrir nuevas perspectivas en el proceso científico y cambiar nuestra mirada sobre el humano prehistórico.

EL HOMBRE PREHISTÓRICO: DEL SIMIO AL HÉROE

Las primeras representaciones de los humanos prehistóricos y de su forma de vida carecen de todo fundamento científico real. Si pensamos en las esculturas de Emmanuel Frémiet, Gorille enlevant une négresse (1859) y Gorille enlevant une femme (1887),[1] podemos constatar que los artistas se inspiran en la visión científica dominante en el siglo XIX: la de un simio antropomorfo, a menudo una especie de gorila especialmente salvaje y lúbrico.[2] Las conductas de los humanos prehistóricos, semejantes a las de un predador oportunista, a la fuerza habían de ser instintivas. Su existencia se percibe mísera y precaria frente a una naturaleza hostil, poblada de grandes animales predadores. Una visión que aparece sobre todo en las esculturas de Emmanuel Frémiet y del belga Louis Mascré, y también en las pinturas de Fernand Cormon, de Maxime Faivre y de Paul Jamin.[3]

Las mujeres, representadas frecuentemente medio desnudas y rodeadas de niños, esperan en la cueva —a veces con inquietud y temor— el regreso de los cazadores.[4] En ocasiones son la presa de los hombres, como en las pinturas de Paul Jamin, Le rapt à l’âge de pierre (1888). En estas obras las mujeres quedan relegadas a las tareas reproductoras, maternales y domésticas, consideradas subalternas, y los hombres son valorados en sus tareas «nobles»: la caza, la pesca, la talla de utensilios y armas. También es inconcebible imaginar a un artista de sexo femenino.[5] Igualmente, la idea de que el artista o su modelo pueda ser negro no se le ocurre a nadie hasta que en 1911 el doctor Jean-Gaston Lalanne descubre la Venus de Laussel o Venus del cuerno (Laussel, Dordoña). Esta figura presenta todas las características físicas de una mujer negra, ¡incluso de una hotentote! Louis Mascré la esculpe con un cuerno en la mano (La femme négroïde de Laussel) y le da un compañero (Le négroïde de Menton), que tiene los rasgos de un san (Bushman) y lleva los mismos adornos en la cabeza que uno de los dos esqueletos fósiles de Homo sapiens descubiertos en 1901 en la Cueva de los Niños (una de las cuevas de los Balzi Rossi situadas en Italia en la frontera con Francia, cerca de Menton).

Presas, compañeras, madres...; las mujeres están sometidas a los hombres. Las representaciones de la familia prehistórica imitan el modelo ideal de la familia occidental del siglo XIX: nuclear, monógama y patriarcal.[6]

Encontramos la dicotomía sexuada de las tareas en los textos dedicados a la prehistoria y, a partir de 1880, en las novelas de tema prehistórico en que el héroe es evidentemente masculino. En estas obras, las mujeres o bien son objeto de deseo sexual[7] —situadas en el centro de la historia,[8] permiten la descripción de escenas eróticas como en Nomaï. Amours lacustres,[9] de J.-H. Rosny—,[10] o bien son asignadas a tareas «femeninas»: reproducción, educación de los hijos, recolección, cocina... Cuando envejecen, adoptan a veces el papel de persona sabia a la que se consulta, pero ¡ay de ellas si se apartan del camino que los hombres les han trazado! Su desviación será castigada con una condena a muerte.

Entre 1960 y 1970 se produce un cambio. Gracias a la presión de los movimientos feministas, sobre todo estadounidenses, que se alzan contra estas visiones caricaturescas, aparecen nuevas representaciones: las mujeres abandonan el hogar y se convierten en heroínas, como Ayla en la saga de seis volúmenes de la estadounidense Jean M. Auel.[11] Pero es muy difícil acabar con los prejuicios machistas, de modo que las mujeres han de seguir siendo sexys, como Raquel Welch, vestida con un biquini de piel animal en la película Hace un millón de años (1966), de Don Chaffey, o en 2001: una odisea del espacio (1968), de Stanley Kubrick, para que los hombres luchen por ellas.[12]

Por lo general, las mujeres se quedan tranquilamente en el campamento dedicadas a las tareas domésticas u ocupándose de los niños, mientras esperan el regreso de los cazadores. Muchos docufiction o documentales que se consideran fieles a la realidad, ya que se basan en datos arqueológicos, reflejan esta visión. La mayoría de estas obras ratifican la preponderancia de los hombres en el plano económico y social en las sociedades de cazadores-recolectores prehistóricas. Afianzan la idea de que las mujeres no desempeñaron ninguna función en la evolución técnica y cultural de la humanidad.

¿ANTEPASADOS VIOLENTOS POR NATURALEZA?

