Emilia
Observo como la lluvia cae densa y en todas direcciones. Pese al frío y a la humedad, siempre es bienvenida. La sequía disminuirá y la calidad del aire mejorará. El paquete estaría completo, si pudiera observar desde la zona sur de Santiago la majestuosa Cordillera de los Andes. Para mi mala suerte, una enorme grúa de un monstruo inmobiliario enloda la hermosa postal. Como es habitual, intento verlo desde otra perspectiva. El centro comercial atraerá a más clientes, situación que en lo personal me favorecería, pero se me hace imposible no pensar: ¿a qué costo?
Es evidente que otra vez me levanté negativa, pero estar encerrada en una caja de cristal, fría y expuesta, no es mi percepción del trabajo ideal. Menos lo es cuando comienza la función. Son las diez de la mañana y ya aparece el primer conflicto.
—¡Emilia! —una de las arrendatarias ingresa a mi tienda con su habitual aire prepotente—. ¿Hablaste con el lunático de la farmacia?
—Buenos días, Dominga, ¿cómo estás? Yo estoy bien —respiro manteniendo la calma. Mi profesor de administración decía que un buen líder siempre debe ser cortés y considerado con sus subalternos, y jamás perder la compostura.
—Yo no estoy bien. ¿Acaso no escuchas la música? ¿Y no ves al ridículo mono bailando reggaetón? ¿Cómo se supone que atraiga clientela a mi café con ese grotesco espectáculo?
—Tampoco es para tanto, y antes de que me vuelvas a levantar la voz, te aclaro que sí, hablé con él. Y ahora lo volveré a hacer. Lo que debes entender es que ese espectáculo es parte de su marca.
—Yo también tengo una marca y la gente que asiste a mi café quiere un lugar tranquilo, no escuchar salsa, ni cumbia, ni menos reggaetón.
—Lo sé y lo entiendo. Iré a hablar con Alfredo para que baje el volumen y así podamos convivir en paz, ¿te parece? —respondo con una falsa y amplia sonrisa, mientras respiro contando hasta diez.
—Claro que me parece, para eso eres la administradora, y si este tema no se soluciona hoy, me veré en la obligación de contactar al señor Poblete para hacer una queja formal —Dominga cruza los brazos, quizás con la intención de que sea más creíble su pobre intento de amenaza.
—Cuando contactes al señor Poblete aprovecha de explicarle tu retraso de más de quince días en el arriendo —me giro en mi asiento hacia el computador y espero que con mi advertencia se retire. Mi profesor jamás mencionó qué hacer cuando tu paciencia se extingue y las ganas de golpear a tus arrendatarios te dominan.
Como esperaba, solo emite un bajo chirrío con sus dientes, junto lo que parece ser un zapateo infantil. Luego, escucho como la puerta de cristal de mi local se cierra, no sin antes filtrarse la melodía del trap. La letra de la canción dice: «Chingamos sin condones, las plan B nunca fracasan».
Me levanto del escritorio como lo hago al menos cincuenta veces al día, quince de las cuales son para pedirle a Alfredo que baje la maldita música.
Una vez que llego a la puerta me devuelvo al observar que una cabellera de color rojo furioso se dirige decidida a mi tienda. Mandy contonea sus imponentes caderas con un leve saltito, gesto que desde el jardín infantil me indica que se aproxima un augurio de destrucción. Si no fuera como mi hermana la despacharía de la misma forma que a Dominga. No tengo idea de qué tramará ahora, pero acabo de decretar que todo será quietud, aunque por su imponente avance esto parece difícil.
Para reafirmar mi decreto realizo una rápida visualización enseñada por mi ex terapeuta: me envuelvo de energías blancas y puras, mientras construyo una pared invisible que evitará que pase cualquier vibra que pueda exaltarme. Probablemente el ejercicio no funcione así, pero solo asistí a una sesión.
La puerta no tarda en abrirse. De inmediato, una esencia floral envuelve el lugar de dos por dos metros, espacio que compone el pequeño —por no decir minúsculo— local de carcasas de celulares que tengo hace más de cuatro años. Además de ser la administradora del centro comercial, también arrendé un espacio para ganar dinero extra. Por supuesto que realicé una minuciosa búsqueda y un estudio de mercado que arrojó que la importación de productos chinos, además de ir en ascenso, era lo que entregaría mayor rentabilidad al invertir el capital de un microempresario. O eso es lo que me gustaría pensar. El estudio lo hice después de beber dos botellas de vino y luego de corroborar que en esta caja de zapatos no cabía nada más. Esa fue una de las tantas desafortunadas decisiones que he tomado estos últimos años.
—¡Felicítame! —Mandy exhala con una emoción que desborda por sus mejillas teñidas de rosado por el frío.
Podría preguntar «¿qué hiciste ahora, Magdalena?», para que aterrizara a la realidad utilizando su verdadero nombre, pero es muy temprano para recibir un golpe. Además, Mandy ya lo cambió de manera oficial en el registro civil, por lo que tampoco quiero que me recuerde que yo la incité a hacerlo. Las dos estuvimos de acuerdo en que el cambio era una forma de renacer, para dejar atrás su tortuoso pasado familiar. Tampoco quiero que me recuerde que para eso están las amigas, para apoyarse en todo tipo de circunstancias.
Mandy va totalmente acorde a su look pin up. Hoy lleva unos tacones rojos, pantis negras, un abrigo largo enlazado en la cintura y completa el conjunto con un pañuelo rojo amarrado en su cabeza. No puedo negar el aire sofisticado y alternativo que solo ella podría lucir, es como una mujer sacada de una revista de los años cincuenta o sesenta.
—Felicitaciones —respondo en tono neutral sonriendo con amplitud, entretanto me aferro con uñas y dientes a mi calma interior.
—En exactamente... espera —mira la pantalla de su celular, que tiene una carcasa del pedido ultra mega especial que recibí hace un mes.
La idea era traer productos novedosos y, por ahorrarme dinero, hice negocios con una distribuidora extranjera desconocida. En vez de fundas «originales» me llegó una caja completa de fundas «peculiares». Los malditos me estafaron y nunca más me contestaron, por lo que menos se hizo devolución de productos o dinero. No solo me lamento por lo ridículo de las carcasas, también lo hago por mi desgraciado mal juicio. Con este nivel de transacciones internacionales tendré que esperar sentada a que un conglomerado multinacional me contrate. Hasta ahora, lo único que tengo de ingeniera comercial son las relaciones con empresas de cobranza.
Podría olvidarme de este desafortunado evento, pero me es imposible hacerlo. Mandy mueve frente a mí el teléfono con la carcasa peculiar. La funda es de una goma color piel. Lo más estrafalario es la oreja en tamaño real que se proyecta de esta. Sí, una oreja. Y no de un animalito tierno, es una oreja humana, con sus pliegues y todo. Es realmente extraño verla cuando la acerca a su verdadera oreja, y no puedo dejar de decir la palabra oreja cada vez que miro la oreja en su mano.
—¿Estás conmigo? —Ma