INTRODUCCIÓN
Aunque la fecha exacta de la representación del Edipo Rey de Sófocles se ignore, es muy probable que sea algunos años posterior a la de Antígona, según inducen a creer las analogías de estructura que más adelante especificaremos. Una imitación de los Acarnienses de Aristófanes1 permite situar esta pieza antes del 424 a.C., pero cualquier precisión cronológica entre esta fecha y el 442-441 carece de firme base. Se ha pensado que la descripción de la peste de Tebas pudiera estar influida en parte por los horrores de la gran epidemia que diezmó Atenas el 429, pero nada hay que abone esta suposición. La peste que hace estragos en Tebas tiene todos los rasgos de una enfermedad mítica: afecta por igual a hombres, animales y plantas, y encuentra paralelos literarios en el canto primero de la Ilíada e históricos en las maldiciones de la anfictionía de Delfos a los infractores sacrílegos de sus preceptos. La esterilidad que agosta en flor todo germen de vida en las mujeres, en los ganados y en los campos es producto de un miasma religioso, y puede explicarse bien por la creencia de que la prole incestuosa lleva consigo siempre una tara biológica.2 No obstante, las semejanzas en la economía escénica con la Antígona son tan evidentes que desaconsejan establecer entre ambos dramas una distancia cronológica grande. Entre Edipo y Creonte son muchas las analogías que pueden encontrarse: soberanos legítimos y paternalistas de su pueblo en apariencia, son ambos en el fondo verdaderos tiranos. El uno porque pretende subordinar a la razón de Estado el acatamiento debido a instancias superiores; el otro porque se ha instalado en el poder por el medio más ilegítimo imaginable: el parricidio y el incesto. Ambos tienen en común la irritabilidad, la desconfianza frente a quienes les rodean, la actitud racionalista con respecto a los oráculos, que les hace incurrir en blasfemia. En una y otra pieza, también, ocupa la figura del adivino Tiresias un lugar central, que marca el desarrollo posterior de la acción dramática. En ambas tragedias asistimos al mismo triunfo sobrecogedor de la religiosidad tradicional, y, por último, tanto la Antígona como el Edipo Rey son las dos piezas maestras del teatro sofocleo, las únicas que no han perdido con el transcurso de los tiempos nada de su terrible impacto.
Las razones que hacen de la Antígona una obra de valor paradigmático son mucho más evidentes, en época como la nuestra, que las que confieren al Edipo Rey su enorme atractivo para el hombre moderno. ¿A qué debe esta última tragedia su misterioso encanto? ¿A su insuperable técnica teatral, a ser el drama por excelencia del destino o a despertar en el espectador esas asociaciones inconscientes que la crítica psicoanalítica del teatro exige en toda obra de genio? El filólogo clásico actual no debe pasar por alto el juicio que le merece al fundador del psicoanálisis el drama que dio nombre al famoso «complejo». «Si el Edipo Rey —dice Freud— conmueve al auditorio moderno lo mismo que conmovía a su auditorio griego contemporáneo, la única explicación que cabe encontrar es que su efecto no radica en el contraste entre el destino y la voluntad humana, sino que ha de buscarse en la naturaleza peculiar del material con que se ejemplifica dicho contraste… Su destino nos conmueve únicamente porque pudo haber sido el nuestro, porque el oráculo nos impuso antes de nuestro nacimiento la misma maldición que le impuso a él. Tal vez es el hado de todos nosotros el dirigir nuestro primer impulso sexual hacia nuestra madre y nuestro primer odio e impulso homicida contra nuestro padre. Nuestros sueños nos convencen de que esto es así. El rey Edipo, que mató a su padre Layo y se casó con su madre Yocasta, nos muestra meramente el cumplimiento de nuestros deseos de infancia. Pero, más afortunados que él, posteriormente hemos logrado, si es que no nos hemos convertido en psiconeuróticos, despegar nuestros impulsos sexuales de nuestras madres y olvidar nuestros celos a nuestros padres».3 Sófocles, al revelar en escena el pasado de Edipo, nos obligaría a reconocer en el fondo de nosotros mismos impulsos soterrados idénticos a los suyos; llevaría a cabo, por decirlo así, una especie de psicoanálisis colectivo, que operaría en el auditorio esa descarga de elementos inconscientes perturbadores que Aristóteles denominó, con un término medicinal por cierto, «purga» o kátharsis trágica.
