Un pétalo de sangre y cristal

Fragmento

g-1

 

 

Glosario

 

 

 

El Tallo Pétreo: la torre de Orlaith.

La Bahía Mordida: la bahía a los pies del acantilado que hay debajo del Castillo Negro.

La Línea de Seguridad: la línea que Orlaith no ha cruzado desde que la llevaron al Castillo Negro cuando era pequeña. Rodea la propiedad, hace de linde del bosque y atraviesa la bahía.

La Maraña: el laberinto de pasillos abandonados que se encuentra en el corazón del castillo y que Orlaith aprovecha para ir de un lado a otro de una forma más rápida. Por lo general, no tienen ventanas.

El Brote: el invernadero.

Zonas oscuras: lugares que Orlaith todavía no ha explorado.

La Guarida: los aposentos privados de Rhordyn.

El Dominio: las enormes puertas pulidas custodiadas por Jasken. Es una de las zonas oscuras de Orlaith.

El Tablón: el árbol que se desplomó sobre el estanque de los selkies y que a menudo sirve de lugar para el entrenamiento de Orlaith.

El Lomo: la gigantesca biblioteca.

La Caja Fuerte: la puertecilla donde todas las noches Orlaith guarda su ofrenda.

Los Susurros: el pasillo oscuro y abandonado que Orlaith ha convertido en un mural.

La Tumba: el trastero donde Orlaith descubrió el libro Te Bruk o’Avalanste.

El Charco: la zona de baño comunitaria y manantial de aguas termales.

El Agujero Infernal: la sala donde Baze a menudo entrena a Orlaith.

Caspún: un bulbo extraño del que depende Orlaith para calmar los ataques que le producen las pesadillas y los ruidos fuertes.

Exo(trilo): la droga de contrabando que Orlaith toma por la mañana para contrarrestar los efectos de la excesiva dosis de caspún que ingiere para asegurarse un sueño plácido.

Cónclave: un encuentro en el que se reúnen los Maestros y las Maestras de todo el continente.

Tribunal: la reunión mensual en la que los ciudadanos pueden transmitir sus congojas a su Alto o Bajo Maestro.

Fryst: el territorio del norte.

Rouste: el territorio del este.

Bahari: el territorio del sur.

Ocruth: el territorio del oeste.

PRÓLOGO

 

Rhordyn

 

 

 

La luna llena arroja un resplandor plateado sobre el bosque de Vateshram, cuyas sombras resultan inhóspitas recortadas contra el iluminado telón de fondo.

Mi caballo galopa alrededor de los profundos pozos de negrura abriéndose paso entre árboles viejos, con la respiración acelerada y las orejas atentas. De vez en cuando, ladea la cabeza, desafiante.

Me arriesgo a mirar atrás para asegurarme de que no me sigue nadie.

Han pasado siete años. Fue la última vez que me atreví a hacer este viaje.

«Lo he retrasado tanto como he podido».

El viento silba entre los árboles, una brisa helada procedente del norte que transporta un olor fuerte y hace que apriete las riendas con las manos. Últimamente, todo lo que viene del norte está corrompido: el viento, la comida de los barcos mercantes que han descendido por el río Norse, incluso el agua que se derrama por la linde montañosa y llena nuestros arroyos.

Eyzar aminora el paso y luego se detiene por su cuenta, resoplando y golpeando el suelo con una pata.

—Tranquilo, chico —le murmuro mientras le acaricio el grueso y musculoso cuello con una mano.

Un silencio sepulcral envuelve el bosque y miro alrededor, a la escucha, muy atento…

Una ráfaga de viento rompe la quietud; gime como si fuera un animal agonizante y transporta un hedor acre que percibo con la nariz.

Arqueo una ceja con la respiración entrecortada.

Muerte. Muerte ardiente proveniente de la dirección del refugio.

«Aravyn».

—¡Vamos! —gruño, clavándole los talones al caballo.

Eyzar protesta antes de precipitarse hacia delante, y cada uno de sus galopes golpea el suelo con un eco funesto que me retumba en la cabeza.

«Demasiado tarde».

«Demasiado tarde».

«Demasiado tarde».

—¡Más rápido!

Los árboles por fin van menguando y muestran dos cuestas escarpadas que enmarcan los restos humeantes de una casa que antes era majestuosa.

Eyzar se encabrita hasta detenerse y gira sobre los cuartos traseros. Es lo único que puedo hacer para evitar que eche a correr a toda prisa por el camino mientras observo la devastadora escena y del cielo llueven cenizas.

«No he sido lo suficientemente rápido…».

Un incendio rugiente engulle la casa, que ha perdido la forma y ya no es más que unas paredes de piedra derrumbadas, montañas de rocas chamuscadas y vigas de madera llameantes desperdigadas por el suelo como si fueran cerillas. Unas criaturas oscurecidas se agolpan en focos de sombras y maniobran hacia los bultos de carne asada desparramados por todo el claro.

Demasiados cuerpos para un refugio, joder.

«Alguien la ha cagado. Por su bien, espero que ya esté muerto».

Unos furiosos aullidos dan paso a un sonido extraño y espeluznante que no difiere del chasquido de metal contra metal y un grave gruñido se me abre paso en la garganta.

Bajo de Eyzar de un salto y le hablo con susurros mientras lo ato a un árbol que está iluminado por la luz de las llamas. Al acercarme a las ruinas con paso lento, agarro el plomo que me asoma por el hombro y desenfundo el arma, un filo de un negro intenso que se mezcla con la penumbra.

Las sombras que avanzaban empiezan a retroceder.

Esquivo una mano mutilada a la que le faltan tres dedos, de cuya protuberancia emana una sangre de un fuerte rojo que no debería provocarme ningún tipo de alivio…, pero lo hace.

No es una parte de ella. «De ellos».

Sigo hacia delante, dejando atrás extremidad tras extremidad, cabeza tras cabeza; la piel hinchada y abrasada distorsiona las facciones, pero no consigue ocultar la uve del revés que está tallada en algunas de las frentes.

«¿Qué cojones hacen los shulaks aquí?».

Descarto esa idea cuando veo una pierna quemada apoyada en una roca…

La sangre me ruge en los oídos y una cólera descarnada y violenta amenaza con destrozar las ataduras, extendidas con cuidado, de mi autocontrol.

No solo la carne desgarrada desprende un líquido opalescente que me suena demasiado, sino que la extremidad es pequeña. Demasiado pequeña.

Me pongo de cuclillas, cierro los ojos y me muerdo el puño.

«Demasiado pequeña, joder».

La rabia crece y crece y…

La tierra tiembla, seguida por otro estridente chirrido, un estruendo que procede de detrás de la casa en llamas derrumbada.

«Perros asesinos».

Siguen aquí. Siguen dándose un festín.

Una vez más, ese fuerte sonido parecido a un arañazo disecciona el aire, seguido de un aullido salvaje que me atraviesa la espalda como si fuera una daga.

Contraigo el labio superior y me pongo en pie antes de crujir el cuello de izquierda a derecha. Me encamino hacia el lugar en el que suenan los ruidos, pero un lloriqueo balbuceante atrae mi mirada hacia un sauce, hacia la silueta que está desplomada junto al tronco, con el pelo largo y claro desparramado debajo de la cabeza.

«Aravyn».

Corro hacia ella, me pongo de rodillas y dejo la espada olvidada en el suelo. Con cuidado, la llevo hacia mí y se me cae el alma a los pies cuando toco la cálida humedad de sus entrañas medio derramadas.

—Mierda.

Suelta un gemido de agonía mientras inspecciono su estado.

Los contornos de sus heridas ya han empezado a volverse grises y a descomponerse y desprenden una peste rancia que me atenaza la garganta.

«Demasiado tarde, joder».

Dirige su frágil mano a la joya pesada y clara que siempre ha llevado alrededor del cuello.

—Qu-quédatela —me suplica mientras me mira con los ojos muy abiertos y luminosos, como cristales en los que incide la luz del sol. Son muy distintos de los otros que miran sin ver desde el suelo.

Trago saliva, le paso el pelo por detrás de la oreja espinosa y abro el cierre para coger la joya. La cadena de plata me cae en la palma y casi se funde con el color de su preciada sangre sobre mis manos.

—Pa-para ella —susurra mientras me aprieta los dedos sobre el regalo.

Y con ello también me aprieta el maldito corazón.

La última vez que vine, ella tenía el vientre abultado, y no soy lo bastante valiente como para decirle que cerca de allí, en los escombros, he visto una piernecita cercenada.

Una herida letal.

Y que es probable que Col, su amante, ande también por allí. Hecho trizas.

Un tajo húmedo vierte sus entrañas sobre el suelo y su mano aterriza en la empuñadura de mi espada.

—Por favor…

—Llevo veneno líquido en la bolsa de la sill…

—No —jadea—. Con la espada. Por favor.

Me detengo y noto su petición asentarse sobre mis hombros como un ladrillo.

Después de dirigirle un breve asentimiento que me destroza por dentro, me guardo el colgante en el bolsillo y cojo el arma para apoyar la punta en el lado izquierdo de su pecho.

Le sostengo la mirada con un millón de palabras atrapadas entre mis labios apretados.

Las palabras no mitigarán su dolor ni evitarán que se le siga pudriendo la carne, no van a reiniciar la noche ni a devolverle a su fami­lia, así que las reprimo y les permito que me agrien por dentro y que echen leña al fuego de rabia malvada que aguarda a que la libere.

—Prométe-temelo. Sálva-vala, Rhordyn. Por fa-favor.

«Ya se ha ido».

—Te lo prometo —le digo, mirándola a los ojos.

La mentira surte efecto y alivia la tensión que le endurecía la mirada, pero el precio que debo pagar es una lanza espectral que me ensarta el pecho.

También le prometí un refugio… y ahora su familia está muerta.

Me lanza una sonrisa triste y una lágrima iridiscente se abre paso entre la suciedad y la mejilla en carne viva.

—Haz-hazlo.

—Lo siento mucho…

«Por todo».

Abre la boca para responder, pero no le doy tiempo a que me traslade la mentira que veo fraguándose en su mirada. Aplico una presión mortífera con la espada y un jadeo sale de sus labios separados.

Sus ojos vidriosos y abiertos se oscurecen con la sombra de la muerte y adoptan una profunda serenidad de la que no consigo desviar la mirada lo bastante rápido.

Me habría dicho palabras tranquilizadoras, me habría dicho que no pasa nada.

«Sí que pasa».

Agacho la cabeza y finjo que las estrellas no están mirándome fijamente a mi espalda.

Pero sí. Siempre lo hacen. Y siempre lo harán, maldita sea.

Permito que la rabia burbujee hasta la superficie, libero la espada y me pongo en pie.

Calmado. Frío. Indiferente.

Sin mirar atrás, me dirijo hacia una llama ondulante que devora los restos desplomados del techo de paja y luego rodeo una pila de ladrillos ennegrecidos y me detengo en una zona sombría.

Vruks. Hay tres, con bulbos negros por ojos, el cuerpo mucho más grande que el de mi semental y armados con una fornida musculatura que se remueve debajo de un pelaje gris y pringoso.

No son ni caninos ni felinos, sino que están a caballo entre lo primero y lo segundo.

Son enormes. Fuertes. Despiadados. Una puta plaga atroz.

Tienen el gran hocico manchado de un rojo que chorrea desde su arsenal de colmillos sobre el botín. Gruñendo, trazan un círculo alrededor de una cúpula embarrada, una semiesfera perfecta desplomada entre los escombros.

Ladeo la cabeza con las fosas nasales muy abiertas.

Uno de ellos se levanta sobre las garras largas y mortíferas que rematan sus patas antes de abalanzarse y lanzar una cuchillada a la cúpula. Salen chispas y al oír el chirrido me entran ganas de arrancarme los oídos.

Más gruñidos y aullidos feroces se adueñan del ambiente. El más grande de los tres hunde la cabeza, golpea la superficie del peculiar objeto con el hocico y ruge.

Frustración caótica y salvaje.

«Y unos blancos bastante distraídos».

Libero los pocos hilos que contenían mi ira y avanzo sobre unos pies que apenas parecen rozar el suelo mientras doy estocadas en el humo con la espada. La primera cabeza se cae de unos hombros prominentes, pero no espero a que la bestia se desplome. Ya me he agachado y girado y el segundo vruk aúlla cuando le clavo el filo en el estómago, que vierte unas entrañas que calientan el aire gé­lido.

Muertes limpias y rápidas. Ojalá hubieran tenido la misma consideración con Aravyn.

Busco la atención del alfa, y su mirada primitiva se abalanza sobre mí. El ambiente entre nosotros se tensa y levanto la barbilla ligeramente.

