INTRODUCCIÓN
«Hubo un libro en el que me pareció atisbar mi futuro yo: Mujercitas de Louisa May Alcott. […] Me identifiqué apasionadamente con Jo, la intelectual. Brusca, huesuda, Jo trepaba a los árboles para leer; era más varonil y más osada que yo, pero yo compartía su horror por la costura y el cuidado de la casa, su amor por los libros. Escribía; para imitarla mejor compuse dos o tres relatos breves.»
Algunos lectores pueden sorprenderse al descubrir que este homenaje literario a la influencia de Mujercitas en su carrera no corresponde a una escritora de libros infantiles, sino a la filósofa Simone de Beauvoir, que escribió sobre Alcott en su autobiografía, Memorias de una joven formal (1958). No obstante, la deuda de Beauvoir para con Alcott está muy lejos de ser única; podría citar homenajes igual de ardientes de otras muchas mujeres escritoras e intelectuales, de Gertrude Stein a Joyce Carol Oates. Lo que sí supone una sorpresa es que esta novela famosa, influyente y popular, que ha sido traducida a docenas de idiomas y ha vendido millones de ejemplares en todo el mundo, solo recientemente haya sido aceptada como un clásico literario americano o haya recibido la atención seria de los críticos literarios. Si bien ha influido en la obra de muchas escritoras americanas, en la literatura escrita por hombres, como las historias de Hemingway y Fitzgerald, Mujercitas ejemplifica el sentimentalismo y la piedad femenina, aunque resulta muy improbable que ni Hemingway ni Fitzgerald la leyesen. En un clásico juicio crítico y desdeñoso de la década de los cincuenta del siglo XX, Edward Wagenknecht declaraba que Mujercitas «necesita y es susceptible de poco análisis». Desde luego, no puede haber muchos más libros en la historia literaria americana que hayan influido tantísimo en la imaginación de la mitad de la población lectora y hayan sido tan ignorados por la otra mitad.
En la pasada década, la reputación crítica de Louisa May Alcott, junto con la de otras populares novelistas del siglo XIX, como Harriet Beecher Stowe, ha sido cuestionada con contundencia por algunas críticas feministas, como Nina Baym y Jane Tompkins, que han puesto en tela de juicio las suposiciones patriarcales de la historia literaria americana, mientras que ediciones eruditas de la obra de Alcott publicada con seudónimo, ficción sensacionalista, escritura satírica, novelas feministas y cartas, han demostrado que su trabajo merece un atento estudio. Mujercitas ha sido objeto de muchas reevaluaciones y numerosos debates críticos. Madelon Bedell, especialista en Alcott, ha descrito Mujercitas como «el mito femenino americano», una historia paradigmática de la maduración femenina. Varias americanistas, entre ellas Ann Douglas, Sarah Elbert y Anne Rose, han analizado la novela como una importante crítica feminista del movimiento trascendentalista. Nina Auerbach interpreta Mujercitas como una novela sobre las comunidades femeninas autosuficientes, mientras que Judith Fetterley la considera la «Guerra Civil» personal de Alcott, una novela escindida por impulsos opuestos sobre la feminidad y la creatividad.
Así, leer Mujercitas en nuestra época es indagar en ideas contemporáneas sobre la autoridad femenina, las instituciones críticas y el canon literario americano, así como en las ideas decimonónicas de la relación entre la cultura patriarcal y la cultura de las mujeres. Como Simone de Beauvoir, aunque sin la misma ironía reflexiva, Louisa May Alcott se consideró siempre una joven formal. Su padre la alabó en un soneto como «niña fiel al deber», y la propia Alcott declaraba que su máxima ambición era ser «una buena hija» y no «una gran escritora». No obstante, de acuerdo con los criterios modernos, esa capitulación creativa ante la imagen cultural dominante del decoro femenino supone una grave deficiencia. En palabras de la poetisa feminista Adrienne Rich, la artista seria debe esforzarse por escapar de esas obligaciones tradicionales e interiorizadas, pues «la hija obediente de los padres solo puede ser una escritora mercenaria».
Para algunas críticas feministas, los esfuerzos que Alcott hizo durante toda su vida para adecuar su imaginación turbulenta al moralismo de su padre, el mercantilismo de sus editores y el puritanismo del «Concord gris» le impidieron responder a su promesa literaria. Para otras, la propia Mujercitas constituye uno de los mejores estudios de que disponemos sobre el dilema de la hija literata: la tensión entre la obligación femenina y la libertad artística.
Louisa May Alcott estaba muy comprometida y vinculada con su linaje, tanto materno como paterno. Louisa, la segunda de cuatro hijas (sus hermanas, Anna, Elizabeth y May, inspiraron a los personajes de Mujercitas Meg, Beth y Amy), nació el 29 de noviembre de 1832, fecha en que su padre cumplía treinta y tres años, y siempre albergó hacia él un sentimiento acusado de rivalidad y afinidad al mismo tiempo. Amos Bronson Alcott era uno de los excéntricos profetas del trascendentalismo americano, un visionario social, filósofo especulativo y reformista educativo que fue admirado y a menudo mantenido por contemporáneos con más éxito, como Emerson y Hawthorne. Bronson, de creencias antimaterialistas e incapaz de ganar dinero, estaba descaradamente dispuesto a aceptar la ayuda económica de sus amigos, parientes políticos, hijas y esposa. Incluso Emerson le consideraba un «arcángel pesado», cuyo «genio» parásito y poco realista dejaba en mal lugar al genio. Para Louisa fue siempre «el Platón moderno», un intelectual admirado que ocupaba el lugar que le correspondía en «esta famosa tierra de Emerson, Hawthorne, Thoreau, Alcott y compañía», pero también un filósofo tan poco práctico que resultaba cómico, necesitado de cuidados constantes y gran cantidad de enérgico apoyo femenino. «Recuerdos a Platón», escribió Louisa al final de una carta a su familia. «¿No necesita calcetines nuevos? ¿Empieza a tener brillos su ropa?»
