Harrow la novena (Locked Tomb Trilogy)

Tamsyn Muir

Fragmento

Dramatis personae

DRAMATIS PERSONAE

El Emperador de las Nueve Casas

«A. L.», su guardiana

Augustine el Primero

Alfred Quinque, su caballero

PRIMER SANTO EN SERVIR AL REY IMPERECEDERO

Mercymorn la Primera

Cristabel Oct, su caballera

SEGUNDA SANTA EN SERVIR AL REY IMPERECEDERO

ORTUS el Primero

Pyrrha Dve, su caballera

TERCER SANTO EN SERVIR AL REY IMPERECEDERO

Cassiopeia la Primera

Nigella Shodash, su caballera

CUARTA SANTA EN SERVIR AL REY IMPERECEDERO

Cyrus el Primero

Valancy Trinit, su caballera

QUINTO SANTO EN SERVIR AL REY IMPERECEDERO

Ulysses el Primero

Titania Tetra, su caballera

SEXTO SANTO EN SERVIR AL REY IMPERECEDERO

Cytherea la Primera

Loveday Heptane, su caballera

SÉPTIMA SANTA EN SERVIR AL REY IMPERECEDERO

Anastasia la Primera

Samael Novenary, su caballero

Ianthe la Primera

Naberius Tern, su caballero

OCTAVA SANTA EN SERVIR AL REY IMPERECEDERO

Harrowhark la Primera

NOVENA SANTA EN SERVIR AL REY IMPERECEDERO

Uno es el Emperador, que llegó antes que nada.

Uno, sus lictores, que acudieron a su llamada.

Uno son sus Santos, elegidos en el pasado.

Uno, sus Manos y las espadas que han empuñado.

Dos es disciplina, ajena a los aprietos.

Tres, el brillo de una joya o de un gesto.

Cuatro es lealtad, también contiendas.

Cinco, con los difuntos acervo y deudas.

Seis es verdad y no consuelo en mentiras.

Siete, belleza que brota y expira.

Ocho es redención, a toda costa.

Nueve, la tumba y lo perdido otrora.

Prólogo

    PRÓLOGO


    LA VÍSPERA DEL ASESINATO DEL EMPERADOR

SUMIDA DESDE HACÍA MUCHO TIEMPO en la oscuridad total, tu habitación no tenía nada capaz de distraerte del estruendoso golpeteo de cuerpos y más cuerpos que se abalanzaban contra la gran cantidad de ellos que ya cubrían el casco. Pum. Pum. Pum. No veías nada. Las ventanas estaban cerradas, pero sentías esa inquietante vibración, oías el crujido de la quitina contra el metal, de los desgarrones catastróficos en el acero causados por una zarpa fungosa.

Hacía mucho frío. Una leve capa de escarcha te cubría las mejillas, el pelo, las pestañas. Tu aliento se convertía en volutas húmedas de un humo grisáceo en la penumbra asfixiante. A veces gritabas un poco, algo que ya no te daba vergüenza. Eras capaz de comprender la reacción de tu cuerpo a la proximidad. Los gritos eran, con diferencia, lo mínimo que podía ocurrir.

La voz de Dios sonó muy calmada a través de los sistemas de comunicación:

—Quedan diez minutos para que entren. Nos queda media hora de aire acondicionado... y después esto se convertirá en un horno. Las puertas se cerrarán hasta que se iguale la presión. Conservad vuestra temperatura. Harrow, intentaré que las tuyas se mantengan cerradas todo el tiempo que resulte posible.

Te tambaleaste hasta ponerte en pie mientras te agarrabas la túnica inmaculada con ambas manos y te abriste paso hasta el intercomunicador. Intentaste encontrar palabras irrefutables e intelectuales, pero te limitaste a espetar:

—Sé cuidar de mí misma.

—Harrowhark, te necesitamos en el Río, y mientras estás en él tu nigromancia no funciona.

—Soy una lictora, Señor —te oíste decir—. Soy vuestra santa. Soy vuestros dedos y vuestros ademanes. Si lo que buscabais era una Mano que necesitase una puerta tras la que ocultarse, incluso en una situación como esta, tal vez os haya juzgado mal.

Lo oíste exhalar en el lejano sanctasanctórum que se encontraba en las profundidades del Mitreo. Te lo imaginaste sentado en una silla rota y desgastada, solo, mientras se masajeaba la sien derecha con el pulgar con el que siempre se masajeaba la sien derecha. Después de una breve pausa, dijo:

—Harrow, por favor. No tengas tanta prisa por morir.

—No me subestiméis, Preceptor —replicaste—. Llevo toda la vida sobreviviendo.

Te abriste paso de nuevo hacia los anillos concéntricos de acetábulos y las capas de fémures ásperos que había por el suelo, te colocaste en el centro y respiraste. Hondo, a través de la nariz, y después soltaste el aire por la boca, tal y como te habían enseñado. La escarcha ya casi se había convertido en una fina condensación que te cubría la cara y la nuca, y notabas calor por debajo de la túnica. Te sentaste con las piernas cruzadas y las manos inmóviles sobre el regazo. La guarnición de lazo del estoque se te clavaba en la cadera, como un animal desesperado por comer, y en un arrebato de furia te planteaste incluso desatarte esa maldita cosa y lanzarla con todas tus fuerzas al otro extremo de la estancia. Pero lo cierto era que te preocupaba la escasísima distancia a la que a buen seguro conseguirías tirarlo. En el exterior, el casco se estremeció como si cientos de heraldos más se hubiesen afianzado a la superficie. Te los imaginaste unos sobre otros; azules a la sombra de los asteroides, amarillos a la luz de la estrella más cercana.

La puerta de tu camarote se deslizó para abrirse, con esa antigua exhalación hidráulica de gas comprimido, pero la intrusa no activó las trampas de dientes que habías colocado en el marco ni los pedazos de hueso perpetuo que habías pegado en el umbral de la puerta. Lo franqueó con su falda de gasa arrugada y recogida a la altura de los muslos, balanceándose como una bailarina. Su estoque era negro en la penumbra, y los huesos del brazo derecho relucían de un dorado untuoso. Cerraste los ojos al verla.

—Podría protegeros si me lo pidieseis —se ofreció Ianthe la Primera.

Una templada gota de sudor te empezó a recorrer las costillas.

—Preferiría que me arrancaran los tendones uno a uno y que luego los tiraran hechos jirones sobre mis huesos rotos —dijiste—. Preferiría que me desollaran viva y me embadurnasen de sal. Preferiría que me derramasen mis propios jugos gástricos en los ojos.

—Así pues, aún albergo una ligera esperanza... —dijo Ianthe—. Ayudadme un poco. No seáis tan remilgada.

—No finjáis. Sé que solo habéis venido porque sabéis que podéis sacar provecho.

Ianthe dijo:

—He venido para advertiros.

—¿Para advertirme? —Tu voz sonó neutra e impasible. Más de lo normal, incluso para ser tú—. ¿Ahora venís a advertirme?

La otra lictora se acercó. No abriste los ojos. Te sorprendiste al oír el crujido de sus pasos a través de tu calculado revestimiento de huesos, al notar cómo se arrodillaba sin estremecerse sobre esa alfombra funesta y pulverulenta sobre la que se encontraba. No sentiste la tanatonergía de Ianthe, pero te dio la impresión de que la oscuridad te facilitaba la tarea de percibir su miedo. Notaste cómo se le erizaba el vello del antebrazo, oíste el latir de su corazón húmedo y humano, cómo se le unían los omóplatos cuando irguió los hombros. Oliste el hedor del sudor y del perfume: almizcle, rosa, vetiver.

—Nonagesimus, nadie va a venir a salvaros. Ni Dios. Ni Augustine. Nadie. —Ya no había burla alguna en su voz, sino algo muy diferente: emoción, quizá. O inquietud—. Estaréis muerta dentro de media hora. Sois una presa fácil. Os habéis quedado sin trucos, a menos que en esas cartas haya algo que desconozca.

