Nota a esta edición
En 2007, Constantino Bértolo, que por aquel entonces arrancaba el catálogo de Caballo de Troya, le preguntó a Ignacio Echevarría en una conversación telefónica informal qué estaba leyendo en aquellos días. Echevarría le respondió leyéndole un fragmento de El discurso vacío (1996) y le dijo que su autor era un uruguayo llamado Jorge Mario Varlotta, Mario Levrero.
Pocos privilegiados, la mayoría de ellos latinoamericanos emigrados por diversas razones a la España que iniciaba su camino incierto por el proceloso bosque de la crisis económica, conocían a este escritor, que sin embargo era, fuera de nuestras pequeñas y pueblerinas fronteras, un autor de referencia para autores que ya eran de referencia y que habían sido publicados en esta parte de la península Ibérica con cierto éxito de crítica si no de público. Como Fogwill, que en paz no descanse pues no iba con su carácter ni descansar ni estar en paz.
Yo casi compartía el pequeño cubículo de Bértolo en las oficinas de lo que fuera Random House Mondadori. Bértolo, asombrado por el libro de Levrero, no dudó en contactar con los herederos de Jorge Mario Varlotta (gracias, Alicia, Juan Ignacio, Nicolás; gracias, Claudia), y en adquirir los derechos para publicar en España no sólo El discurso vacío, sino otra «novelita» —por breve y no por menor— titulada Dejen todo en mis manos. Un exceso; dos títulos del mismo autor casi al unísono. Desastre. Anatema. Mas como ambos somos excesivos, desastrosos y políticamente incorrectos, me propuso que diéramos vida a las tres primeras novelas de Levrero en Debolsillo: La ciudad (1970), París (1980) y El lugar (1982). Dos de ellas habían sido publicadas dentro de una colección de ciencia ficción que dirigía Marcial Souto para Plaza & Janés —sí, nosotros mismos— en 1999 (véase el prólogo de Ignacio Echevarría a La ciudad en las páginas finales de este libro).
Así lo hicimos: en 2008, junto a El discurso vacío, Debolsillo reunió las tres novelas «involuntarias» en un estuche. Poco después, la edición en lo que fuera Literatura Mondadori de La novela luminosa (2005) apuntaló el conocimiento de este autor catalogado entre los «raros» de la literatura latinoamericana y comparado con Kafka y Onetti (yo diría que Bolaño también debería estar asomando por alguna ventana de esta página).
Desde entonces, Debolsillo ha recogido más obras del autor, y la serie «Mapa de las lenguas», de los sellos Literatura Random House y Alfaguara, ha aumentado la distribución de casi todas las obras de Levrero. Muchos otros libros han sobrepasado al hermoso estuche de 2008 de tal manera que, con una velocidad asombrosa, cayó en el olvido de lectores y de los once mil críticos literarios que hubo alguna vez, seguro. Para resucitar ese estuche y que la obra sea más manejable para todos los amantes de Levrero y todos aquellos que aún no lo conocen, en este volumen aparecen reunidas de nuevo las tres obras y, en su parte final, se ofrecen los prólogos que acompañaban a aquella edición. De hecho, uno de ellos, el de Julio Llamazares, es una especie de lazarillo que, desde 1999, ha conducido a El lugar a buen puerto. Además, hemos restituido el orden cronológico de escritura de las tres obras —La ciudad, El lugar y París— a sugerencia de Nicolás Varlotta, que nos recordó muy oportunamente la entrevista que Levrero concediera a Elvio Gandolfo para El péndulo, en 1982, en la que menciona este orden, roto por la publicación adelantada de París respecto a El lugar. Fue en esta misma entrevista en la que se refirió por primera vez a estas tres novelas como «trilogía involuntaria».
Sea esta edición de Trilogía involuntaria un grano más en la que debiera ser larga y luminosa playa editorial de este raro espécimen de autor, por la que, a pesar del deslumbramiento, el asombro, las quemaduras o las mordeduras de insectos, medusas, cangrejos, marlines, tiburones, deberíamos pasear aquellos que leemos incansablemente para saber por qué leemos. Sea esta nota editorial atípica la manera de unir a cuatro amigos que comparten su afición por Levrero y que son, cada uno a su manera, excesivos, desastrosos y políticamente incorrectos.
MARÍA CASAS ROBLA,
editora
LA CIUDAD
A Tola Invernizzi
—Veo allá lejos una ciudad, ¿es a la que te refieres?
—Es posible, pero no comprendo cómo puedes avistar allá una ciudad, pues yo sólo veo algo desde que me lo indicaste, y nada más que algunos contornos imprecisos en la niebla.
KAFKA
Primera parte
1
La casa, al parecer, no había sido habitada ni abiertas sus puertas y ventanas durante muchos años.
El interior estaba en orden, aunque adecuado al gusto y las necesidades de los anteriores habitantes —equivalente, para mí, a un desorden—. Pero, quiero decir, no había objetos tirados en el suelo, y los muebles, en lugares que si bien podrían no ser los indicados para mi comodidad, no estorbaban el paso, ni ocupaban posiciones sin sentido (como suele ocurrir, de encontrar una mesa de luz con la puerta vuelta hacia la pared, o una cómoda colocada de tal modo junto a otro mueble que resulta imposible abrir sus cajones).
