Fiesta

Ernest Hemingway

Fragmento

Prólogo

Prólogo

El 6 de julio de 1918, a dos semanas de cumplir diecinueve años, Ernest Hemingway repartía chocolates, cigarrillos y tarjetas postales a las tropas italianas cuando fue alcanzado por la metralla de un mortero. Dos combatientes murieron a su lado y él fue trasladado a un hospital donde viviría sus momentos más intensos de la Primera Guerra Mundial, al lado de la enfermera Agnes von Kurowsky.

Durante tres semanas, Hemingway participó en la contienda como voluntario, a bordo de una ambulancia de la Cruz Roja. La herida le dejó una sensación ambivalente; se curtió en el fuego sin gran heroísmo de por medio: una víctima pasiva, no un protagonista del coraje. En la posguerra, las cicatrices de una generación se iban a abrir en la conciencia; aquellos cuerpos jóvenes y lastimados buscarían variadas compensaciones al horror que habían dejado atrás. Unos tratarían de borrar su paranoia en el estruendo de la era del jazz, otros se arrepentirían de no haber sido capaces de mayor valentía, otros más añorarían los sobresaltos y la adrenalina de los días de combate.

En lo que toca a Hemingway, la herida en la rodilla lo inquietó como una condecoración inmerecida. Desde muy joven luchó para construir su propio personaje. Son indescifrables las causas que lo llevaron a encumbrarse como el autor más fotografiado de todos los tiempos. Aunque detestaba la publicidad, no siempre daba entrevistas, rechazaba las ofertas de Hollywood y preconizaba la soledad del escritor (tema rector de su discurso de aceptación del Premio Nobel en 1954), trabajó con denuedo para forjarse una imagen arquetípica: el narrador antiintelectual que pescaba salmones y veía partidos de béisbol. Su biógrafo Michael Reynolds escribe al respecto: «Todo el mundo lo recuerda esquiando en las pistas de Suiza, pero nadie lo imagina leyendo los diecisiete volúmenes de Turguenev, que sabemos que pasaron por sus manos». Hemingway concibió una estrategia protectora que terminó por engullirlo. No quería hablar de literatura ni posar de hombre culto para no convertir su arte en un superficial tema de conversación. Al mismo tiempo, era un hombre hipergregario, incapaz de prescindir del contacto con los otros. Su carisma y su sociabilidad lo situaban en el centro de las reuniones y los actos públicos. ¿Cómo estar ahí sin sacrificar la diversión? En el a veces entrañable y a veces primitivo disfraz que escogió para sí mismo se mezclaban varias causas: el puritano respeto a la creación literaria como hecho solitario y casi sagrado, la inseguridad intelectual por su condición autodidacta (en cualquier actividad, sólo respetaba a los expertos y, curiosamente, jamás sintió que pudiera hablar de libros como de caballos, armas o toros de lidia), el repudio al esnobismo y la palabrería hueca. Para proteger su arte, construyó una imagen opuesta a la del «artista». Esta paradoja explica la fascinación mediática y el recelo de los críticos ante una figura destinada a convertirse en un mito del siglo XX y, en tal medida, a ser valorado como personaje antes que como creador. El icono del escritor simpático y juerguista, accesible a los temas comunes o épicos pero indispuesto a la reflexión intelectual, borraría del mapa al disciplinado artífice que también fue Ernest Hemingway. Cuando era un patriarca de barba blanca y todo el mundo lo llamaba «Papa», el más célebre escritor de la historia se comparaba con los demás en términos deportivos y no vacilaba en proclamarse campeón de la prosa. La periodista Lillian Ross le hizo el dudoso favor de retratarlo en la revista New Yorker como un borracho empedernido que hablaba como indio piel roja y en su delirio egomaníaco pretendía haber noqueado a Flaubert y Maupassant. Generoso y fiel a su código de honor de no corregir las interpretaciones sobre su obra o sobre sí mismo, Hemingway aprobó este devastador retrato.

