Zona cero

Gilberto Villarroel

Fragmento

1. La playa

1

LA PLAYA

Era una calurosa noche de verano en Pichilemu. Con su ronroneo asmático, el Volkswagen de Gabriel Martínez se arrastró sobre el ardiente pavimento de la calle principal del pueblo hasta el borde costero. Se detuvo cerca del palacio Ross, un casino de inicios del siglo veinte que había sido reciclado como centro cultural.

Gabriel bajó del auto y caminó por el costado del parque ubicado a los pies del viejo palacio. De noche, la maltrecha silueta del edificio —que en su esplendor había destacado por su elegancia— parecía una mansión gótica recortada desde los fotogramas de alguna película de terror de bajo presupuesto.

Descendió a través de un sendero que llevaba directamente hacia la playa. Tenía ganas de estirar las piernas y de fumar un cigarrillo a orillas del mar antes de continuar su viaje hasta Punta de Lobos. Aquí había arrendado una cabaña que sería su centro de operaciones para cubrir un campeonato internacional de surf.

Aquel viernes había luna llena. Era una extraña luna de verano, de un intenso color rojo sangre salpicado con vetas amarillas que le daba un aspecto inquietante. Al menos, se consoló Gabriel, ya era de noche.

Durante el viaje desde Santiago, el sistema mecánico de ventilación del escarabajo había sido insuficiente para aliviar el calor y su espalda había estado constantemente mojada y pegada al asiento. Esto le resultaba tan desagradable que, apenas el sol se puso, decidió hacer una escala en la playa antes de llegar a su destino. Anhelaba pasar un momento a solas junto al mar, respirar la brisa, pero inmediatamente descubrió que un grupo de surfistas había hecho una fogata sobre la arena. Los jóvenes conversaban animadamente y le pareció ver una guitarra en medio de las mochilas y las tablas. Mal presagio. Era cuestión de minutos para que alguno de ellos, animado por los tragos, echase a perder la letanía tranquilizadora de las olas con alguna canción de fogata.

Otros dos miembros del grupo, con sus tablas amarradas a los tobillos, se habían echado al agua para intentar algunas acrobacias nocturnas. Probablemente, alguno de ellos o todos participarían en el campeonato, pero él todavía estaba cansado y se había propuesto iniciar su trabajo al día siguiente. Ya tendría tiempo suficiente como para conocerlos. Por ahora, lo único que le interesaba era fumar y estirar las piernas.

Decepcionado por no poder hacerlo a solas, Gabriel se situó en el costado opuesto de la playa junto a la caleta de pescadores, lo más lejos posible del grupo de los surfistas. Se arrimó a los botes vacíos y desde ahí contempló el cielo estrellado. Era una noche perfecta para observar claramente la inmensidad de la Vía Láctea y dejarse deslumbrar por su belleza. O para sentirse, al mismo tiempo y por idénticas razones, pequeño y miserable.

Gabriel no tenía claro cuál era su estado de ánimo y necesitaba unos momentos de introspección para dilucidar por qué se sentía tan inquieto. Pero el cosmos se rige de acuerdo con las leyes de Murphy y su celular sonó justo cuando tenía el cigarrillo entre los labios y terminaba de encenderlo.

—¡Mierda! —dijo, y se tocó con ambas manos todos los bolsillos de su chaqueta de pescador —uno de los modelos favoritos de los corresponsales extranjeros— buscando afanosamente su teléfono. Gabriel sabía que, Murphy mediante, la llamada sería de Sabine, quien recientemente le había dado un nuevo ultimátum para que dejase de fumar. Pero él no pensaba tirar al suelo un cigarrillo recién encendido. Eso sería un desperdicio. De modo que respondería la llamada con el cigarrillo en la boca, la garganta seca, los dientes apretados y aquella leve tos que durante los últimos dos años se había vuelto cada vez más crónica... Que ocurriese lo que tenía que ocurrir, pensó, qué diablos.

Estaba seguro de que era Sabine, su pareja. ¿Quién más tendría interés en ubicarlo un viernes cerca de la medianoche, en pleno verano, cuando todo el país se paraliza por las vacaciones, el gobierno se llena de funcionarios subrogantes incapaces de tomar decisiones y la única entretención popular, que alimenta diariamente las portadas de los diarios y la televisión, es el Festival de Viña, que a esa hora seguía emitiendo su interminable espectáculo?

El teléfono apareció al tercer intento, después de descartar los bolsillos más grandes donde guardaba un televisor portátil y una práctica radio a cuerda: un modelo fabricado especialmente para aquellos países africanos en que no abunda la luz eléctrica y que él siempre llevaba a mano para no quedar desinformado cuando había apagones. Algo que era cada vez más frecuente en Chile, por lo demás, ya fuese por las emergencias propias de los veintitrés climas diferentes del país, o por la desidia de los operadores privados que se habían adueñado de la generación y de la distribución del servicio.

—¿Aló?

—¿Gabriel?

—Sabine... —dijo él y de inmediato hizo una pausa incómoda para toser—. Hola.

—¿Estás fumando de nuevo? —preguntó Sabine. El tono de su voz se endureció.

—¿Para eso me llamaste? —replicó Gabriel, a la defensiva.

Las discusiones por cualquier asunto, por trivial que fuese, se habían vuelto habituales en su relación. Cada vez conversaban menos. Y cuando lo hacían siempre estaban en desacuerdo. Era la única manera que tenían de comunicarse, de decirse solo que las cosas no estaban bien entre ellos. No sabían hacerlo de otra manera. Cuando se reconciliaban, lo hacían en silencio. Tenían sexo de una manera casi desesperada, como si en ese espacio íntimo todo fuese perfecto, como si alguna palabra dicha al azar fuese una amenaza que había que evitar a como diese lugar, para que nada echase a perder la magia.

Hubo un breve silencio al otro lado de la línea.

—Quería saber de ti —dijo Sabine, ahora con un tono más conciliador.

Gabriel no dijo nada.

—¿Está todo bien? —insistió ella—. ¿Llegaste sin problemas?

—Sí. Ya estoy frente a la playa.

—¿Tienes un minuto para hablar?

Sobrevino otro breve e incómodo silencio. Era como si Sabine esperase algún tipo de disculpa.

—Sí.

Gabriel se quitó el cigarrillo de la boca durante un instante, suspiró y añadió:

—Pensé que seguirías ocupada.

—Lo estaba.

—Por eso yo no te había llamado.

—Trabajé durante todo el día.

—Lo imagino.

—Fue muy duro.

—Lo sospechaba.

—Pero ya tengo casi todo listo.

—Ah. Qué bueno...

—La oficina podrá funcionar el lunes, tal como lo prometí.

—¡Felicitaciones! —dijo él, a pesar de que jamás había dudado de que ella cumpliría su compromiso. No era una sorpresa. Sabine era una persona obsesionada con los estándares de calidad en el trabajo, con las metas y con los plazos. Como él. Más que é

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