Quizá antes de entrar, en el momento de abrir la puerta, noté la humedad; las paredes y el techo goteaban, todas las cosas estaban húmedas, como cubiertas de baba, el piso resbaloso. Y el aire enrarecido, con olor a cerrado y a larga ausencia de seres humanos.
El tiempo no ayudaba; desde hacía unos días no se veía el sol, y caía sin tregua una fina llovizna y, de vez en cuando, un chaparrón muy fuerte. La casa no tenía ningún sistema de calefacción; me iba a ser imposible desalojar la humedad por el momento.
En la cocina había un viejo primus, pero nada de combustible; sólo unas botellas, con olor a querosene, amontonadas debajo de la pileta, detrás de una cortina de nailon.
Recordé que, no muy lejos de allí, había un almacén; me pareció que la primera medida sensata sería salir, aún bajo la lluvia y a pesar del cansancio, a comprar querosene para tratar de hacer andar el primus.
Pero luego pensé que quizá no valiera la pena; no podría secar la humedad ni siquiera de las cosas más necesarias, como la ropa de cama y la que tenía puesta; si bien me sería útil para preparar alguna bebida caliente, que necesitaba, esto no parecía compensar la caminata.
En principio abrí las ventanas, y lentamente comenzó a circular un aire nuevo, aunque el olor a cerrado persistiría por algún tiempo; luego comencé a ordenar —o desordenar— las cosas, a fin de poder habitar, aunque en forma precaria, la casa.
Quité los colchones, que estaban doblados sobre las camas, y los amontoné en el suelo; luego, con algunas ropas que traía en las valijas, improvisé un lecho, sobre el elástico oxidado de una de las camas.
La noche se acercaba y tenía que encontrar la manera de pasarla con un mínimo de comodidad; quizá al día siguiente brillara el sol, y todo me resultara más fácil.
Finalmente resolví ir al almacén. No se me había ocurrido traer algo para comer, y empezaba a sentir hambre; y al tratar de encender la luz —porque en el interior de la casa se veía poco, aunque faltaba un buen rato para que cayera la noche— encontré que no había corriente eléctrica. Busqué una llave general, o una caja de tapones, pero no hallé nada; luego se me ocurrió que era muy probable que la compañía de electricidad hubiera cortado el suministro, por falta de pago, quizá mucho tiempo atrás. Al no encontrar, tampoco, velas o un farol, me puse entonces, más por costumbre que por protección real, el impermeable que me había quitado al entrar, y salí, dejando abiertas puertas y ventanas, y comencé a caminar.
No estaba seguro de la ubicación del almacén; luego me di cuenta de que más bien no tenía mayor idea del lugar donde podría encontrarse. Había ido una sola vez, hacía años, y en compañía de otra persona —sin necesidad de prestarle especial atención al recorrido para fijarlo en la memoria; y, aunque lo hubiese hecho, probablemente ya lo habría olvidado.
Con todo, me sentí impulsado a caminar hacia la derecha, y a buscar con la vista una señal que despertara el recuerdo.
Había pocas casas, y no parecían estar habitables. Paredes descascaradas e incluso semiderruidas; jardines invadidos por altos pastos y plantas silvestres, y una desoladora ausencia de signos de vida humana.
Me sentí desanimado y pensé en volver; tanto los descampados que bordeaban el camino, como las casas, y las bifurcaciones o los caminitos laterales, parecían iguales entre sí, sin ninguna particularidad que me invitara a la esperanza. Sin embargo seguí caminando, un poco por inercia, y también porque no quería volver, con el estómago vacío, a pasar una noche angustiosa en aquella casa húmeda y oscura.
Caía, en efecto, la noche; los contornos de las cosas, ya un poco diluidos por el agua, iban perdiendo toda nitidez. Pensé que en algún momento, debido a la oscuridad que progresaba, se encendería un foco de luz en alguna parte. Allí encontraría un sitio para reponer fuerzas.
Pero pronto la oscuridad fue total, y el foco esperado no se encendió.
2
La situación fue empeorando.
La lluvia, que ya me había obligado a quitarme los lentes, ahora me entraba en los ojos, después de saturar las cejas. Mi pañuelo chorreaba agua, y me resultaba imposible continuar secándome los ojos y la frente.
A menudo salía del camino, o metía los pies en charcos. Resolví quitarme zapatos y medias, que, empapados, servían sólo de estorbo. El impermeable tampoco tenía ya ninguna utilidad; el agua, con su persistencia, se colaba por todas partes, hasta en el interior de los bolsillos.
Luego intenté el regreso, dejando por completo de lado la idea del almacén; la única idea que cabía, en esas condiciones, era la de encontrar un refugio, escapar a la lluvia lo más pronto posible. Pero la oscuridad, y los resbalones y las caídas —especialmente las que sufría al salirme del camino— me habían desorientado, y seguía andando sin saber si me acercaba o me alejaba de la casa.
Anduve mucho tiempo así, no sé cuánto, tropezando y maldiciendo, moviéndome por la sola voluntad de las piernas, con ganas de tenderme en el camino y quedarme allí, en desesperada resignación. De pronto, a lo lejos, divisé un par de luces en movimiento.
A causa de la distancia, de la lluvia, de las ondulaciones del camino, dudaba de la dirección en que las luces se movían; a veces parecían alejarse. Pero pronto se hizo evidente que se acercaban y por fin el vehículo, que resultó ser un viejo camión, estuvo a pocos metros. La luz de los faros me reveló que yo estaba muy al costado del camino, y era probable que el conductor no tuviera posibilidad de verme; corrí, moviendo con dificultad mis piernas insensibilizadas, y agité los brazos. El camión se detuvo.
Me aproximé a la ventanilla del conductor; no podía ver a quién me dirigía porque la cabina estaba a oscuras, y en ese momento apagaron los faros.
—Por favor —exclamé—. Permítame subir, lléveme a alguna parte.
No hubo una respuesta inmediata; me pareció oír una discusión, aunque el ruido del motor —que el chofer mantenía acelerado— no me permitía escuchar las palabras. Al fin, se oyó una gruesa voz:
—¡Suba!
Sonó como una orden.
Me costó alcanzar la otra puerta; en un principio había pensado en dar la vuelta por detrás, pero temí que el camión arrancara sin darme tiempo a subir. Tuve también una duda, sobre si debía viajar en la cabina, donde era posible que no hubiese espacio, ya que además del conductor viajaba por lo menos otra persona. Pero sin detenerme a pensarlo di la vuelta por delante y busqué la manija de la portezuela, que ubiqué con cierta dificultad; desde adentro no se hizo ningún esfuerzo por ayudarme. Al fin conseguí abrir y trepé penosamente hasta el asiento, demasiado alto.
Como en muchos camiones, no había ningún tipo de estribo y, para subir, era necesario apoyar un pie en la rueda.
La voz murmuró algo así como que no tenía toda la noche por delante y que podía haber subido con mayor rapidez; el camión arrancó antes de que yo tuviera tiempo de cerrar la portezuela.
Dentro de la cabina, la escasa luz de los focos que reflejaba el camino permitía ver algo; así me enteré de que junto al conductor iba una mujer, pero no pude distinguir mucho de las facciones de ninguno de ellos. El camionero tenía espesos bigotes, y una nariz bastante grande; el rostro de la mujer estaba más en sombra. Apenas pude ver el pelo, que le caía sobre la cara.
—¡Está chorreando agua! —exclamó la mujer sin mirarme, después de un breve silencio que también me resultaba agresivo. Luego habló con el camionero, en otro tono—. Ya te dije que no debíamos dejarlo subir.
El hombre permaneció mudo; ella, en cambio, siguió murmurando, aunque sin dirigirse a ninguno de nosotros en particular. Pensé que debía decir algo, y aproveché un respiro de la mujer para explicar que no conocía la zona, que había salido a hacer una compra y que la noche me había sorprendido sin haber podido encontrar el almacén; pero mi historia no pareció despertar el menor interés, y la dejé morir, haciéndose más agresivo el silencio.
Pronto mi atención fue reclamada por un extraño movimiento de la mujer, lento y continuo. Con sorpresa tuve que reconocer que se estaba deslizando, pacientemente, hacia mi lado.
En un principio creí que trataba de acomodarse, y me apreté todo lo que pude contra la portezuela. Como respuesta obtuve, de inmediato, un violento y agudo pellizcón en el brazo derecho, que me hizo retorcer en silencio.
Mientras tanto, seguía parloteando contra mí, describiendo todos los daños que mi ropa mojada le causaba al tapizado del asiento (que, por otra parte, me pareció en muy malas condiciones; un resorte se me clavaba en la espalda y otro en una nalga, y cuando trataba de cambiar de posición siempre aparecía un nuevo resorte para mortificarme).
Y mientras hablaba arrimó su pierna desnuda contra la mía y la frotó levemente, a pesar de que mis pantalones estaban empapados. Yo la observé de reojo, pero ella aparentaba mantener su actitud agresiva, murmurando y sin mirar hacia mi lado.
Aparte de causarme asombro, y una cierta inquietud, este comportamiento me llevaba a una primera actitud de rechazo hacia ella; me vi sin saber qué hacer. Por un lado creía que mi respuesta a sus provocaciones (una aproximación, una caricia), significaba una falta de respeto por el camionero, quien, según ella misma, había resuelto admitirme en el camión. Por otro lado, un franco rechazo podría llevar su mal humor, aparente o no, a un grado tal que el hombre se viera obligado a hacerme bajar, para complacerla, o para no tener que soportarla más.
Por un instante se me ocurrió que la relación entre ellos podría no ser, como uno tendía a suponer en un primer momento, de índole amorosa; sin embargo, de no existir ésta —o una relación meramente conyugal— no veía motivo para que el camión fuera propiedad común —como parecía serlo, por el hecho de que el camionero podía decidir mi presencia en él, y la mujer protestar por la misma causa (aparte de su preocupación por el tapizado)—; pensé incluso en una relación laboral, pero me pareció una idea estúpida.
Ella proseguía sus manejos; ahora me apretaba, de vez en cuando, la rodilla con la mano, e insistía en pegarse contra mi costado. En otras condiciones, se me habría despertado el deseo; en ese momento, por el contrario, comenzaron a dominarme el temor y la angustia.
Busqué excusas para mantener la indiferencia; surgió la idea de que la mujer debía de ser fea, desagradable (la voz, sin embargo, sonaba cálida y joven); me dije que una mujer hermosa no necesitaría la dependencia que significa viajar en su camión para entablar relación con un hombre; a menos que el camionero —si era en verdad su marido— fuera tan celoso que no la abandonara en ningún momento, y ella estuviera obligada a aprovechar determinadas situaciones.