Volvamos a la posguerra. En 1921, Hemingway llega a París con su esposa Hadley y en las tertulias del Barrio Latino improvisa explicaciones para la metralla alojada en su pierna. Había estado muy poco tiempo en la guerra y demasiado lejos del frente. Las historias de falso honor sobre su herida comienzan a convertirlo en personaje e incuban la trama de Fiesta, el libro que cambiaría su destino en 1926.

En sus primeros años parisinos, Hemingway trabajó como corresponsal del Toronto Star. Es mucho lo que le debe al periodismo en su formación y en su estilo sintético, apoyado en vívidas observaciones. Sin embargo, su superación del realismo en boga no se explica sin otras influencias literarias. Buena parte de sus lecturas parisinas se decidieron en los anaqueles de la librería-biblioteca Shakespeare & Co. Ahí encontró a los clásicos rusos y a Conrad, Proust, Joyce y Eliot. En dilatadas reuniones, dos renovadores extremos del lenguaje ejercieron en él su magisterio, Gertrude Stein y Ezra Pound. Ellos lo impulsaron a llevar cuadernos de «notas sueltas», ideas y frases con las que buscaba adecuar el flujo de su conciencia a su percepción del entorno, es decir, a encontrar datos objetivos que se correspondieran con lo que sentía. Como Chéjov, descubriría que la sensación de tristeza es mayor al describir un charco en el que se refleja la luna que al decir que un personaje está triste.

La estética de Hemingway, donde todo depende de contar bien una historia, se aparta mucho de las novelas sin acción de Stein o la poesía hermética de Pound, pero gracias a ellos adquirió un insólito rigor lingüístico. Además, Stein le impuso un sofisticado código de austeridad: un joven león de las letras debía cortarse el pelo a sí mismo para no gastar en peluqueros, pero también debía saber derrochar en pintura. Poco antes de escribir Fiesta, Hemingway dedicó todos sus ahorros (500 francos) al primer pago de los 3.500 que costaba La granja, de Joan Miró.

En sus cuadernos, el discípulo de Stein y Pound inventaba rápidas formas de observar la realidad. En forma paralela, el periodismo le otorgaba un amplio, extenuante y estricto campo de aplicación. Hemingway cubrió la guerra greco-turca, entrevistó a Mussolini y a Clemenceau, redactó notas de circunstancia sobre los nuevos sombreros o los romances de moda. Su peculiar manera de aproximarse a lo real confirmó la lección wildeana de que la ficción anticipa la verdad. En abril de 1923, Georges Parfrement, máximo jockey de la época, murió al caer de su caballo tal y como Hemingway había escrito en un cuento dos semanas antes.

Decidido a no aceptar ningún tipo de educación formal ni de academia, el joven narrador buscó estímulos en la pesca, la pintura de Cézanne, las peleas de boxeo, los artificios verbales de Joyce, los recuerdos del remoto y rural Oak Park, Illinois, donde nació en 1899. Esta insólita combinación de realidad dura y vanguardia lo llevó desde muy pronto a escribir cuentos de alta originalidad. A los veintisiete años escribe dos clásicos del género, «Cincuenta grandes» y «Los asesinos». Ese mismo año de 1926 publica la novela Fiesta, con el título en inglés de The Sun Also Rises.

Pero lo que hoy parece un triunfo avasallante tardó en ser percibido como tal. Durante años las revistas norteamericanas rechazaron los relatos de Hemingway. Después de tantos leones cazados, tantos tragos bebidos en el Floridita de La Habana y tantas fotos en el primer tendido de una plaza de toros, cuesta trabajo pensar en Hemingway como un autor arriesgado y minoritario. Eso fue en los años pobres de París. Condenado a publicar en las revistas marginales del exilio, era visto como un aventajado discípulo de Sherwood Anderson, un autor correcto, en el que confiaba el generoso Pound y por el que apostaba el audaz crítico Edmund Wilson, pero que aún no demostraba su potencial.