—Nunca me han asesinado, y la verdad es que no pretendo dejar que esta sea la primera vez.

—Aquí acaba todo para vos, Nonagesimus. Os ha llegado la hora.

Te llevaste tal sorpresa que abriste los ojos al notar cómo la joven que tenías frente a ti te agarraba por la barbilla con ambas manos, dedos febriles comparados con la helada sacudida de sus áureos metacarpianos. Después te rozó la mandíbula con el pulgar que aún tenía carne. Por unos instantes, diste por hecho que alucinabas, pero dicha conjetura se esfumó al notar el frío de su proximidad, al sentir a Ianthe Tridentarius de rodillas ante ti en gesto de inconfundible súplica. Su cabello pálido le caía sobre el rostro como un velo, y sus ojos robados te miraron, a caballo entre el ruego y una altiva desesperación: ojos azules con manchas de un castaño claro como el de un ágata.

Al contemplar de manera tan directa los ojos del caballero que ella misma había asesinado, volviste a recordar de manera involuntaria la belleza que emanaba de Ianthe Tridentarius.

—Daos la vuelta —murmuró—. Harry, lo único que tenéis que hacer es daros la vuelta. Sé lo que habéis hecho, y sé cómo revertirlo. Solo tenéis que pedírmelo. Pedídmelo, es tan fácil como eso. La muerte es para mentecatos. Vos y yo al máximo de nuestro poder podríamos destruir a esa Bestia de la Resurrección y salir ilesas. Podríamos salvar la galaxia. Salvar al Emperador. Dejemos que en casa hablen de Ianthe y de Harrowhark, que lloren al recordar nuestros nombres. El pasado ha muerto y ambas también, pero vos y yo seguimos vivas.

—¿Y qué son? ¿Qué son sino un cadáver más que arrastramos a nuestras espaldas?

Ianthe tenía los labios agrietados y rojos. En su rostro había una súplica manifiesta. No era inquietud, sino emoción.

Llegaste a la tímida conclusión de que aquel era un momento muy importante a nivel psicológico.

—Que os den por culo —dijiste.

Los heraldos no dejaban de repiquetear contra el casco como si fuesen gotas de lluvia. El rostro de Ianthe volvió a convertirse en esa máscara blanca y burlona al tiempo que te soltaba la mandíbula y extendía los impacientes dedos y esos horribles huesos cubiertos de oro.

—No creo que sea un momento apropiado para decir guarradas, pero si es lo que queréis... —dijo—. Estranguladme, papi.

—Salid de aquí.

—Siempre habéis creído que la cabezonería es la mejor de las virtudes —comentó sin venir a cuento—. Lo cierto es que ahora opino que deberíais haber muerto en la Morada Canaán.

—Y vos deberíais haber matado a vuestra hermana —replicaste—. Esos ojos no pegan con vuestro rostro.

La voz del Emperador volvió a sonar por el intercomunicador, igual de tranquilo que antes.

—Quedan cuatro minutos. —Después añadió, con el tono de un profesor que reprende a unas niñas distraídas—: Aseguraos de que estáis donde tenéis que estar, chicas.

Ianthe se dio la vuelta sin brusquedad. Se puso en pie y acarició la pared de tu camarote con los dedos humanos. Después los pasó por el arco afiligranado, por el metal pulido de los paneles y las incrustaciones de hueso. Luego dijo:

—Bueno, que luego nadie me venga a decir que no lo he intentado.

Franqueó el arco para cruzar al pasillo que había al otro lado. Oíste cómo la puerta se cerraba detrás de ella. Te acababan de dejar sola.

El calor se hizo más intenso. A esas alturas, la estación ya debía de estar rodeada por completo, cubierta por esa mortaja que no dejaba de retorcerse de tórax y alas, de mandíbulas y antenas, de los difuntos mensajeros de una voraz aparición estelar. La estática chasqueó en tu comunicador, pero al otro lado solo se oyó silencio. El silencio se había apoderado de los encantadores pasillos del Mitreo, y uno sudoroso y abrasador había hecho lo propio con tu alma. Gritaste sin emitir sonido alguno; los músculos de tu garganta se tensaron sin hacer ruido.

Pensaste en ese sobre de papel que iba dirigido a ti y que rezaba: «Abrir en caso de muerte inminente».

—Han empezado a entrar —dijo el Emperador—. Perdonadme. Y plantadles cara, hijos míos.

En algún lugar lejano de la estación se oyó el crujido del metal y del metacrilato al retorcerse. Te empezaron a temblar las rodillas y habrías caído al suelo entre espasmos de no haber estado sentada. Te cerraste los ojos con los dedos y te afanaste por quedarte inmóvil. La oscuridad se volvió más densa y fría a medida que te envolvía el primer escudo de hueso perpetuo. Era algo inútil, propio de una imbécil, ya que se iba a disolver desde el momento en que te sumergieses, pero después llegó el segundo, y luego el tercero, hasta que te quedaste sumida en un nido sofocante e inexpugnable. Cinco pares de ojos se cerraron al mismo tiempo por todo el Mitreo; uno de esos pares era el tuyo. A diferencia de los demás, los tuyos no volverían a abrirse. Ibas a morir en media hora, por muchas esperanzas que tuviese el Preceptor. Los lictores del Emperador Resurrector empezaron su larga travesía a través del Río hacia el lugar en el que se acurrucaba la Bestia de la Resurrección, algo alejada de la órbita del Mitreo, a caballo entre la vida y la muerte, una verminosa masa liminal. Y tú vadeaste el Río con ellos y dejaste tu carne indefensa tras de ti.

—Rezo por que la tumba permanezca siempre sellada —te oíste recitar en voz alta, con un tono que eras incapaz de elevar por encima de un susurro ahogado—. Rezo por que la roca nunca se aparte. Rezo por que lo que está enterrado permanezca enterrado, inconmovible, en descanso eterno con ojos cerrados y mente extinta. Rezo por que viva... Oh, finada de la Tumba Sellada —improvisaste sin pensar—. Amado cadáver, oíd a vuestra sierva. Os he amado con todo mi podrido y despreciable corazón. Os he amado y desatendido todo lo demás. Permitidme vivir lo suficiente como para morir a vuestros pies.

Luego te hundiste para enfrentarte al Infierno.

* * *

Y el Infierno te escupió. Era lo justo.

No te despertaste después de haber atravesado el espacio tanatonergético, patria única de los muertos y de los santos nigrománticos que se enfrentan a ellos, sino que lo hiciste en el pasillo por fuera de tu camarote, tirada en el suelo de lado, asándote viva, asfixiada y empapada de sudor (el tuyo) y sangre (la tuya); con la hoja de tu estoque atravesada en el estómago y clavada por la espalda. La herida no era una alucinación ni un sueño: la sangre estaba húmeda y sentiste un dolor atroz. La visión se te había empezado a nublar mientras intentabas cerrar la herida, coserte las vísceras, cauterizar las venas, estabilizar los órganos que gimoteaban al borde del colapso, pero ya era demasiado tarde. Aunque hubieses querido, no te quedaban fuerzas para leer esa carta de «muerte inminente». No pudiste hacer otra cosa que quedarte tumbada entre estertores y un charco de tus fluidos corporales, demasiado poderosa como para morir pronto y demasiado débil como para salvarte. Solo eras media lictora, y ser media lictora era incluso peor que no serlo.

Al otro lado del metacrilato, las estrellas quedaron ocultas tras el agitar y los zumbidos de los heraldos de la Bestia de la Resurrección, que batían sus alas con rabia para asar todo lo que había en el interior. Te pareció oír en la lejanía el tintineo de unas espadas y te estremeciste con cada uno de los estridentes chirridos del metal contra el metal. Era un sonido que aborrecías desde el día de tu nacimiento.

Te preparaste para morir con la Tumba Sellada en los labios, pero tu boca torpe y moribunda articuló sílabas del todo diferentes, tres sílabas que ni siquiera fuiste capaz de comprender.

Párodos

    párodos


    CATORCE MESES ANTES DEL ASESINATO

    DEL EMPERADOR

EN EL AÑO MIRIÁDICO DE NUESTRO SEÑOR, ¡el diezmilésimo año del Rey Imperecedero, nuestro Resurrector y siempre compasivo Nigrolord Supremo!, la reverenda hija Harrowhark Nonagesimus se encontraba sentada en el sofá de su madre mientras veía leer a su caballero. No dejaba de rascar con impaciencia una uña contra una ajada calavera bordada en el forro, destruyendo, en cuestión de segundos, los largos años de trabajo de una anacoreta devota. La mandíbula del bordado se descosió ante la presión del pulgar.

El caballero se erguía bien derecho en la silla del estudio, que no soportaba un peso tan considerable desde los tiempos de su padre y que ahora corría el peligro de combarse en una caída definitiva y fatal. El hombre había sido capaz de embutir su voluminosa complexión en los márgenes del asiento, como si salirse de ellos fuese a causar un Incidente. Y ella sabía muy bien cuánto odiaba Ortus los Incidentes.

—Sin sirvientes, sin cortesanos y sin empleados domésticos —leyó Ortus Nigenad antes de doblar el papel con sumo cuidado—. ¿Iremos solos entonces, mi dama Harrowhark?

—Sí —respondió ella, que se esforzó por conservar la paciencia durante el máximo tiempo posible.

—¿Sin el mariscal Crux ni la capitana Aiglamene?

—Eso dice. «Sin sirvientes, sin cortesanos y sin empleados domésticos» —repitió Harrow, que empezaba a perder la paciencia—. Veo que habéis conseguido desentrañar el elaborado significado detrás de esas palabras. Solo iremos vos, el caballero capital y yo, la reverenda hija de la Novena Casa. Y nadie más. Algo que me resulta... evocador.

Ortus no parecía encontrarlo evocador. Miraba hacia el suelo con sus ojos oscuros debajo de sus pobladas pestañas negras, un gesto que a Harrow siempre le recordaba al de un simpático mamífero doméstico, como un cerdo. El caballero no dejaba de mirar el suelo, y no lo hacía por modestia. Las tenues patas de gallo que le surcaban los ojos eran arrugas de tristeza; los leves surcos de su frente eran como la calculada interpretación de una tragedia. Harrow se alegró de que alguien, quizá su madre o la sensiblera profesa Glaurica, le hubiese pintado el rostro como solía llevarlo su padre, con una robusta mandíbula negra que representaba al Cráneo Sin Boca. No era porque ella tuviese más apego por dicho cráneo que por el resto de los maquillajes sagrados, sino porque cualquier cráneo con mandíbula se convertía a la postre en uno blanco de gesto deprimido en el rostro de Ortus.

Guardó silencio durante unos instantes y luego dijo:

—Mi dama, no puedo ayudaros a convertiros en lictora.

Harrow se sorprendió por el hecho de que hubiese tenido el valor de dar su opinión al respecto.

—Cabe la posibilidad de que tengáis razón.

—Estáis de acuerdo conmigo. Bien. Gracias por vuestra misericordia, excelencia. No puedo representaros en un duelo formal, ni con la espada larga ni con la corta ni con la cadena. Soy incapaz de entremezclarme con un grupo de caballeros capitales y considerarme parte de ellos. Una falsedad tal me destrozaría. Es algo que ni siquiera soy capaz de concebir. No puedo luchar por vos, mi dama Harrowhark.

—Ortus —dijo ella—. Os conozco desde que nací. ¿De verdad creéis que, en mi delirio, albergo esperanza alguna de que, siquiera en la oscuridad, un sabueso enajenado que ignora lo que son los objetos afilados os confunda con un caballero?

—Mi dama, la única razón por la que me hago llamar caballero es para honrar a mi padre —continuó Ortus—. El único motivo por el que puedo considerarme como tal es satisfacer el orgullo de mi madre y suplir la escasez de la casa. No gozo de ninguna de las virtudes de los caballeros.

—Desconozco las veces que tengo que deciros lo segura que estoy de dicha afirmación —dijo Harrowhark, que rascó con la uña un pequeño tramo de hilo negro—. Teniendo en cuenta que es un asunto que hemos tratado en todas y cada una de nuestras conversaciones a lo largo de estos años, algo me dice que las cosas han cambiado y que habéis empezado a sentir emoción.

Ortus se inclinó hacia delante en el borde de la silla, con las manazas unidas y los largos dedos entrelazados. Tenía las manos grandes y blandas, todo en él era grande y blando; Ortus era como una almohada negra y mullida. Luego las extendió a modo de súplica. Harrow fue incapaz de no sentirse intrigada. Nunca lo había visto atreverse a algo así.

—Mi dama —aventuró Ortus con voz grave a causa de la timidez—. No me toméis por venturoso, pero si el deber de un caballero es blandir la espada, si el deber de un caballero es proteger con la espada, y si el deber de un caballero es morir bajo el filo de una espada, ¿por qué no habéis pensado en ORTUS NIGENAD?

—¿Qué? —preguntó Harrow.

—Mi dama, la única razón por la que me hago llamar caballero es para honrar a mi padre —prosiguió Ortus—. El único motivo por el que puedo considerarme como tal es satisfacer el orgullo de mi madre y suplir la escasez de la casa. No gozo de ninguna de las virtudes de los caballeros.

—Algo me dice que no es la primera vez que tenemos esta conversación —aventuró Harrow, que unió los pulgares y tanteó con arriesgado placer lo dúctiles que eran sus falanges distales. Un movimiento en falso y se exponía a destrozarse los nervios. Era un viejo ejercicio que le habían enseñado sus padres—. Cada vez me sorprenden menos las noticias de que no habéis consagrado la vida a adquirir virtudes marciales. Pero venga. Ponedme a prueba. Mi cuerpo está preparado.

—Ojalá la Casa hubiese creado a un caballero más merecedor de la gloria de nuestros tiempos remotos —dijo Ortus con tono meditativo. Siempre tenía el entusiasmo suficiente para encontrar alternativas en las que no se lo obligaba a prestar servicio o donde no se le exigía nada que él encontrase complicado—. Ojalá nuestra casa no hubiese quedado reducida a «aquellos que solo son dignos de ocultar el hierro en la funda».

Harrowhark se alegró por conseguir reprimir las ganas de decirle que su carencia de productividad estaba directamente relacionada con tres cosas: su madre, él mismo y la Noniada, la epopeya en desarrollo dedicada a Matthias Nonius. Tenía la abyecta sospecha de que la cita, que de alguna manera había conseguido pronunciar con comillas y todo, pertenecía a dicha epopeya, que ya iba por el decimoctavo volumen y no daba señales de que fuese a reducir su periodicidad. De hecho, parecía estar cogiendo cada vez más impulso, como un alud de puro aburrimiento. Mientras preparaba la réplica a Ortus, una profesa sirvienta entró a la biblioteca de su padre.

Harrow no la oyó tocar ni entrar, pero ese no era el problema. El problema era que el rostro de maquillaje ceniciento de la hermana estaba decorado con la cara inerte del Cuerpo.

Sintió cómo se le humedecían las palmas de las manos. Llegados a ese punto, o bien la profesa estaba ahí de verdad y su rostro era lo irreal, o bien la mujer no era más que una aparición. No podía limitarse a estimar la masa ósea de la estancia, eso era algo que solo harían los imbéciles, ya que los huesos con carne generaban una talergía tenue y confusa. Decidió mirar a Ortus con la leve esperanza de que sus gestos revelasen la realidad de dicha presencia, pero el caballero seguía con la mirada fija en el suelo.

—Nuestra casa ha recibido un buen servicio de «aquellos que solo son dignos de ocultar el hierro en la funda» —dijo Harrowhark, que mantuvo la voz inalterada—. Y, dicho sea de paso, sabed que no es un verso que case con la medida adecuada. Os deja como un haragán a ojos de los demás.

—Es un verso octodecasílabo dividido en dos semiversos eneasílabos. La métrica tradicional. «Aquellos que solo son dignos de ocultar el hierro en la funda».

—No veo yo aquí los dos semiversos de nueve sílabas.

—Faltaría «aquellos que no desenvainan ni en la liza más furibunda».

—Entrenaréis con la capitana Aiglamene durante las próximas doce semanas —dijo Harrowhark sin dejar de frotarse los dedos arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que notó muy caliente la yema del pulgar—. Tendréis que alcanzar el mínimo que se espera de un caballero capital de la Novena Casa, que por suerte se limita a que seáis tan corpulento como alto y que tengáis unos brazos lo bastante robustos como para cargar peso. Pero necesito... más de vos, no solo el filo de una espada, Nigenad.

Harrow percibió la sombra de la sirvienta con el rabillo del ojo. Ortus había levantado la cabeza y no dio señal alguna de haberla visto, lo que complicaba las cosas. Miró a Harrow con la destemplanza que siempre le provocaba la pena que suponía que ella sentía por él, y que lo señalaba como un forastero en su propia casa y seguro que más forastero todavía en la casa de su madre. Harrow no sabía cuáles eran las características que hacían que Ortus fuese tan Ortus. Era un misterio demasiado aburrido como para resolverlo.

—¿Algo más que deba saber? —preguntó él, no sin algo de amargura.

Harrowhark cerró los ojos para así dejar de contemplar el rostro tembloroso y preocupado de Ortus y la sombra de la sirvienta maquillada con el rostro del Cuerpo que había empezado a proyectarse sobre el escritorio. La sombra carecía de significado. Dichas evidencias de fisicidad casi siempre eran una trampa. También dejó de contemplar el nuevo y oxidado estoque que rechinaba contra la funda apoyada en la cadera de Ortus. Y también dejó de oler el polvo caliente que se acumulaba sobre el zumbante radiador que había en un rincón de la estancia y que se mezclaba con la pintura recién molida del tintero.

—Esto no fue lo que ocurrió —dijo el Cuerpo.

Una afirmación que otorgó a Harrow un insólito vigor.

—Necesito que ocultéis mi dolencia —dijo Harrowhark—. Como comprobaréis, estoy loca.

Primer acto
Capítulo 1

    1


    NUEVE MESES ANTES DEL ASESINATO DEL EMPERADOR

CUANDO SE ACERCABA el final del año miriádico de nuestro Señor, ¡del distante Rey de los Nigromantes, del bendito Resurrector de los santos!, te hiciste con tu espada. Aquel fue tu primer error de bulto.

La espada odiaba que la tocases. La alargada empuñadura quemaba la piel desnuda de tus manos como si estuviese a la temperatura de las estrellas. El vacío del espacio en el exterior no albergaba tanatonergía ni talergía algunas, pero daba igual. Ya no las necesitabas. Te cubriste las palmas con densas capas de cartílagos y lo intentaste de nuevo.

Entonces el tacto te resultó frío como la muerte, pero igual de pesado. La levantaste y se te bloquearon los codos, por lo que bajaste ambas manos hasta el pomo en un intento de recuperar el equilibrio. Después probaste con un nuevo truco: hiciste brotar una estrecha banda de hueso desde el metacarpiano con la que rodeaste el tendón flexor antes de sacarla por el dorso de la mano. No te estremeciste. Eso no iba contigo. Acto seguido, te valiste de ella para crear unos alargados dedos de hueso con los que agarraste la empuñadura. Luego otros, para asirla de nuevo. Y al final la alzaste, por decirlo de alguna manera, ayudada por una repiqueteante y furiosa caterva constituida por ocho falanges articuladas.

Y entonces fuiste capaz de agitarla en un ángulo obtuso frente a ti. Esperaste. No sentiste nada. Ni comprensión, ni dominio, ni erudición. No eras más que una nigromante que sostenía una espada. Se te cayó de las manos y traqueteó por el suelo, y luego te doblaste por la mitad y empezaste a vomitar con vehemencia sobre las baldosas de hospital.

Había muchas personas uniformadas en la estancia, pero ya estaban al corriente de tus excentricidades. Harrowhark la Primera, la novena santa en servir al Emperador Imperecedero, podía vomitar todo lo que quisiese. Eras un sacramento en carne y hueso, aunque tus primeras contribuciones a la lictoridad consistieran en vomitar siempre de una manera diferente. Solo intervenían en caso de riesgo de ahogarte en tu propio vómito, una muestra de misericordia que más bien te parecía algo de lo que avergonzarse.

* * *

La primera vez que el hombre a quien llamabas Dios te entregó la espada, con ese aspecto de Amable Príncipe del que solo emanaba dulzura, caíste en un profundo estupor del que a decir verdad no has llegado a despertarte. Esos casi dos metros de metal se convirtieron en una elocuente representación de tu amargura. Odiaste su hoja tres veces maldita nada más verla, lo que quizá hasta resultaba injusto si aún no sabías que ella también te odiaba a ti.

No obstante, no habías cejado en tu empeño de blandirla. Cada vez que la tocabas, el contenido de tu estómago acababa desparramado de manera diferente. Los días se dispersaban como cenizas frente a un ventilador, perdidos y sin esperanza alguna de recuperarlos, manchándote la cara o saliendo despedidos lejos de tu alcance. A veces te levantabas y blandías el arma con la esperanza de que en esa ocasión ocurriese algo diferente, lo cual nunca era el caso. Solo sentías el odio enorme y vacuo que la espada te profesaba, e incluso entonces ya sabías que era real. La espada y tú os regocijabais en esa rabia y rencor mutuos, y luego acababas con las manos llenas de ampollas y rodeada de vómitos.

Los detalles eran esquivos y no te permitían hacerte una composición del lugar fidedigna de la situación. Llevabas un tiempo en cama, con ropa que no era tuya. A veces sentías un hormigueo en las orejas o en la frente que te dejaba de piedra hasta que por fin comprendías que se trataba de tu pelo. Ahora que te encontrabas lejos de las tijeras de Elegioburgo, te había crecido con manifiesta depravación. A lo mejor te lo cortabas y aun así encontrabas más y más trasquilones que no tenías más remedio que remeterte detrás de las orejas, o a lo mejor ni siquiera te lo hubieses cortado. A veces, al extender la mano hacia él, recordabas que no llevabas puestas ni la túnica ni la máscara cadavérica. Nadie te había dado maquillaje, no había ni un solo lápiz de pintura facial a bordo de la nave y, de haberlo, seguro que tampoco estaba bendecido como era menester. La primera vez que fuiste consciente de ello, montaste en cólera, hiciste jirones una sábana y te cubriste la cabeza con ella. Pero se te quedaron al descubierto gran parte de la frente y el pelo. Además, acababas de usar una sábana como prenda. Después te valiste de un último recurso propio de los vestales negros: te abriste una vena y, entre temblores que no eran producto ni del dolor ni de la pérdida de sangre, te embadurnaste a ciegas la piel con el cráneo sacramental de la Máscara Ignominiosa.

Los ayudantes uniformados siempre estaban ocupados con cosas que no eran tú. A veces te convencían para que te incorporases y apartaban tu velo improvisado para alimentarte con un cuenco de sopa aguada; tenías dudas razonables acerca de la veracidad de estos recuerdos. No te creías capaz de comer nunca más. A veces, se colocaban junto a ti, te ponían bocarriba y contemplabas, trémula y atónita, el paisaje estrellado que se abría tras las ventanas. La resistente barrera de metacrilato parecía demasiado frágil y delicada como para mantenerte a salvo. Detrás de ella, la negruzca angostura del espacio se te mostraba tal cual era, lo que te resultaba aterrador. En esos momentos era cuando peor te encontrabas, y de alguna manera te las arreglabas para mantenerte despierta. Hacía tiempo que no prestabas atención a las voces humanas: solo decían tonterías. Murmuraban mantras como «Tres mil unidades... Rellenarlo, está en la lista de avituallamiento... Hay que deshacerse de ese material, la munición es más que suficiente».

