Nosotros los vencidos

Fernando Butazzoni

Fragmento

Nosotros los vencidos


Limpio y frío. Muy frío. Así estaba el aire aquel día de septiembre. Los ocupantes de la casa de la colina, los que lograron sobrevivir, recuerdan tantos años después el aire diáfano que descendía de las montañas en algunos atardeceres. Llegaba junto con la quietud y el silencio de las últimas luces. La ubicación de la cabaña, sobre una de esas terrazas floridas que aún se conservan en El Ingenio, les permitía tales contemplaciones. Para ello disponían de un ventanal, el porche y un patio delantero con césped y unos arbustos a manera de seto. Desde ahí apreciaban los esplendores del Cajón del Maipo: la cordillera, adelante el valle y el río, a lo lejos la blanca cima de un volcán. Un aire purísimo, dice él. Lleno de brillos y cristales, agrega ella. Es una evocación compartida, una tristeza común ante la pérdida de un paisaje que acabó borrado para siempre hace medio siglo. Quienes lo mencionan no saben ni por qué lo hacen. Solo dicen que allí está, brillante y purísimo como las montañas, el recuerdo del aire en aquellos atardeceres.

Los vieron venir desde el pueblo por el camino del desfiladero, en la hondonada. Primero asomó un jeep con cuatro soldados. Pese a la distancia, desde la casa se podía distinguir con precisión cada detalle: los fusiles que erizaban las figuras de aquellos hombres, los cascos que coronaban sus cabezas, el escudo azul y rojo en el costado del vehículo, el polvo que se levantaba a su paso. Pensaron que debía ser una ilusión esa nitidez en las imágenes, pues la claridad ya menguaba. Después, con una especie de rugido apareció un camión que trepó la cuesta hasta mostrarse entero, imponente. Luego otro, y otro más. El que cerraba la columna llevaba de tiro una cureña, cargada con algo cubierto por una lona. Podía ser una pieza de artillería o municiones. O un féretro.

A lo lejos, las cajas de los camiones parecían mecerse con suavidad, como si fueran barcos que navegaban en el polvo. Pasaban sin prisa rumbo al sur. Transportaban tropas hacia alguna parte. Fusiles, ruido de motores, el ocaso. El jeep era el único vehículo de la caravana con los faros encendidos, unos focos que derramaban sobre la grava su luz mustia. El convoy siguió la marcha hasta perderse detrás de un cerro, por la desembocadura del río Yeso. Fue el miércoles 12 de septiembre de 1973, a la hora del crepúsculo.

Para los habitantes de la casa esa fue la primera estampa de algo que podía interpretarse como la guerra verdadera. A través de la radio estaban al tanto de los muertos en las calles, de los ametrallamientos y bombardeos, del toque de queda y la ley marcial. Pero recién allí, ante el paso lento de aquel destacamento, comprendieron que el final llegaba rápido, sin darles tiempo a preparar una retirada en orden, como debían hacerlo quienes se consideraban a sí mismos combatientes, integrantes de una milicia que acababa de ser vencida sin tener la oportunidad de luchar. Un par de semanas antes, en una reunión celebrada allí mismo, un dirigente tan exiliado como ellos les había advertido que a diario se fomentaba una gran inquina hacia los extranjeros, y que cuando estallara la revuelta la única salvación sería la resistencia.

El grupo era una escuadra desarmada, integrada por civiles del bando perdedor. Si los capturaban, era probable que terminaran frente a un pelotón de fusilamiento. Cinco hombres y dos mujeres, todos demasiado jóvenes y tiernos para esos rigores. Muchachos de ciudad, estudiantes de alma urbana que no conocían el terreno ni las usanzas del lugar ni sabían cómo encajar el peor de los infortunios: la derrota. El mismo día del golpe, tras enterarse del bombardeo a La Moneda, se descubrieron desnudos y a la intemperie. Nadie los ayudaría. Eran extranjeros en suelo enemigo.

Dos mujeres y cinco hombres que vivían clandestinos en Chile, a la espera de un milagro que los librara de esa trampa. Asumieron que los riesgos eran enormes, que la guerra había comenzado y que estaban indefensos, abandonados en tierra ocupada por tropas hostiles. No existía manera de organizar un repliegue que no se asemejara a una estampida, pero tampoco tenían hacia dónde huir, ni un lugar de refugio. Recorrer setenta kilómetros, meterse en Santiago y tratar de colarse en una embajada hubiera sido suicida o, en todo caso, una claudicación. Los documentos falsos que portaban eran de mala calidad y resultaba impensable tentar la salida por algún puesto de frontera. Tampoco podían permanecer ocultos en esa casa, pues sabían que en el regimiento cercano operaba un grupo de inteligencia del Ejército y que el lugar estaba marcado.

La encerrona los dejó sin opciones. Durante las siguientes jornadas observaron más camiones con soldados que pasaban una y otra vez por el camino, hacia un lado y hacia el otro, primero rumbo al sur y después de regreso a su base en el cuartel de Puente Alto. En la casa todos estaban crispados y al acecho, desbordados por la certeza de que tarde o temprano irían a buscarlos. Cualquier movimiento en el valle les resultaba amenazante, cualquier ruido lo percibían como sospechoso. Hasta el paisaje era visto con recelo porque imaginaban que, en alguna ladera de esas montañas, alguien podía estar cavando sus tumbas.

Un avioncito de fuselaje gris pasó en dirección a la frontera, y de noche oyeron un tiroteo distante. Por un momento pensaron que esa podía ser una buena señal. Especularon, se dieron ánimo unos a otros. Quisieron creer que no todo estaba perdido, que aún se combatía. Era fácil imaginar que en alguna parte se peleaba, aunque las noticias y el sentido común indicaran lo contrario. En todo el país la resistencia había sido insignificante y vana. La única posibilidad de zafar era irse, lanzarse a una expedición para huir de los militares, pero el territorio les imponía reglas durísimas: el amparo se hallaba del otro lado de la cordillera, y para alcanzarlo debían recorrer a pie cien kilómetros por las montañas hasta llegar a suelo argentino. Era eso o nada. Y eso era mejor que nada.

Al principio eran siete, pero luego fueron seis porque uno de ellos fue arrestado por una patrulla militar en Puente Alto. Entonces el mundo se les empequeñeció de pronto, se les hizo diminuto y los puso ante un dilema de hierro. Allí no había espacio para el miedo ni tiempo para la espera. Las noticias de la radio repetían que el palacio de La Moneda había sido demolido a bombazos, que Salvador Allende estaba muerto y que un general llamado Augusto Pinochet encabezaba el nuevo gobierno. Era evidente que la cacería iba a empezar en cualquier momento.

Nosotros los vencidos