Sin querer resolví el conflicto, o al menos lo postergué, refugiándome en el sueño. Me dio tan buen resultado —quiero decir que cesaron las provocaciones, y también las ofensas— que cada vez que despertaba fingía continuar durmiendo, hasta que me volvía a dormir realmente.
Al despertar atendía, esperando escuchar alguna cosa de importancia para mí; pero creo que en ningún momento despegaron los labios.
El agotamiento, y la tensión nerviosa —presente y pasada— hacían que en mi mente se mezclaran pensamientos e imágenes en desorden; y esta mezcla que reinaba en el sueño se prolongaba, en forma confusa, al despertar.
Soñaba que estaba en la casa; pero era mucho más grande y tenía infinidad de piezas, todas habitadas por extraños. Había gran bullicio, y un interminable ir y venir por los corredores. Pasaban junto a mí, ignorándome; yo estaba convencido de que me había vuelto invisible. Me ponía a veces en el camino de alguien, pero no me llevaban por delante, sino que me sorteaban, aunque haciendo parecer el rodeo casual, o distraído, sin fijar nunca la vista en mí.
En forma paralela seguía pensando en el problema de la mujer y el camionero; se me ocurría que ese sentimiento de respeto, o gratitud, que me impedía responder a los reclamos eróticos de la mujer, era exagerado, ya que si bien el camionero me había recogido, aun en contra de la opinión de ella, era éste su deber como conductor, y como ser humano, y no tenía derecho a tratarme con brusquedad —como lo hizo en un principio, cuando me costaba subir—, ni a ignorar con tanta falta de cortesía mi explicación acerca de por qué me encontraba allí, en el camino, en medio de la lluvia y de la noche, o a mantener ese obstinado silencio agresivo.
Este razonamiento, no tan nítido como aquí lo expreso, y cargado de emociones muy intensas, un poco exageradas, se perdía entre las imágenes del sueño, que iban por otro lado, separadas, y de pronto subían a la superficie, pasando a un primer plano. Me encontraba otra vez en la casa, en una de las piezas, haciendo el amor con la mujer del camionero, tendidos en el suelo. La pieza estaba vacía, sin un solo mueble, las paredes desnudas. El sueño no me resultaba grato; no había una carga de erotismo que lo acompañara. Mi forma de hacer el amor era distraída, preocupado por mis pensamientos en torno a ellos (y, curiosamente, pensaba en ella como en otra persona, como considerando un problema abstracto, a pesar de que, al mismo tiempo, tenía plena conciencia de que era ella la mujer con quien estaba acostado) y miraba pasar gente por el corredor, frente a la puerta, en ese constante ir y venir.
Algunos asomaban la cabeza y seguían de largo, otros se quedaban observándonos gravemente durante unos instantes, pero nadie hacía demostraciones de picardía, o desaprobación; más bien se nos examinaba con curiosidad y reserva, a veces como si se tratara de un fenómeno científico.
3
Al abrir los ojos comprobé que ya había salido el sol. Observé a mis compañeros de viaje. La mujer dormía, la cabeza apoyada en el hombro del camionero. Era joven; sin ver sus ojos no me habría atrevido a determinar la edad, pero era seguro que no pasaba de los treinta. Su pelo era muy negro, y el cuerpo pequeño y bien formado.
El camionero seguía impasible al volante, sin dar muestras de fatiga, los ojos fijos en el camino, con expresión seria y concentrada, aunque no desagradable. Tenía ojos grandes y saltones, y la piel curtida; su pelo también era negro, pero más brillante que el de la mujer. No le di más de treinta y cinco años; es posible que llegara a los cuarenta y no los representara, aunque, en verdad, nunca tuve mayor habilidad para calcular la edad de la gente.
Hice algún movimiento exagerado para mostrar que ya estaba despierto, confiando que, con la luz del día, se hiciera más comunicativo. Extraje un peine del bolsillo de la campera y me peiné; luego me pasé las manos por la cara, tratando de despejarme. Pero nada alteró la actitud del hombre, que siguió impasible, fiel al volante y al camino.
La mujer despertó rato más tarde, cuando el sol nos daba de frente, en los ojos. El paisaje era para mí desconocido, aunque no esperaba por ese lado ninguna sorpresa. He viajado poco, y es raro que reconozca los lugares por donde paso, quizá porque los paisajes se parecen en todas partes (o, si lo pienso mejor, porque al viajar nunca me fijo en los detalles; más bien acostumbro a posar la vista cerca del vehículo que me transporta, y veo los postes, los alambrados, los árboles o el borde de la carretera, confundidos en rápida sucesión; esto me resulta más interesante que observar los detalles, me permite pensar con mayor libertad, o tal vez no pensar en nada).
La mujer tampoco me prestó atención. Se limitó a alisarse el pelo con las manos y a echar una rápida mirada hacia mi lado, como para comprobar que yo estaba aún allí. Y luego se dedicó a hacerle mimos al camionero, y a hablarle en tono cariñoso, refiriéndose en general a un cansancio —que el hombre no demostraba— y a lo terrible de tener que viajar tantas horas detrás del volante.
Quise encender un cigarrillo, pero el paquete se había mojado, y estaban todos echados a perder. Hice una bola con la cajilla, en forma evidente, y la arrojé afuera, con la esperanza de que el camionero me convidara con tabaco. Pero tampoco en esta ocasión se sintió aludido, aunque varias veces lo había visto fumar. Resignado, me puse a mirar por la ventanilla.