El chucho pega un salto con los dientes a la vista y las garras separadas mientras un rugido fétido ensucia el aire. Su cabeza rueda por el suelo antes de que tenga la oportunidad de volver a parpadear. El cuello grueso y musculoso produce el mismo chirrido metálico que sus hermanos condenados.

Se desploma de golpe, una muerte líquida que emana acompasada con su corazón debilitado mientras yo suelto todo el aire.

—Mierda.

Matar te corrompe y yo ahora apesto a muerte. Dudo de que algún día vaya a ser capaz de quitarme este hedor de encima. Pero este mundo no es clemente y yo tampoco. Ya no.

Tras limpiar el arma con el abrigo, me la enfundo en la espalda y me concentro en la cúpula, que ahora está manchada con una capa de humeante sangre de vruk. Me agacho para examinar el extraño objeto y, al apartar la suciedad con una mano, veo un revestimiento como de cristal que parece brillar con luz propia.

Pero no es eso lo que me petrifica los pulmones.

A través del reflejo de las llamas titilantes y de mi mirada entrecerrada, veo a una niña que no debe de tener más de dos años cubierta de barro y cenizas y jirones de lino chamuscado. Tiene los ojos cerrados con fuerza y se tapa los oídos mientras se balancea, con el rostro demudado por un grito silencioso.

Veo la oreja que asoma por entre el caos de rizos mugrientos manchados de hollín y abro los ojos como platos al ver la línea de pequeñas espinas incandescentes que la bordean.

«Aravyn tenía otra hija».

El peso del bolsillo se incrementa y me obliga a arrodillarme en el suelo.

«Sálva-vala. Por fa-favor».

Me paso una mano por la cara.

Esas palabras son tan voraces como mi curiosidad. Esta pequeña aeshliana está fosilizando su luz para utilizarla como mecanismo de defensa.

Es imposible.

«¿Será mestiza? ¿Aravyn habrá buscado calor en la cama de otro?».

Barro el claro de cadáveres de ojos abiertos en busca de algún testigo. Solo observan las sombras, que se agolpan en la arboleda que circunda la devastación como la soga de un ahorcado.

Irilaks. Hay cientos de ellos. Algunos son más grandes que el vruk al que acabo de matar; otros miden menos de la mitad que este.

Debe de haberlos atraído el olor a sangre derramada. Hace bastante tiempo que no veo a tantos apiñados en un solo lugar.

Escruto cada bulto de negrura. Aunque no les veo la cara, todos clavan la atención en mí, sin duda a la espera de que las llamas se extingan y puedan avanzar y darse un banquete.

«No se la pueden llevar».

Me siento sobre los talones, preparado para aguardar una eternidad a que la pequeña baje la barrera impenetrable. A lo mejor no la conozco, pero su madre tardó años en acceder a mudarse a este refugio y ahora está muerta.

Esta niña merece algo mejor.

Su madre merecía algo mejor.

Me trago la culpa y espero.

Pasan las horas y evito mirar hacia el sauce. Odio que sea la única tumba que vaya a tener Aravyn. Odio que su cuerpo vaya a ser un festín para la espiral de sombras hambrientas en cuanto tengan la oportunidad de abalanzarse sobre ella.

Para cuando la pequeña se tranquiliza y levanta los párpados, el sol ya ha empezado a quemar el cielo.

Me quedo muy pero que muy quieto.

Sus ojos abiertos resplandecen con miles de facetas, como si lo observara todo desde un firmamento lleno de estrellas incubadas en el alma. Le tiembla la barbilla.

Varias zonas de la cúpula de cristal empiezan a fundirse y gotean sobre el suelo mientras el apabullante olor de su angustia se me clava en la garganta como si fuera un puñal.

No se mueve, se limita a seguir sentada donde está, hecha un ovillo, mirándome con ojos desamparados. Me examina.

El viento aúlla y los dientes le castañetean.

Aprieto las muelas.

Joder, como no la envuelva enseguida, se va a congelar, pero me niego a arrancarla del suelo. Necesito que confíe en mí. Que me dé permiso.

—Te prometo que no te haré daño —le digo en voz baja, temeroso de mandarla de vuelta al cascarón, pues así no la podré ayudar.

Parpadea una vez, dos, y al final cede. Fragmentos de barro y de ceniza caen del cuerpo cuando se pone en pie y da un vacilante paso hacia mí; entonces se tambalea.

La cojo antes de que se desplome en el suelo y, aun entre las capas de piel y lana, noto lo fría que está y lo frágil que es.

La rodeo con los brazos y me levanto.

—Te mantendré a salvo. Todo va a salir bien.

Me dirijo hacia Eyzar y la envuelvo con el abrigo para protegerla del viento y del panorama de tantísima muerte; el movimiento le arranca un trozo de barro duro del hombro derecho.

Se me queda el brazo paralizado. Al igual que los pies.

También la sangre de mis putas venas.

Unas marcas extrañas le recorren la piel desnuda, como si unas enredaderas hubieran reptado por ella y dejado tras de sí un sello de tinta…

En mi interior algo se oscurece y se eriza cuando las palabras empiezan a canturrear en mi mente, palabras esculpidas en piedra hace años por una mano vil y macabra.

Palabras que se me asientan en el estómago como si fueran rocas.

 

Luz que nacerá en el cielo y en la tierra,

piel deslustrada por la marca de la muerte…

 

Casi toco la mancha de nacimiento que le recorre el tembloroso hombro, pero aparto la mano a tiempo y suelto una maldición.

«He prometido que no le haría daño».

«He mentido».

Antes nada de todo esto tenía sentido, y ahora tiene muchísimo menos, cojones.

«No me extraña que Aravyn la mantuviera oculta. No me extraña que los putos shulaks estuvieran aquí. No me extraña que el colgante me pese tanto en el bolsillo…».

Pero ha hecho mal en arrancarme esa promesa. Su esperanza era ciega y la ha colocado sobre los hombros de la persona equivocada.

La niña ladea la cabeza e intenta hablar, pero lo único que emite son gruñidos.

Las náuseas me suben por la garganta.

Se salvó a sí misma de tres feroces vruks que han hecho añicos su vida y ha terminado en los brazos de una amenaza peor.

En esta muerte no habrá gloria alguna. No habrá matiz de honra. Solo la sangre de una niña asustada sobre mis manos.

 

Asfixiadla mientras duerme o enfrentaos a una gracia mortal.

 

Levanta la vista hacia mí e intenta hablar con la garganta en carne viva.

—No pasa nada —le miento, con una mano en la nuca para atraerla más hacia mí. Vuelve a posar la mejilla sobre mi pecho, un consuelo que solo puede ser momentáneo.

