La filosofía de ser niños

Christopher Phillips

Fragmento

La filosofía de ser niños

Capítulo 1
Niñaremos en el bosque

¡NIÑOS Y ADULTOS PRIMERO!

“¿Qué fue primero, el huevo o la gallina?” Acabo de plantearle ese clásico filosófico a un grupo de tercero de primaria en Iowa. Las primarias son una parada frecuente en mis rondas por el mundo para tener pláticas socráticas. Estos encuentros inspiran a sus participantes a compartir una variedad de opiniones sugerentes sobre preguntas que exploramos juntos. Como señalo en Sócrates Café, mi primer libro sobre mis aventuras filosóficas: “Necesito filosofar con niños. Nadie cuestiona, nadie se pregunta, nadie examina como ellos. No es sólo que les encanten las preguntas, sino que las viven”. Mi opinión es afín a la del influyente filósofo existencialista alemán Karl Jaspers (1883-1969), quien sostenía que la “filosofía espontánea” —el impulso ineludible de hacer preguntas profundas y buscarles respuesta, de tal modo que lleven a una nueva serie de preguntas... y de respuestas— está en el ADN infantil. Para los chicos, “socratizar” es una montaña rusa existencial. Entre más giros y vueltas inesperados, entre más sorprendentes e innovadoras las conclusiones, más felices están.

A mí me entró el gusanito socrático a los 12 años, cuando mi abuela griega, mi yaya, Kalliope Casavarakis Philipou, me dio una bella traducción inglesa con forro de cuero de los diálogos socráticos de Platón. Me pellizcó el cachete, como hacen las abuelas griegas, me dijo que tenía la sangre de Sócrates y predijo que algún día repetiría sus hazañas en contextos modernos, que entraría en indagación filosófica con gente de cualquier lugar. Leí el libro de cabo a rabo una y otra vez. Sócrates era genial. Su idea de que cada quien podía y debería convertirse en el mejor indagador y pensador posible me llegó.

Martin Heidegger (1889-1976), el filósofo alemán que ganó renombre con sus exploraciones existenciales, consideraba a Sócrates el “más puro pensador de Occidente”, porque el ateniense creía que las preguntas planteadas importaban más que las respuestas a las que se llegara. Mi afinidad con Sócrates recae más en el hecho de que, para él, ni siquiera las respuestas más convincentes son definitivas, sino tan sólo un paradero para usar nuestra propia imaginación y experiencias, y así desarrollar toda una nueva camada de preguntas. En resumidas cuentas, mi yaya me arruinó la vida. A partir de entonces, la idea de tener aspiraciones profesionales normales no bastó. Quería ser un indagador socrático. Que es en lo que me convertí.

Inicié mi primer grupo de diálogo de Café Sócrates allá por 1996, en un acogedor cafecito de Montclair, Nueva Jersey. Compartía con el filósofo del siglo V a.C. la opinión de que los encuentros cercanos de tipo filosófico con otras personas para sumergirnos en apasionados pero razonados intercambios de ideas e ideales son un portal para esculpir lo que los antiguos griegos llamaban areté: la excelencia total que se logra con el esfuerzo individual y colectivo a la vez. Café Sócrates se convirtió en una suerte de fenómeno, en un oasis de gente razonable en medio de un desierto de intolerancia y fundamentalismo que se extendía por el mundo. Ahora, cientos de grupos se reúnen por todo lo ancho, en lugares y espacios públicos, incluyendo el ciberespacio, pero también en locales palpables como escuelas, iglesias, centros comunitarios, asilos, cárceles, albergues para familias sin hogar, bibliotecas y hasta guarderías.

El Café Sócrates sigue teniendo impulso después de tanto tiempo. Cuando personas diversas parten el pan filosófico, con frecuencia suelen formarse conexiones íntimas entre los aliados más extraños. Si fueras una mosca en la pared en una de esas reuniones, verías que los participantes de un Café Sócrates en acción son inquisitivos, abiertos, curiosos y juguetones... niños, para acabar pronto. Me gusta decir que Café Sócrates es para “niños de todas las edades”, porque esas reuniones sacan a relucir nuestra curiosidad y capacidad de asombro innatas. Hablando de niños, al pasar de los años he tenido miles de diálogos con los más jóvenes de todo el mundo, dentro y fuera de las sacras aulas de enseñanza formal. Sus hermosas mentes piensan en una paleta de colores brillante, y sus ideas casi siempre impactantes y provocadoras me ayudan a ver problemas viejos bajo una luz nueva.

En esta velada filosófica, en cuanto pongo sobre la mesa la pregunta del huevo y la gallina, Eva, de ocho años, me contesta:

—Mira, sé que estamos en Iowa y es tierra de granjas y todo, pero no sé nada de huevos ni de gallinas. Lo que sí sé es cómo nacen los bebés humanos. Mi mamá es obstetra. Si puedo referirme al Homo sapiens en vez de a las gallinas, entonces podré decirte algo de quién fue primero.

Sin esperar mi permiso, continúa con tono de institutriz:

—Un miembro adulto masculino y uno femenino de la misma especie tienen que aparearse para fertilizar el óvulo de la hembra... y por adultos me refiero a adultos biológicos, que puedan producir óvulos y espermas para hacer bebés.

Voltea a ver a la Sra. Bunn, su maestra de tercero de primaria, y le pregunta:

—¿Es esperma o espermas?

No recibe respuesta inmediata de su desconcertada maestra, así que continúa:

—En la vida real, se resume a esto: el macho tiene que fecundar a la hembra con uno de sus espermas. Si la fecundación es por inseminación artificial, de todos modos se requiere un esperma macho maduro. En cuanto ese esperma se fusione con uno de los óvulos de la hembra —ya sea en las tubas uterinas o en el tubo de ensayo— el proceso de fertilización inicia. Finalmente, si todo sale según el plan, las células fusionadas forman un cigoto, u óvulo fertilizado, que sigue dividiéndose de maneras cada vez más especializadas. Luego, unos nueve meses después, nace un bebé plenamente desarrollado.

Vuelve su atención hacia mí.

—No tengo idea de dónde hayan salido los primeros hacebebés (mucho menos los primeros hacepollos). Pero tuvieron que ser primero, porque son quienes poseen los óvulos y el esperma, o espermas… a menos de que haya algo así como par… partone… partenogén… reproducción asexual, como sucede con los platelmintos y los tiburones, donde el progenitor y la progenie son uno mismo.

Seth medio asiente. No está seguro de haberle entendido por completo a Eva, quien lo tiene deslumbrado, pero de todos modos está decidido a apoyarla:

—Las gallinas y los humanos adultos tuvieron que ser primero, porque los bebés y los pollitos no durarían mucho sin ellos. En cuanto el bebé humano o el pollito entra al mundo, entonces por lo menos un adulto tiene que asumir el papel de padre y criarlo. Los bebés humanos, tanto como los pollitos bebés, son criaturas desamparadas e indefensas. Alguien tiene que alimentarlos, cuidarlos y defenderlos, o no van a durar mucho. En el caso de los humanos, a veces el adulto o adultos que cuidan a un bebé no son

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