Stranger Things: Mentes peligrosas

Gwenda Bond

Fragmento

Prólogo

Prólogo

JULIO DE 1969

Laboratorio Nacional de Hawkins

Hawkins, Indiana

El hombre, que conducía un inmaculado automóvil negro por una carretera llana del estado de Indiana, redujo la velocidad al aproximarse a la puerta de una valla metálica con un letrero que rezaba: ZONA RESTRINGIDA. El guardia apostado allí miró un instante a través de la ventanilla, comprobó la matrícula del coche y le indicó por gestos que siguiera adelante.

Era evidente que en el laboratorio esperaban su llegada. Quizá incluso hubieran seguido las instrucciones y las especificaciones que les había enviado antes de partir sobre cómo debían preparar sus nuevos dominios.

Cuando llegó a la siguiente garita de guardia, bajó la ventanilla para entregar su identificación al soldado que realizaba las funciones de oficial de seguridad. Este examinó la autorización mientras evitaba mirar al hombre a los ojos. La gente acostumbraba a hacerlo.

Él, en cambio, dedicaba toda su atención a las personas que acababa de conocer, por lo menos al principio. Era una evaluación rauda como el rayo, en la que los catalogaba por completo: sexo, altura, peso, etnia. Y a partir de esos datos estimaba su inteligencia y, lo más importante de todo, su potencial. Casi todo el mundo resultaba menos interesante después de esa evaluación. Pero él nunca se rendía. Observar y valorar era una segunda naturaleza, un elemento crucial de su trabajo. Casi nunca encontraba a nadie con algo que le interesara, pero quienes lo tenían... En fin, por esas personas estaba allí.

El soldado fue fácil de juzgar: varón, metro setenta y poco, ochenta kilos, blanco, inteligencia media, potencial... alcanzado en el asiento de una garita, comprobando identificaciones con una pistola en la cadera que, seguramente, jamás había disparado.

—Bienvenido, señor Martin Brenner —dijo por fin el soldado alternando una mirada de ojos entornados entre el hombre y la tarjeta de plástico.

Era curioso que el carnet incluyera parte de la información que Brenner habría buscado si estuviera mirándose a sí mismo: varón, metro ochenta y cinco, ochenta y ocho kilos, blanco. Pero había otra parte que no figuraba en la tarjeta: coeficiente intelectual de genio, potencial... ilimitado.

—Nos avisaron de que vendría —añadió el soldado.

—Es «doctor Brenner» —lo corrigió él, pero en tono amable.

Aquellos ojos que seguían sin centrarse del todo en Brenner se entornaron aún más, pero se desviaron un instante al asiento trasero, donde la sujeto Ocho, de cinco años, dormía acurrucada contra la puerta. Tenía las manos cerradas en puños bajo su pequeño mentón. Brenner había decidido encargarse en persona de transportarla a las nuevas instalaciones.

—Sí, doctor Brenner —dijo el guardia—. ¿Quién es la niña?, ¿su hija?

El escepticismo del hombre se hizo patente. La piel de Ocho era de un intenso color marrón, en contraste con el tono pálido y lechoso de Brenner, quien podría haberle explicado al guardia que ese hecho no tenía la menor trascendencia. Pero no era asunto de aquel soldado, que, además, tampoco se equivocaba. Brenner no era padre de nadie. Figura paterna, en cambio, sí.

Pero hasta ahí llegaba.

—Seguro que ya están esperándome dentro. —Brenner volvió a estudiar al hombre. Un soldado que había vuelto a casa tras una guerra, una guerra que ya habían ganado. Al contrario que Vietnam. Al contrario que la silenciosa escalada bélica con los soviéticos. Ya se había desatado una guerra por el futuro, pero ese hombre no lo sabía. Brenner mantuvo su tono amistoso—. Yo no haría ninguna pregunta cuando lleguen los otros sujetos. Confidencialidad.

La mandíbula del guardia se tensó, pero no puso objeciones. Sus ojos se desviaron un instante hacia el inmenso complejo de varias plantas al que se dirigía Brenner.

—Sí, están esperándolo dentro. Aparque donde quiera.

Otra cosa que no hacía falta que dijera. Brenner pisó el acelerador.

La construcción y el mantenimiento general de aquellas instalaciones los pagaba una aburrida rama de la burocracia federal, pero su adecuación a las especificaciones de Brenner la financiaban unos departamentos gubernamentales más herméticos. Al fin y al cabo, si la investigación iba a ser de alto secreto, no podía publicitarse. La Agencia comprendía que la grandeza no siempre podía seguir los protocolos operativos habituales. Quizá los laboratorios rusos sí que estaban reconocidos por su gobierno, pero este se encontraba dispuesto a reprimir cualquier voz que se alzara en protesta. En algún lugar, en aquel mismo momento, los científicos de los comunistas estaban llevando a cabo el mismo tipo de experimentos para los que se había construido aquel complejo marrón de cinco plantas con niveles subterráneos. Brenner recordaba este hecho a sus patronos siempre que lo olvidaban, o cuando hacían demasiadas preguntas. Su trabajo seguía siendo de máxima prioridad.

Ocho siguió durmiendo mientras Brenner salía del coche y daba la vuelta hasta la portezuela trasera. La abrió despacio y luego sostuvo la espalda de la niña para que no cayera al suelo del aparcamiento. La había sedado para el viaje, por seguridad. Era un recurso demasiado valioso para confiárselo a otros. Hasta la fecha, las capacidades de los demás sujetos habían resultado... decepcionantes.

—Ocho. —Se acuclilló junto al asiento y le sacudió levemente el hombro.

La niña movió la cabeza pero no abrió los ojos.

—Kali —musitó.

Era su verdadero nombre, que la chiquilla se empecinaba en utilizar. Por lo general, Brenner no se lo permitía, pero aquel era un día especial.

—Kali, despierta —dijo—. Estás en casa.

La niña parpadeó y en sus ojos se iluminó una chispa. Lo había malinterpretado.

—En tu nueva casa —añadió Brenner.

La chispa se apagó.

—Te gustará estar aquí. —La ayudó a incorporarse y la colocó mirando hacia fuera. Extendió la mano—. Ahora papá necesita que entres ahí como una chica mayor, y luego podrás volver a dormirte.

Por fin, la niña extendió el brazo y le cogió la mano.

Mientras caminaban hacia la puerta principal, Brenner compuso la sonrisa más agradable de su arsenal. Esperaba que lo recibiera el administrador en funciones, pero en vez de eso encontró que lo esperaba una larga hilera de hombres y una mujer, todos con batas de laboratorio. Supuso que debían de ser los empleados profesionales de su grupo y todos ellos irradiaban un nerviosismo que rayaba en la náusea.

Un hombre moreno con líneas de expresión en la cara —demasiado tiempo al aire libre— dio un paso adelante y le tendió la mano. Miró a Ocho y luego otra vez al doctor Brenner. Tenía manchadas las gafas con montura.

—Doctor Brenner, soy el doctor Richard Moses, investigador principal en funciones. Estamos muy emocionado

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