La flecha negra (Los mejores clásicos)

Robert Louis Stevenson

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

(Se advierte a los lectores que esta introducción explicita detalles del argumento.)

 

Pocos placeres me satisfacen más que leer mis propias obras, sin embargo, nunca, oh, nunca, he leído La Flecha Negra.

ROBERT LOUIS STEVENSON[1]

I

Un libro que su autor no ha encontrado el momento de releer queda automáticamente en entredicho para formar parte de la selecta colección de Penguin Clásicos. No obstante, a pesar de que a su creador le pareciera una lectura insufrible, La Flecha Negra se ha obstinado en ser popular. Y en ser admirada. Y, desde luego, ha sido leída. En los más de ciento veinticinco años que han transcurrido desde que cautivó por primera vez a los niños victorianos en la publicación semanal Young Folks, hasta el punto de provocar el aumento de su tirada, La Flecha Negra se ha contado siempre entre las obras de Stevenson con más reimpresiones, además de ser el libro que, para su sorpresa, le resultó más lucrativo, tanto en libras esterlinas como en dólares. Al lector común, de cualquier edad y sexo, le gusta La Flecha Negra, diga lo que diga el autor. A Stevenson le gustaba llamarse a sí mismo «Cuentacuentos». Como dijo D. H. Lawrence, confía en el cuento, no en quien lo cuenta. Por lo que respecta a La Flecha Negra, la posteridad ha hecho justamente eso.

También algunos críticos, y cada vez más, han encontrado enjundia en esta «novela juvenil», a pesar de los defectos que Stevenson admitió sin reparos. Si se lee al detalle, La Flecha Negra abre ventanas interesantes hacia la psicología de un autor cuya biblioteca de ficción remite, de forma obsesiva, a su traumática juventud como hijo único, y a los conflictos con un padre severo. La infancia no fue una etapa pasajera para Stevenson. Tal como señalan sus biógrafos, nunca la superó. Y como demuestran los hijos coléricos y los padres tiránicos de su última gran obra, El Weir de Hermiston, Louis murió inmerso todavía en un conflicto edípico.

Los subtítulos asociados a La Flecha Negra dan una visión panorámica de la narración: «Los forajidos del bosque de Tunstall», «Una historia de las Dos Rosas» y, por supuesto, el título que se ofrece aquí. A primera vista, La Flecha Negra es una mezcla de elementos reaprovechados de otros textos. Stevenson escribió la obra contra reloj, siguiendo las estrictas instrucciones sobre el contenido de quien se la encargó. No se molestó en investigar, más allá de consultar algunas notas que había tomado seis años atrás con otro propósito, sobre las Paston Letters y el Anglia oriental del siglo XV.[2]

En efecto, Robin Hood está muy presente, una garantía para ganarse a los jóvenes. Dick Shelton empieza la novela siendo un paje y termina como un caballero. Pero durante la mayor parte de la trama, es un forajido. Un forajido, pero en absoluto un criminal. Es la ley la que yerra. Hay un gran trazo de verde Lincoln en el dibujo de la novela, junto con flechas negras y sangre roja. Más sangre, de hecho, de lo que le hubiera gustado a la señora Grundy en un libro dirigido a un público juvenil.[3]

Otra fuente manifiesta es Ivanhoe. La «sociedad de la Flecha Negra» se inspira de un modo evidente en la trama secundaria de Locksley (donde aparece Robin Hood) de la novela de Scott, así como en el tópico «¿Por mandato de cuál rey, pordiosero, canalla?».[4] Y, por supuesto, La Flecha Negra está repleta de lo que Stevenson llamaba «tushery» y «gadzookery»:[5] el uso de modismos sintéticos que otorgan al discurso un aire histórico sin que resulte demasiado pesado para el lector. El estilo de Scott yace sin duda bajo las arengas altisonantes, como en la que sir Daniel regaña a su tutelado, Richard, por un desliz en su lealtad: «Pues ¿qué es lo que llega a mis oídos? ¿Tan duro tutor he sido para ti que te das prisa en desacreditarme? ¿O es que al ver mi mala fortuna piensas ya en abandonar mi partido? ¡Por la misa que tu padre no era así!». Stevenson puede jurar «por la misa» sin ningún esfuerzo. Y esta forma de hablar anticuada resulta bastante fácil de leer hasta para los jóvenes (a pesar de que «worsted»[6] requiera un momento de reflexión). Sin embargo, al ponerlo a prueba y leerlo en voz alta, uno se da cuenta de hasta qué punto el mecanismo es literariamente artificial. Nunca nadie, en la larga historia de la lengua inglesa —y sin duda tampoco un caballero de 1460— ha hablado así. Aunque como truco literario, funciona. Y Stevenson puede hacer que nos funcione tan bien como el mismo maestro del arte del tushing, Scott. Como diría él: nos place. Por la misa, que non he dubda.

Como en Ivanhoe, el tushery y la acción enrevesada de La Flecha Negra se ven reforzados con fragmentos verídicos de la historia: característica que la convirtió, como la novela de Scott, en uno de los libros escolares favoritos durante medio siglo. Existen numerosas ediciones de ambas obras «anotadas» de un modo solemne para estudiantes de secundaria. También los dramas históricos de Shakespeare son, sin duda, otro ingrediente de la mezcla. Fue el dramaturgo inglés, en la primera parte de Enrique VI, quien acuñó la expresión «guerra de las Dos Rosas», que no tendría significado para aquellos que lucharon en aquel conflicto puramente rural. En La Flecha Negra se presenta un personaje histórico (solo uno) destacable. Richard Crookback —demonizado por sir Thomas More e inmortalizado por Shakespeare en Ricardo III— domina la última parte del relato. Es anacrónico, pero de una malvada elegancia irresistible.[7]

El tema de la venganza posee de nuevo un evidente origen shakespeariano. Dick Shelton, que ha de vengar el asesinato de su padre «biológico» por parte del padre usurpador, se corresponde con el Hamlet de Stevenson.[8] Arengas de la talla de «Ea, pues, ¿qué mundo es este, si todos los que me quieren son culpables de la muerte de mi padre? ¡Venganza! ¡Ay! ¡Qué suerte la mía [...]» tienen un aire inequívocamente shakespeariano («El tiempo está fuera de quicio. / Oh, amarga maldición, que naciera yo un día / para poner en orden su estropicio»).[9]

El «tiempo» en La Flecha Negra está del todo fuera de quicio. La novela se abre con la campana de llamada repicando (a partir de aquí, según el cálculo de un crítico quisquilloso, las llamadas aparecen cada cinco páginas). El repique inicial anuncia una partida de reclutamiento en una aldea desamparada, Tunstall, Suffolk. El caudillo local, sir Daniel Brackley, va reclutando a los campesinos que quedan en el pueblo para su ejército privado. Brackley, oportunista como es, ha cambiado de bando recientemente. En las palabras sarcásticas de uno de sus sirvientes, se acuesta siendo un Lancaster y se levanta siendo un York. Roja o blanca, a sir Daniel le importa bien poco el color de la rosa de su tabardo, siempre y cuando sobreviva y pueda sacar provecho.[10]

Sobrevivir no es fácil. Corre mayo de 1460, uno de los momentos más relevantes de la guerra de las Dos Rosas. La victoria puede decantarse hacia cualquiera de los dos bandos. La única certeza es que se derramará más sangre inglesa, y la sangre escasea. Incluso los veteranos de Agincourt, como el octogenario Nicholas Appleyard, s

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