El príncipe de los cuatro vientos

Joseph Michael Brennan

Fragmento

I. La niña de ojos oscuros

I

La niña de ojos oscuros

Cuando llueve en la cuenca del Río Rojo no es como en otros lugares. La lluvia cae tibia, como si el cielo sangrara: riega valles y colinas, dejando a su paso al mismo tiempo vida y devastación. La lluvia abate las hojas y se cuela entre las ramas de los árboles, inundando cada recoveco, arrancando flor y fruto. La lluvia golpea, inmisericorde, la tierra roja de las montañas y la hace descender en aludes hacia los valles. Las bestias y los pájaros callan, pues el canto de la lluvia omnipresente los aterra: los cazadores se acurrucan igual que las presas, hechos un ovillo en algún refugio demasiado frágil. Luego vendrá el sol y de la lluvia no quedará más que la humedad sofocante, como un hálito vivo que flota sobre la jungla. Pero mientras cae la lluvia, el mundo guarda silencio y muestra reverencia.

Las leyendas hablan de tierras lejanas y extrañas donde jamás llueve, donde el cielo se extiende como un manto liso desde el amanecer hasta el ocaso: se dice que en esos lugares no hay frutos que recoger, campos que cosechar ni bestias que cazar. Con razón los abuelos de los abuelos adoraban a la lluvia como una diosa, pues donde falta perece la vida misma. Pero la lluvia era la diosa de la vida y de la muerte. Ella cae todo el año, casi tan constante y fiel como el sol y la luna pero, en los largos meses del monzón, la lluvia cubre los árboles hasta la altura de un hombre y todo aquello que se arrastra por el suelo de la selva está condenado a morir. Los hijos de la lluvia, las criaturas temibles del río, acechan en aquellos meses incluso en los caminos de las tierras altas. La vida, en cambio, viene después: brota cuando la lluvia ha pasado, bebiendo de las pozas, como los buitres y los escarabajos multicolores que se reúnen para celebrar el festín de la carroña. A veces un viento alto empuja las nubes y un rayo de sol se cuela en la penumbra de la masacre, pero los astros son indiferentes y continúan su quehacer eterno sin molestarse por las cosas que sufren en el mundo.

En los meses del monzón, el silencio pesa sobre la selva. Las bestias esperan, igual que los hombres, como si pudieran esconderse. Contienen el aliento para ver si la diosa implacable les perdona la vida. A ver si el cocodrilo y la anaconda pasan de largo, cuando se deslizan silenciosos por el bosque inundado; a ver si el escondite resiste. Pero hasta los árboles más altos caen a veces cuando el agua desnuda sus hondas raíces o el rayo los fulmina desde lo alto. Cientos y miles de corazones, grandes y pequeños, laten con fuerza durante los meses del monzón, repitiendo una letanía inscrita en la naturaleza misma de la carne: «pasa, terrible madre lluvia. Pasa y perdóname la vida».

En los meses del monzón, solo los dioses duermen en paz, y en sus moradas la vida y la luz se cobijan seguras. Afuera la selva es gris en el día y negra en la noche: adentro, se refugian los colores y la música. La antigua diosa reina en el exterior, en la infinita espesura del follaje, en las colinas cubiertas de nubes; los nuevos dioses se reúnen junto al fuego en los salones, festejan y cantan. Los meses del monzón son los meses de la diosa antigua, cuyo nombre los nuevos dioses no recuerdan y cuyos altares no visitan: los nuevos dioses no merodean bajo las copas de los árboles en su estación. Pero solo ellos, entre todos los seres de carne y hueso, le niegan el tributo del silencio y el temor.

Esa noche, cerca del fin del monzón, Ataru no podía dormir. El cielo encapotado se aclaraba poco a poco: el amanecer no podía tardar mucho. Otro día estaba por empezar.

Un día menos. El plazo estaba por cumplirse.

El aceite de la lámpara se había consumido por completo y no podía verla, pero sentía el calor de su cuerpo cerca de sus pies. Podía escuchar su respiración plácida, tranquila. Se movió un poco, suavemente, para no molestarla, y sintió el peso de su cuerpo en la cama. Mancha se movió también, pero no despertó. Dormía serena, como si ignorase lo que estaba por venir. Ataru sintió unos deseos irrefrenables de verla, de mirar su rostro tan familiar: creía vislumbrar su contorno, más y más claro con el alba inminente, pero aún era una sombra cruzada a los pies de su lecho. Escucharla respirar y sentir su calor tendrían que bastar.

Habían pasado diez años juntos los dos. Diez de sus quince años. Apenas recordaba una vida antes de que ella estuviera a su lado: su sombra, su mascota, su compañera. Habían crecido juntos en los salones del palacio. Él y Mancha. La niña y el pequeño semidiós. Apenas rememoraba algo de su vida sin ella, pero recordaba exactamente el día en que Mancha había llegado. Había pensado en ello cientos de veces en el último tiempo y, a medida que la fecha señalada se acercaba, los recuerdos se volvían más y más vívidos.

Allí, en la oscuridad, ni siquiera tenía que cerrar los ojos para verlo todo con claridad: el prado delante del palacio, la hierba demasiado larga y el sol que iluminaba el mundo, sacando brillos de esmeralda al follaje de los árboles. El calor sofocante y húmedo de la temporada seca; las enormes mariposas azules. Las largas banderas rojas flameando en la brisa con el emblema sagrado de su Casa. Los pabellones escarlata a cuya sombra celebraban los dioses: la fruta dulce y jugosa, la música del arpa, las conversaciones sabias y alegres. Recordaba haber sorprendido la mirada seria de su padre que lo veía jugar con los demás niños: los ojos del Señor, dorados como el mediodía, fijos en él, evaluando sus movimientos y su fuerza.

Asur-Tharisag, Señor de la Casa de las Espinas, hacía honor a su nombre que, en la lengua de los Ancestros, significaba «el dios resplandeciente». Ataru deseaba impresionarlo, enorgullecerlo. No había visto a su hermano Razen, pero seguramente estaba cerca: vigilando, como siempre. Debía sorprenderlos a los dos. Decidido, había esperado que el pequeño primo con el que luchaba se distrajera y, tomándolo por detrás de la rodilla, lo había hecho girar en el aire y lo había derribado sobre la hierba. Pero no recordaba la reacción de su padre. Mientras presionaba a su primo, derrotado contra el suelo, la había visto a ella: una pequeña figura que corría alegre en la parte más lejana del prado, persiguiendo mariposas. ¿Quién era? Una esclava, claro está: una de las muchas bestias del servicio doméstico del Palacio, con su simple túnica blanca y su cabeza sin rasurar. El cabello negro le caía muy por debajo de los hombros, espeso y liso. Seguramente se había escapado de las cocinas. ¿Por qué se había fijado en ella? Eso no podía recordarlo: sencillamente lo había hecho. La niña corría, despreocupada, riendo a todo pulmón, gritando, hablando con las mariposas en su lengua primitiva.

Entonces, Ataru lo había notado: cerca de la niña, un movimiento en la hierba que no tenía nada que ver con la brisa. Algo se acercaba… No se detuvo a pensarlo un instante: saltó y corrió hacia ella, atravesando en cosa de segundos el prado. Al verlo, la niña gritó sorprendida y tropezó. Ataru se plantó delante de ella, dándole la espalda

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