El arte de dudar

Óscar de la Borbolla

Fragmento

El arte de dudar

8

Entendernos de más

Cada ciudad tiene un ícono que la representa: París sería impensable sin su Torre Eiffel, y la Ciudad de México, sin su Ángel. El Puente de Brooklyn es Nueva York, y Egipto, la Esfinge. Y lo mismo ocurre con las personas que destacan: quedan mundialmente anudadas a una fórmula o a una frase: Einstein es E = mc2 y Cien años de soledad es García Márquez. Los ejemplos podrían extenderse interminablemente: el Big Ben es Londres, el Coliseo es Roma, Dinamarca es una sirena sentada sobre una roca, y cuando se piensa en Australia viene a la cabeza saltando un canguro. Las razones por las que algo se vuelve emblemático son de lo más variado: a veces es su espectacularidad, otras, su rareza y, en ocasiones, una transparente sencillez que, sin embargo, lo dice todo.

Esta sustitución de una cosa por otra (Beethoven por la Quinta sinfonía o, más precisamente, por la secuencia de cuatro notas: ta-ta-ta-tán (a las que sigue un ta-ta-ta-tánnnnn: sol, sol, sol, mi) es inquietante, pues una computadora, aunque estuviera alimentada con toda la información de una persona o de una ciudad, jamás podría dar con la clave que hace que un elemento de toda esa información represente el todo. ¿Por qué Augusto Monterroso se volvió El dinosaurio; Salvador Dalí, unos relojes blandos; Velázquez, Las meninas, o Rusia, la catedral de San Basilio?

¿Qué es lo que nos permite sustituir el nombre de alguien por un apodo? Conocemos a Aristocles por su apodo: Platón, y a Hitchcock por su perfil. Y los seres comunes y corrientes somos representados por un rasgo que nos oculta para siempre de la mirada del otro y obra como prejuicio, como un disfraz del que no podemos volver a librarnos. Somos el amigo solidario por una vez que tendimos la mano, o el canalla porque una sola vez dimos la espalda. Y, por lo mismo, ¿cómo zafarse como individuo de la famosa generalización de género de “todos los hombres son iguales”?

Este barrimiento del significado, por llamarlo de algún modo, es lo que se conoce con el término metonimia: tomar la parte por el todo. Pero también hay barrimiento en la metáfora o en la analogía: decimos (y no sólo lo decimos, sino que lo pensamos, lo actuamos) una cosa por otra. Y da igual si se trata de una frase cursi: “tus dientes de perla”, o sublime como el verso de Huidobro: “el beso hincha la proa de tus labios”, el funcionamiento es el mismo: se toma una cosa por otra y lo importante es que se entiende. Los seres humanos, a diferencia de las computadoras, pareciera que podemos situarnos afuera del sistema y alcanzar el significado que no estaba. Una computadora tiene un margen estrecho para lidiar con la ambigüedad. A mí me encanta cuando la máquina me ofrece las posibilidades para efectuar una “desambiguación” pues lo que de hecho está haciendo es ofrecerme varias rutas de exactitud, de univocidad. ¿Qué es lo que hace posible que los seres humanos entendamos los dobles sentidos, los chistes, los albures? Eso que he llamado barrimiento del sentido consiste sólo en bautizar el misterio, contar con un nombre para referirme a él; pero no resolverlo, no aclarar nada: sólo bautizar lo que no entiendo.

En la historia del lenguaje me he topado, leyendo el Diccionario etimológico de la lengua castellana de Joan Corominas, con innumerables casos en que una palabra que significaba una cosa terminó sirviendo para designar otra. El ejemplo que más me gusta es el de broma: su acepción inicial se refería a la podredumbre que se adhiere al casco de los barcos, que los hace tan pesados que terminan por hundirse. La palabra broma hoy se refiere a una chanza, a una inocentada. ¿Qué vieron los hablantes en las guasas, en las inocentadas, que terminaron llamándolas bromas? Una cosa por otra. ¿Qué vieron los hablantes de la lengua maya en la lluvia que erigieron un dios con el nombre onomatopéyico: Chac Chac? Una cosa por otra.

Si cada uno de nosotros entendiera sólo la acepción principal de cada palabra no sería capaz de hilar dos palabras, porque dos palabras cualesquiera nombran algo nuevo: no es lo mismo “perro” que “perro café”: una palabra califica a la otra, la afina. Docenas, cientos, miles de palabras forman un discurso y, por ello, los discursos dicen más que cada palabra (no sé si más, pero sí otra cosa), y eso nuevo que dicen lo entendemos. ¿Cómo es posible esto? Más aún, al hablar, al entonar una frase, decimos, según sea el tono, significados diferentes. No es lo mismo: ¡te amo!, que ¿te amo? Al hablar siempre decimos algo nuevo, incluso aunque hablemos como Sancho Panza con refranes y frases hechas.

¿Cómo es posible que entendamos significados desbordados? No lo sé. Decir que somos los seres de la ambigüedad, que esencialmente nos movemos como peces en la vaguedad es sólo describir lo que pasa; no explicarlo. Es tanto como ver que está lloviendo y decir: “está lloviendo”. Nombrarlo no explica cómo es posible la lluvia, qué la causa. Por eso me resulta inconcebible que siendo el lenguaje un medio al que constantemente se le barren los significados sirva tan extraordinariamente para ponernos y no ponernos de acuerdo.

El arte de dudar

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La escritura contra el tiempo

Aunque toda escritura una vez concluida es tan sólo la huella que ha dejado una búsqueda, cada género literario es distinto de los demás: en uno, las palabras fluyen al servicio de la anécdota: su principal tarea es ir levantando en la imaginación del lector el desenvolvimiento de una historia; de hecho, la pericia en la narrativa consiste en llevar de la mano del discurso los ojos o el alma del lector a través de un mundo de sucesos que van produciéndole experiencias de todo tipo. La novela o el cuento son eso: escritura que encierra vidas o momentos de la vida que el lector experimenta al leer.

En la poesía, en cambio, el lenguaje no es un desarrollo sino una exploración sin rumbo, una literal búsqueda sin prefiguración, un tanteo que va generando con la resonancia y la combinación de las palabras, con su ritmo y su sonoridad, el encuentro de un destello que sorprende al poeta y que necesita, para brillar, que el lector sea atrapado en el momento oportuno. En la narrativa la historia está en el escrito; en la poesía, el escrito no es más que un latigazo que puede producir su brillo en los ojos del lector. El poema no está en la escritura, aunque

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