En 1923, cuando su buzón se llenaba de cartas de rechazo, Hemingway tomó una licencia de un año en el Toronto Star para dedicarse a la ficción, decisión que parecía suicida. Pero aquel ilustre desconocido jamás dudó que tarde o temprano la literatura pagaría sus deudas. Aunque vivía con su esposa Hadley en un húmedo departamento, se comparaba con el campeón de boxeo Jack Dempsey, que dormía en París en una suite de dos mil francos. Puede tratarse de un ideal extraño pero Hemingway fue el primer escritor en luchar para ser tratado como un profesional de boxeo y no encontró mejor piropo para Marlene Dietrich que decirle: «Eres lo mejor que ha subido al ring».

Para impedir que lo siguieran ubicando a la sombra de su maestro Sherwood Anderson, el siempre competitivo Hemingway escribió en 1925 Torrentes de primavera, una sátira de relativo ingenio contra un autor al que admiraba y al que debía infinidad de favores. Hadley trató de convencerlo de que el libro era un error y una muestra de ingratitud, pero su amiga Pauline Pfeiffer le dijo lo contrario, y en esos meses Ernest escuchaba cada vez más a Pauline, que se convertiría en su segunda esposa.

La mayoría de las amistades de Hemingway duraron unos cinco años. De acuerdo con su biógrafo Michael Reynolds, la simpatía y el carisma del novelista rivalizaban con su insensible capacidad de herir a la gente próxima. En los años de formación, muchos de sus contactos fueron determinados por la necesidad de avanzar en su carrera. Con todo, este sentido utilitario de la amistad nunca estuvo desvinculado del afecto. Turbulentas, estimulantes, con rachas alternas de crueldad y pasión, las amistades de Hemingway fueron una variante emocional de sus safaris.

En los cafés del Barrio Latino y en sus escapadas a esquiar en Austria o ver corridas en Pamplona, el autor de culto al que le faltaban regalías y le sobraban mujeres frecuentó a una turba que le parecía tan atractiva como irritante. Era el momento de los norteamericanos en París. Hemingway detestaba la noción de «aficionado» y despreciaba a sus compatriotas deseosos de ser parisinos por un fin de semana. Cuando Hadley y él llegaron a la ciudad, unos seis mil norteamericanos vivían ahí. En 1924, apenas tres años después, la cifra alcanzaba los treinta mil y seguía creciendo. Fiesta ofrece un retrato indeleble de los norteamericanos que buscaban en París un re-medio para sus crisis de posguerra. En esa ronda donde abundan los heridos de bala, un conde presume de chic porque tiene «heridas de flecha». Vivero del esnobismo, refugio de los heterodoxos, zona de prueba para que los extranjeros demuestren si son genios o simplemente insoportables, la capital francesa despliega una vitalidad desaforada que contrasta con el vacío interior y la depresión de sus visitantes, las mujeres y los hombres que Gertrude Stein describía en su salón como «la generación perdida» y que en Fiesta encontraron carta de ciudadanía.

Uno de los norteamericanos que bebió los mejores martinis de aquel tiempo era egresado de Princeton, tenía aspecto patricio, cobraba una fortuna por cada cuento y estaba llamado a convertirse en la más importante de las breves amistades de Ernest Hemingway. Francis Scott Fitzgerald, quien jamás haría nada sin elegancia ni melancolía, ayudó a Hemingway con devoción y transformó esa compleja relación en una de las muchas razones de su caída. El autor de A este lado del paraíso y El gran Gatsby, el delicado cronista de las flappers (la primera promoción de chicas que besaban en público), buscó las más atractivas formas de la autodestrucción y encontró en el bar del hotel Ritz de París un infierno definitivo y confortable. Se emborrachó ahí demasiadas veces y sufrió la humillación de no ser reconocido por el barman después de una larga ausencia. Otra de sus formas de hacerse daño fue el interés y el tiempo que dedicó a Ernest Hemingway. Lo puso en contacto con editores de revistas, le ayudó a corregir textos (eliminó las primeras páginas del cuento «Cincuenta grandes» y sugirió cortes decisivos en el tramo inicial de Fiesta), lo hospedó en su casa de campo e inició una auténtica cruzada para que su amigo fuera reconocido en Estados Unidos. Por sugerencia de Fitzgerald, Hemingway cambió de editorial, viajó a Nueva York, firmó contratos, se convirtió en un profesional con la asesoría del más exitoso autor de su generación. Pero la influencia más honda de Fitzgerald fue otra: Hemingway leyó El gran Gatsby dos meses antes de iniciar Fiesta, un impulso básico para narrar con sutileza el derrumbe de los norteamericanos en el agridulce exilio de París.