«Hazlo deprisa».

Pongo los dedos sobre sus costillas y siento el latido de su desbocado corazón. El nudo de sombras se afloja, como si los irilaks anticiparan la comida caliente que acompañará su banquete.

«Mierda».

Doblo el cuello y entierro la cabeza en su pelo manchado de hollín. De pronto, aparece un aroma floral que me embarga y que me lleva a hundir más la nariz, hasta situar los labios sobre una herida reciente que le recorre el cráneo.

El líquido me calienta la boca y me echo hacia atrás, pero un instinto carnal hace que saque la lengua…

El sabor de su sangre es un relámpago que me atraviesa el cerebro.

El corazón.

El alma.

Me fallan las piernas y caigo de rodillas, tragando duras bocanadas de aire por la garganta atenazada. Todos los músculos del cuerpo se me endurecen, las venas asoman a la superficie, mi materia misma intenta ocupar más espacio en un mundo que de repente parece demasiado pequeño. Demasiado cruel. «Y demasiado peligroso, joder».

Inclino la cabeza y busco las estrellas que se desvanecen entre torcidas columnas de humo, con los dientes al descubierto, como si pudiera dar un brinco y morder los puntos de luz hasta que su brillo ya no adornase jamás el firmamento.

—Cabrones…

Gruño y aprieto los dientes. «No».

Me pongo en pie y me encamino hacia el caballo con zancadas largas y decididas. Subo a la silla, me ato a la pequeña en el regazo y arreo al animal, un movimiento que dispersa el hatajo de sombras y al mismo tiempo merma el respeto que siento por mí mismo.

—Que os follen —mascullo, galopando debajo del ancestral dosel de árboles para arrancar la vista de las estrellas.

La niña no morirá esta noche, pero no por el motivo que debería ser.

Este acto es puramente egoísta.

1

 

Orlaith

 

 

 

19 años más tarde

 

La punta afilada de la aguja se vuelve roja por la caricia de la llama de la vela, que arde con un intenso latido. La aparto y la sacudo.

«Qué objeto tan diminuto y cruel».

Mientras espero a que se enfríe, me siento con las piernas cruzadas sobre la cama y paseo la mirada por la habitación, por encima de las paredes curvadas de obsidiana con enormes ventanas abovedadas cada pocos metros. Entre ellas hay cuadros grandes y pequeños que decoran la piedra, colgados con pegamento casero.

La suave curva solo es amable con las cosas que se rinden, y me niego a despertarme todas las mañanas delante de unas paredes deprimentes sin ningún trazo de color. Ya veo suficientes superficies de ese tipo a diario cuando paseo por el castillo.

Todos mis muebles fueron construidos para encajar en la habitación: un armario curvado, una cama con dosel y cabecero arqueados, incluso el baño se amolda al cilindro de piedra de la escalera central. Sobre la pared más alejada, una mesa estrecha ocupa un cuarto de la circunferencia, con la superficie abarrotada de montones de flores secas, numerosos morteros, tarritos con tonterías… y piedras. Cantidad de piedras azabache de varios tipos y tamaños, muchas decoradas, enteras o en parte, con pinceladas de color.

Ignorar las piedras lisas siempre me resulta muy complicado. Nueve de cada diez veces, terminan metidas en mi bolsa, acarreadas hasta mi torre y víctimas de un brochazo.

El exterior de mi escalera central cuenta con una chimenea y con una puerta de madera, la única manera de entrar o salir de mi dormitorio, a no ser que tengamos en cuenta la espantosa caída desde el borde de la balaustrada del balcón.

Hace unos cuantos años, pinté esa puerta de negro y luego me pasé nueve meses embelleciéndola con una arena de estrellas luminosas que imitan el cielo nocturno a la perfección. Incluso hay una luna medio escondida entre las sombras.

Es algo a lo que mirar cuando las nubes son densas y están enfadadas.

Me pincho la punta del dedo corazón con la aguja hasta que noto un doloroso escozor y una gota de sangre rojo intenso corre a asomarse a la superficie de la diminuta herida.

Curvo los labios. Verme sangrar no debería darme tanta satisfacción, pero así es. Porque esa sangre, ese insignificante acto de autolesión, no es para mí. Es para él.

Para Rhordyn.

Dejo la aguja en un plato de arcilla, encima de mi mesita de noche, y luego hundo el dedo en un cáliz de cristal lleno de agua hasta la mitad.

El líquido se tiñe de rosa, el color de una flor próspera en plena primavera.

Suspiro y me pregunto si le gustará. ¿Pensará que es demasiado rosa o demasiado rojo? Nunca se queja, nunca dice nada al respecto, y ese es el problema.

Que no lo sé.

Después de darle vueltas al líquido, me dirijo hacia la salida y me pongo de rodillas, ahora con los ojos a la altura de la puerta más pequeña encajada en la gruesa y desgastada madera salpicada de estrellas pintadas.

La Caja Fuerte.

Es el nombre que le puso la Cocinera cuando yo era demasiado pequeña como para entregar mi ofrenda por mi cuenta. Y ya se quedó así.

He medido mi vida por esta puertecita: primero, por mi necesidad de ponerme de puntillas para acceder; luego, con los pies plantados en el suelo, y, por último, doblándome hacia delante. Al abrirla, veo una cavidad vacía no mucho más grande que mi cáliz de cristal. Las paredes son ásperas y tienen surcos, como si una mano airada la hubiera tallado para darle vida. Coloco mi ofrenda en la base, un bonito paralelismo con su celda de madera sin pulir.

Como siempre, envidio al maldito cáliz, porque alguien está a punto de cogerlo y mecerlo y beber de él… supuestamente.

Se acerca demasiado a todo lo que yo no debería desear y, por lo tanto, se ha ganado a pulso mi odio no correspondido.

Cierro la Caja Fuerte, me dejo caer de culo y me arrastro por el suelo hacia atrás con los brazos sobre las rodillas mientras observo las dos puertas, muy diferentes la una de la otra.

A menudo tengo cerrada una de ellas para usarla como barrera para alejarme del mundo cuando siento la necesidad de esconderme. La más pequeña de las dos, ojalá pudiera dejarla abierta a esta hora de la noche para así mirar a Rhordyn a los ojos mientras se lleva mi ofrenda.

Lo intenté una vez, hace ya un año. Me quedé sentada aquí, sin apenas parpadear, hasta bien pasada la medianoche. Solo se acercó cuando cerré la Caja Fuerte y me aparté.

Fue entonces cuando me di cuenta del gran apuro en el que estoy metida.

Unos pasos pesados retumban por mi torre y se mezclan con el soniquete de mi acelerado corazón.

Cierro los ojos y cuento sus pasos mientras me lo imagino subiendo los peldaños en espiral que ocupan el hueco de mis escaleras hasta llegar a ciento cuarenta y ocho, antes de que se detenga al fin; siempre lo hace justo antes de alcanzar el descansillo superior.

Me lo imagino delante de mi puerta, hurgándose el bolsillo y metiendo la llave en la cerradura, con los labios apretados formando una dura línea que le tuerce el gesto. Me imagino un destello de placer iluminándole esos ojos abstraídos cuando saca el cáliz de cristal con mi presuntuosa ofrenda.

Es una bonita mentira que me gusta visualizar, una realidad imaginaria en la que me necesita tanto como yo a él. Es algo que me ayuda a contener la desagradable sensación que se me extiende por el pecho.

La puerta se cierra con un golpe seco y me abalanzo hacia delante, con la oreja pegada a la madera para escuchar el avance rítmico del descenso.

Cuando abra la Caja Fuerte por la mañana, el cáliz estará ahí, vacío de líquido pero repleto de las preguntas que se derraman sobre mí cada vez que lo cojo.

«¿Por qué lo necesita? ¿Para qué lo utiliza? ¿Le gusta este… vínculo que nos une?». Porque a mí sí.

Tengo muchas ganas de que suceda y me desanimo cuando ha pasado el momento. Demasiado a menudo me quedo ensimismada en fantasías sobre eso, en las que lo veo beber del cáliz de cristal y le sostengo la mirada en todo momento. Fantasías en las que no se lo lleva a hurtadillas como si fuera algo de lo que avergonzarse.

Cojo el cepillo de la cama, me voy hacia las puertas dobles del balcón, justo al lado de mi mesita de noche, y salgo al ambiente fresco del crepúsculo antes de empezar la tediosa labor de deshacer los nudos del día de mi cabellera larga y color rubio oscuro.

Me gusta fingir que salgo a ver cómo madura la noche, aunque tenga que ponerme de puntillas y contemplar por encima de la balaustrada, por si detecto algún movimiento en el exterior. Mi cepillo no es más que un accesorio para tener las manos ocupadas.

Si bien estoy atrapada en una torre que a veces se ve envuelta de nubes, sigue dándome un vuelco el corazón cuando veo que Rhordyn sale de las enormes puertas del castillo, caminando con grandes y decididas zancadas, y cruza el campo hacia el bosque que delimita la propiedad.

Nunca levanta la mirada. Nunca intenta localizarme.

Tan solo camina hacia la frontera y desaparece en el borrón de salvia, musgo y verdor que se extiende hasta donde alcanza la vista en todas direcciones menos hacia el sur.

Siempre la misma rutina monótona de la que no puedo salir.

El sol se hunde más allá del horizonte cauterizando la luz que derrama y una ráfaga de viento fresco y salado juguetea con el dobladillo de mi camiseta, me provoca escalofríos y me lleva a castañetear los dientes.

Me separo el pelo en tres largas secciones y me dispongo a hacerme una trenza. Para cuando he conseguido llegar hasta las puntas, cualquier remanso de luz ha desaparecido de la tierra y tengo los dedos entumecidos por el frío.

Rhordyn no ha regresado.

Los pasos con que vuelvo a la habitación siempre me parecen más pesados.

Conteniendo un bostezo, me acerco a la mesita de noche y rebusco entre las numerosas botellas con tapón de corcho colocadas en una bandeja. Cojo una, la giro de un lado a otro y frunzo el ceño al ver la marea de líquido azul añil que se mueve en el interior.

«Juraría que había más».

Con un resoplido, devuelvo el frasco a la bandeja, soplo la vela y me acuesto en la cama.

El labio inferior empieza a palpitarme después de habérmelo mordido, nerviosa, y suelto una maldición mientras me subo la colcha hasta el cuello y me giro hacia las ventanas que dan al norte.

El cielo es una manta de terciopelo salpicada de estrellas que parpadean para mí por primera vez en una semana. La luna arroja su luz, que se cuela entre las ventanas y resalta las numerosas botellitas que tengo al alcance de la mano.

Resalta el hecho de que todas están vacías menos una.

Reprimo un estremecimiento, uno que no es resultado del frescor de inicios de primavera, sino de la tormenta que me azota las entrañas con relámpagos que dispersan mis latidos.

Por primera vez en meses, me duermo sobria.

 

 

Tienen los ojos enormes y no parpadean; la boca les cuelga abierta como si el cuerpo se les hubiera desmoronado en el preciso instante en el que el aliento salía de los labios. Todos han perdido trozos de sí mismos y los fragmentos restantes están demasiado quietos.

Son demasiado silenciosos.

Solo quedan los monstruos.

Estoy pasando algo por alto. Algo importante. Lo noto en el pecho; es un vacío que parece ahogarme.

Cierro los ojos con fuerza para alejarme del mundo ardiente y desmoronado e intentar que las piezas encajen.

Un chirrido que suena como unas uñas arañando un plato casi me parte por la mitad. Canturrea su desagradable melodía una y otra y otra vez, crispándome las entrañas.

Me hago sangre en la garganta con un grito.

Mi nariz rezuma humedad y me tapo las orejas con los puños apretados, que amenazan con destrozarme el cráneo.

La imagen de la guerra se desvanece, minada por un viento frío, hasta que me encuentro de pie en un acantilado, asomada a un lúgubre abismo. Me envuelve un silencio tranquilo, no menos aterrador que los chirridos que me desgarran, y ya no me rezuma ningún líquido por la nariz…

Ahora cae a borbotones.

Me tambaleo en el borde escarpado…

 

Incorporada como una muñeca de trapo, un afilado jadeo me atraviesa la garganta cuando abro los ojos, con un intenso sabor metálico sobre la lengua. Unas manos firmes me sujetan los brazos, pero no consiguen calmar los temblores.

Mi piel sudada es lo único que impide que se me desparramen los huesos por toda la cama.

Una mata de pelo cobrizo desaliñada oculta en parte el escrutinio histérico de unos ojos marrones que me resultan familiares, iluminados por la llama de una vela. Los labios de Baze se mueven acompasados con su nuez, aunque no oigo nada por culpa de los rugidos que me inundan la mente.