En tu vida anterior, tal vez habrían despertado tu curiosidad. Pero te atormentaba otro tipo de sonidos, muy diferentes de los que percibían tus oídos. Había una tensión discordante a bordo de la nave, el retumbar de unos tambores húmedos que te asustaban incluso antes de que reparases, con todo el aplomo del mundo, en que en realidad oías los latidos de setecientos ocho corazones. Oías setecientos ocho cerebros que zumbaban en su líquido cefalorraquídeo. Sabías, sin necesidad de comprobarlo, que trescientos cuatro de esos tensos corazones pertenecían a nigromantes. El miocardio de los nigromantes se contraía de una manera diferente: peor, más atenuada. Acababas de sentir a los vivos. Solo después de descubrir lo que oías comprendiste todo cuanto te rodeaba: el polvo posado sobre las placas negras y relucientes del suelo, la agitación de tus pulmones, el sedoso tuétano de tus huesos al absorber oxígeno. Eras incapaz de permanecer despierta a pesar de tal cacofonía.

A veces reparabas en que estabas de pie, enfadada y contemplando el mandoble que alguien había desenvainado antes de arrojarlo al suelo. No recordabas haberte levantado. A veces te olvidabas de quién eras y, al recordarlo, llorabas como una mocosa.

El Cuerpo se acercaba a ti en esos momentos. La mujer posaba sobre tu frente las manos muertas y frías; acto seguido, cerraba tus inestables párpados con la punta de los dedos, para que no vieses ni la espada ni a esas personas.

Era un gran honor. Desprendía misericordia. Ahora siempre se mostraba ante ti con indulgente paciencia, y tú te sentías muy agradecida, muy aliviada. Las manos del Cuerpo eran de un gris mortecino; su roce suave inspiraba tal placidez que incluso te pareció sentirlas de verdad, que la caricia de la mismísima muerte era algo tangible en esa ocasión. Y, como siempre, te llevaste una enorme sorpresa cuando el Cuerpo se giró para que le vieses el rostro, esa belleza inmaculada que no se veía perturbada ni por la respiración.

Luego te llevaba de nuevo a la cama y te ordenaba que durmieses. Tratabas de obedecer al Cuerpo, por una vez en tu vida ignara. Encontrabas inapropiado hacer cualquier otra cosa. Cuando se te aparecía, era como si el tiempo transcurriera con normalidad en lugar de fundirse como trozos de hielo que aparecían en los lugares más inesperados. En esas ocasiones tu cerebro se obcecaba por mantener la consciencia. El hecho de que el Cuerpo se te hubiese aparecido en aquel preciso momento te resultaba de tremenda importancia. Ojalá pudieses mantenerte despierta el tiempo suficiente como para descubrir la razón.

Te picaba el rostro a causa de la sangre seca, y quienes te rodeaban no dejaban de susurrar: «Miles de kilos de materia ósea... antigua... nos quedamos con eso, es lo primero que nos va a faltar... No, sargento. Descártelo. Ya vamos retrasados».

* * *

Tu mundo era una caja estéril y blanca. La caja se encontraba en el cuadrante hospitalario de la Érebo, el buque insignia de clase bégimo del Emperador Imperecedero. Eran hechos a los que te aferrabas del mismo modo que alguien que estuviera a punto de ahogarse se aferraría a una última bocanada de aire. Vivías en una estancia fría e incolora llena de camas desmontadas y cartones, y contabas en tu haber con una de esas camas, una silla y una espada. Habían tratado de quitarte la espada en una ocasión, arrebatártela con un pretexto cuyos detalles no conseguías recordar con exactitud; apenas un destello que te inquietaba, una evocación que percibías como roja, húmeda e imprecisa.

Ya no tocaban tu mandoble. Aparecía y reaparecía por la habitación, allá donde lo hubieras dejado y acompañado casi siempre por un misterioso olor a vomitona. Ahora dormías junto al arma, como si de un alargado vástago de acero se tratase. Lo cierto es que te habría encantado lanzarla directo hacia el ardiente núcleo de Dominicus, ya que te odiaba y estabas convencida de que quería hacerte daño, pero era muy importante que no cayese en las manos de otra persona.

Eso no te impidió dejar que se desafilara la hoja, se mellara la superficie y, por lo tanto, también se jodiese el filo. Eras consciente de ello a pesar de tu estado. Sabías muy poco sobre espadas, ya que nunca te habías molestado en preguntar. De hecho, casi ni las distinguías. Algunas eran más estrechas; otras, más anchas. Algunas, más grandes; otras, más pequeñas. Aquella era una a dos manos que correspondía a los soldados, enorme, aberrante, sin duda maliciosa y ahora tu responsabilidad, aunque fueses incapaz de tocarla sin sufrir unas arcadas incontenibles.

A veces te arrodillabas junto a la cama y te disponías a rezar. El Cuerpo estaba allí mismo, así que no necesitabas a nadie a quien darle las gracias ni a quien pedirle mediación. Hallabas la paz en esa duermevela en la que te sumías en la cama, como si estuvieses drogada, tratando de reprimir la taquicardia bajo las frías y blancas estrellas, embargada por una rabia cuya existencia no dejabas de olvidar y que corrompía tus entrañas. A tu alrededor, la gente iba de un lado a otro y te evitaba en la medida de lo posible. Era tal su desdén que incluso llegaste a creer que habías muerto; aquella idea solo te proporcionó un intenso alivio.

Capítulo 2

    2


DIOS SE ENCONTRABA EN EL UMBRAL DE TU puerta, y dijo:

—Has vuelto a vomitar, Harrowhark.

Siempre tratabas de recobrar la conciencia al máximo para hablar con el Emperador de las Nueve Casas, quien tenía la delicadeza de llamar a la puerta y esperar a que lo invitases a entrar; sin duda, se trataba de un reflejo de su divinidad. En ese momento se había quedado en la entrada, con el fardo de documentos y la tableta que siempre llevaba encima y un grupo de personas uniformadas detrás, pero te taladraba con esa mirada monstruosa, petróleo sobre carbón.

—Has perdido masa muscular —observó—. Aunque tampoco se puede decir que tuvieras mucha.

Tus labios pronunciaron, con una nitidez muy gratificante:

—¿Para qué necesita una espada una lictora? Señor, ¿qué uso puedo darle a semejante arma? Puedo controlar los huesos. Puedo moldear la carne e invocar a los espíritus. Ya no necesito una fuente externa de tanatonergía. ¿Por qué debería usar algo tan burdo como una espada?

—Me alegra oír que te encuentras mejor —respondió—. No voy a filosofar contigo, y menos después de que te hayas pasado las últimas tres horas vaciando las tripas. —(¿Era eso lo que habías hecho?)—. No soy ningún monstruo. Lávate los dientes. Me da igual que ni siquiera seas capaz de llenar tus cavidades. Descuidarlos de ese modo es una asquerosidad.

Te levantaste de la cama como buenamente pudiste, como un fantasma que se alzara de la tumba, y luego te dirigiste al lavabo contiguo, donde te apartaste ese velo horrible y te lavaste a desgana los dientes con un anticaries. Se oyó un murmullo pertinaz, procedente del cinturón de asteroides de exasperados oficiales del Séquito, y el Emperador les respondió:

—Sí. —Luego añadió—: No. —Y también—: No os molestéis en colocar un nuevo enchapado. Usarán la Érebo como medio de transporte.

Otro de esos oficiales repuso:

—Mi excelencia, la leal Santa del Regocijo...

—Sí, aún no conoce el significado de la palabra «esperar» —dijo Dios—. No voy a mirar los mensajes. Ya he respondido tres de ellos esta mañana.

