INTRODUCCIÓN
Es indudable que en realidad no escogemos lo que somos ni la existencia que llevamos. A grandes rasgos, nuestra biografía se resume por la ocupación sucesiva de posiciones predeterminadas en el orden del tiempo y del espacio: se nos imponen marcos, los papeles se apoderan de nuestro cuerpo y de nuestro cerebro, los encuentros que nos marcan y que determinan aquellos y aquellas con quienes vivimos nuestra vida moldean nuestro destino. De manera monótona, la existencia humana obedece a ritmos y ciclos delimitados por ritos de paso y de institución que jalonan sus momentos principales —estudios, juventud, vida conyugal, parentalidad, actividad profesional, jubilación, vejez…—, a los que se asocian estilos de vida, maneras de ser y de vestir, lugares de residencia, afectos, ocupaciones y hábitos. La mayor parte del tiempo adoptamos identidades sociales propias de un estatus u otro con una facilidad pasmosa, y pasamos de una a otra con naturalidad, como si se tratara de algo dado o de una necesidad, y cambiamos la forma en que nos relacionamos con el mundo, el tono de voz, la manera de vestir o de cuidar el propio cuerpo, y todo súbitamente. Pierre Bourdieu ha llegado a afirmar que, en el fondo, para el sociólogo que reconstruye la determinación social de la existencia de las personas, la idea de que cada una de ellas viva una biografía es una ilusión. El «yo» que soy no es más que la forma en que se relacionan las posiciones situadas en los distintos espacios del mundo social en los diferentes momentos del ciclo vital. Y los comportamientos que considero míos a menudo no son más que el efecto de la posición que ocupo en un momento dado en esos espacios y en ese ciclo. Según mi disposición biológica, vendrán otros a ejecutar las mismas acciones y a sentir los mismos afectos que yo, e igual que yo los considerarán, de manera ilusoria, la «identidad singular que les es propia».
LA POLÍTICA DE LA EXISTENCIA
¡Cuántas personas abrazan a los treinta años una vida que a los veinte se habían prometido que no iban a llevar nunca! Se casan, tienen hijos, se instalan en una casa unifamiliar… A menudo no somos conscientes de las bifurcaciones que habríamos podido tomar, de las ocasiones que tal vez habríamos querido aprovechar, de las aspiraciones que ni siquiera hemos llegado a contemplar y que nos habría gustado tener derecho a valorar, y lo hacemos cuando ya es demasiado tarde, cuando volvemos sobre nuestros pasos y recordamos nuestras experiencias y nuestra vida y nos decimos: «Pero ¿por qué?», o «si solo hubiera…» o «¿y si…?».
Pero, a diferencia de las abjuraciones a las que podría conducir esa sensación —que sin duda mucha gente experimenta y según la cual la existencia obedece a unas necesidades que se imponen o se impondrán siempre, que se nos escapan porque vienen dictadas por deseos naturales y biológicos (la edad, el nacimiento de los hijos…) o por fuerzas sociales sobre las que no tenemos control—, debemos afirmar la posibilidad y la necesidad de crear los modos de existencia como objeto de una reflexión consciente. Si bien no elegimos necesariamente toda nuestra vida, en determinados momentos cada uno elige, pese a todo, unas orientaciones que hacen que algunas relaciones sean posibles y que otras sean imposibles. ¿A qué consagro mi energía? ¿Cómo construyo mi subjetividad y mi imaginario? ¿Cómo voy a orientarme respecto a las aspiraciones dominantes? Toda biografía viene marcada por momentos clave, por arbitrajes, por instantes en los que decidimos fomentar unas relaciones y no otras, encontrar tiempo para un amigo y no para otro, tener hijos o no tenerlos, abrazar la vida conyugal, aceptar un trabajo u otro, mudarnos a un sitio o a otro…
Pero, sobre todo, las distintas maneras posibles de orientarnos en la vida a las que hacemos frente los individuos, en ocasiones sin tener una conciencia clara de ellas, a veces viéndonos atraídos por una opción y otras por la contraria, deben conceptualizarse también como si fueran el resultado de las configuraciones culturales y sociales dentro de las que se definen. Hay ordenamientos, aspiraciones, afectos que cuentan con fuertes apoyos o que son hechos posibles según la coyuntura o según las imágenes que circulan en el ámbito público. Las luchas políticas, las imágenes culturales producen deseos de subjetivación distintos en cada momento. Contribuyen a elaborar el clima o el humor reinante en una determinada época en un ambiente u otro, en un grupo o en otro, y hacen que esta opción de vida o esta otra sea posible o, por el contrario, inconcebible, o sencillamente inexistente.