Después del minoritario entusiasmo suscitado por Tres cuentos y diez poemas (1923) y los relatos de En nuestro tiempo (1925), Fiesta significó un incendiario rito de paso. Hemingway rompió con la estética de Gertrude Stein, para quien era vulgar que en un texto sucediera otra cosa que no fuera únicamente el lenguaje, y dejó de ser apreciado por quienes lo preferían como oscuro autor experimental. Virginia Woolf escribió que la novela estaba llena «de cosas ordinarias, como botellas y periodistas». Por otra parte, numerosos conocidos se sintieron maltratados en ese mural del Barrio Latino. En una carta, Hemingway le comentó a Fitzgerald: «He corrido la voz de que estaré desarmado en la Brasserie Lipp’s el sábado y el domingo por la tarde, de dos a cuatro, para que todos los que deseen dispararme lo hagan de una vez o dejen de hablar del asunto, por Dios santo».

Otros cambios acompañaron el surgimiento de la novela. Hemingway se enamoró de la sofisticada Pauline Pfeiffer, que escribía para Vogue. En esa temporada de pasión y remordimientos, dedicó Fiesta a Hadley, su primera esposa, y a John Hadley Nicanor, su hijo de dos años. En lo que toca a Fitzgerald, la amistad empezó a diluirse terminado el libro. Los escritores se encontraron cuando la estrella de Fitzgerald declinaba. Se diría que, siguiendo alguna de sus tramas, el autor de El gran Gatsby utilizó sus últimas energías, no en salvarse a sí mismo, sino en transferir el resto de su talento a su joven colega. Al respecto, Scott Donaldson escribe en Hemingway vs. Fitzgerald: «Entre junio de 1926 y mayo de 1927 [Fitzgerald] no publicó ningún cuento. Hubo varias razones para esta baja de productividad. Su manera de beber encabezaba la lista, pero al menos una parte de esta sequía se debió al total involucramiento de Scott en la carrera de Ernest. Fitzgerald invirtió mucha de la energía psíquica que de otro modo hubiera ido a dar a su propia obra en garantizar el éxito de su amigo. Fue un fan, un devoto».

La amistad terminó en tono amargo. Muchos años después, Hemingway no tuvo mejores palabras para saldar su deuda que decir: «Scott fue generoso sin ser afectuoso».

Hemingway temía que el título de Fiesta, con el que encabezó su manuscrito y los sucesivos borradores, no fuera entendido por quienes desconocían las corridas de toros y buscó en la Biblia un título alternativo. El resultado fue The Sun Also Rises.