—Pero la orden de la Santa revoca...

—La orden de una lictora es la orden de Dios y deberíais atenderla con la misma presteza con que me honráis a mí —zanjó—. Pero no en este caso. Poned al micro a la última persona que se haya graduado en Trentham en la estela y decidle que imite ruidos de estática en caso de que ella se obstine en insistir.

—¿Señor?

—Que sople entre los dientes, con la lengua levantada, y se pase la mano arriba y abajo por la boca. Suena un poco sospechoso, lo sé, pero a mí nunca me ha pillado.

Escupiste en el lavabo. En el espejo, atisbaste al Cuerpo, que estaba a la espera y en silencio detrás de ti. Llevaba una bata de hospital color turquesa exactamente igual que la tuya, con el cabello brillante a causa de la escarcha y sus exquisitos labios cerrados en una línea recta cargada de determinación. El Cuerpo llevaba una espada amarrada a la espalda. Miraste a los ojos a Dios a través del espejo y, por un momento, llegaste a creer que Él también la veía, que os contemplaba a ambas. Pero sabías que no era más que una ilusión.

—Harrowhark —dijo—. Me gustaría que me acompañaras.

Los rostros serios y despabilados de los oficiales que lo rodeaban se torcieron en un mohín comunal. Uno de ellos anunció, en voz muy baja y tranquila:

—Perdonadme, Amable Príncipe, pero me gustaría haceros constar que la asamblea entre el almirante del mar Muerto y el almirante de la Flota Incesante ha dado comienzo hace... diez minutos.

El Emperador dijo:

—Ninguna asamblea podrá revivir a dieciocho mil muertos. Necesito pasar algo de tiempo con Harrowhark la Primera. Por favor, reuníos conmigo en la Cámara Antigua dentro de diez minutos.

Los ayudantes se dispersaron como si aquello que los unía hubiera dejado de funcionar de repente y se perdieron por el pasillo con un ligero trote. Temías que alguien te arrebatase la espada si la dejabas ahí. En lugar de cogerla, te acostaste junto a ella mientras te fulminaba con su brillo funesto. Rodaste sobre el acero y entrelazaste alrededor de la hoja y de la empuñadura una de las cinchas de denso hueso que sobresalían de tu espalda. Te costó lo indecible levantarte a causa del peso, apenas una sábana ajada para cubrirte el rostro y, patética en tu desnudez de color turquesa, acompañaste al Emperador por negros y largos pasillos mientras intentabas afianzarte en el espacio y el tiempo.

Estabas prácticamente desnuda. El mandoble te suponía tal carga que empezaba a salirte una chepa. La Máscara Ignominiosa se había convertido en restos descascarillados de osteología. Parecías una auténtica imbécil.

Dios murmuraba para sí:

—Por favor... Como si alguna asamblea del almirantazgo hubiese terminado en menos de veinte minutos...

Luego dijiste, no sin dificultad:

—¿Qué es lo que me ocurre?

—Has sufrido una conmoción —respondió el Emperador, lo que en realidad no respondía a la pregunta.

—¿Les pasa a todos los nuevos lictores?

—A algunos. —La vaguedad de la respuesta no sirvió para aliviarte. La tableta empezó a emitir un tenue pitido y se la metió en el bolsillo después de lanzarle una somera mirada—. ¿Cómo te sientes ahora?

No tenías tiempo para tus sentimientos personales. Te sentías agredida por los datos sensoriales de setecientos ocho músculos pulmonares. Todos y cada uno de los que se encontraban a bordo de la nave eran para ti como una comida, un buen olor, un pilar de algo caliente y abundante. La tanatonergía y la talergía de esas personas ondulaba entre ellos como pétalos de flores o como luz refractada en el metal. Y aún había más: oías en la linde de tus sentidos el intenso y onírico bullir de la vida y de la muerte, una gran cantidad de bajas que quedaba ahogada. Sentiste la muerte en una especie de morgue que tenían a bordo: diez fardos de discreta muerte, de tanatonergía envuelta en la pútrida, inerte y encerrada talergía. La quietud de esa tanatonergía era intensa, ni siquiera un cuerpo congelado en hielo quedaba tan inerte.

Te diste cuenta de que el Cuerpo había dejado de moverse y el Emperador te esperaba en silencio.

Dijiste:

—Estoy muy cansada de esta rehabilitación, Señor.

—De haberla hecho a mi manera, no habría durado semanas, sino meses —repuso—. Te habría dejado regresar poco a poco hasta que te sintieses completamente preparada para despertar. Pero no puedo hacerlo. He dominado la muerte, Harrowhark. Ojalá hubiese sido más sabio y dominado el tiempo. Necesito que estés lista muy pronto, y por eso voy a mostrarte algo que espero que... acelere esa rehabilitación.

Sentiste un alivio profundo e intenso por su comprensión, por su tacto. Te mantuvo despierta y viva a lo largo del descenso en el ascensor, aunque este tardase minutos y más minutos en recorrer la enormidad de la Érebo. Nunca habías visto nada tan nuevo y tan flamante. Te centraste en los encantadores grabados negros y argénteos de las placas de metal, en las incrustaciones de los paneles con el color del arcoíris, en el cráneo que había sobre la puerta y que algún versado artista había tallado con la forma de la calavera de la Primera, los huesos de alguien transformados con muy buen gusto en ese símbolo central con las ocho devotas Casas a su alrededor. El cráneo de la tuya parecía sencillo y silente junto a los demás. Unas cortinas oscuras y suaves cubrían el metacrilato, el metal y el resplandor de los anticuados leds de la electrónica de la nave.

Después las puertas susurraron y se abrieron a un espacio resonante y cavernoso en el que un altavoz anunció desde las alturas:

«Nuestro Dios el Emperador nos ha bendecido con su presencia en la segunda bodega».

Y percibiste que muchas personas se alejaban, oficiales del Séquito deambulando por allí, chaquetas blancas que se batían en retirada, no sin antes hacer una rápida reverencia, para dejarle al Señor algo de intimidad. Sus pasos sonaron en la lejanía como los de animales a la fuga.

Llegaste a un balcón de metal que daba a una extensión llena de cientos y cientos de cajas rectangulares. Cada una medía un cuerpo de largo y medio cuerpo de alto, y todas estaban hechas de hueso. Estaban alineadas de manera tan exquisita que te mareaste y tardaste un rato en dilucidar qué estabas viendo mientras posabas la vista en ellas de una en una. La brisa fría del reciclador de aire te agitó la bata y te puso de gallina la piel de los muslos, pero el frío te mantenía consciente, y querías estar consciente. El hueso de las cajas relucía de un blanco menos puro que la amalgama de paneles de plástico y metal que conformaba los extremos de la bodega; lo coronaba una piel suave y transparente tan tensa y estrecha que podías ver a través de ella. Y lo que viste fue...

—El regalo que te había prometido. La renovación de tu Casa —anunció el Emperador.

Te miró a la cara y te advirtió con mucho tacto:

—Son algo menos de quinientos, apenas un tercio de los cuales dispondrán de aptitudes nigrománticas, tanto de esta generación como de la siguiente. Sus edades oscilan entre los quince y los cuarenta años. Pensé que así sería más sencillo.

—Dios mío —dijiste. Te habías olvidado de que te hallabas en su presencia—. Los antiguos muertos. Habéis llevado a cabo una resurrección.

Dios dijo:

—No. Lo cierto es que llevo diez mil años sin resucitar a nadie, pero en esa época... reservé a muchos, por seguridad..., y tenerlos de esa manera solo para cubrirme las espaldas me hace sentir mal en muchas ocasiones. Llevan durmiendo toda la miríada, Harrow, y despertarlos supone todo un alivio para mí. Comenzaré el proceso antes de enviarlos a la Novena.