La sociología habla de «desposesión económica» y de «desposesión cultural» para designar la forma en la que la sociedad limita las capacidades de acceso a determinados recursos y a las experiencias que los hacen posibles. ¿No cabría sugerir que hay también, junto a esos dos fenómenos, lo que podría definirse como mecanismos de desposesión existencial? Soportar la forma de vida que se adueña de nosotros y nos hace ser lo que somos es padecer la propia vida y soportar determinados modos de existencia cuando otros habrían podido convenirnos mucho más y hacernos más felices. En cierto sentido, es incluso dejar que la sociedad y los demás te roben la existencia, y puede que dejar que tú mismo, una determinada versión de ti mismo, te la robes.
Como dice Adorno, no debemos confundir nunca lo que somos y lo que la sociedad ha hecho de nosotros. No somos para toda la eternidad aquello en lo que nos han obligado a convertirnos. Así pues, no hay estudio que tenga por objeto establecer una analítica oposicional del orden social y de nuestra inclusión dentro de este capaz de prescindir de una investigación de la existencia, de un examen acerca de las distintas formas de vida y sobre el tejido relacional del que estamos hechos.
UNA AMISTAD COMO MODO DE VIDA
La mayoría de los libros que he publicado pretenden abordar el tema de los sistemas de poder que se nos imponen y que limitan los distintos aspectos de nuestra existencia partiendo del análisis de recorridos o de vidas atípicas que se han definido contra ellos o se han situado al margen de su control. En mi obra Logique de la création, utilizo las trayectorias intelectuales de Foucault, Bourdieu, Deleuze y Derrida como punto de apoyo de una crítica del sistema académico y de lo que este hace a la lógica del pensamiento; en L’Art de la révolte[1] me intereso por los gestos de Snowden, Assange y Manning para cuestionar la forma en la que nuestros regímenes jurídicos instituyen formas restrictivas de pensar la política y los métodos de contestación.
Me gustaría aquí llevar a cabo un examen acerca de las formas de la vida —sobre lo que somos y lo que podríamos ser, sobre la brecha entre aquello en lo que nos convertimos y las múltiples versiones de nosotros mismos que habríamos podido desarrollar— apoyándome también en la selección y la descripción de una singularidad. Pero esa singularidad presenta la cualidad específica de que la vivo y de hallarse anclada en mi biografía: se trata de la relación de amistad que nos une a Didier Eribon, a Édouard Louis y a mí mismo.
Didier, Édouard y yo vivimos una relación que dura ya más de diez años. No hay una fecha concreta para el comienzo nuestra historia. Cada 12 de febrero festejamos el aniversario del encuentro entre Didier y Édouard. Y cada 12 de abril festejamos el aniversario del encuentro entre Didier y yo, y el nacimiento de nuestra relación amorosa. Pero no asociamos el inicio de nuestra vida a tres con un momento concreto, sin duda porque nuestras sociedades no han instituido para las relaciones de amistad unos ritos comparables a los que existen para las relaciones amorosas y que se imponen como momento memorable para todo el mundo (el primer beso, la primera relación sexual…).
