Lo que el dinero sí puede comprar

Carlos Peña

Fragmento

Introducción

La transición chilena (el período que siguió a la dictadura que había llevado a cabo la revolución capitalista) estuvo marcada por frases y momentos memorables. Uno de ellos, que reveló cuán profundo había sido el cambio que Chile comenzaba a experimentar, y cuán difícil sería comprenderlo, fue una declaración del presidente Patricio Aylwin, quizá el político más prestigioso del último medio siglo: «Nunca he ido ni pondré un pie en un mall», declaró en 1993 al responder una invitación para inaugurar uno. «Lo encuentro […] una ostentación de consumismo», agregó después.

El presidente Aylwin, así como millones de personas de su generación, resistía, pero al mismo tiempo impulsaba, la expansión del consumo que el mall representaba.

Veinte años más tarde Chile se había convertido en uno de los países de la región con más metros cuadrados de mall por habitante, solo antecedido por Estados Unidos y por Canadá,1 y para el año 2021 se aprestaba a agregar un millón de metros cuadrados más.2 Ya el 2012, apenas treinta años después de la inauguración del primer mall santiaguino, y a pesar de esas resistencias, la experiencia de ir al mall constituye un paseo habitual para millones de familias que ven allí el sustituto de la plaza, un lugar donde se consumen bienes, se practica la comensalidad, se asiste al cine e incluso (como proclama la publicidad de uno de ellos) se vive la cultura.3 Uno de esos malls está situado en la torre más alta de Sudamérica, y quienes pasean por él vitrinean, se miran en los escaparates o simplemente caminan por sus pasillos o se muestran; provienen de todos los sectores de Santiago gracias al Metro, una de cuyas estaciones llega ahí mismo. Y mientras la Plaza de Armas, el centro cívico de la ciudad, congrega a emigrantes peruanos y haitianos que van allí a buscar datos de trabajo o hacer llamadas telefónicas baratas, el mall Costanera Center reúne a miembros de todas las clases sociales, superando con creces al centro cívico o la Plaza de Armas, el sitio que circundan la Catedral, la Municipalidad y el Museo Histórico.

En consonancia con la cultura que el mall parece haber desatado, el año 2010 se declaraba como monumento histórico un gigantesco aviso publicitario de una conocida marca de champaña y otra de calcetines,4 reconociéndose así que la memoria colectiva e identitaria parecía estar atada al consumo.

Sin embargo, algo ocurrió por esos mismos días.

Cerca del aniversario del primer mall construido en Chile y de la celebración del consumo como monumento nacional, el presidente Piñera, el segundo presidente de derecha elegido democráticamente en más de un siglo declaraba, a propósito de las protestas estudiantiles que entonces encendían las calles, y mientras inauguraba la sede de un importante instituto profesional, que la educación era «un bien de consumo»:

requerimos en esta sociedad moderna una mucho mayor interconexión entre el mundo de la educación y el mundo de la empresa, porque la educación cumple un doble propósito: es un bien de consumo.

La declaración —que subrayaba el hecho de que la gente suele apropiarse los beneficios de la educación y mejorar su renta— parecía adecuada a una sociedad cuya cultura aparentaba estar cómoda con el mercado; pero, sorprendentemente, desató una ola de críticas, las cuales se unieron a las quejas por el lucro y la emblemática frase desató un debate que continúa hasta hoy: ¿acaso el mercado no tenía límites?

Se instaló así en la sociedad chilena, en sus círculos intelectuales y en la prensa, una discusión interminable que, con distintos niveles de elaboración intelectual, expresa el que parece ser un rasgo persistente de la modernización de Chile, una cierta inconsistencia: la aparición de una muy extendida cultura del consumo y satisfacción por el bienestar material, pero al mismo tiempo la sospecha de que hay algo valioso que se escurre cuando se lo alcanza.

Esa sensación ambivalente en una sociedad que se moderniza, ha sido detectada ampliamente por la literatura. Dentro de las reflexiones clásicas sobresalen los trabajos de Georg Simmel y Émile Durkheim, quienes siempre vieron en la modernidad capitalista (a cuya consolidación ellos asistieron) una ambivalencia: mayor individuación y libertad, pero al mismo tiempo agobio y anomia; un crecimiento del bienestar, pero a la vez mayor especificidad de los bienes y una disonancia cognitiva cuando se los adquiere; ensimismamiento en la propia vida, pero al mismo tiempo lejanía de las instituciones. ¿No es todo eso lo que se vive cotidianamente en Chile?

A pesar de que las sociedades, como los individuos, gustan creer que sus experiencias son únicas, que les acontecen a ellos por vez primera y a nadie más y que, por lo mismo, la reacción frente a ellas es también inédita, así como su solución, la verdad es que al menos en lo que se refiere a las sensaciones que provocan el mercado moderno y el consumo, no parece haber nada nuevo bajo el sol. Una amplia literatura muestra que muchas de las cosas que hoy día encienden el debate —desde el rechazo al lucro hasta los límites del mercado— han acompañado a la sociedad moderna desde sus inicios.

Por supuesto, la antigüedad de esas ideas y sensaciones no es una prueba de su error; pero revisarlas, y aprender de los textos que las han formulado o criticado, puede ayudar a comprender mejor el fenómeno que enfrentan las sociedades que, como la chilena, han experimentado un rápido proceso de modernización.

Este ensayo trata, pues, del lugar que poseen el dinero y el mercado en la sociedad contemporánea.

En el debate actual suelen achacarse multitud de males al mercado y a la búsqueda de dinero, especialmente males morales. La estela de incomodidad que producen los procesos de modernización se atribuyen así al mercado, al apetito de lucro, a la omnipresencia del dinero, dejándose ver la sugerencia de que si esas cosas aminoraran su presencia en la vida, si estrecharan el papel que cumplen, todo iría mejor, la sociedad estaría más cohesionada y la vida sería más plena. Si bien nadie hoy parece creer que puede haber un mundo sin mercado —como dijo Jameson y repite Žižek, parece más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del mercado capitalista—, en todas esas críticas se desliza la idea de que en el horizonte histórico habría que imaginar un mundo en el que este tipo de instituciones dejen de tener el lugar que hoy poseen dando paso, más bien, a un autogobierno colectivo donde, en vez del intercambio, sea el diálogo el que conduzca la vida de todos.

Como todas las escatologías, esa idea (lo mismo que su rival, la idea del mercado total) padece el error de creer que en la vida se puede disponer del lado bueno de las cosas y sacudir de una vez por todas lo malo. La autonomía personal y la libertad de configurar la propia vida, así como la libertad política, muestra una larga experiencia, dependen en parte importante de la existencia del intercambio más o menos libre y de la expansión del co

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