Un hombre arrastra a una mujer agarrándola del cabello. ¿Adónde nos lleva forzosamente esta imagen? A un pasado inmemorial en que las relaciones entre los dos sexos se basan en la dominación, en que la violación, el rapto y la brutalidad son la norma. Esta visión,[13] que ha modelado el imaginario hasta nuestros días, hace de la brutalidad la esencia de las sociedades prehistóricas.

Hasta finales del siglo XIX, la producción artística y literaria, salvo raras excepciones, construyó una imagen de hombres prehistóricos violentos, que incurren en el asesinato[14] y el canibalismo, ya que se da por supuesto que su conducta social no es ni civilizada ni religiosa.

En la mayoría de las novelas prevalecen, por tanto, los conflictos, especialmente entre «razas» diferentes, cuyos tipos proceden muchas veces de los relatos de los exploradores y forjan en el imaginario popular un arquetipo del hombre prehistórico: héroe viril, armado con un garrote y vestido con pieles de animales, que vive en una cueva donde talla piedras para fabricar utensilios.[15] Enfrentado a animales enormes (mamuts) o feroces (tigres de dientes de sable), sale victorioso de estos combates. Es rebelde y actúa con violencia para conquistar el fuego,[16] un territorio, a una mujer, o para vengar a un ser querido.[17] Se trata de representaciones basadas sobre todo en las obras de los antropólogos evolucionistas y los prehistoriadores del siglo XIX y de principios del XX.[18]

El enfoque de los primeros prehistoriadores y, por consiguiente, la imagen que han legado de los humanos de esos tiempos remotos se han articulado en torno a dos sesgos importantes: el de una violencia primitiva y el de una evolución progresiva y lineal de la historia de la humanidad. Estos postulados, afianzados con el paso de las décadas, han condicionado el trabajo de los investigadores y el imaginario del gran público. ¿Cómo llegaron a imponerse tales paradigmas?

Tras el reconocimiento de la existencia de humanos prehistóricos, a mediados del siglo XIX, sus conductas se equipararon primero a las de los grandes simios, gorilas y chimpancés, y luego a las de las «razas inferiores», consideradas primitivas. Sin haber hecho un análisis minucioso de sus costumbres, los primeros prehistoriadores dan nombres con connotaciones guerreras a los objetos que tallaron: garrote, maza, «puñetazo», puñal... Las grandes Exposiciones Universales y los primeros museos transmiten esta imagen. El Musée d’Artillerie, instalado en los Inválidos en 1871, exponía colecciones de armas pre y protohistóricas, antiguas, históricas, etnográficas y, para cada periodo, maniquís de gran tamaño armados y con trajes de guerra. Esta presentación museográfica inculcaba en la mente de los visitantes la idea de una continuidad cultural de la guerra desde la época más remota de la humanidad. Sin embargo, los estudios actuales(5) de las industrias prehistóricas demuestran que estas supuestas armas de guerra servían, la mayoría de las veces, para matar y despedazar animales. En la década de 1880, la teoría «de las migraciones» sostiene que la sucesión de las culturas prehistóricas es el resultado de la sustitución de poblaciones, y forja la idea de que la guerra de conquista siempre ha existido. A comienzos del siglo siguiente, algunos sociobiólogos, a quienes se unen antropólogos y prehistoriadores, basándose en la conducta de los grandes simios, afirman que descendemos de «monos asesinos».(6) Esta teoría, popularizada en 1961,[19] está en consonancia con una concepción del hombre regido por su animalidad, agresiva y depredadora, y consolida la tesis de una violencia filogenética y ontológica del ser humano. Los hombres prehistóricos habrían sido agresivos por naturaleza, y los primeros predadores de su propia especie. Al identificar la violencia como un determinismo, por ser consustancial al género humano, lo que se impone es una forma de «cultura de la guerra».

La idea de que la violencia forma parte de la «naturaleza humana» está presente en muchos filósofos y pensadores. Es lo que sostiene Sigmund Freud cuando escribe que «el hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que solo osaría defenderse si se la atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación. [...] Homo hominis lupus: ¿quién se atrevería a refutar este refrán, después de todas las experiencias de la vida y de la Historia?».[20]

Si analizamos la obra del teórico inglés Thomas Hobbes (1588-1679), para quien se trata de «la guerra de todos contra todos» (Leviatán, 1651), o de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), que defiende la idea de que «el hombre salvaje» estaba sometido a pocas pasiones y que fue arrastrado al «más horrible estado de guerra por la sociedad naciente»,[21] vemos que la cuestión del origen de la violencia está presente en toda la historia de la filosofía: ¿la violencia es original, «primordial», innata o, como sostiene Rousseau, nació con la civilización balbuceante y la propiedad?

Según los estudios de los esqueletos humanos fósiles, las marcas de violencia solo se han observado en algunos individuos,[22] de modo que es razonable pensar que en el Paleolítico(7) no

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