Yo elijo salvar

Evanyely Zamorano
Emanuel Pacheco

Fragmento

¿Cuántos momentos al día estamos conscientes de nuestra mortalidad?

Quizá hay días en que nos sentimos inmortales. O simplemente se nos olvida que no lo somos.

Mi nombre es Evanyely Zamorano y perdí a Katy, mi hija de dieciséis años, un martes 22 de mayo de 2018. Cuando te sucede algo así en la vida pasan cosas como estas: sientes que te arde el pecho y dejas de sentir las piernas. No sabes si valdrá la pena despertarse en la mañana. Cuestionas todo tu ser: si hiciste o no hiciste todo lo que podías por ella. También cuestionas todos los instantes vividos, y no sabes cuántos minutos más vas a poder resistir con ese ardor que duele al respirar.

Y si respiras profundo, duele más.

* * *

Ese martes nos levantamos muy temprano, como siempre. A las cinco y media de la mañana comenzaban habitualmente en nuestra casa todos los preparativos de un día normal: duchas, colaciones, desayunos. Esa mañana no fue la excepción.

Veníamos saliendo de un fin de semana largo en el que habíamos estado todos compartiendo en casa. Pasé los tres días junto a Emanuel, mi marido, y nuestros tres hijos: Alan y Katy —de mi primer matrimonio— y Máximo, de tres años, a quien estábamos sacándole los pañales. El sábado Katy asistió a una fiesta y al día siguiente, a la hora de almuerzo, le preguntamos cómo lo había pasado. Ella nos respondió que había estado todo bien, y que incluso uno de los asistentes la seguía en Instagram y la había reconocido por su trabajo musical que allí publicaba.

Durante la tarde de ese domingo y todo el lunes, Katy se dedicó por completo a componer y cantar, su gran pasión; en varias oportunidades nos llamó la atención porque estábamos haciendo ruido mientras ella grababa su trabajo. Cuando se sumergía en sus procesos creativos, hasta el timbre de la casa era una interrupción para ella.

Katy, quien asistía a clases de canto en la Academia Alicia Puccio desde los cinco años, se había reincorporado muy entusiasmada la semana anterior para retomar su formación como cantante, una carrera que se había convertido en su gran motivación de vida. Había grabado ya varias canciones de su autoría, el 25 de mayo haría una presentación en su colegio y tenía planificado, desde hacía un año, viajar en agosto a Nashville, en Estados Unidos, para grabar sus nuevas creaciones. Por eso, estaba feliz con su vuelta a la academia y también por la coach que le habían asignado.

Para llegar a Nashville —la tierra de la cantante Taylor Swift, su ídola— había invertido mucha energía y parte de sus posesiones materiales. Para financiar ese proyecto incluso vendimos prendas de su ropa. El sueño estaba a un paso.

* * *

—Gordita, despierta. Te quedaste dormida.

Como era costumbre, Emanuel despertaba a Katy cada mañana para ir al colegio. Siempre se repetía la misma rutina: él la abrazaba y lo que venía después eran muchos gritos y risas. Así lo hizo la mañana del martes 22 de mayo de 2018, pero Katy volvió a quedarse dormida.

Entonces yo fui a ver qué ocurría. Katy despertó sobresaltada. Tenía miedo de retrasarse, por lo que tomó desayuno rápidamente y luego se fue con Sebastián, un excompañero de Alan y un hijo más para nosotros, quien se encargaba de ir a dejar a sus hermanas y a Katy cada mañana al colegio. Ella disfrutaba mucho su compañía, iban en el auto con música a todo volumen, en modo fiesta, aunque solo fueran camino a clases.

Seba a veces llegaba a la casa a desayunar con nosotros; luego Katy armaba su colación y se iban. Ese martes 22 de mayo, sin embargo, fue todo muy rápido. No la vi cuando bajó corriendo para irse. Lo hizo sin despedirse. Máximo, entonces, comenzó a gritar mirando a la cocina:

Bye, Katy. ¡Bye, Katy!

Por esos gritos me di cuenta de que ya se iba.

—Gordita, ¿dónde estás? ¡No te despediste! —le dije desde arriba.

Ella guardó silencio.

—Por favor, ¡por lo menos despídete de tu hermano!

No la vi, pero la oí devolverse y decir: «¡Bye, Max!».

Esa fue la última frase que escuché de ella.

* * *

A las once de la mañana de ese martes 22 de mayo me reuní con mi madre, Soledad Rocco, para ir juntas a Providencia. Antes había pasado por la Academia Alicia Puccio, que acababa de cambiarse de dirección, y Jeanette, su secretaria, quien conocía a Katy desde los cinco años, me había contado lo bien y alegre que la había visto, y lo entusiasmada que estaba.

Estábamos en el auto cuando sonó mi teléfono. Era una llamada del colegio de Katy para avisar que mi hija no había asistido a clases. Fue muy corta e inesperada, y con un tono meramente informativo, sin mayor preocupación. Me asusté: no había motivo para que se hubiera ausentado, más con lo responsable que era.

Mientras mi madre intentaba llamar a Katy yo intentaba comunicarme con Sebastián, quien estaba en clases en la universidad. Al ver mis mensajes salió de clases, me llamó y me dijo que la había dejado en el colegio y que le llamó la atención lo callada que estaba. «Pero no vi nada raro. Seguro tenía sueño», agregó. Luego hablé con Emanuel, quien también intentó, sin éxito, ubicarla según la georreferencia emitida por su teléfono celular. Entonces se fue a la casa para ver si podía saber algo de ella a través de su computador. Yo opté por ir directamente al colegio.

En ese momento no reparé en el porqué de la llamada: nunca, en los cinco años que Katy llevaba en el establecimiento, me habían comunicado para confirmar una inasistencia o una falta disciplinaria... nada. Solo un año después me enteré de que un grupo de niñas, que no eran compañeras de Katy, se alertaron por su ausencia y fueron a la dirección pidiendo que me llamaran, saliéndose del protocolo. Hasta hoy, ni ellas ni sus familias ni el colegio nos han manifestado las razones de su preocupación ese día.

Cuando Emanuel llegó a la casa y abrió el computador de Katy, vio una carta con un título aterrador: Read when I die. «Leer cuando me muera».

* * *

Emanuel llegó al colegio con el computador en sus manos. Traía abierta una página de Facebook llamada «Millard Forso»: un muro de «confesiones» de alumnos de la comunidad escolar a la que Katy pertenecía, lleno de mensajes que la agredían y los nombres de todos quienes daban «like», se reían o contribuían a las agresiones. Todos los presentes leían y se miraban. Algunos nombres se repetían y nos preguntaban si eran compañeros de ella; no todos lo eran y tampoco los conocíamos a todos. Emanuel les escribió desde el perfil de Katy: «Esto es serio, mi hija está desaparecida. Ayúdenme a buscarla».

En la oficina del director de enseñanza media y junto a varios de sus asistentes, leímos el contenido de la carta que había dejado Katy. También vimos más detalles de la página

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