Ocho años después de ser herido en el frente, Hemingway concibió la imposible historia de amor entre Jake Barnes y Brett Ashley. Durante la guerra, el protagonista y narrador, Jake, ingresa en un hospital en Italia y es atendido por una enfermera de la que se enamora. Las similitudes con la historia de Hemingway terminan aquí. Jake se entera de que su pasión por Brett es correspondida al mismo tiempo que un coronel le comunica con ridículo sentido del heroísmo que ha quedado impotente: «Ha dado usted algo más que su vida». Jake y Brett deciden separarse. La trama es lo que ocurre después. A nueve años de aquel amor genuino e irrealizable, Jake y Brett coinciden en el enloquecido París de los años veinte. Ella es una mujer divorciada, libre, ingeniosa, seductora, atribulada, divertida, promiscua. A los treinta años seduce por igual a un vetusto aristócrata que a un torero casi adolescente. De algún modo, sigue enamorada de Jake, el hombre que la acompaña en sus malas horas, pero con el que jamás podrá compartir su destino. Condenado a ser testigo de los hechos, Jake lleva su oficio de periodista a las relaciones personales: los que actúan son siempre los otros, él sólo puede contar la historia. Las noches de champaña de París y los escalofriantes encierros de Pamplona son descritos por una voz resignada y melancólica. Con humor amargo, Jake vive en forma vicaria, a través de la palabra. Pocas veces el vitalismo de Hemingway alternó en forma tan perfecta con la incapacidad de participar en la acción. La multiplicación del deseo en Brett es tan ineficaz como la pasividad de Jake, su sombra amorosa. En una cercanía que nunca incluye el cuerpo, el periodista asume la posesión narrativa de su amada. Como todo testigo, en ocasiones desvía el curso de los hechos, no siempre a donde él quisiera. Jake sufre los amoríos de Brett pero nada sería peor que quedar fuera de su órbita. Un pasaje resume la situación con pericia: «Por aclamación popular se le concedió una oreja a Romero, que a su vez se la regaló a Brett, quien la envolvió en un pañuelo, mío, por cierto». Jake participa en el romance entre el torero y su amada como el tercero, el resignado e imprescindible padrino que les entrega un pañuelo.

Y pese a todo, la historia en primera persona no tiene el menor tono de chantaje sentimental. Jake vive hasta la última frase un amor mutilado pero extrañamente cumplido. El hombre que perdió en la guerra la juventud y el derecho a la sensualidad, encontró en la proximidad del testigo una forma dolorosa y perdurable de seguir amando. El tema parece extraído del mejor Fitzgerald y revela la complejidad de Hemingway, novelista para siempre simplificado por su leyenda. El autor que rozó el arquetipo del macho primario y posó gustoso con sus presas —ya se tratara de mujeres hermosas o leones de África— escribió la excepcional historia de un amor impotente en el gozoso París de los años veinte. Fitzgerald podría haber terminado su carrera con el trágico romanticismo de Fiesta. Fue así como Hemingway inició la suya, una trayectoria más variada y ascendente que la del amigo que tanto lo ayudó, que hizo del fracaso con estilo su divisa y tituló sus memorias con el consecuente título de El desplome.

Un clásico nunca deja de emitir su mensaje, pero algunos de sus componentes cambian con el tiempo. En 1926, París no era la ciudad que hoy ofrecen las agencias de viajes. Hemingway pondera toda clase de bares y de restaurantes; el recurso, novedoso antes de los oficios de la Guía Michelin, pierde misterio en tiempos del turismo en masa y hace pensar en el restaurante del que se habla en la novela, que está lleno de norteamericanos justo porque una guía informa que ahí no van los norteamericanos.

También el toreo debe ser visto a la luz de la época. Hemingway describe las corridas con el pulso del corresponsal de guerra que transmite una realidad inaudita. Para el contemporáneo de habla hispana, su crónica puede sonar tópica o folclórica. Sin embargo, la inclusión de la fiesta brava representa algo más que un arrebato de exotismo; brinda un necesario contraste a la generación que perdió su destino entre las bombas y buscó en vano recuperarlo en las noches de París. «Honor y coraje eran palabras corrompidas por los años de la guerra», escribe Michael Reynolds; en este contexto, las corridas significan una oportunidad de redimir la valentía y superar la tragedia a través del rito. Fiesta inaugura el largo trato de Hemingway con una religiosidad sensorial, fundada en la naturaleza. El católico Jake entra en la iglesia y moja sus dedos en la pila bautismal; al salir, experimenta algo sencillo e indescifrable: «Ya en la escalinata, me alcanzaron los rayos del sol. Tenía el dedo índice y el pulgar todavía humedecidos y sentí cómo se me secaban al sol»; el entorno lo envuelve con intensidad pánica; con una mínima señal —el sol abrasador que seca el agua bendita en los dedos del protagonista— Hemingway crea una atmósfera que anuncia el rito que ocurrirá bajo la luz dorada de Pamplona.

