Cuestiones candentes

Margaret Atwood

Fragmento

Introducción
Introducción

Cuestiones candentes es mi tercer libro de ensayos y piezas de ocasión. El primero fue Second Words [Mejor dicho], que arrancaba en el año 1960, cuando empecé a escribir reseñas de libros, y terminaba en 1982. El segundo fue Blancos móviles, que reunía artículos escritos entre 1983 y mediados de 2004. Cuestiones candentes abarca desde mediados de 2004 hasta mediados de 2021. Es decir, unos veinte años por volumen, más o menos.

Cada uno de estos períodos ha sido turbulento a su manera. Las piezas de ocasión se escriben en situaciones muy específicas, de modo que están estrechamente ligadas a su lugar y su momento... o por lo menos las mías lo están. También están vinculadas a la edad que tenía al escribirlas, así como a las circunstancias externas. (¿Tenía trabajo? ¿Estaba estudiando? ¿Necesitaba dinero? ¿Era ya una escritora famosa que puede permitirse hablar de lo que le interesa? ¿Se trataba de una colaboración desinteresada para ayudar a alguien?)

En 1960 tenía veinte años, estaba soltera, todavía no había publicado ningún libro y era una estudiante con un fondo de armario limitado. En 2021 tenía ochenta y un años, era una escritora bastante conocida, era abuela, viuda y seguía teniendo un fondo de armario limitado, pues a fuerza de experimentar y fracasar he llegado a la conclusión de que hay cosas que, francamente, mejor no ponerse.

Como es natural, he cambiado —ahora tengo el pelo de otro color—, pero el mundo ha cambiado también. Los últimos sesenta y pico años han sido una montaña rusa llena de sobresaltos y sacudidas, de tumultos y conmociones. En 1960 yo tenía veinte años y hacía sólo quince que había terminado de la Segunda Guerra Mundial. Para mi generación aquella guerra era algo a la vez muy próximo —la habíamos vivido, en nuestras familias había veteranos y víctimas, algunos de nuestros profesores del instituto habían combatido en ella— y muy distante. Entre 1950 y 1960 llegaron McCarthy, que nos mostró la fragilidad de la democracia, y Elvis, que revolucionó la música y el baile. La ropa también cambió de manera radical: durante los cuarenta era sombría, resistente, marcial, acartonada; en los cincuenta, vaporosa y más frívola: dominaban el bouffant, los colores suaves y las telas floreadas. Se alababa la feminidad. Los coches no eran ya aquellas berlinas cerradas y oscuras de los años de la guerra, sino descapotables con cromados y colores vistosos. Teníamos radios de transistores. Proliferaban los autocines. Llegaba el plástico.

Hacia 1960 se produjo otro cambio. Entre la juventud la música folk empezó a sustituir a los bailes formales. Entre los pequeños círculos artísticos que por entonces había en los cafés de Toronto —más tendentes al existencialismo francés que a los beatniks—, estaban de moda el suéter de cuello alto y el delineador de ojos, ambos de color negro.

Hay que decir que el principio de los sesenta siguió siendo, en esencia, igual que los cincuenta. Estábamos en la Guerra Fría. Kennedy todavía no había sido asesinado. El acceso a la píldora anticonceptiva continuaba muy restringido. La minifalda no existía, aunque acababa de aparecer el pantalón corto. No había hippies. Ni segunda ola feminista. Fue en esa época cuando escribí mis primeras reseñas, mi primer poemario, mi primera novela —que sigue felizmente guardada en un cajón— y mi primera novela publicada, La mujer comestible. Cuando llegó a las librerías, en 1969, el mundo que allí se describía ya había desaparecido.

Las postrimerías de los sesenta trajeron notables efervescencias: las grandes marchas por los derechos civiles en Estados Unidos, las protestas contra la guerra de Vietnam, los cientos de miles de estadounidenses insumisos que se iban a Canadá. Yo tampoco me quedaba quieta: parte de esos años los pasé estudiando en Cambridge, Massachusetts; más tarde di clases en la universidad en ciudades como Montreal o Edmonton. Me mudé dieciséis o diecisiete veces. Por aquellos años hubo en Canadá numerosas iniciativas en el sector editorial, muchas de ellas relacionadas con el esfuerzo poscolonial que el país estaba haciendo para redefinirse. Mi participación en una de esas iniciativas me llevó a escribir un gran número de ensayos, tanto entonces como más adelante.

Y entonces llegaron los setenta: el fermento de la segunda ola feminista, a la que luego siguieron la reacción y el hastío; en Canadá el separatismo quebequés pasó a ocupar el centro del escenario político. Este período vio la aparición de varios regímenes autoritarios: Pinochet en Chile y la Junta Militar en Argentina, con sus asesinatos y desapariciones; el régimen de Pol Pot en Camboya, con sus devastadoras masacres. Algunos eran de «derechas», otros de «izquierdas», pero estaba claro que ninguna ideología tenía el monopolio de la barbarie.

Seguía escribiendo reseñas, pero pensaba que las novelas, los cuentos y los poemas eran mi trabajo de verdad, aunque de vez en cuando lo combinaba con artículos y discursos. Muchos de ellos tocaban asuntos que todavía ocupan mi menguante intelecto: los «problemas de las mujeres», la escritura y los escritores, los derechos humanos. Por entonces ya era miembro de Amnistía Internacional, que trabajaba por la liberación de los «presos de conciencia», sobre todo a través de campañas postales.

En 1972 dejé la universidad y me establecí por cuenta propia, lo que me obligaba a aceptar cualquier encargo remunerado que se me presentase. Vivíamos en una granja, teníamos una hija pequeña y un presupuesto escaso. No éramos pobres, aunque alguien que vino a visitarnos dijo después que no teníamos «nada salvo una cabra» (en realidad no eran cabras, sino ovejas). Pero tampoco nadábamos en la abundancia. Cultivábamos muchas verduras y teníamos gallinas entre otros inquilinos no humanos. Aquella miniexplotación agrícola consumía tiempo, además de dinero, de modo que tanto mejor si podía sacarme un extra escribiendo en lugar de vendiendo huevos.

Los años ochenta empezaron con el adiós a la granja de Toronto (por imperativos escolares entre otras razones), la elección de Ronald Reagan en Estados Unidos y el auge de la derecha religiosa. En 1981 comencé a pensar en El cuento de la criada, aunque postergué la redacción hasta 1984 porque el planteamiento me parecía un tanto inverosímil. Mi producción de «textos de ocasión» se aceleró, en parte porque podía —con la niña en el colegio tenía más tiempo para escribir durante el día— y en parte porque recibía más encargos. Si echo un vistazo a mis diarios —esporádicos, desordenados y no demasiado informativos—, veo que un tema recurrente son las quejas por la sobrecarga de trabajo. «Esto se tiene que acabar», digo a cada momento. Algunos de los textos que escribía eran para hacerle un favor a alguien y eso no ha cambiado.

«Pero di que no», me repetía la gente y me repetía yo misma. Cuando te piden que escribas diez ensayos al año y dices que no al

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