Me doy cuenta de que le estoy clavando las uñas en los hombros desnudos y aparto las manos, me las paso por la cara y chillo. El grito se convierte en un sollozo y acaba siendo una súplica áspera mientras los labios de Baze siguen articulando palabras.

«Estás bien. Estás bien. Estás bien». No lo estoy. Mi cerebro es una bola de lava fundida y chisporroteante a punto de explotar. «No puedo escapar».

Con las manos sobre las sienes, cierro los ojos y me olvido del mundo meciéndome adelante y atrás…

Un olor sulfúrico flota por el aire y abro los ojos de golpe.

«Es caspún».

Me inclino hacia delante con los labios separados en busca del bálsamo que me refresca las entrañas.

Baze frunce el ceño y me agarra la barbilla para ladearme la cabeza. Una gota de líquido me cae sobre la lengua y me la trago.

«Puaj».

No importa cuántas veces me castigue con la bilis embotellada, no me he acostumbrado a su sabor. Aun así, lo ansío noche tras noche como si fuera lo único que me ata al mundo.

El entumecimiento me baja por la garganta, me corta de raíz la calamidad de la cabeza y calma mi hinchado cerebro. Gimo y abro la boca para recibir más, a pesar de que Baze ya no me sujeta la barbilla con fuerza.

—Orlaith…

Le arrebato el frasco y me humedezco la lengua con otro buen chorro. Es difícil ignorar la voz gélida de Baze mientras trago el bendito líquido de sabor asqueroso con una mueca.

Me coge la botellita y entorna los ojos.

—¿Qué pasa? —grazno mientras me desplomo de nuevo. Ruedo sobre la cama y me hago un ovillo a la espera de que desaparezca la última de las presiones.

—Ya lo sabes —me suelta Baze antes de coger el frasco por el cuello. Arruga el ceño y emite un ruido de fastidio que casi me hace sonreír—. ¿Qué cojones has mezclado aquí dentro? Nunca ha olido tan mal.

Me aparto el pelo mojado de la cara y flexiono los dedos mientras le respondo.

—Jengibrojo, lispín, raíz de quicio y perrilo… Es lo que hace que apeste a azufre.

Aparta la cabeza, con los ojos como platos.

—¿El perrilo no crece en la mierda de caballo?

Por desgracia, sí.

—Ayuda a calmarme las mi-migrañas —digo con un castañeteo de dientes mientras ahueco la almohada para acurrucarme como me gusta.

—Ojalá no te lo hubiera preguntado —masculla mientras me tapa hasta los hombros con la gruesa colcha—. Creía que ya habías dejado atrás las pesadillas. Hacía meses que no tenías un episodio como este.

Niego con la cabeza.

Hace poco aprendí a meterme en el cuerpo un montón de cosas que me sedan lo suficiente como para enmascarar el dolor; lo mezclo todo bajo el sol con el caspún para incrementar el efecto y luego bebo tragos de la botella antes de dormir en lugar del sorbo recomendado cuando me despierto, ya totalmente aniquilada. Pero eso a él no se lo voy a contar, claro.

El caspún no debe utilizarse como preventivo, pero, dejando a un lado la resaca diaria, funciona.

Baze tapa el frasco y lo deja en su sitio, sin soltar el tapón. Pasan unos intensos segundos en los que el único ruido es el castañeteo de mis dientes. El sudado camisón ahora es una carga para mi temperatura interna, que no para de bajar.

—¿Quieres hablar de ello?

—No.

No hay ni una sola parte de mí a la que le apetezca contarle que mis provisiones están casi agotadas. Ni que me inquieta la inevitable conversación con Rhordyn, en la que le diré que necesito que importe más caspún, él me dirá que hace cuatro meses me abasteció para tres años y la situación se volverá de lo más incómoda.

Baze se aclara la garganta y se frota los ojos para quitarse el sueño de encima.

—Bueno, pues nada. Ahora que sé que no te vas a morir, debería irm…

Levanto una mano y lo cojo del brazo, gesto con el que su ceja bien delineada se arquea para observar mi agarre inflexible.

—Quédate —le ruego y sube la mirada de perplejidad hasta mi cara.

—Laith…

—No soy tan orgullosa como para no suplicártelo. —Abro mucho los ojos y juego la baza de que probablemente me siga viendo como una niña pequeña, no como una mujer que no debería necesitar que nadie le espante los monstruos que la acechan cuando duerme—. Por favor.

Baze mira la cama como si esta fuera a engullirlo vivo.

La determinación parece instalársele en las facciones y, con un fuerte suspiro, se dirige hacia la chimenea, donde los pantalones negros del pijama se le bajan hasta las caderas al agacharse justo delante como si fuera una pantera.

Cuando se mueve, parece líquido, incluso cuando está insuflando vida a unas ascuas dormidas. Se lo ve tan a gusto consigo mismo…

Ojalá yo supiera cómo es sentir eso.

El fuego resucita y él lo alimenta con leña antes de encaminarse hacia el otro lado de la cama. Se sienta a mi lado, se pone varias almohadas detrás de la espalda y se apoya en el cabezal mientras se extrae una botella plateada del bolsillo.

—¿Qué contiene?

—Whisky. De elaboración casera. —La destapa—. Sabe a meado de caballo.

«No puede ser peor que la mierda que me acabo de tragar».

—¿Pu-puedo probarlo?

Levanta una ceja, se me queda mirando durante unos instantes y al final me la tiende .

—Solo un sorbo, y solo porque te calentará un poco.

Me incorporo y acepto la botellita.

—Cuánta advertencia. ¿Crees que me va a gustar y que voy a empezar a destilarlo por mi cuenta?

Me lanza una mirada que sugiere que no ando demasiado de­sencaminada.

Pongo los ojos en blanco y doy un trago, y en cuanto me baja por la garganta, empiezo a toser.

—Es asqueroso —gruño mientras el líquido frío se abre paso con ardor hasta mi barriga, donde empieza a dar vueltas, y aumenta el peso de mis ya pesados párpados. Le devuelvo la botella y me tumbo, consolada por los ángulos extraños de Baze y por sus ademanes rígidos—. Pero efectivo.

Suspira y me rodea con un brazo.

—Me van a castrar por esto.

—No seas tan dramático —murmuro, absorbiendo su delicioso olor, a belladona con una pizca de matices selváticos.

—No estoy siendo dramático. —Bebe un buen sorbo y, al tragarlo, suelta un siseo con los dientes apretados.

—Tanith no se lo va a contar a nadie.