Dueño de un oído excepcional para registrar conversaciones, Hemingway reprodujo en la novela la estupenda mala leche con que Ezra Pound se refería a los emigrados en los cafés de París, e incluyó chismes de otros escritores. Ford Madox Ford solía contar que Henry James se volvió impotente al accidentarse en una bicicleta y Hemingway incorporó la anécdota en Fiesta (Jake desdramatiza su insuficiencia sexual dándole pedigrí literario). Los editores le dijeron que no podían ofender de ese modo la memoria de James y Hemingway modificó la frase. En el capítulo 12, se dice que su impotencia «es como la bicicleta de Henry». La referencia pierde ironía si se ignora que se trata de Henry James y que con el comentario se pretende dar alcurnia literaria al drama de Jake.

Hemingway reinventó el arte del cuento con diálogos donde los silencios, las frases rotas y las cosas dichas a medias adquieren poderosa elocuencia. Esta destreza aparece en Fiesta con menos concentración pero con suficiente abundancia para que la novela sea, simultáneamente, un notable guión de cine. Una contundente oralidad articula la narración: «Una parte muy importante de la ética profesional consiste en que parezca que nunca trabajas»… «Este vino es demasiado bueno para brindar con él. No deben mezclarse las emociones con un vino como éste. Pierde sabor…» «Les voy a regalar animales disecados a todos mis amigos. Soy un escritor de la naturaleza»… «Cohn tenía la maravillosa capacidad de sacar lo peor de cada uno de nosotros»…

Fiesta marcó el comienzo de una era. Como las grandes improvisaciones de jazz, el idioma de Hemingway parecía depender del azar objetivo. Nada tan real ni tan libre como esas frases entrecortadas que componían el vibrante tapiz de la realidad. Los duros años de aprendizaje habían quedado atrás. En 1926 Ernest Hemigway se convirtió en vocero de una generación que sólo podía estar orgullosa de sus heridas. Y ya nada sería como antes.

JUAN VILLORO

Este libro está dedicado a Hadley

y a John Hadley Nicanor

Sois todos una generación perdida.

GERTRUDE STEIN,

en una conversación

Una generación va, otra generación viene; pero la tierra para siempre permanece. Sale el sol y el sol se pone; corre hacia su lugar y allí vuelve a salir. Sopla hacia el sur el viento y gira hacia el norte; gira que te gira sigue el viento y vuelve el viento a girar. Todos los ríos van al mar y el mar nunca se llena; al lugar donde los ríos van, allá vuelven a fluir.

Eclesiastés, I, 4-7

Libro primero

Libro primero

Capítulo 1

Capítulo 1

Robert Cohn fue en su día campeón de boxeo de los pesos medios en Princeton. No deben pensar que como título pugilístico me impresiona demasiado, pero significaba mucho para Cohn. A él, en realidad, el boxeo no le importaba en absoluto, de hecho le disgustaba, pero lo había aprendido penosamente y a fondo para contrarrestar el sentimiento de inferioridad y la timidez que le provocó ser tratado como un judío durante su estancia en Princeton. Le producía cierta satisfacción interna el saber que podía noquear a cualquiera que lo tratara despectivamente, aunque, siendo como era muy tímido y de buen carácter, jamás se pegó con nadie fuera del gimnasio. Fue el discípulo preferido, la estrella, de Spider Kelly.

Spider Kelly enseñaba a boxear a sus jóvenes caballeros como si fuesen pesos pluma, independientemente de que pesaran cincuenta y cinco kilos u ochenta y cinco. Eso parecía irle muy bien a Cohn, que era muy rápido. Era tan bueno que Spider Kelly le hacía boxear en exceso, y muy pronto su nariz quedó aplastada para siempre. Aquello aumentó el desagrado que Cohn siempre había sentido hacia el boxeo, pero a la vez le producía una satisfacción un tanto peculiar y, ciertamente, mejoró el aspecto de su nariz. Durante el último año que estuvo en Princeton leía demasiado y empezó a llevar gafas. Ninguno de sus compañeros de clase se acuerda de él. Ni siquiera de que fue campeón de boxeo de los pesos medios.

