¿Por qué importa la filosofía?

Carlos Peña

Fragmento

INTRODUCCIÓN

¿EL FINAL DE LA FILOSOFÍA?

—Profesor Heidegger, ¿tiene algo para publicar ahora? ¿Tiene usted algún manuscrito?

Con estas palabras, el decano de la facultad de Filosofía de Marburgo entró a la oficina de Martin Heidegger un día del semestre de invierno del año 1926. El profesor Heidegger era un hombre más bien bajo, que comenzaba a abandonar la delgadez de sus primeros años, pero que mantenía un raro brillo en la mirada y una extraña serenidad de campesino sostenida en un delgado bigote. Estaba muy lejos de la aristocracia representada por otro profesor de origen judío, Ernst Cassirer, con quien pocos años después se enfrentaría.

—Desde luego —respondió Heidegger.

—Pero la entrega tiene que ser de inmediato —repuso el decano.

El apuro se debía a que el ministro de Educación había rechazado el nombramiento de Heidegger como sucesor de Nicolai Hartmann, arguyendo que el primero no había publicado nada en los últimos diez años.

El profesor Heidegger se inclinó a un costado de su escritorio, abrió una de las gavetas, cogió un grueso manuscrito que tenía por título Ser y tiempo y lo entregó al decano. Las pruebas de imprenta fueron prontamente enviadas al Ministerio, que, sin embargo, las rechazó por inadecuadas. Después de todo, unas pruebas de imprenta eran solo eso, unas pruebas para corregir y no una publicación en forma. Solo cuando el volumen se publicó —gracias a Edmund Husserl—, Heidegger fue invitado a dictar la cátedra que Hartmann había dejado vacante.

La anécdota, relatada por el propio Heidegger casi cuarenta años después,1 muestra la forma en que, a falta de indicios mejores, se exige a la filosofía mostrar su utilidad y la ironía en la que, de esa manera, se ve envuelta.

En efecto, Ser y tiempo pone al descubierto de qué forma en la modernidad los seres humanos han olvidado la estructura originaria que los constituye para, en vez de eso, volcarse inconscientemente en la cotidianidad de las cosas hasta concebir la vida entera y su quehacer como simple performatividad, como una ejecución que se justifica a sí misma. Acostumbrados a vernos como sujetos frente a un mundo firme y preconstituido, explicó Heidegger, hemos olvidado que vivimos en un mundo que hasta cierto punto es el resultado de nuestra propia interpretación, de nuestra propia capacidad de responder las preguntas finales. Sin darnos cuenta nos habríamos dejado arrullar por la cotidianidad, por los usos sociales, olvidando que somos los únicos seres capaces de preguntar por el ser (esto es, por aquello que subyace a todo lo que hay) y que en el esfuerzo de responder esa pregunta nos configuramos a nosotros mismos. Uno de los síntomas de ese raro espíritu, por llamarlo así, de esa convicción que olvida nuestras capacidades originarias y petrifica el mundo que tenemos, un espíritu que otros autores prefieren llamar «fetichismo» o «enajenación» (consistente en atribuir a las cosas una cualidad humana), es la creencia de que todo lo que hacemos se justifica en la utilidad que presta, en que se tenga alguna respuesta inmediata a la pregunta: «¿para qué sirve esto?».

La ironía consiste en que Heidegger fue víctima de ese síndrome cuando se le instó a publicar el mismo libro que lo describiría.

Esa pulsión consiste en evaluar el trabajo intelectual no por el contenido que da a luz, sino por el simple hecho de publicarse. Esta es, por supuesto, la manera en que en el mundo moderno, el mundo de la técnica, se mide la eficiencia del trabajo académico. Como no es posible comparar el valor de los contenidos, se mide la cantidad de páginas y los lugares donde ellas aparecen, para saber qué profesor, qué institución, es más productiva y merece el apoyo para su quehacer. Pero hay algo de inauténtico en todo esto, como el propio Heidegger, víctima de esta rutina, puso de manifiesto: la filosofía, o más ampliamente el trabajo intelectual, se ve empujado a ceder a las rutinas que él mismo denuncia como inadecuadas, sustituyendo la urgencia o importancia de los temas a tratar por las probabilidades de que alguien lo publique. Carl Schmitt, en algún sentido un hijo de Heidegger, afirmó por eso, en La tiranía de los valores, que cuando todo se mide —medir es la pulsión de nuestra época— nada vale, puesto que todo debe ser uniformado bajo una misma vara, ¿y cuál puede ser esa sino la mera publicación?2

Lo que subyace en esa exigencia es la idea de que ciertos quehaceres intelectuales, el principal de los cuales sería la filosofía, arriesgan el despilfarro y la inutilidad. Después de todo, como el propio Heidegger pondrá de manifiesto, en un mundo donde todo parece justificarse por la utilidad, por la manera en que sirve a algún designio humano específico, donde cualquier quehacer se justifica ante sí mismo y ante los demás, por la producción de un útil, ¿cuál es el que la filosofía podría exhibir para que se justifique mantener a sus cultores? O más bien, ¿qué utilidad podría exhibir la filosofía, suele decirse hoy, para que desplace del currículum a otros quehaceres inmediatamente más prácticos?

La dificultad de responder esas preguntas a la altura de los tiempos —o, dicho de otro modo, de exhibir una utilidad cuantificable— hace incómoda la situación de la filosofía, como lo muestran los permanentes intentos de reducir su presencia en la enseñanza escolar y universitaria que se han verificado en muchos sistemas educativos, mostrando así la persistencia de este problema. Ocurrió en Francia, en España y acaba de ocurrir en Chile. Esgrimiendo la escasez del tiempo curricular, la necesidad de optimizarlo y las necesidades de capital humano, se planteó si acaso no sería mejor destinar las horas de la filosofía a otros quehaceres donde ellas poseyeran un empleo más eficiente. Y es que en un momento en el que todo parece medirse por su utilidad fabril, la filosofía parece quedar desnuda de toda justificación. Y si bien esos intentos de arrinconar a la filosofía —o suprimirla— han fallado, ellos mostraron la fragilidad que posee esa disciplina intelectual y la necesidad permanente que tiene de esgrimir en su favor argumentos que al espíritu de la época le parezcan atendibles.

Algunos autores —entre ellos, Martha Nussbaum—, advertidos de esa fragilidad, han esgrimido algunas razones en favor de la filosofía y las humanidades que, sin embargo, en vez de mostrar la dignidad autónoma de la filosofía parecen ceder al espíritu de la época y su necesidad de lo útil.3 En efecto, Nussbaum ha sostenido que las humanidades, entre ellas la filosofía, nos ayudan a mantener despierto el espíritu crítico, base de la democracia y la compasión que estimula la justicia. Todo eso puede ser cierto, sin duda, pero esgrimir esas como las más importantes razones en favor de la filosofía equivale a darle toda la razón a nuestra época: ¿acaso las destrezas argumentativas y el espíritu compasivo —algo que también podría desarrollar una academia de debates o una iglesia— son cuanto podría

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos