La aprendiz 2

Trudi Canavan

Fragmento

1 La Ceremonia de Aceptacion

1

La Ceremonia de Aceptación

Cada verano, durante unas pocas semanas, el cielo sobre Kyralia exhibía un rotundo color azul y el sol caía a plomo. En la ciudad de Imardin, el polvo tomaba las calles y en el Puerto los mástiles sucumbían a la calima, mientras hombres y mujeres se refugiaban en su hogar, abanicándose y sorbiendo zumo o, en las zonas más peligrosas de las barriadas, bebiendo copiosas cantidades de bol.

Pero en el Gremio de los Magos de Kyralia estos días abrasadores saludaban la proximidad de un importante evento: el juramento de la promoción estival de aprendices.

Sonea hizo una mueca y se tiró del cuello del vestido. Aunque su deseo era llevar los mismos ropajes sencillos pero bien confeccionados que había vestido desde que vivía en el Gremio, Rothen había insistido en que necesitaba algo más elegante para la Ceremonia de Aceptación.

—No te preocupes, Sonea —dijo Rothen, riendo por lo bajo—. Terminará pronto y después ya tendrás la túnica con la que vestirás. Estoy seguro de que te hartarás de ella enseguida.

—No estoy preocupada —le replicó Sonea con irritación.

Los ojos del mago se iluminaron divertidos.

—¿De verdad? ¿Ni siquiera te sientes un poco nerviosa?

—No es como la Vista del año pasado. Aquello fue algo salvaje.

—¿Salvaje? —Alzó las cejas—. Estás nerviosa, Sonea. Llevabas semanas sin cometer ese lapsus.

La muchacha le obsequió con un pequeño bufido de exasperación. Desde la Vista, cinco meses antes, cuando se había ganado el derecho a ser su tutor, Rothen le había proporcionado la educación que todos los aprendices debían alcanzar antes de iniciar la universidad. Era capaz de leer la mayoría de los libros del mago, y sabía escribir, como Rothen decía, «bastante bien para empezar». Las matemáticas habían sido más duras de roer, pero las lecciones de historia resultaban fascinantes.

Durante aquellos meses, Rothen la había corregido siempre que pronunciaba alguna palabra de la jerga de las barriadas, y constantemente la obligaba a expresar las frases de forma distinta y se las hacía repetir hasta que sonara como una dama de una poderosa Casa kyraliana. La advirtió de que los aprendices no serían igual de propensos que él a aceptar su pasado, y que solo empeoraría las cosas si atraía la atención hacia sus orígenes con su manera de hablar. Había empleado el mismo argumento para convencerla de que debía llevar un vestido para la Ceremonia de Aceptación, y aunque Sonea sabía que tenía razón, no por ello se sentía más cómoda.

Un círculo de carruajes quedó a la vista cuando alcanzaron la fachada de la universidad. Cada uno estaba custodiado por un grupo de sirvientes primorosamente vestidos, todos ellos luciendo los colores de la Casa a la que servían. Al aparecer Rothen se volvieron y se inclinaron reverencialmente ante él.

Sonea observó con atención los carruajes y sintió que se le revolvía el estómago. Había visto anteriormente vehículos como aquellos, pero nunca tantos juntos. Todos estaban construidos con madera sumamente pulida, esculpida y pintada con intrincados diseños, y en el centro de cada una de las portezuelas un emblema cuadrado indicaba la dinastía a la que pertenecía el carruaje: el incal de la Casa. Ella reconoció los correspondientes a Paren, Arran, Dillan y Saril, algunos de los linajes más influyentes de Imardin.

Los hijos e hijas de estas Casas iban a ser sus compañeros de clase.

Ante este pensamiento sintió como si el estómago se le encogiera. ¿Qué pensarían de ella, la primera kyraliana que se unía a sus filas en siglos y que no provenía de las grandes Casas? En el peor de los casos se mostrarían de acuerdo con Fergun, el mago que el año anterior había intentado evitar que ingresara en el Gremio. El guerrero consideraba que solo se debía permitir aprender magia a los descendientes de las Casas. Había chantajeado a Sonea con el encarcelamiento de su amigo Cery para que cooperara en sus planes. Y esos planes habrían demostrado al Gremio que los kyralianos de clase inferior carecían de valores morales y que la magia no debía ser confiada a ellos.

Pero el crimen de Fergun se terminó descubriendo, y este fue enviado a una fortaleza lejana. A Sonea no le parecía un castigo particularmente severo por haber amenazado de muerte a su amigo, y no podía evitar preguntarse si ello disuadiría a otros de intentar algo similar.

Albergaba la esperanza de que algunos de los aprendices fuesen como Rothen, a quien no le importaba que en otro tiempo ella hubiera vivido y trabajado en las barriadas. Era posible también que algunas de las otras razas que asistían al Gremio fuesen más receptivas a aceptar a una chica de clase inferior. Los vindeanos eran gente amistosa; en las barriadas había conocido a varios que habían viajado a Imardin para trabajar en los viñedos y huertos. Los lanianos, según le habían contado, no poseían una sociedad clasista; vivían en tribus y el rango de los hombres y las mujeres se establecía mediante pruebas de valentía, astucia y sabiduría. A saber qué posición ocuparía ella en su sociedad...

Levantando la mirada hacia Rothen, pensó en todo lo que él había hecho por ella y sintió un ramalazo de afecto y gratitud. Tiempo atrás se habría horrorizado de descubrirse tan dependiente de nada menos que un mago. Antes odiaba al Gremio. Había utilizado por primera vez sus poderes involuntariamente cuando por pura rabia tiró una piedra a un mago. Entonces, mientras la buscaban, había estado tan segura de que pretendían matarla que se atrevió a solicitar ayuda a los ladrones, y estos siempre demandaban un alto precio por tales favores.

Cuando sus poderes aumentaron y se volvieron incontrolables, los magos convencieron a los ladrones para que la dejaran bajo sus cuidados. Rothen fue su captor y su maestro. Le demostró que los magos (bueno, la mayoría de ellos) no eran los monstruos crueles y egoístas que los habitantes de las barriadas creían.

Dos guardias flanqueaban las puertas abiertas de la universidad. Su presencia era una formalidad respetada solo cuando se esperaban visitantes importantes en el Gremio. Hicieron una forzada reverencia mientras Rothen conducía a Sonea hacia el vestíbulo.

Aunque ya lo había visto antes en varias ocasiones, el salón seguía impresionándola. Un millar de filamentos imposiblemente finos de un material semejante al cristal brotaban del suelo, sosteniendo una escalinata que ascendía en grácil espiral a los niveles superiores. Delicadas hebras de mármol blanco serpenteaban entre los escalones y la barandilla como las ramas de una enredadera. Parecían demasiado delicadas para aguantar el peso de un hombre; probablemente lo fueran, y habían sido fortalecidas con magia.

Dejando atrás la escalera, entraron en un corto pasillo. Más adelante se divisaba el gris tosco del Salón Gremial, un antiguo edificio protegido y encerrado en una estancia imponente que se conocía como el Gran Salón. Varias personas aguardaban frente a la

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