Ni felices ni para siempre

Clay Newman (pseudónimo de Borja Vilaseca)

Fragmento

cap-1

CONFESIÓN DEL AUTOR

Lo que he aprendido de mis tres matrimonios
y mis dos divorcios

La palabra «amor» es la más maltratada de la historia. Lo sé por experiencia. De hecho, quiero empezar pidiendo disculpas a todas las mujeres a las que he amado, incluyendo, por supuesto, a mi actual esposa. Os pido perdón por no haber estado nunca a la altura, por haber sido un enano emocional. Durante la mayor parte de mi vida, el desproporcionado tamaño de mi ego me ha impedido daros lo que necesitabais, trataros como os merecíais y, en definitiva, haceros sentir queridas.

Lo reconozco: he tenido que sufrir como un perro apaleado para empezar a cambiar. Mis tormentosas relaciones con las mujeres han sido lo que más me ha ayudado a madurar. No solo como hombre, sino también como ser humano. Para ser sincero, me he sentido atraído sexualmente por infinitas mujeres. Y también por algunas de sus madres. Les he tirado la caña a cientos de ellas. Me ha rechazado la mayoría. Me he acostado con 68 mujeres. Lástima, me ha faltado una para alcanzar el número mágico. Me consta que muchas de ellas disfrutaron de un buen orgasmo, si bien sospecho que unas cuantas —todavía no sé muy bien por qué— lo fingieron.

La primera vez que besé a una chica tenía catorce años. Se llamaba Tiffany. Nunca lo olvidaré. Estábamos solos, sentados en el campo, en una preciosa tarde de verano. Protegidos por una muralla de arbustos, llevábamos casi una hora compartiendo las típicas chorradas de las que hablan los adolescentes para no decir lo que realmente piensan. Y cuando empezó a oscurecer, por fin me armé de valor y la miré a los ojos. Quería besarla, pero no pude. Los nervios me impidieron ser tan valiente.

Supongo que, al sentir mi vulnerabilidad, Tiffany me robó un beso. Nuestros labios se fundieron y nuestras lenguas se encontraron. Apenas diez minutos después —con revolcones por el suelo incluidos—, me dijo que paráramos. Que estábamos yendo demasiado rápido. Y, por cierto, que me cortara un poco, que la estaba llenando de babas... Me pidió que siguiéramos quedando y que nos lo tomáramos con más calma. No volví a verla.

LAS LOCURAS QUE SE COMETEN CUANDO SE ESTÁ ENAMORADO

Dos años más tarde y decenas de flirteos entre tanto, experimenté mi primer «amor platónico». Por más que Platón se refiriera a otra cosa, popularmente se considera platónico aquel amor «no correspondido», «inalcanzable» y aparentemente «imposible». Pues bien. Me sucedió con una chica del instituto: Betsy. Aunque íbamos a clases diferentes, formábamos parte del mismo grupo de amigos. Era una chica tan hermosa como introvertida. Rara vez me dirigía la palabra. Y cuando lo hacía, ni me hablaba de ella ni se interesaba por mí.

Betsy me hacía tan poco caso que tuve que imaginar nuestra relación de pareja. Por aquel entonces yo era un chico inseguro y atormentado. E iba bien disfrazado de romántico. No sé qué apareció antes, si el enamoramiento, la obsesión o la locura. Tal vez los tres al mismo tiempo. Lo cierto es que no podía parar de pensar en ella. Cada noche soñaba que la conquistaba. Y cada mañana me daba cuenta de que, en efecto, había vuelto a tener el mismo sueño.

No sé muy bien cómo, pero me convencí de que no podía vivir sin ella. El vacío era tan insoportable que empecé a enfermar de soledad. Me sentía como un barco que llevaba años a la deriva y que por fin había encontrado su puerto. De pronto creía saber dónde había estado escondida todo aquel tiempo mi felicidad. Sin embargo, cuanto más me acercaba a ella, más se alejaba Betsy de mí. Al final me acabé ahogando en un océano de emociones y sentimientos. Tras acudir varias veces a la consulta de un psiquiatra, empecé a medicarme para combatir la depresión.

