Dhammapada

Anónimo

Fragmento

INTRODUCCIÓN

La palabra pali dhamma corresponde al sánscrito dharma, la primera palabra del Bhagavad Gita cuando se cita la esfera del dharma, la esfera de la verdad. El pali, la lengua de las escrituras budistas de Ceilán, Birmania e Indochina, está emparentado con el sánscrito del mismo modo que el italiano lo está con el latín. Como en italiano, la mayoría de las palabras acaban con un sonido vocálico y la mayoría de las consonantes se suavizan con una consonante doble: así, el sánscrito dharma pasa a ser dhamma en pali y nirvana pasa a ser nibbana. Se calcula que las escrituras pali son unas once veces más largas que la Biblia. Además de las escrituras pali, hay una inmensa literatura budista escrita en sánscrito y en traducciones chinas y tibetanas.

La palabra dhamma reviste una importancia suprema en el budismo y, tras esa simple palabra, hay un elevado significado espiritual. Dhamma procede de la raíz sánscrita DHR, que entraña el significado de «sostener, permanecer» y, por tanto, el de «ley, una ley moral, una ley espiritual de rectitud, la ley eterna del Universo, la verdad». En términos cristianos corresponde a «la voluntad de Dios». Pada significa, tanto en sánscrito como en pali, «pie, paso» y, por tanto, entraña el significado de una senda. Así, pues, Dhammapada indica la senda del dhamma, la senda correcta de la vida que hacemos con nuestros propios pasos, con nuestras propias acciones, y que nos conduce hasta la verdad suprema. El Dhammapada es la senda de la verdad, de la luz, del amor, de la vida, del nirvana. En términos cristianos es la senda de Dios. Aun cuando no alcancemos el final de la senda, los gozos del peregrinaje son nuestros. Podemos comprarlos «sin dinero y sin precio». Lo que es en verdad la senda suprema pasa a ser para todos nosotros toda la senda de la perfección.

La palabra Buda procede de la raíz BUDH, «estar despierto», «ser consciente», «saber». De la misma raíz procede la palabra buddhi, que encontramos en el Bhagavad Gita y significa, según los contextos, «inteligencia», «razón», «visión», «sabiduría». Es la facultad del hombre que lo ayuda a distinguir lo bueno y hermoso de lo malo y feo, lo verdadero de lo falso, y, por tanto, lo ayuda a caminar por la senda en la que la gran oración de los Upanishads encuentra su plenitud:

De la falsa ilusión condúceme a la verdad.

De la obscuridad condúceme a la luz.

De la muerte condúceme a la inmortalidad.

El avance del hombre en esta Tierra es un lento despertar y todas las visiones poéticas o artísticas y todos los descubrimientos son un despertar, pero, tras las visiones por parte del hombre de algo infinito en lo finito y de algo eterno en lo transitorio y que hacen posibles sus creaciones de arte y poesía y todos los descubrimientos de la ciencia, está el gran despertar a la ley del dharma, el eterno nirvana, el Reino del Cielo.

Muchos profetas espirituales llaman al despertar. Oímos a Kabir (1440-1518), el santo y poeta indio, decir:

¡Despierta, amigo, y no vuelvas a dormir! Ya ha pasado la noche, ¿acaso vas a perder también el día? Llevas innumerables eras durmiendo; ¿es que no vas a despertar esta mañana?

(Traducción de Rabindranath Tagore)

Podemos escuchar la gran poesía de Jalal'ud-Din Rumi (1207-1273), el místico sufí, en su Shamsi Tabriz:

Amantes, amantes, ya ha llegado la hora de abandonar el mundo.

El tambor de la partida llega a mi oído espiritual desde el Cielo.

Mirad, el conductor se ha levantado y ha preparado la fila de camellos

Y nos ha rogado que lo disculpemos: ¿por qué estáis dormidos los viajeros?

Esos sonidos por delante y por detrás son los de la partida y los de las campanillas de los camellos.

A cada momento un alma y un espíritu parten para el Vacío.

De esas estrellas como velas invertidas, de esas azules marquesinas del cielo

Ha surgido una estirpe maravillosa que puede revelar los misterios.

Fuiste presa de un sueño pesado procedente de las esferas que giran:

¡Ay de esta vida tan leve! ¡Recela de ese sueño tan pesado!

Alma, busca al Amado; amigo, busca al Amigo;

Vigilante, estáte alerta: no conviene que el vigilante duerma.

Por doquier hay clamor y tumulto, en todas las calles hay antorchas y candelas,

Pues esta noche el mundo atestado da a luz el mundo eterno.

Tú eras polvo y ahora eres un espíritu, eras ignorante y ahora eres sabio.

Buda es el nombre que se dio al príncipe indio Gotama (563-483 a. C.), cuando, tras seis años de un denodado esfuerzo espiritual, despertó a la luz infinita. Con el resplandor de esa luz, nos ofreció palabras de sabiduría y amor, palabras que han ayudado a los viajeros en tiempos pasados, nos ayudan a nosotros ahora y ayudarán a los hombres en tiempos venideros, porque, sea cual fuere lo que un futuro inimaginable depare al hombre en eras por venir, las grandes palabras de sus dirigentes espirituales serán por siempre jamás su luz y las palabras de Jesús dan expresión a esa verdad: «El Cielo y la Tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». Lo que ha sido una luz para unos pocos será con el tiempo una luz para todos.

Buda era un príncipe y había nacido para ser rey, pero comprendió la vanidad de los reinos terrenales y anheló un Reino del Cielo: el nirvana.

En la historia poética de la infancia y la juventud de Buda, se nos dice que su padre, el Rey, por miedo a que su único hijo abandonara un día su corte y se convirtiera en un asceta mendicante, como le predijeron al nacer, decidió rodearlo de toda clase de placeres, construyó para él tres palacios para las tres estaciones indias y adoptó todas las disposiciones necesarias para que nunca viera a un anciano, un enfermo, un cadáver o un asceta mendicante. Quiso la suerte que el joven príncipe viese a esas cuatro clases de personas y el misterio de la pena de la vida no le permitió descansar. Sintió el anhelo de algo real tras la transitoriedad de las cosas, el anhelo que hizo decir al profeta hebreo:

Como ansía el ciervo el agua del arroyo,

Así suspira mi alma por Ti, Dios mío.

Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo:

¿Cuándo llegaré a estar delante de Dios?

O como dice la antigua canción inglesa:

Jerusalén, mi dichoso hogar.

¿Cuándo llegaré hasta ti?

¿Cuándo tendrán fin mis penas?

¿Cuándo podré ver tus gozos?

O como comienza el poeta castellano Jorge Manrique (14401479) su magnífico poema:

Recuerde el alma dormida,

avive el seso y despierte,

contemplando

cómo se pasa la vida,

cómo se viene la muerte

tan callando.

La pena es la que mueve a Shelley a cantar así:

We look before and after,

And pine for what is not:

Our sincerest laughter

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos