Mundos habitados

Roberto Merino Rojo

Fragmento

 Tiempo ido

TIEMPO IDO

Belle Époque

Había unas resquebrajaduras en la base de las balaustradas, hormigas en los plintos en la plenitud del verano y huellas de sulfato en los troncos de las paulonias.

Los jardineros municipales parecían ignorar la brecha entre el tiempo muerto y el tiempo ido. Llevaban sacos de alquitrán a una bodega y demarcaban con polvo de tiza los límites del pasto sembrado.

Un buen barrio de Santiago. La prensa lo había llamado «lo chic de lo chic».

La luz del mediodía nos quemaba los ojos.

La borradura del tiempo en el cerebro, el afán por seguir vivos en el estanque cubierto de florecidos escombros, cuánta acritud desconocida en las viejas juventudes, imprecaciones que omitió su retórica, su manera de presentarse unos a otros en el parque.

La que está allá, en ese banco, la que se ríe, es de La Serena me han dicho, y el otro, el de Chillán, al que nadie conoce ni quiere conocer, era el marido de su hermana, la que murió en el parto.

¿Fueron felices? No sé, quizás viajando alguna vez con sus baúles repletos de ropa blanca y de papeles. Quizás en el momento de repasar cada uno sus propias promesas en sus camas, entre una vuelta y otra de las que se dan para seguir durmiendo cuando se recupera fugazmente la conciencia.

Tiempo ido, abuelo

Lentos, demorados viajes en tren. Ciudades achaparradas, de murallones blanqueados a la cal, sembradíos, lomas con arbustos, caminos interiores con pircas, humo gris de los ramoneos contra el cielo nublado junto a esteros verdosos, distancias de la tarde que se va dejando atrás. En una parte alfalfa, en otra tierra arcillosa, a la vuelta un cerro agrietado por los antiguos terremotos.

En el maletín de cuero llevaba un paquete con piñones. En el bolsillo de la chaqueta llevaba una petaca con aguardiente que le había llenado su mamá directamente de una tinaja con llave en el fundo, en Güiyilemu. La inseguridad del propio nombre sublimada en una voz enfática y precisamente aguardentosa. Había que salir al mundo y el punto de llegada de ese mundo era el Liceo de Talca, el laicismo de unos profesores oscuros que, encerrados la noche de los sábados, sin saber dónde ir, especulaban sobre lecturas de filosofía en algún dormitorio de pensión improvisando en una cocinilla un preparado de café, leche, azúcar quemada, canela y, por supuesto, aguardiente. Estos tipos no hilaban fino con los apellidos locales, al contrario, eran paladines del anonimato, aduaneros del mérito, adoradores del conocimiento, sacralizadores de libros empastados en rústica. No se iban a interesar en ellos las niñas de Talca, las pichonas Donoso o las Letelier, fóbicas al polvillo de la tiza. Él pensaba: quizás me corresponda presentarme por mi cuenta, pero con qué plata y las niñas ya saben que trato con estos individuos. Las Cruz me van a hacer la cruz. Mientras tanto los tipos contrabandeaban con Gorki y con Kropotkin. Vagamente se emocionaban con Murger y con Juan de Dios Peza y se tomaban en serio, con irritación, al padre Monlau.

El filósofo mayor —seco, «quijotesco»— criticaba conceptuosamente a Nietzsche en latas de horas y el otro, el filósofo regordete, asentía un poco y desviaba la conversación hacia «la cuestión social». No llegaban al punto en el cual Nietzsche afirmaba que la estupidez del problema obrero era precisamente la existencia de un problema obrero.

Había que individualizarse e individuarse. Ser, cerrados los caminos familiares, alguien inventado: una identidad sacada de un repertorio ajeno. ¿Habría ahí un camino de autodeterminación?

La infancia había sido buena. El coche tirado por una cabrita en el que lo mandaban a pasear por los senderitos del jardín, distancia que parecía la de un viaje en el que la tarde se abombaba, neutra, con la luz tamizada por las nubes. Lo llamaban de lejos suavizando su duro nombre con un diminutivo: arre, arre Vito. Las mañanas en la lechería sacando pelotones de nata con la mitad abierta de un pan. El cocho del mediodía, una cuestión fragante, dulce, espesa. La intimidad en la pieza del ala sur, mirando cómo las telas de araña en las esquinas de los altísimos techos se volvían, a la luz oscilante de la lámpara, como velos sucios de traje de novia. La araña vivía tras ese velo, un cuerpo pesado pero rápido, siempre encapsulado y alerta a la espera de un bicho perdido que acertara a pasar por ahí. Las picaduras de araña, le constaba, se curaban poniendo sobre la herida un emplasto de la misma tela polvorienta. La araña vivía tras el traje de una novia muerta.

La infancia había terminado pésimo. A la edad en que las cosas decantan, la edad del término de los juegos, los primos le exigieron que aclarara unos puntos: tu papá, quién es, dónde está. Hizo un gesto circular con el brazo que acompañó un balbuceo. El gesto pretendía representar un territorio o un mar. El hecho es que su padre se había ido perdiendo por ahí, en los trenes, en el Ejército, en Santiago mandando apalear sublevados, quién sabe. Ese día fue donde su madre y le dijo que no podía seguir usando pantalones cortos. Estaban en una de las piezas del fundo que se teñían con la última luz del poniente, luz filtrada por unos álamos, por unos sauces y por el polvo levantado por los arreos. Adentro había olor a té y a carbón y a hojas de eucalipto hervidas, que pasaba la ropa.

Su mamá sacó un género oscuro del último cajón de una cómoda y se lo entregó para que se lo llevara a la mujer de uno de los inquilinos, la mujer que cosía por allá lejos en las casas del bajo conocido como Totoralillo. Se fue caminando con la emoción del que adivina el esclarecimiento de un futuro incierto, golpeando el aire con una rama de maqui, viendo las nubes dispersarse hacia la costa y escuchando a la distancia martillazos y ladridos.

Al volver, una huasita —la hija del cabrero— se le adelantó para esperarlo en un recodo. Lo llamó con la pura sonrisa mientras sus piernas flacas se hacían un ovillo una con la otra. Al acercarse ella le dijo «acérquese más, pues, ¿no es hombre acaso?». Se suponía hombre y por tanto se acercó mientras la huasa retrocedía. Ella tenía el terreno estudiado, de modo que lo condujo en dos o tres movimientos a una cama de hojas. «Hágame la maldad, patroncito chico, hágame la maldad». Le hizo la maldad con ternura instintiva pero rápido, y llegó a amar por un instante su olor de pelo sucio y de manteca en la zona del cuello. No se notó que para él era la primera vez. Les contó a sus primos en la noche y ellos bromearon con los rostros adustos: «Tenís que casarte al tiro o el viejo de las cabras te agarra a rebencazos hasta despellejarte». «Hay que ir a despertar al cura ahora mismo». «Te trasladái a vivir a su casa no más, pa que durmái en la tierra tapado con sacos, los de papas son abrigados, pero tienen vinchucas. El viejo ronca eso sí, y duerme con la ropa puesta».

Era frecuente entre esa gente hacer bromas sin reírse. Meter miedo. Antes era con el Cachudo. Lo mandaban cuando chico a recorrer las

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