Lo bueno que tiene la obsesión es que te permite comprometerte a largo plazo. Solo cuatro años más tarde, después de picar mucha piedra, logré que aquella chica fuera mía. Sucedió, cómo no, en una discoteca. Al igual que el resto de jóvenes que nos rodeaban, hacíamos ver que bailábamos. Es curioso la cantidad de ruido, oscuridad y alcohol que algunos hemos necesitado para poder ligar. Aquella noche, sin ir más lejos, Betsy y yo nos tomamos seis chupitos de tequila y otros tantos cubatas antes de darnos una oportunidad.

A pesar de las lagunas, recuerdo borrosamente que nos besamos con tanta fuerza que terminamos cayéndonos al suelo. Más tarde fuimos a mi casa y —por expresarlo de forma elegante— hicimos el amor durante casi tres gloriosos minutos. Aquel día ambos perdimos la virginidad. Así fue como empezamos a salir. Pero nada cambió: yo seguía sufriendo. Eso sí, a partir de entonces por miedo a perderla. Betsy solía quedar conmigo alguna tarde entre semana, y reservaba los jueves, viernes y sábados por la noche para salir de fiesta con sus amigas. Su ausencia fue la excusa para que afloraran mis demonios internos, que me convirtieron en un chico posesivo, controlador y celoso.

Dos meses después de que comenzara nuestro noviazgo, me dijo que estaba embarazada. Yo acababa de cumplir veinte años y no tenía ni puñetera idea de qué hacer con mi vida. Había dejado mis estudios y trabajaba a tiempo parcial como mozo de almacén. Lo nuestro no tenía presente ni mucho menos futuro. Sin embargo, presionados por nuestro entorno social, al año siguiente decidimos casarnos por la Iglesia y empezar a vivir juntos. Y al poco nació nuestra hija. Ahora lo veo con perspectiva y me pregunto: ¿cómo diablos íbamos a ser capaces de cuidar a nuestra pequeña si no éramos capaces de cuidar de nosotros mismos?

Fueron cuatro años de conflicto, lucha y sufrimiento. Madre mía, lo mucho que dos personas que dicen quererse pueden llegar a destruirse en el nombre del amor. Tras el divorcio, Betsy se mudó a San Francisco con sus padres y nuestra hija de tres años. Y poco después conoció al hombre con el que rehízo su vida. En la actualidad mantenemos una relación muy respetuosa y cordial. Tenemos una hija en común, a la que veo siempre que puedo, y que me ha dado dos nietos cojonudos. Le llevó muchos años, pero tiene un corazón tan grande que al final perdonó mis numerosos pecados.

LA MONOTONÍA Y EL HASTÍO DEL MATRIMONIO CONVENCIONAL

La ruptura con Betsy me sumergió, todavía más, en la profunda depresión que me acompañaba desde hacía años. La verdad es que por poco no salgo vivo. Estuve a punto de suicidarme. Se puede decir que la filosofía me salvó la vida. Inspirado por las enseñanzas de los grandes sabios de la historia de la humanidad —como Séneca, Buda, Sócrates o Jesús de Nazaret, por citar a algunos— decidí dejar las pastillas. Y me comprometí a salir del pozo en el que yo mismo me había metido. Como dice uno de mis proverbios preferidos, «quien se cae al suelo se levanta con la ayuda del suelo».

Lo reconozco: a lo largo de mi proceso de recuperación demonicé a las mujeres. No quería saber nada de ellas. Bueno, al menos desde un plano sentimental. A los veinticinco años me convertí en un lobo solitario. Cual cazador, estaba siempre al acecho, en busca de presas fáciles. Durante los siguientes tres años aprendí todo lo que pude de las mujeres. Ya no me interesaba el amor. Tan solo el sexo. De hecho, me volví adicto al placer para huir del dolor. Y una vez que el lobo se sació, empezó a aburrirme el proceso de seducción, conquista y consumación

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos