¿Y si no es conmigo?

Calle y Poché
María José Garzón Guzmán

Fragmento

¿Y si no es conmigo?

M

El portazo sonó definitivo, como lo fue su silencio. Nunca había detestado algo con tanta fuerza como detesté el sonido violento que quedó al tirar la puerta.

Me traté de engañar, pensando que si lo calificaba como el sonido más irritante del mundo era únicamente debido a mi reciente necesidad (casi obsesiva) de neutralizar cosas irracionales que me molestaban porque sí, y que esta era una nueva para mi colección. Hacían parte de ella la ropa cuando se mancha porque se le regó un poco de jugo encima, el sonido de las gotas de agua cayendo de una ducha mal cerrada, los envases del shampoo y del acondicionador cuando quedan torpe y aleatoriamente distribuidos en el espacio de la ducha después de ser usados, el libro que por algún motivo desconocido no está alineado con el resto y, ahora, uno nuevo: el sonido resonante de esa puerta al cerrarse. Me hacía eso porque estaba tan enojada que no quería escuchar ni mis sentimientos.

Parada afuera de su apartamento, separadas por la puerta y por su decisión de acabar con lo nuestro, vi pasar en unos segundos varios recuerdos a su lado: D amenazándome con besarme aquella vez en su cumpleaños, D tomándome de la mano por primera vez en público y mis nervios casi infantiles despertándose, D cuando por primera vez pasó sus dedos por mi piel desnuda y enloqueció mi mundo, D riéndose a carcajadas por algún gesto tonto que hice, D dividiendo en dos el que, según ella, era el mejor plato de ramen que había probado en su vida para que yo pudiera experimentarlo como ella lo hacía…

Ahí fue cuando todo dejó de tener sentido. Las imágenes casi que se derretían en mi mente justo cuando las terminaba de armar.

No era posible que esa fuera la misma persona que, con una expresión indiferente y con los ojos esquivos y fríos, había dejado que me fuera de su vida.

Ni siquiera se trataba de que ella hubiera “dejado” algo; no había un culpable, no había un suceso enorme al cual responsabilizar, no era el universo arrebatándome de ella, no era un daño colateral, era su voluntad.

Ella lo había decidido.

Eso no duele, arde.

Y tampoco se trataba de mí “saliendo de su vida”. Era nuestra vida entera escapándose, como si se tratara de un líquido vivo y sin piedad, de nuestros dedos. Como si mirando nuestros dedos (y nuestra vida juntas atravesándolos), inmóvil, estuviera ella, y en cambio yo, moviéndolos de todas las formas, uniendo mis dedos con los suyos, gritando las palabras que fueran, rezándole a todos los dioses, desesperada, intentándolo todo, lo que fuera, para detener lo indetenible.

Y entonces caí de golpe en aquella realidad.

Agarré el hoodie que colgaba de mi morral, me tapé los ojos, los oídos y la cara con él y, con las manos sobre la boca, grité. No podía creer lo que nos estaba pasando.

Nosotras nos amábamos de verdad, confiábamos en la otra como si se tratara de aire para respirar, soñábamos despiertas al unísono y disfrutábamos como niñas chiquitas de las cosas más simples. Y no por las cosas, sino porque las vivíamos juntas. Nosotras éramos capaces de todo. ¿Nosotras seguíamos siendo las mismas “nosotras” que yo estaba viendo en mi mente? No sé. Porque las “nosotras” que yo conocía se agarraban de la mano cuando una de las dos tenía miedo y no se soltaban hasta invocar efectivamente la supuesta e imposible calma.

¿Quién era esa persona que se quedó dentro del apartamento? No la reconocía.

¿Quién era esa persona que estaba fuera y que se suponía que era yo? No tengo ni la menor idea.

Me pregunté entonces cuándo empezó. Yo sabía que las parejas no terminaban el día que se decían adiós. Debía haber montones de señales sembradas en los últimos meses. Es algo en lo que he pensado antes miles de veces. El problema es que los personajes principales de esos pensamientos nunca fuimos nosotras. Y yo me preguntaba ahora cuál había sido el principio de nuestro fin.

Me tapé los ojos y me abrumó una lluvia dolorosa de dualidad.

Quería correr, pero al mismo tiempo quería quedarme. Y quería espacio, pero también quería contención.

Quedarme, pero con ella y con su contención, ninguna otra.

Sin embargo, había sido ella, D, quien había decidido mi soledad. Y sin ella a mi lado yo no podría haber sido capaz de recibir, o de tolerar siquiera, la presencia de nadie más. Y bajo esos términos ganaba el lado de mí que sí quería carencia de compañía absoluta.

—Ábreme, te lo ruego. —Golpeé su puerta una, dos, tres veces.

La puerta vibró. Adentro del apartamento empezó a sonar música y entendí que era la forma en la que D me decía que no quería escucharme. Era D diciéndome que prefería que yo me fuera. Negué varias veces con la cabeza.

Me agobié exponencialmente al percatarme de que el eco que la puerta había producido al cerrarse aún retumbaba en mi interior y que cada vez lo hacía con mayor intensidad. Me terminé de desesperar al imaginar que el aumento progresivo de la intensidad de ese sonido en mi interior era exactamente proporcional al sonido de mi corazón deshaciéndose.

Minutos después se abrió el ascensor. Era uno de los porteros.

—Niña, ¿se encuentra bien?

—…

—¿En qué puedo ayudarle?

Yo no decía nada.

—Mire que todos los vecinos están asustados. Creen que le pasó algo muy malo.

Intenté sonreír solo para tranquilizarlo, pero fue inútil. Me sorprendió la imposibilidad de producir palabras.

  1. Volví a sentarme en el piso.
  2. Intenté silenciar el llanto.
  3. Recé para que me dejaran sola.

Pedí regresar el tiempo y hacer mejor las cosas para ganarme otra vez el amor de D.

El portero llamó al ascensor, pero no sin antes decirme que me quedara tranquila, que seguro ya mi mamá venía a buscarme, que no me preocupara. Respiré profundo.

Sal en la herida.

No podía haber un peor momento para escuchar esa frase.

Mi mamá…, pensé.

Mi mamá también me había dejado años antes.

En su caso, no por decisión propia.

Miré a los ojos al portero y le agradecí el esfuerzo. Recosté la cabeza sobre la puerta y cerré los ojos.

Hice una cuenta regresiva, pues quería entender lo que acababa de pasar: la confusión del portero al decir que mi mamá vendría por mí, la música a todo volumen, la puerta que se cerraba a mi espalda, mis pasos hasta la puerta, los ojos de D que huían de mi mirada, mi pregunta sin respuesta, las letras (una por una) que usé al decirle «dime, ¿es que ya no me amas?», la nada como consecuencia…

¿Este es el final, D? Su silencio. ¿Quieres que me vaya, D? Su frialdad. Maldita sea, di algo. Su quietud. ¿Quieres terminar? Las lágrimas de ambas.

Una pregunta que quizá no debí hacer. Dime, D, ¿por qué siento que no eres feliz cuando estamos juntas?

Las d

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