Te apartaste la máscara de tela de la cara para mirarlo con el rostro descubierto, solo algo nerviosa por mostrarte así de desnuda ante el Emperador. Al fin y al cabo, ya te había visto antes de esa manera. Una esperanza enfermiza empezó a bullir en tu interior, como burbujas de nitrógeno que se forman en el cuerpo de un buzo. Y perdiste la compostura.

—Dejadme ir con ellos —rogaste—. Por poco tiempo, lo suficiente como para presentárselos a mi casa, a mi senescal. Lo suficiente como para decirles que...

—Tranquila, Harrowhark —repuso él—. Tú y yo tenemos que hablar antes de que me pidas nada. Ojalá tuviese más tiempo para explicarte las cosas.

Avanzasteis por los helados escalones de metal de dos en dos, y sentiste latir tu corazón contra el seroso pericardio, notaste cómo la sutil cobertura de los escalones te irritaba los pies desnudos. Con los sentidos agudizados a causa del dolor, deambulaste entre hileras de esos durmientes silenciosos que ahora eran tu pueblo. Hiciste una pausa para contemplarlos en sus cunas y los miraste uno a uno a través de las borrosas capas de piel de sus rostros, con esos relucientes entramados de venas y células. Trataste de recordarlos a todos, pero sus facciones empezaron a entremezclarse en tu mente, una amalgama, un mar de desconocidos que ahora formaban parte de la Novena. Te mareaste un poco, sobrecogida y atontada. El Cuerpo te seguía, justo medio paso por detrás de ti, con una mano inmóvil en las lumbares.

El Emperador guardaba una distancia respetuosa con su obra mientras el Cuerpo y tú contemplabais cada uno de los féretros. Las hileras de cajas de piel y hueso terminaron en un espacio más abierto lleno de parientes más pequeños y coloridos. Aquellos estaban formados de piedra blanca y no de materia ósea, y los habían esculpido hacía tan poco tiempo que aún conservaban algo de polvillo por los costados. Todos tenían una forma diferente: unos, la de una caja funeraria de seis lados propia de un enterramiento profundo, y otros la de un hexágono compacto habitual en los osarios. No había ninguno negro, no había ataúdes vacíos de tu casa esa noche, y el resto estaba envuelto con el espectro de colores de las casas, todos excepto uno, sencillo y aún más apartado. Sobre él había una rosa que vertía pétalos de un rojo lechoso sobre la piedra.

Eran cadáveres de los que sí tenías constancia: un vigorizante fragmento de tanatonergía en el que no había ni rastro de talergía bacteriana que les cubriese la piel. Eran esculturales e incorruptibles. A buen seguro, obra del Emperador. Pero algunos eran aberrantes. Contemplaste con vacua tranquilidad uno de esos contenedores de seis lados envueltos en el blanco y escarlata de la Segunda Casa en cuyo interior no había restos humanos. El único cubierto con el espléndido dorado de la Tercera no albergaba a nadie de la Tercera. Tampoco viste cuerpo alguno en los hexágonos cubiertos por el gris anodino de la Sexta, aunque en uno de esos había restos deplorables: migajas que ni siquiera merecían la consideración de cadáveres. Algo destelló en tu sistema nervioso, algo parecido a una emoción, pero notaste con alivio cómo pugnaba hasta desaparecer.

Sabías que el Cuerpo estaba detrás de ti, a cierta distancia, bastante cerca del Emperador. Preguntaste:

—¿Cómo explicaréis la desaparición de los cadáveres?

—Uno de los dudosos privilegios de la Primera es que rara vez nos vemos obligados a explicar nada —respondió Dios.

—Los caballeros...

—Se han unido a sus lictores —continuó—. En realidad, no es una mentira, solo una simplificación de una verdad... sobrecogedora y... sacramental.

No dijiste nada. Él sí:

—Peinamos muy bien la Morada Canaán cuando bajamos a recogerte. No encontramos señales de vida, ni restos de ningún tipo. No hemos sido capaces de dilucidar cómo murieron, si es que lo hicieron, pero se trata de un misterio que estoy decidido a resolver. Hasta entonces, he preferido declararlos muertos. Tal vez sea prematuro, pero prefiero que las casas los lloren ahora, Harrowhark, y que se regocijen si más adelante cambian las tornas.

Mientras tanto, mirabas el ataúd liso y descubierto, el que tenía aquella rosa cerosa encima. Llegaste a una súbita conclusión acerca de quién era el cadáver antiguo y canceroso que había en el interior. Tu sistema nervioso trató de procesar muchas emociones al mismo tiempo y después se colapsó por completo. El Cuerpo se colocó junto a ti y te apartó el rostro, pero no logró evitar los retazos de recuerdos que acudieron a tu mente.

El Emperador dijo con voz amable:

—Tiene que volver a casa, Harrow.

No miraste.

—¿La acogerá la Séptima Casa? —preguntaste a continuación.

—Ese nunca fue su hogar —respondió—. Voy a llevar a Cytherea a que descanse con sus hermanos y hermanas.

Las palabras se clavaron en tus entrañas. Ardieron. El Cuerpo enjugó con las uñas el lento y frío arroyuelo que corría por tus calientes mejillas y luego te obligó a mirar las cajas de piel y hueso que tenías detrás, a los muertos que solo dormían y que habían formado parte del mayor milagro que conocías. El Emperador había cumplido parte de la promesa que te había hecho. Deseabas más que ninguna otra cosa sentirte aliviada, pero ya no recordabas cómo hacerlo a nivel glandular.

Dios y tú os quedasteis mirando de frente. Solo fuiste capaz de examinarlo con timidez: la iridiscencia reluciente de sus iris, el negro inflexible de la córnea y de la pupila, el rostro cuadriculado, alargado y mundano. Dios tenía unas arrugas muy profundas en la frente y debajo de los ojos. Arqueaba las cejas en un gesto de profunda aflicción, pero el resto de su cara era graciosa y expresiva, normal y sencilla. Las luces blancas de la bodega hacían brillar las partes de su camisa que estaban más desgastadas, y también convertía el marrón intenso de sus manos y de su rostro en un tono ocre y cotidiano. De haberlo visto sin saber quién era en realidad, lo habrías tomado por alguien del todo insustancial, pero era imposible mirarlo y no darte cuenta de quién era. Esa terrible divinidad le rezumaba por los poros.

—Podríais resucitarlos —dijiste, sin molestarte siquiera en filtrar tus pensamientos—. Sois el único que puede hacerlo. Pero no lo haréis. ¿Por qué?

—Por la misma razón por la que llevo diez mil años sin hacerlo —dijo—. Por la misma razón por la que no puedo regresar a las Nueve Casas. El precio que tendría que pagar es demasiado alto.

Te tambaleaste un poco. De hecho, puede que te cayeses. Viste la rejilla de metal debajo de tus rodillas y cómo te dejaba unas marcas rojas y dolorosas en la piel; el aire que soplaba por ella hedía a cola antiestática. Hablaste sin apartar la mirada del suelo:

—Dejadme que sea yo quien pague ese precio, Señor.

Pero en lugar de eso, Dios te ayudó a ponerte en pie. Te colocó las manos en las axilas con naturalidad y te levantó para luego agarrarte por los brazos y dedicarte un apretón torpe, rápido e incómodo, como si quisiera consolarte pero no supiese muy bien cómo hacerlo. Después se apartó y dijo:

—Harrow, no te arrodilles ante mí. No te lo permitiré, no hasta que sepas exactamente lo que eso significa. Me duele verte hacer esas reverencias. Si conocieses toda la historia, tal vez me propinarías un puñetazo en toda la cara.

Te ruborizaste al oírlo y protestaste:

—Mi Dios...

—Y tampoco deberías llamarme Dios —añadió—. No comprendes todas las implicaciones de la palabra y todavía no quiero ser tu Dios. Eres una convaleciente, no una discípula. Hazme caso. ¿Podrías hacerlo por mí? Odio tener que obligarte, Harrowhark, pero disponemos de poco tiempo.

Era insoportable.

—Todavía conservo algunas de mis facultades, mi Señor.

—Pues ya es más de lo que esperaba —observó él.

Te apoyaste en el ataúd que no contenía el cadáver de Coronabeth Tridentarius, ya que era un bloque enorme que a buen seguro no se vería afectado por tu peso. La espada había comenzado a causarte dolores de espalda. El Amable Príncipe vio cómo tratabas de incorporarte, con los hombros encorvados por el peso del acero, y luego dijo:

—Harrow, acabamos de salir del sistema Dominicus. Cuando te encuentres mejor, enviaremos la Érebo a la Novena Casa y entregaremos lo que te prometí que entregaríamos. Después irá de casa en casa para devolverles a los fallecidos, pero yo no estaré a bordo. Podrás decidir si separarte de mí o acompañarme como mi Mano. Te prometo que la elección es solo tuya.

Trataste de recordar lo que habías dicho la primera vez que despertaste a bordo de la Érebo, las primeras palabras que le dedicaste a tu Resurrector. Pero fuiste incapaz.

—Elijo...

El Emperador se recostó en el mamparo que se hallaba más cerca del ataúd sin adornar, dejó la tableta encima y apoyó la mano sobre la superficie desnuda, muy cerca de la pequeña rosa. Después añadió:

—Harrowhark, ¿qué es lo que ocurre cuando alguien muere?

Era una pregunta digna de parvulario. Tendrías que haber sido capaz de responderla con la misma facilidad con la que otros caminan o respiran, y por eso te resultó tan difícil. La simpleza de la cuestión te parecía una trampa. Te clavaste la uña del pulgar en el muslo hasta que rompió todos los capilares debajo de la piel y dijiste:

—Apopneumatismo. El espíritu se ve obligado a salir del cuerpo. Es cuando tiene lugar el primer estallido de tanatonergía.

—¿Por qué?

—El deterioro de la talergía causa la muerte celular —respondiste con cautela mientras clavabas la uña aún más—, y eso es lo que emite tanatonergía. La cuantiosa muerte celular que se produce después del apopneumatismo ocasiona una cascada de tanatonergía, aunque la primera explosión se disipa y la tanatonergía se estabiliza en un lapso de entre treinta y sesenta segundos.

—¿Qué le sucede al alma?

—Si se trata de una muerte gradual, ocasionada por la senectud o por la enfermedad... o por otro tipo de causas, la transición es automática y directa. El alma se transporta al Río por ósmosis liminal. En el supuesto de que haya tenido lugar un choque apopneumático, en el que la muerte sea repentina y violenta, la explosión de energía bastaría para contrarrestar la presión osmótica y dejar el alma aislada durante un tiempo. En casos así aparecen los fantasmas y los renacidos.

—¿Y qué tiene alma?

No ibas a poder aguantar mucho más. Las preguntas empezaban a sonar estúpidas o sofisticadas. El Cuerpo te contemplaba con ojos lechosos y prudentes.

—Todo aquello que disponga de una complejidad talergética suficiente para... tener un alma. Como la humanidad.

El Emperador tamborileó con los dedos sobre la superficie del ataúd y dijo, no sin cierto atisbo de picardía en la voz:

—«¿Por qué no tenemos nosotras un alma inmortal? Daría con gusto mis cientos de años de vida a cambio de ser humano durante un solo día».

Aquellas palabras te sumieron en el desconcierto.

—Yo... ¿Cómo habéis dicho?

—Harrowhark, piensa —te ordenó, y sin querer te trajo un recuerdo incómodo de otra persona. Recompusiste la uña, afilaste la queratina muerta hasta dejarla con punta y al fin conseguiste derramar sangre—. ¿Qué otra cosa tiene una masa enorme y compleja de talergía? ¿Cuál es la misión de una nigromante del Séquito?

Tu cerebro se hallaba en un estado deplorable, pero aún conservaba parte de la antigua Harrow, la suficiente como para estar allí y responder esas preguntas. Te alegraste de que esa parte impertinente de ti fuese la que se preguntase: «¿Cuál es la misión de una nigromante del Séquito?». Lo adecuado sería preguntar cuál es el propósito de una espadachina del Séquito, y la respuesta sería: «Apoyar a su nigromante, proveerla con la muerte y la tanatonergía necesarias para que active el ciclo de la magia nigromántica». Los planetas exteriores nunca han sido tanatonergéticos. Por supuesto, tienen tanatonergía diluida, pero a grandes rasgos hay que considerarlos talergéticos. Remitir una nigromante a su encuentro sería inútil. La principal fuente de la tanatonergía es...

Luego añadiste, más para el Cuerpo que para él:

—Un planeta no es más que una bola de polvo. Su talergía se origina gracias a la acumulación de vida microbiana. No se puede considerar un sistema único y vinculado.

—Pues llámalo alma comunal —replicó el Emperador—. ¿Acaso un ser humano no es un saco de vida microbiana? Eres una adepta ósea, ¿verdad? Los magos de carne estudian esa idea desde mucho antes que vosotros.

Lo dijo con amabilidad y socarronería, pero ansiabas lanzarte por una esclusa de aire al descubrir que tus aptitudes te ponían por debajo de un mago de carne, alguien cuya educación al completo se basaba en lo carnal. Expertos en cosas amarillas y bamboleantes. Gente que creía de verdad que la carne ocultaba cosas muy interesantes.

El Emperador creyó que tu odio intenso y cargado de prejuicios no era más que recelo y dijo:

—Acepta por el momento que un planeta tiene una única y enorme cantidad de talergía. Si esa talergía se convierte, ¿qué podría ocurrir durante la transición?

—Ya sabemos lo que ocurre —respondiste. Empezabas a notar la lengua pesada en la boca, y los párpados doloridos e hinchados al intentar cerrarse. La primera descarga de adrenalina ya había pasado. El Cuerpo se acercó a ti, te cogió la muñeca y rodeó tus huesos con los dedos, con fuerza. Lo que te permitió continuar—: El Séquito prepara un planeta para la nigromancia cada vez que tiene que atacarlo. Inocula el deterioro nigromántico y, con el tiempo, el planeta se convierte. Después, la nigromancia sigue su curso. No se puede decir que ocurra algo repentino de por sí... La vida vegetal y animal queda alterada, claro..., y el planeta termina por cambiar totalmente y se hace necesario evacuar a la población. Pero es un procedimiento largo que puede durar generaciones. No se puede afirmar que ocurra algo propiamente dicho.

—Ahora destruye ese planeta de un plumazo —dijo su Emperador—. ¿Qué ocurriría?

Lo miraste. El Emperador de las Nueve Casas alzó las manos, con las palmas hacia arriba, como si brindase una oración desamparada al techo de la bodega de carga. Tenía los extraños ojos fríos y apacibles. Apenas conocías unos pocos planetas en concreto a los que les hubiese ocurrido algo así.

Por lo que dijiste:

—Decídmelo vos, mi Señor. Fuisteis testigo de la Resurrección.

—Sí —convino él—. Y también vi talergía que se transformaba de inmediato. La diferencia entre morir de una larga enfermedad y hacerlo asesinado. Una conmoción enorme, la expulsión inmediata del alma. Y, tal y como sucede cuando un alma se arranca antes de tiempo de un ser humano, cuando se hace lo propio con un planeta...

Notaste de repente cómo el sudor se te concentraba en el centro de las palmas de las manos. Una gota de sangre te bajó por la pierna y la detuviste a mitad del recorrido hasta dejarla seca y descascarillada. También coagulaste la de la herida. Eran cosas que ya no te costaba hacer.

—Un renacido —dijiste.

—Siempre un renacido —respondió—. Un renacido, una y otra vez. Me cago en Dios. No, olvida esa última frase.

Te alegraste al comprobar que veías respirar al Cuerpo, cómo le subía y bajaba el pecho, cómo inhalaba y exhalaba. El Emperador se cruzó de brazos y mir

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