Al cabo de un rato me aclaré la garganta y pregunté si faltaba mucho para llegar a alguna parte, y si por la carretera pasaba algún ómnibus, que pudiera llevarme a mi destino. Reconozco que mis preguntas fueron bastante imprecisas, pero el silencio que hasta ese momento habían mantenido mis acompañantes no me permitía ser más exacto. Me molestó la carcajada que lanzó el camionero y que fue seguida, con cierto retraso, por una risa tonta de la mujer.
—¡El señor quiere saber si falta mucho para llegar a alguna parte! —exclamó el hombre, en tono de burla, y volvió a reír, sin darme respuesta.
La mujer comentó que sería interesante saber cómo podrían decirme si un ómnibus me llevaría a mi destino, si no tenía la menor idea de adónde quería ir.
Esto dio motivo a que siguieran conversando entre ellos, en un tono más ameno, que hasta les permitía sonreír de vez en cuando. Yo seguía sin respuesta y no me animaba a insistir, porque de repetir la pregunta tendría que haberme mostrado agresivo, indicando que si yo no sabía dónde me encontraba, y si ellos ignoraban mi destino, se debía pura y exclusivamente a su falta de cortesía, por no haber entablado conversación conmigo.
No es que me hubiese costado gran trabajo mostrarme desagradable, porque ya me tenían harto; pero la verdad es que me sentía cómodo en el camión —o por lo menos seguro—, aunque ya no lo necesitara en la misma medida que la noche anterior. Por otra parte, caminar por la carretera me habría resultado beneficioso para desentumecerme y secarme el cuerpo y la ropa; pero temía quedar aislado, sin encontrar medios para regresar. Hasta el momento no nos habíamos cruzado con ningún otro vehículo, ni con el menor signo de actividad humana.
Y debo confesar que me atraía la mujer; no me refiero al atractivo físico, que sin duda era importante, sino más bien a su extraño comportamiento durante la noche, esa curiosa dualidad para conmigo.
En ese momento no tenía ojos más que para el camionero, y su actitud hacia mí, entre burlona y despreciativa, me pareció más auténtica que el enojo anterior, o su intención de despertarme el deseo.
De pronto, sin que mediara ninguna señal previa de advertencia, el camionero detuvo el vehículo y dijo:
—Aquí termina el viaje.
Nada había cambiado en el paisaje. Nada hacía suponer que habíamos llegado a destino. Deduje entonces que el viaje había terminado nada más que para mí, y me dispuse a bajar. Así era, sin duda, porque el motor seguía en marcha, y ninguno de ellos parecía pensar en descender. Tomé mis zapatos y mis calcetines, que había dejado en el piso de la cabina, así como el impermeable, abrí la portezuela y, antes de saltar fuera, dije alguna palabra de agradecimiento que de inmediato me pareció ridícula.
Cerré con fuerza la portezuela y me quedé junto al camión, esperando que partiera. Comencé a sentir un olor desagradable y particular. Al mismo tiempo noté que el salto me había lastimado los pies, y un largo dolor me iba subiendo por las piernas, resentidas por el entumecimiento debido al frío pasado y a la inmovilidad a que habían estado condenadas durante horas.
La puerta se volvió a abrir y la mujer bajó apresuradamente.
—¡Ahí la tiene! —me gritó el camionero, asomando su gran cabeza por la ventanilla de nuestro lado, para lo cual tuvo que tirarse a lo largo del asiento—. Si no estuviera cumpliendo una delicada misión oficial, en la cual llevo, por otra parte, bastante retraso por culpa de ustedes, y si el reglamento no lo prohibiera expresamente, estén seguros de que no se librarían de una buena paliza —y movía sus espesas cejas, como disfrutando de la idea—. Pero si me bajo, ustedes echarían a correr y perdería mucho tiempo tratando de alcanzarlos, aunque no les quepa la menor duda de que los alcanzaría, tarde o temprano. Creo —agregó, con una sonrisa maligna, pero dulcificando, falsamente, el tono— que de todos modos tendrán su castigo, y mucho más terrible del que yo pueda propinarles. Mientras tanto —me miró con ojos profundos y temibles, más saltones que nunca— puede seguir manoseándola, todo lo que quiera. Es divertido, ¿verdad?
Lanzó una carcajada sin alegría.
—Tiene una carne dura, maciza, elástica, propia para ser manoseada y pellizcada —prosiguió—. ¡Y las piernas! Las piernas están cubiertas por un vello áspero y fino, que produce en la mano un cosquilleo especial. —Su cara había perdido la dureza de las horas anteriores y parecía casi simpática al hacer la descripción, aunque los ojos seguían siendo duros y crueles. Apretó los gruesos labios y torció hacia abajo las comisuras—. Ya perdí bastante tiempo con ustedes. —Y por encima del ruido del motor, después de soltar el freno, y mientras comenzaba a alejarse, gritó—: ¡Cerdos!