Personalmente, desconfío de la gente en extremo franca y sencilla, especialmente cuando sus historias tienen lógica, así que siempre sospeché que Robert Cohn jamás había sido campeón de los pesos medios, que tal vez hubiese sido un caballo el que le aplastó la nariz, o que quizá su madre se llevó un susto o vio algo mientras estaba embarazada, o tal vez de niño tropezó con cualquier cosa. Finalmente hice que alguien comprobara el relato hablando con Spider Kelly. Éste no sólo recordaba a Cohn, sino que con mucha frecuencia se había venido preguntando qué habría sido de él.

Por parte de padre, Robert Cohn era miembro de una de las familias judías más ricas de Nueva York; por parte de madre, de una de las más antiguas. En la academia militar donde se preparó para Princeton, y donde fue un excelente extremo del equipo de fútbol americano, nadie le recordó su origen racial. Nadie le hizo sentirse judío, ni distinto en nada a los demás, hasta que llegó a Princeton. Era un buen muchacho, un chico simpático y amable, y muy tímido, lo cual le producía bastante amargura. Se desahogaba boxeando, y salió de Princeton acomplejado y con la nariz aplastada. La primera chica que lo trató con consideración logró casarse con él. Estuvo casado cinco años, tuvo tres hijos y perdió la mayor parte de los cincuenta mil dólares que su padre le dejó; el resto de la fortuna pasó a su madre. Todo eso, más una vida doméstica dada con una esposa rica, lo endureció hasta hacerle adquirir un carácter poco atractivo. Cuando estaba ya decidido a abandonar a su esposa fue ésta la que lo dejó para marcharse con un pintor miniaturista. Como durante meses había estado pensando en dejarla, pero no se atrevía a hacerlo porque creía que sería demasiado cruel privarla de su presencia, la marcha de su esposa fue para él un acontecimiento muy beneficioso.

Se arregló el divorcio y Robert se fue a vivir a la costa. En California se encontró metido en el ambiente literario y, como todavía le quedaba algo de los cincuenta mil dólares, al poco tiempo se vio patrocinando una revista literaria dedicada a las bellas artes que comenzó a publicarse en Carmel, California, y terminó en Provincetown, Massachusetts. Para entonces Cohn, que antes había sido considerado por todos un ángel puro, cuyo nombre aparecía en la página editorial simplemente como miembro del consejo asesor, se había convertido en el único director de la publicación. Al fin y al cabo se trataba de su dinero, y se dio cuenta de que le gustaba la autoridad de su cargo. Se sintió muy apenado cuando la revista resultó demasiado costosa y tuvo que dejar de publicarla.

Por aquellos días tenía, además, otras cosas de las que preocuparse. Había caído en manos de una dama que confiaba en ascender con la revista. Era una mujer enérgica y Cohn no tenía la menor posibilidad de escapar de ella. Además, estaba seguro de que la amaba. Cuando la dama vio que la revista no prosperaba como ella había esperado, se sintió un tanto disgustada con Cohn y decidió que debía sacar lo que pudiera mientras quedara algo, e insistió en que debían marcharse a Europa para que Cohn pudiera escribir. Vinieron a Europa, donde la señora en cuestión había sido educada, y se quedaron tres años, de los cuales el primero lo pasaron viajando y los otros dos en París. Robert Cohn tenía en esa época dos amigos, Braddocks y yo. Braddocks era su amigo en el ámbito literario, y yo en el campo del tenis.

La dama que lo tenía en sus manos, cuyo nombre era Frances, al final del segundo año de estar juntos empezó a darse cuenta de que su aspecto físico empeoraba y cambió su actitud hacia Robert, pasando de una posesión y explotación despreocupadas a la más absoluta determinación de que se casara con ella. En los últimos tiempos la madre de Robert le había concedido una renta de trescientos dólares al mes.

No creo que durante aq

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