Situamos el comienzo de la amistad que nos une en septiembre de 2011. Por esa época algo cambió bruscamente en nuestras vidas, cuando se dibujó en nuestra existencia una profunda ruptura: empezamos a viajar juntos, a cenar juntos casi por sistema, a crear y a reflexionar en común, a intervenir a tres en el espacio público, a festejar juntos nuestros cumpleaños —y los momentos, como la Navidad, tradicionalmente asociados a la familia—, a compartir casi la totalidad de nuestra experiencia de vida… Esta relación ocupa el centro de nuestra existencia. Es, como decía hace poco un allegado, una larga conversación que nunca se interrumpe. Pero representa también, quizá y sobre todo, un marco de vida cotidiana, de emociones y de experiencias compartidas, con sus ritos, sus lugares, sus momentos, su temporalidad, un lugar de encuentros y de contactos con otras personas y con otros mundos, un espacio relacional dentro del que la amistad se ha convertido en un modo de vida, es decir, en una cultura y al mismo tiempo en un modo de producción de la subjetividad.
LA PALABRA «AMIGO»
Si multiplico los elementos necesarios para, desde el primer momento, hacer un resumen de la naturaleza real de nuestra relación es porque el término que acabo de utilizar y que debería permitir describirla, amistad, no es suficiente. Nuestro idioma es pobre a la hora de designar la multiplicidad y la diversidad de relaciones que mantenemos a lo largo de nuestra vida. Existen decenas de palabras para calificar los lazos y los ritos instituidos: padres, colegas, vecinos, cónyuges, marido, mujer… Pero para todo lo que se escape de esas formas codificadas y organizadas del encuentro y la sociabilidad, y que pueda tener que ver con dispositivos afectivos tan diferentes, solo hay disponible una palabra, «amigo».
La palabra «amistad» no remite en nuestras sociedades a una realidad tangible. Funciona más bien como un significante vacío, de lo que queda, que denomina todo aquello que no está definido institucionalmente y, por lo tanto, designa los ordenamientos más diversos, algo a lo que los individuos, los grupos, las clases sociales y las clases de edad pueden dar sentidos muy diferentes o incluso opuestos. Además, quizá sea ya significativo el hecho de que la lengua se muestre tan poco interesada en conceder un estatus (y, por consiguiente, un reconocimiento) a las múltiples formas relacionales no institucionalizadas que cohabitan el mundo social; que las trate como un accesorio carente de importancia que, para ser designado, no merece más que una palabra-cajón de sastre. Hay palabras distintas para nombrar al hijo del hermano de mi madre o al hijo del primo hermano de mi padre, pero no hay dos palabras distintas que designen a alguien como Édouard, con el que hablo todos los días y con el que ceno una vez al mes.
La inadecuación manifiesta entre la unicidad de una palabra y la diversidad de las situaciones que se supone que cubre explica el plan adoptado por casi todos los tratados clásicos y modernos sobre la amistad: cada vez —y con cierta dosis de monotonía— los distintos autores deciden hacer lo que la lengua no hace y se dedican a buscar criterios para plantear diferencias entre las distintas formas de amistad, para separarlas unas de otras según su orientación o sus fundamentos… Las amistades tendrían naturalezas distintas y algunas de sus características permitirían clasificarlas: se podría hablar de amistad virtuosa, la amistad ética, la amistad instrumental…
De hecho, me parece imposible abordar el problema de la amistad sin recurrir a un planteamiento clasificatorio. Pero la forma en la que tradicionalmente se ha elaborado dicho planteamiento soslaya, a mi entender, lo esencial: es nominalista, acepta la categoría como si fuera un dato, trata la amistad como una categoría aislada, una suerte de género dentro del cual cabría distinguir varias especies. Ratifica la existencia de un arsenal completo de relaciones que, todas, se llaman «amistad» y se contentan con crear demarcaciones dentro de dicha entidad.
Pues bien, si queremos comprender la diversidad de los ordenamientos relacionales posibles en nuestra existencia, no resulta pertinente intentar establecer líneas divisorias entre unas relaciones clasificadas lingüísticamente como «amistosas» y aisladas de las demás. Es preciso restablecer las diferentes formas en las que esas relaciones llamadas amistosas se articulan con los demás marcos de la vida y de la relacionalidad dentro de los cuales evolucionamos, y separar las funciones existenciales que cada una desempeña en ellos.