Evidentemente, algo de verdad hay que reconocer en todo ello, aunque no se suscriban por entero las teorías de Freud. Una de las características de lo «trágico», junto a la dignidad del tema tratado y el ofrecer una explicación a un problema de la existencia humana, está en la universalidad del problema tratado, la posibilidad de referirlo de algún modo al caso particular de cada uno. Precisamente uno de los síntomas de decadencia del teatro actual es, a juicio de Philip Weissman,4 el llevar a la escena biografías o casos clínicos psicopáticos que carecen de esa necesaria universalidad de la obra de arte. La misión del dramaturgo debe ser la de ofrecer un retrato de los sufrimientos psíquicos del hombre por sus conflictos universales inconscientes, en formas estéticamente comunicadas. «El drama psicológico fracasa como arte cuando los personajes están dibujados con demasiada precisión clínica y cuando sus motivaciones inconscientes son designadas con términos excesivamente específicos, tales como amor incestuoso, deseos de muerte del padre, homosexualidad y otros semejantes».5Ahora bien: ¿en qué radica la capacidad de referencia humana universal del Edipo Rey sofocleo: en ese conflicto subconsciente común a todo ser humano o en algo, también universal, que lo trasciende con mucho?
Para responder debidamente a este interrogante se impone primero hacer un pequeño excursus sobre el origen de la saga y tratar de imaginarse las reacciones que presumiblemente produciría su tratamiento teatral en los contemporáneos del poeta. Pero antes que nada recordemos las líneas generales de la historia. Layo, por haber raptado al hijo de su huésped Pélope, Crisipo, y haber introducido con ello en Grecia la pederastia, fue advertido por Apolo de que sería muerto por el hijo que engendrara. Nacido Edipo de su matrimonio con Yocasta, Layo mandó exponer al niño a uno de sus criados, no sin haberle atravesado antes los tobillos con una hebilla, injuria de la que recibiría posteriormente el nombre de Oidí-pous («el de pies hinchados»). Compadecido el criado de la criatura, se la entregó a uno de los pastores del rey Pólibo de Corinto. Éste, a su vez, entregó el pequeño a su amo, que, por carecer de descendencia, lo adoptó como hijo suyo. Oyendo decir Edipo ya de joven que no era verdadero hijo de sus padres, se encaminó a Delfos para inquirir sobre su origen. Allí, un oráculo le informó de que estaba predestinado a matar a su padre y a casarse con su madre. Decidido a no regresar a Corinto, su supuesta patria, para escapar de horrores semejantes, yendo de camino da muerte, en una disputa ocasional, a su padre Layo, sin conocer su identidad. Llegado a Tebas, encuentra devastado el país por un monstruo, la esfinge, que aniquilaba a cuantos no sabían responder al enigma que les proponía. Edipo supo descifrar el conocido acertijo de las tres edades del hombre, y, o bien dio muerte a la esfinge, o ésta, despechada, se mató a sí misma. La hazaña le valió la mano de la reina Yocasta, de la que tuvo cuatro hijos: dos varones, Etéocles y Polinices, y dos hembras, Antígona e Ismena, aunque, según una variante de la leyenda, la madre de su prole fuera una segunda esposa, Euriganía, después de la muerte de Yocasta. Andando el tiempo, se reveló la naturaleza de las relaciones de ambos esposos: Yocasta se suicidó, y Edipo se arrancó los ojos, fue depuesto del trono y marchó al exilio. Sobre su muerte circulaban varias versiones, recogiendo Sófocles en su Edipo en Colono la de la tradición ática. Le sucedieron en el trono sus hijos Etéocles y Polinices, que acordaron reinar alternativamente cada uno un año; pero, incursos en la maldición paterna, no pudieron mantener pacíficamente su acuerdo. Al final de su año de mandato, Etéocles no quiso hacer entrega del poder a su hermano Polinices, que vino sobre Tebas con los Siete para recuperar su trono por las armas. Muertos ambos en combate, Creonte, ascendido a la dignidad real, prohibió dar sepultura a los cadáveres de los Siete, desobedeciendo Antígona su mandato en el caso de Polinices. Los Epígonos, hijos de los Siete, hicieron años después una expedición a Tebas para tomar venganza.