Me quedé clavado allí donde estaba, confuso e incómodo. No había tenido oportunidad de abrir la boca para intentar una mínima defensa; de todos modos, de haberla tenido, no lo hubiese hecho, para no acusar a la mujer —cosa que, inevitablemente, habría sucedido al explicarme—; tampoco el camionero hubiera estado obligado a creerme; por el contrario, lo más probable es que considerara mi explicación como una forma cobarde de descargar mi culpa sobre ella, y esto quizá le hubiese encendido aún más la furia, hasta el punto de hacerle olvidar ese reglamento y el atraso que llevaba (según él, por culpa nuestra, aunque por mi parte no le hice perder más de cinco minutos, sin contar todo el que perdió él por su propia voluntad al endilgarnos el estúpido discurso final).
Al mirar alejarse el camión descubrí con sorpresa cuál era su carga, y el origen del olor que había detectado momentos antes: ni más ni menos que un inmenso montón de basura, resultado sin duda de recolecciones domiciliarias, una montaña de materias en descomposición.
Me pregunté el porqué de tan largo viaje transportando esa porquería, que podía haberse quemado en algún lugar próximo al de la recolección; ninguna utilidad que pudiera obtenerse de esos residuos —cosa muy dudosa, por otra parte— habría justificado los gastos de transporte.
De todos modos el camionero tomaba muy en serio su trabajo, lo que me hizo pensar que alguna importancia habría de tener; me extrañó también lo estricto del reglamento y del horario.
El camión fue tragado por una subida de la carretera que lo cubrió definitivamente, luego de alcanzar la parte más alta; me alivió sentir que ya no lo vería, aunque temí que en cualquier momento diera la vuelta y el hombre tratara de tomarse la venganza anunciada.
4
Esperaba encontrar una mirada baja, expectante o temerosa; pero al volverme hacia la mujer vi sus ojos clavados en mí, con expresión altiva y de reproche.
Separó los labios para decir algo, pero al parecer se arrepintió. En cambio echó a andar con paso rápido y firme, en la misma dirección del camión. La seguí, porque igual pensaba caminar hacia allí; ya sabía lo que había detrás; nada —apenas un paisaje monótono y vacío—; hacia adelante quedaba, al menos, la esperanza de hallar algo distinto, aunque ante la vista sólo se extendían campos alambrados, sin cultivar.
La carretera no era mala; pese a las últimas lluvias no abundaban los charcos, y era pareja y con pocas piedras; pensé que una carretera bien cuidada, aunque fuera de tierra y pedregullo, debía llevar a algún lugar de cierta importancia, y aunque hasta ahora no había sucedido, quizá por ser muy temprano, era lógico suponer un tránsito de regular intensidad.
Hice un alto para calzarme porque el pedregullo seguía lastimándome los pies y me resultaba incómodo llevar zapatos y medias en la mano; estaban mojados, al igual que toda mi ropa, y no tenía perspectivas de poder secarlos en un plazo más o menos breve.
La mujer dio unos pasos más y también se detuvo, a esperarme, pero sin volver la cabeza hacia mí. Seguí andando y ella reanudó el paso, con el mismo ritmo, sin abandonar el silencio.
Al cabo de una media hora de marcha uniforme decidió esperarme, y cuando llegué a su lado me tomó de un brazo y dijo:
—Tengo hambre.
No era una simple información. Había en el tono, aparte de enojo y reproche (acentuados por la dureza de la expresión), algo de imperativo —como si, aparte de la posibilidad material, tuviera la obligación de alimentarla.
—Yo también —respondí y mantuve mis ojos clavados en los suyos, sin desviar la mirada, para darle a entender que no me sentía culpable de la situación.
Seguimos caminando, con menos entusiasmo. No tanto el hambre, sino la conciencia del hambre nos debilitaba; más, teniendo la certeza de que, de no mediar algo imprevisto, seguiríamos en la misma situación mucho tiempo. (Hago mal en hablar en plural; no es difícil que los sentimientos de la mujer fueran muy distintos de los míos. De todos modos, el hecho concreto es que el paso de ambos se hizo más lento.)
Al fin, tras otro largo rato de marcha, volvió a detenerse y me dijo:
—No quiero seguir caminando. Debes cargarme.
La miré con incredulidad.
—¿Qué?
—Que debes cargarme. No quiero seguir caminando. Estoy muy cansada, y de todos modos no llegaremos nunca a ninguna parte.
—Es ridículo. Todos los caminos llevan a alguna parte. Y aunque fuera como dices, ¿de qué serviría que te cargara? Sería mejor, entonces, quedarnos aquí, al borde de la carretera. ¿Para qué caminar inútilmente?
Yo hablaba con rapidez y enojo. Me mortificaba razonar de una manera tan elemental, sobre algo tan estúpido.
—¿Y el camionero? —agregué—. ¿Para qué iba a seguir esta carretera, si no llevara a ningún lado? ¿Y nosotros, por qué no habríamos de llegar?
—No me hables del camionero —dijo, como si ésa fuera la única palabra que yo hubiera pronunciado—. No quiero volver a oír hablar de él.
Sin embargo siguió hablando de él, largo rato; explicó que se trataba de un hombre tosco y violento, que muchas veces se comportaba en forma brusca, pero que, en realidad, era de buen fondo y muy apreciado por sus superiores, porque cumplía fielmente con sus obligaciones y era muy trabajador, honrado y empeñoso. También sabía ser tierno, sobre todo con su mujer y sus hijos (aunque no aclaró si esa mujer era ella misma), y con todas las mujeres y niños en general. Sólo a causa de un gran enojo, como el que yo le había provocado con mi comportamiento infantil y desleal, podía haberla hecho bajar del camión como lo hizo.
—Por las buenas, sabiéndolo tratar —agregó— es muy fácil sacarle cualquier cosa; pero no soporta que la gente se comporte de una manera sucia con él. Ahora podríamos estar viajando los tres, cómoda y alegremente, como buenos camaradas, en lugar de habernos separado disgustados. Y sólo nosotros salimos perdiendo; aquí estamos, cansados y hambrientos. Y para colmo eres tan egoísta que no quieres cargarme, como sería tu deber.
No quise discutirle las mentiras; tanta insistencia me hizo dudar por un instante, pero repasé todas mis actitudes desde que subí al camión, para convencerme de inmediato de mi absoluta inocencia; pero era evidente que ella no razonaba como una persona normal, y terminé por acceder a su capricho sin más conversación.
En principio traté de llevarla como a un niño, o un montón de leña —acostada sobre mis brazos extendidos, la nuca apoyada sobre mi brazo derecho y las piernas colgando a la izquierda—; pero en esta posición me cansaba mucho, y no pude dar más que algunos pasos. Cuando vacilaba al caminar empezó a reír, y la dejé en el suelo; no se levantó enseguida, sino que siguió riendo durante un rato, gritando de tanto en tanto que yo no podía con una mujer, ni siquiera con una mujer liviana como ella (y el juego de palabras la divertía), y que tal vez era incapaz de cargar en brazos a un niño de meses.
Fastidiado, la dejé en el suelo y seguí caminando. Pronto dejó de reír y me gritó que no la abandonara, pero no le hice caso, decidido a no detenerme más. Entonces se levantó y vino corriendo, con una velocidad que contradecía sus manifestaciones de agotamiento, y por sorpresa, de un salto, quedó trepada sobre mi espalda, rodeándome el cuello con los brazos, y pasando las piernas alrededor de mi cintura. En realidad, era ésta la manera más cómoda de llevarla; me molestaba, de todos modos, pero seguí caminando sin tratar de hacerla bajar.
Observé sus piernas, que eran realmente hermosas y que, tal como había dicho el camionero, estaban cubiertas de un fino vello. Sentí tentación de acariciarlas, y lo hice, lentamente. En efecto, el vello producía un cosquilleo especial en la palma de la mano.
Ella agitó las piernas, golpeándome los costados con las rodillas, mientras me insultaba y comenzaba uno de sus discursos: que todo el mundo encontraba muy divertido eso de manosearla y de tocarle las piernas, sin pensar en el abuso que cometían con una pobre mujer indefensa, etcétera; pero sus palabras eran contradichas por la risa que dejaba escapar de vez en cuando, y por el tono general, alegre, como de parodia a sus discursos anteriores. Por fortuna pronto dejó de golpearme, pero de a ratos me pellizcaba la cara y el pescuezo, o me mordía las orejas. Me parecieron manifestaciones cariñosas, aunque a veces me hacían doler.
5
El sol del mediodía tornó insoportable la situación; pensé en la casa, en los húmedos colchones que ahora se podría estar sacando fuera, en la tarea de limpieza y ordenación para habitarla, y de pronto me sentí angustiado al hacer conciencia de la circunstancia actual: la fatiga en un lugar desolado y desconocido, el ridículo de cargar sobre mis espaldas a una mujer, y ese calor, progresivo y martirizante, que me iba cubriendo de transpiración, y el hambre.
Decidí detenerme. Le dije que se bajara, pero se negó; por el contrario, apretó más las piernas contra mi cintura y los brazos en torno a mi cuello. Le dije que ya no soportaba más, y que la haría bajar a la fuerza.
Rió, y comenzó a moverse como si estuviera cabalgando, dando pequeños saltos; entonces me fui dejando caer, despacio, para no golpearla, y ambos quedamos completamente acostados sobre un lado, justo en medio de la carretera. Ella seguía sin soltarme, pero retiró la pierna que había quedado aprisionada debajo de mi cuerpo, quejándose de que mi peso le hacía daño. Yo hice girar mi cuerpo hasta quedar encima de ella, y la besé.
Ella respondió con avidez; nos mordimos los labios, nuestros dientes chocaron más de una vez, el abrazo se hizo más apretado, sofocante; pronto llegué a sentir el gusto de la sangre, que nos corría por la boca.
Pero no logré llegar mucho más lejos; traté de desabotonarle la blusa, y allí comenzó la resistencia; se debatió con ferocidad, y luego empezó a gritar y más tarde a llorar. Me enfurecí, y la escena se volvió muy violenta; traté de desgarrarle la ropa, mientras sus manos me atenazaban las muñecas, empujando mis brazos hacia afuera; por fin, en el límite de nuestras fuerzas, consiguió liberarse de mí, tirándome a los ojos un puñado de tierra.
Quedé enceguecido y rabioso, los ojos ardiéndome de una manera terrible. Ella, al parecer, se arrepintió; me ayudó a ponerme de pie y a limpiarme los ojos y la cara.
—Sabes —me dijo, con voz mimosa y compungida—. No quiero hacer el amor aquí, en la carretera. No me gusta. Vamos a seguir caminando. Mi casa está cerca, y allí estaremos tranquilos. Podrás descansar, y te lavaré la ropa, y te daré de comer. Y, si quieres, puedes quedarte a vivir allí, conmigo.
A mí todavía me duraba el dolor en la vista, y la furia. Ahora sumaba otra burla a las anteriores; le respondí con alguna grosería.
Ella insistió. No quise discutir. ¿Cómo podía creerle? Pocos minutos antes había asegurado que no conocía el lugar donde estábamos, que la carretera no conducía a ningún lado; ahora resultaba que vivía cerca de allí.
Su rostro y sus ojos adquirieron una expresión de gran sinceridad.
—¿No me crees? Vamos a caminar un rato más. Mira el reloj: verás que antes de media hora llegaremos a un camino que sale de esta carretera, sobre el lado izquierdo. Ese camino lleva a mi casa; no es tan lejos, pero hay que caminar. Cuando lleguemos, tendrás tu recompensa. No lo dudes.
Sonrió con picardía, y tironeó de mi brazo.
Reanudamos la marcha. Quise dejar constancia de que, a pesar de todo, no le creía una sola palabra; que la seguía porque no me quedaba otra alternativa. Le reproché todas las mentiras que había contado, todo lo que había fingido, incluyendo su comportamiento en el camión, la noche anterior, y su falta de respeto para con su marido, el camionero —cuyas cualidades, según ella misma, eran tan positivas—, y el haberme culpado injustamente, y a sabiendas, de haber sido yo quien lo ofendiera y lo hiciera enojar.
—¿Marido? —preguntó, asombrada, interrumpiéndome y sin siquiera pensar en dar respuesta a mis acusaciones—. Yo no tengo marido.
—Y el camionero, ¿qué es? ¿Tu amante?
—No; el camionero me recogió un rato antes que a ti; yo había salido a hacer una compra en el almacén y me perdí en la oscuridad, luego...
—¡Basta! —grité—. No quiero escuchar una palabra más. Ésa es mi historia, y no la tuya. Donde sigas hablando te dejaré sola.
—Yo no miento —murmuró. Luego siguió hablando—. Sucede que ves las cosas desde tu punto de vista, y cuando crees que algo es de una manera determinada no puedes admitir que, en la realidad, pueda ser de otro modo. —Volvió a adoptar esa expresión de profunda sinceridad, mirándome a los ojos—. Ves, por ejemplo, ese árbol; y estás convencido de que el viento trajo una semilla y allí creció, y que el año pasado estaba allí, y el anterior, y que siempre estuvo allí ese árbol. No se te puede ocurrir que, por ejemplo, pueda alguien haberlo trasplantado, porque no te parece lógico que alguien se tome el trabajo de trasplantar un árbol común, como hay tantos, hasta este sitio, donde, en apariencia, no cumple ninguna función, donde nadie repararía en él, ni podría distinguirlo de los otros árboles que crecen en gran cantidad cerca de la carretera. Pero, sin embargo, alguna función cumple el árbol: ya ves que me ha servido para explicarte cómo puedes estar equivocado en tu manera de pensar. Este hecho, ¿no justificaría que alguien (yo misma, por ejemplo, de haber tenido oportunidad) se tomara el trabajo de trasplantarlo a este lugar? ¿Y cómo puedes saber si he tenido o no oportunidad de hacerlo?
»Además —prosiguió, acariciándome la mejilla—, si miras a la izquierda verás, sin necesidad de seguir discutiendo, que realmente hay un camino. Yo no miento.
Miré y, en efecto, vi allí un camino. Era muy malo, de tierra; pero el hecho es que, al menos en esa oportunidad, no me había mentido.
Pensé que quizá había sido injusto con ella; que, en verdad, sus actitudes y palabras contradictorias podrían tener una explicación racional y, como ella había dicho, tal vez yo no sabía interpretar los hechos.
Por el momento me pareció que lo más sensato era seguir juntos y ver qué sucedía; me costó dejar la carretera, que prometía mucho más que ese pobre camino, aunque no tuviera certeza de encontrar un refugio en un plazo más o menos breve. Caminamos a paso rápido, sin que hubiera lugar a mayores comentarios.
Al cabo de unos momentos pregunté:
—¿Cómo se llama el pueblo donde vives?
—No vivo en ningún pueblo —repuso, y siguió caminando en silencio.
—Entonces —insistí—, ¿este camino lleva directamente a tu casa?
—No —respondió, con cierto fastidio—. Hay un pueblo, antes de llegar a mi casa. Es muy pequeño, ni siquiera sé si tiene nombre.
—¿Y pasaremos por ese pueblo antes de ir a tu casa, o hay otro camino?
—No tenemos más remedio que pasar por allí —comentó, con un suspiro, dando a entender que la idea no le agradaba en absoluto. En ese momento unas nubes taparon el sol; luego cayó un chubasco breve y sorpresivo.
6
No tardamos en llegar.
Aquello, en realidad, no llegaba a ser un pueblo; no sabría cómo llamarlo. Diría que era, más bien, una gran estación de servicio, muy atractiva y de colores relucientes, rodeada de unas pocas casas viejas, agrupadas allí como al azar.
Noté enseguida una cierta animación en las calles y veredas; creo que, en verdad, quizá no había más de cinco o seis personas que se movían, pero después de no ver otra cosa que paisajes desolados durante horas, aquello me pareció un movimiento de proporciones.
En una manzana, ubicada frente a uno de los lados de la enorme estación de nafta, se agrupaban algunos comercios; según letreros que colgaban fuera se trataba de un bar, un almacén y una zapatería y parecían representar, junto con la estación, toda la actividad comercial de la zo