Entre el conjunto de lazos amistosos que podemos entablar a lo largo de nuestra existencia, la mayor parte podrían calificarse de funcionales: se integran en el juego establecido de las identidades y de los papeles. No solo se establecen y se desenvuelven siguiendo las leyes sociales que determinan los encuentros que podemos mantener y las maneras de llevarlos a cabo, sino que además se desarrollan de manera complementaria con el resto de los marcos tradicionales de la existencia: las formas familiares y conyugales, pero también las profesionales y generacionales. Forman parte de la organización normal del ciclo de la vida tal como la sociedad la ha configurado para nosotros.
Como la inmensa mayoría de los lazos informales tienen que ver con esta categoría, Graham Allan dice en uno de los libros fundacionales de la sociología de la amistad que una de las particularidades de la amistad en nuestras sociedades es que se trata de una forma relacional ajena a la «justificación»: los motivos por los que somos amigos se nos escapan y, sobre todo, el acceso a esos motivos no es necesario para que la relación se desarrolle.[2] Si se le pregunta a alguien: «¿Por qué es usted amigo de esta persona?», las respuestas serán a menudo vagas y estereotipadas. Apoyada en su desarrollo mayoritario por el orden social, esta práctica no necesita ninguna explicación: ahí está, es algo dado, se nos impone y, por consiguiente, no tiene que cultivarse, desearse, sino que se construye casi conscientemente por sí misma. Puede prescindir de toda justificación subjetiva, pues encuentra su justificación en la objetividad de las estructuras sociales cuyas necesidades pone en funcionamiento. En cierto modo, cabría incluso decir que esas amistades redundantes no tienen existencia propia. Son la forma en la que el mundo social vive por segunda vez a través de nosotros y se reproduce por medio de las prácticas siempre un poco tediosas de la racionalidad que mantenemos con los demás y que llamamos «sociabilidad».
Pero algunos ordenamientos relacionales escapan a esta lógica. Existen amistades que podríamos llamar «creadoras», que comportan algo así como una idea distinta de la relacionalidad y de la vida. Sean duraderas o no, viables o no, no se hallan sometidas al resto de los marcos establecidos, sino que contienen en sí mismas una especie de poder de reconfiguración de nuestra manera de estilizar la existencia. Forman el lugar de una ascesis, el hogar de invención de una contracultura del que se sacan unos principios de diferenciación con respecto a la mayor parte de los modos de existencia institucionalizados, para vivir de otra manera.
La reconstrucción de la relación que mantenemos Didier, Édouard y yo, que nos inventamos tanto como ella nos inventa a nosotros, debería ser el punto de partida de una reflexión sobre las potencialidades abiertas por algunos ordenamientos singulares, tanto si esto tiene que ver con la vida en general, concretamente en su relación con el orden familiar, como, por supuesto, con la vida de autor y la ética intelectual. Para mí no se trata ahora de escribir un relato completo que reconstruya nuestra relación de un modo narrativo y extensivo. Tampoco se trata, evidentemente, erigir como modelo nuestra vida a tres ni de reivindicar la idea absurda, dada la pluralidad irreductible de las subjetividades que pueblan el mundo, de que representa la «vida buena». Se trata más bien de partir de algunas de sus características, de su funcionamiento, de lo que me parece que produce y que ha hecho posible, de lo que me gusta de ella y de lo que me ha aportado, para producir un análisis de los modos de existencia, de los marcos que predeterminan nuestra vida y que a menudo la limitan sin que nos demos cuenta. Se trata de proponer una especie de investigación de una forma o de un determinado ordenamiento que trate de descubrir, a través de nuestro ejemplo, cómo se opone a otras formas y a otros ordenamientos, y cómo se diferencia de ellos, y de examinar lo que dicha singularidad —la amistad como modo de vida— puede producir de liberador y creativo.
LA CRÍTICA DE LOS MODOS DE VIDA
Hacer de la forma de vida el ámbito de una reflexión filosófica, plantear la cuestión de los ordenamientos que construimos con los demás y de los modelos que podríamos adoptar para regular nuestras existencias constituye un espacio problemático en el que la teoría social nos introduce por lo pron