En todo lo expuesto son bastantes los elementos novelescos que reaparecen no sólo en otras leyendas griegas, sino en el folklore universal: el niño expuesto, la muerte del monstruo por el héroe, la boda con la princesa como recompensa. Hay otros, sin embargo, que parecen ser eco de acontecimientos históricos: la expedición de una alianza de príncipes contra Tebas, su derrota y la subsiguiente expedición de represalias. Hay, asimismo, un motivo, el de la boda incestuosa del hijo con su madre, que carece de paralelo en ninguna de las sagas griegas. Los intérpretes de la leyenda de Edipo han fluctuado en otorgar la preponderancia a los elementos imaginativos o al pretendido fondo «histórico» de la misma. Hoy ya nadie mantiene la interpretación de Carl Robert6 de Edipo como un dios anual de carácter ctónico que mata todos los años a su padre y se une a su madre, la tierra. También se han superado las teorías solares decimonónicas que pretendían reducir toda la mitología a meras explicaciones de los ciclos de los fenómenos naturales. Así, por ejemplo, la de un Goldziher,7 para quien Edipo era un héroe solar que mata al padre que le engendró —la oscuridad—, comparte el lecho de su madre —el resplandor del sol, de cuyo vientre nació al amanecer— y muere ciego cuando la luz declina al caer la tarde. Nuestro siglo ha aprendido a distinguir mejor el mito de la saga, reaccionando contra los excesos de esta interpretación alegórica. Para Nilsson,8 los orígenes de Edipo debían buscarse en los cuentos populares de época micénica, y, siguiendo por ese camino, Franz Dirlmeier,9 en un trabajo publicado en 1941, basándose en que el tema del incesto de madre e hijo repugna a la mentalidad semítica e indoeuropea, asignó la saga al substrato egeo, anterior a la llegada de los invasores helenos. Para Freud, que con estos autores comparte la opinión del origen imaginativo del relato, el problema de los orígenes carece de sentido. La leyenda de Edipo pudo surgir en cualquier parte de la elaboración de un primitivo material onírico que contuviera la vivencia inquietante de una unión sexual con la propia madre.
Frente a esta corriente de opinión, otros autores, como H. J. Rose,10 parecían inclinados a admitir un fondo histórico para leyenda tan singular como ésta; un fondo histórico que Immanuel Velikosky11 pretendió haber descubierto en el Egipto faraónico, en los dramáticos acontecimientos que tuvieron lugar en la XVIII dinastía, cuando la reforma religiosa de Akhnaton y la restauración del culto de Amón por sus sucesores. El papel de Layo lo representaría Amenhotep III, de cuyas inclinaciones contra natura tal vez sean indicio las vestiduras femeninas con que aparece extrañamente en algunas de sus representaciones. Su esposa, la reina Tiy, sería Yocasta, y Edipo, el hijo de ambos, Amenhotep IV, que después de su reforma religiosa tomaría el nombre de Akhnaton. Las extrañas circunstancias de la vida de éste se acomodarían perfectamente a las del personaje mítico. En su niñez y primera juventud, tal vez por orden de un oráculo, viviría en el destierro, probablemente en el reino de Mitanni, de donde procedía su madre. Con su accesión al trono realizaría los actos que enumera la leyenda. La muerte de la esfinge en la Tebas beocia sería un reflejo imaginario de la destrucción masiva de esfinges que este rey iconoclasta llevó a cabo en la Tebas egipcia, unida a la supresión de sacrificios humanos que ante ellas se realizaban. El parricidio lo representaría la sistemática damnatio memoriae que hizo de su padre, destruyendo su nombre en cuantos lugares lo encontraba, lo que, a ojos de sus súbditos, equivaldría a un verdadero asesinato de su pervivencia. Hay fuertes indicios también para suponer las nupcias incestuosas de Akhnaton, tanto en la iconografía regia de Tell-el-Amarna como en las inscripciones donde aparece Tiy como «reina madre y esposa del rey». El correlato de Euriganía sería la primera esposa de Akhnaton, la bella Nefretete, que terminó por abandonar a su marido ante la competencia que le hacía la real esposa y madre. El padre de esta última y hermano de la reina Tiy, el turbio y ambicioso Ay, representaría el papel de Creonte en la tragedia que sacudió la casa real egipcia; los dos hermanos, que alternativamente se sucedieron en el trono, Smenkhare y Tutankhamen, figurarían como los Polinices y Etéocles, respectivamente, de la historia; y Meritaten, la esposa y hermana de Smenkhare, vendría a ser el prototipo de Antígona. El atónito lector de Velikosky asiste a la solución de un enrevesado enigma conducido por la sagacidad del autor, que, atando cabos sueltos y por medio de hipótesis ingeniosas, resuelve con la desenvoltura de un Sherlock Holmes de la ciencia un crucigrama de la arqueología egipcia: ¿Por qué la momia de Smenkhare apareció en un sarcófago destinado a su madre, con los ritos de rigor de mala manera cumplidos, mientras que un joven faraón como Tutankhamen recibió las más fastuosas honras fúnebres? ¿Por qué no se han encontrado las tumbas de Akhnaton y de la reina Ti