Sonríe mientras observa las llamas bailarinas que calientan la habitación poco a poco.

—Si te digo la verdad, dudo de que mañana por la mañana tu criada vaya a conseguir subir las escaleras. No después del estado en el que la he dejado.

Me incorporo de golpe y lo fulmino con la mirada. Me fijo en su torso desnudo, en su pelo revuelto, en su sonrisa vaga…

Baze mueve las cejas arriba y abajo.

Se me crispa la expresión junto con las entrañas.

—¡Te dije específicamente que tenías prohibido acercarte a Tanith! —Le clavo el índice en el pecho—. Es joven y quiere cosas que tú no le puedes dar.

—Es mayor que tú y le he dado bastante, gracias por interesarte.

«Me he ganado a pulso esa réplica».

—¿Qué pensaría Halena si supiera que te has liado con mi criada?

—Ella también estaba ahí. —Se encoge de hombros.

Abro la boca, la cierro, la vuelvo a abrir…

Se echa a reír, con lo que le aparece el hoyuelo de la mejilla derecha, y sopeso la posibilidad de lanzarlo por el balcón.

—Hemos probado esa postura en la que se utiliza un…

Le tapo la boca con una mano.

—Cállate —refunfuño mientras me tumbo y me acurruco.

Baze me estrecha y coge el ejemplar de La gitana y el rey de la noche de la mesita.

—Tú te lo pierdes.

—Eso es subjetivo.

Lo oigo hojear el libro.

—Vaya, iba a leerte un cuento, pero en esta historia hay cosas que me ponen muy incómodo.

—Es una historia de amor. Es normal que a ti te moleste.

—«Si tuviera que elegir qué hacer con mi último aliento, lo invertiría besándote hasta el fin…». —Resopla y pasa varias páginas—. Siento mucho quitarte la venda de los ojos, pero ningún hombre habla así.

—Él a ella sí. —Le arrebato el libro, lo cierro y lo guardo debajo de la almohada—. Es la excepción porque es su pareja.

Baze finge que vomita y bebe otro sorbo de su frasco, esta vez bastante más que la última.

—Es un libro tóxico —masculla, poniendo una mueca—. Deberías utilizarlo para avivar el fuego.

—No puedo. Me lo dejó Tanith.

Suelta una maldición y bebe otro trago mientras yo reprimo una sonrisa y observo las formas oscuras que se retuercen en mis paredes, esquivando la luz ardiente que les arroja mi llameante chimenea.

Pasan unos segundos, tensos como la ansiedad que me envuelve el pecho.

—¿Baze?

—Mmm.

—¿Te vas a quedar hasta la mañana?

Aguanto la respiración y espero a que conteste mientras aparto de mí la imagen de esos ojos enormes y ciegos. Intento ignorar la atracción del abismo, el silencio que parecía dirigirse hacia mí.

—Claro —murmura, inclinándose sobre mí y apagando la vela—. Al fin y al cabo, mis huevos no son tan importantes.

2

 

Orlaith

 

 

 

La mañana llega dura y brutal, con unos cinceles fantasmales que me astillan las sienes.

Suelto un gemido y el sonido es un doloroso recordatorio de que el caspún está muy lejos de ser el antídoto perfecto. Es eficaz, sí, pero cuenta con unos efectos secundarios verdaderamente horribles que empeoran con cada dosis acumulada.

Al abrir los ojos, extiendo el brazo hacia el otro lado de la cama y lo encuentro frío y vacío.

Por lo visto, Baze valora más sus huevos de lo que aseguraba.

Rayos dorados atraviesan la ventana del sur y, a pesar de mi humor de perros, me sacudo las sábanas y salgo de la cama.

Ese movimiento brusco zarandea mi tierno cerebro, pero arrastro los pies hacia la ventana y me coloco debajo de una columna de luz que me baña con un manto de calidez. Me subo las mangas y le ofrezco más superficie de piel al sol de primera hora de la mañana, que últimamente es muy infrecuente.

Tras abrir las puertas, salgo al balcón, me aferro a la balaustrada y miro hacia el océano, que a menudo está agitado bajo un cielo oscuro. Hoy es una neblina azul que se extiende hacia un deslumbrante horizonte.

Veo la brillante zona de la Bahía Mordida, que centellea bajo la luz del sol matutino. Siempre me he imaginado que una criatura gigantesca sale del sol y le pega un mordisco al acantilado de color obsidiana, dejando tras de sí una palada de arena negra salpicada de rocas afiladas.

Ese nombre le pareció adecuado a mi yo de cinco años.

En un extremo cuenta con un embarcadero que apenas se usa, un puesto marino vacío que señala hacia el oeste.

Desplazo la atención hacia el frondosísimo norte y me percato de un movimiento en el lugar donde los árboles desmesurados se juntan con un vasto campo de hierba bien cuidada.

Rhordyn emerge del bosque denso y antiguo que por la noche aúlla y por el día susurra y se me detiene el corazón y todo el aire abandona mis pulmones.

No está solo; si consideramos que el ciervo que lleva sobre los anchos hombros es compañía, claro.

El cuello rebanado gotea sangre sobre la frente de Rhordyn mientras él avanza con grandes zancadas por entre la hierba.

Empiezo a apretar más la barandilla.

Rhordyn ladea la cabeza, mira hacia arriba y a mí me da la sensación de que me acaba de disparar dos flechas heladas.

Suelto un jadeo y retrocedo para romper el contacto visual, con una mano sobre el pecho.

El golpe distante de pies que retumban por mis escaleras hace que gire la cabeza y clavo la atención en la puerta.

—Mierda.

Corro hacia mi habitación y gimo cuando al avanzar me da vueltas la cabeza.

Ciento cuarenta y algo peldaños. Es el tiempo que me queda para vestirme y atar los hilos sueltos de mi compostura antes de que Baze me lleve escaleras abajo para recibir una paliza que ahora mismo no estoy en condiciones de soportar.

Después de apurar media jarra, me desvisto y la lanzo en dirección al cesto de la ropa sucia. Me pongo unas bragas limpias y me envuelvo el pecho con un pedazo de tela elástica para aplanármelo con la destreza que da la práctica.

Los pasos se aproximan y se me acelera muchísimo el corazón.

Me pongo una camisa negra y pantalones de cuero, mis preferidos, que están muy raídos y me permiten moverme con facilidad. Estoy afanándome con los botones cuando oigo gritar a Baze:

—Veinte escalones. ¡Más vale que estés vestida!

Me precipito hacia mi cama, me agacho, aparto la alfombra, hurgo en las muescas con las uñas y levanto el trozo de piedra para acceder a mi escondite.

Veinte tarros llenos de nódulos blancos de sabor amargo que a alguien ajeno le pueden parecer caramelos inofensivos. Pero claramente no lo son y, ahora mismo, son mi salvación.

Después de ponerme uno debajo de la lengua, dejo el bote en su sitio, recoloco la piedra y vuelvo a correr la alfombra.

La puerta se abre de pronto.

Me yergo como un resorte y me doy un golpe en la coronilla con la parte inferior de la estructura de la cama.

—Ay.

—¿Qué cojones hacías ahí abajo? —se enfurece Baze mientras rodea la cama.

El exotrilo se funde y torna en un líquido cremoso que trago a toda prisa y cojo un viejo pincel del suelo antes de retorcerme. Para cuando vuelvo a incorporarme, el corazón me bombea sangre mediante latidos fieros y urgentes.

Levanto la vista hacia Baze y blando el pincel en su dirección.

—¡Fíjate! Me preguntaba dónde se había metido.

Baze frunce el ceño, barre la habitación con la mirada y se concentra durante demasiado rato en el tarro lleno de pinceles antes de examinarme a mí, pero principalmente mi pelo revuelto.

—Me sorprende que estés despierta —dice con los ojos entornados mientras me levanto del todo y me sacudo el polvo de la ropa—. Creía que te pasarías toda la mañana inconsciente.

Ignoro el comentario y me dispongo a desenredar la trenza que me cae hasta la cintura para después recogerme el pelo en una cola de caballo mientras el silencio se prolonga entre nosotros.

Se acumulan palabras que no decimos.

Baze es quien lo rompe con un sonoro suspiro mientras me lanza mi espada de madera.

—Toma. He pulido las muescas para que sea menos probable que se parta. Obviamente, no tengo nada mejor que hacer que pasarme el día persiguiéndote.

—Ah, qué mañoso eres —respondo, guiñándole un ojo e intentando refrenarme para no salir disparada por la habitación gracias a la segregación artificial de adrenalina que me calma las migrañas—. Y Rhordyn te paga para que seas mi amigo, así que deja de poner mala cara.

Mascullando algo entre dientes, da media vuelta y se dirige ha­cia la puerta. Yo lo sigo y cojo mi mochila del gancho con una sonrisa asomando en los labios. Por lo menos hasta que él se queda quieto de repente.

Al chocar con su espalda, suelto un fuerte gemido de protesta.

—¿Qu…? —Bajo la mirada y veo la ropa interior descartada, que está a sus pies.

Uy.

—A partir de ahora, te veré directamente en la sala de entrenamiento. —Se estremece y empieza a caminar de nuevo—. Y se acabaron las fiestas de pijamas.

 

 

Avanzo un paso y me giro, atada a la esencia acechante de Baze, que me rodea como si fuera un tiburón; noto su mirada clavada en mi cara, en mis manos, en mis pies.

El vello de los brazos se me eriza, atento, y saborea el aire salado en busca de movimientos, y la hierba espesa y silvestre me protege las plantas de mis pies descalzos.

Tengo todos los músculos tensos, preparados para atacar. Cada giro que no provoca mi caída por el borde del acantilado es un milagro en sí mismo.

Una ráfaga de frío viento marino me envuelve la nariz e intenta calmar mi inquietud interna. Pero no lo consigue.

—Odio tener que llevar esta mierda —mascullo, señalando la venda que me rodea la cabeza—. ¿Para qué se supone que sirve, además de para asustarme y hacerme pensar que voy a dar un paso hacia el precipicio y voy a caer a una muerte segura?

Otro movimiento con un pie, otro cuarto de giro.

«Sigo viva…».

—Al taparte la vista, aguzamos el resto de tus sentidos —anuncia Baze con un suspiro—. El tacto, el olfato…

—Ya que lo comentas —arrugo la nariz—, ojalá te hubieras quitado el olor de mi criada de enci…

—Y el oído —me interrumpe.

El aire se mueve, igual que mis manos y la espada que empuño para interceptar su golpe antes de que me alcance el hombro derecho.

Suena un chasquido de astillas y ante el ataque levanto los brazos. Pero no es la fuerza del impacto lo que me hace pensar que me ha dado en el cráneo y me lo ha abierto por la mitad.

Es el ruido de nuestras espadas al chocar.

No son de madera blanda, como la espada con la que empecé a entrenar hace cinco años, la que asestaba golpes secos y se partió al cabo de dos meses. Desde entonces hemos ido subiendo una y otra vez de categoría.

Estas son de madera petrificada, que es muy dura y afilada y brutal.

Y estremecedora.

Bloqueo un golpe dirigido a mi abdomen y parto el aire con otro sonido afilado que consigue el mismo resultado. Tengo que respirar hondo tres veces para templar la ardiente oleada que amenaza con inundarme el cerebro y, cuando lo consigo, mi paciencia ya no es más que una ramita dispuesta a romperse.

—Odio estas espadas nuevas. —Me quito la venda de los ojos y entorno los ojos cuando la luz de la mañana incide sobre mí—. Son ruidosas y pesad…

Un golpe me acierta en la parte trasera de la rodilla y me provoca latigazos de dolor en toda la pierna.

Me doblo con un gimoteo.

Zambullo las manos en la hierba acolchada, absorbo todo el embate de mi peso y con una piedra me hago un corte en la palma que llena el aire de olor a sangre.

Respiro hondo con la espalda flexionada, mi cuerpo se niega a moverse.

—Eso ha sido… Vaya. —Inspecciono la verde hierba—. Ha sido muy ruin.

Baze me rodea en círculos, al acecho, pasando junto al precipicio, aparentemente muy tranquilo, aunque un paso en falso pueda mandarlo de cabeza hasta la bahía.

—A primera hora de la mañana te distraes con demasiada facilidad. —Me lanza una fulminante mirada de reojo que me irrita la piel—. ¡Levanta!

Consigo ponerme en pie y procuro no acercarme demasiado al extremo del acantilado. Más adelante, el castillo se alza en lo alto del risco, una catedral gótica y robusta que bebe cada gota de luz que cae en su dirección. Mi torre se yergue en el ala norte como una caña en busca del sol. «El Tallo Pétreo».

Está parcialmente decorado con puntitos morados, mis glicinas, y su sombra alargada llega hasta el bosque de Vateshram.

—No estoy distraída.

«Solo tentada de arrojar esta maldit

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