Sus dos progenitores pensaban que la impetuosa y voluble Louisa, que parecía «alocada» casi desde la infancia, había heredado su carácter de su imaginativa e irritable madre, Abba May Alcott, la entrañable «Marmee» de Mujercitas. «Madre e hija forman parte una de otra y no pueden pasar mucho tiempo separadas», observaba Bronson. Louisa dedicó muchos de sus libros a su madre, cuidó de ella durante la enfermedad que acabó matándola y le contó por carta a un amigo que lo mejor que había hecho había sido hacer de los últimos años de su madre unos años felices. Su apego e interdependencia durante toda la vida sugiere los fluidos límites emocionales que recientes psicólogas feministas como Nancy Chodorow y Carol Gilligan juzgan típicos de los lazos madre-hija; además, en la América del siglo XIX, los lazos psíquicos formados por madres e hijas se veían reforzados por una cultura femenina que la historiadora Carrol Smith-Rosenberg ha llamado «el mundo femenino del amor y el ritual». Ocupaba el centro de este mundo femenino «una relación íntima madre-hija»; madres e hijas expresaban «cercanía y mutua dependencia emocional». No obstante, la mutua devoción que se profesaban Abba y Louisa mantenía a Louisa atada a una ética femenina de la abnegación: nunca fue capaz de alejarse de su madre para forjarse una vida independiente.
Aunque Abba ofrecía su amor constante, su comprensión y su aliento a las aspiraciones literarias de Louisa, Bronson la etiquetaba como la hija difícil de la familia y hacía cuanto podía para dominarla y enseñarle el decoro femenino y el autocontrol apropiados según sus principios educativos. Podemos hacernos una idea del sabor alegórico de su lucha gracias a un episodio de infancia que Madelon Bedell llama «El drama de la manzana». Cuando Louisa tenía dos años y Anna cuatro, Bronson decidió poner a prueba la obediencia de las niñas dejando manzanas prohibidas en lugares donde ellas pudieran verlas. La dócil Anna resistió la tentación; la rebelde Louisa, tras declarar «Tenemos que comérnoslas», devoró el fruto prohibido. En esta versión doméstica de El paraíso perdido, Bronson era Jehová para Eva-Louisa, una severa figura patriarcal que castiga la autoconfianza femenina.
Las metáforas de la manzana y de la tentación femenina eran fundamentales para la mitología personal de la familia Alcott respecto al Edén y la Caída, en la que las mujeres, la sexualidad y los apetitos físicos representaban todos los obstáculos terrenales que dificultaban la trascendencia masculina. Louisa, en broma, llamaba a la fracasada comuna utópica de su padre «Fruitlands», «La caída de la Manzana»; en los últimos días gélidos de invierno del experimento, las manzanas y el agua habían sido su único alimento. Pero comer manzanas se identificó también en su mente con la creatividad y la sexualidad femeninas, con la escritura, el conocimiento y la transgresión. Alcott llamaba a sus borradores «manzanas verdes», y escribía en su buhardilla con «un montón de manzanas para comer» mientras planeaba historias, un hábito que atribuyó a Jo en Mujercitas. «Seré una vieja manzana reineta, madura y dulce, antes de morir», declaró en su diario. Tal como señala Helena Michie en The Flesh Made Word (1986), «Si bien el deseo de Eva por la manzana representa la fuerza desestabilizadora del poder de las mujeres, también guarda una profunda relación con la cuestión de la autoridad y, finalmente, de la autoría».
Bronson y Alba Alcott no solo eran los modelos duales de autoridad para Louisa, sino también sus primeros modelos de autoría. El primer recuerdo de la escritora consistía en «jugar con libros en el estudio de mi padre, construir casas y puentes con los grandes diccionarios y agendas, mirar ilustraciones, fingir que leía y garabatear sobre hojas en blanco cada vez que encontraba una pluma o un lápiz». Las historias que Bronson les contaba a sus hijas eran «abstractas y alegóricas». Utilizaba cada historia para enseñarles una lección moral; su texto favorito era El progreso del peregrino, de Bunyan, y animaba a las niñas a actuar de acuerdo con él. Abba, en cambio, contaba historias «muy románticas» sobre «los tiempos de brujería» de Salem, en los que habían participado sus antepasados. Alcott asociaría siempre de entre sus propias obras las que más había disfrutado con la brujería. Así, en unas memorias, describió su imaginación como «el caldero» en el que entraba cada recuerdo y experiencia. La escritura de las mujeres, en el título de una de sus obras de adolescente, era La maldición de la bruja, un legado apasionado que podía ser tanto mágico como peligroso.
Al margen de la familia, sus principales influencias literarias reflejaban también la tradición y el estilo patriarcal y matriarcal. La joven Louisa, amante de la literatura femenina americana, inglesa y europea en general, leyó a autoras como Madame de Staël, Mary Wollstonecraft, Maria Edgeworth, Fanny Burney, George Sand, George Eliot, Elizabeth Barrett Browning, Charlotte Yonge, Fredrika Bremer, Lydia Maria Child, Harriet Beecher Stowe, Susan Warner, Gail Hamilton, Margaret Fuller y Harriet Prescott Spofford. Ella y Abba leyeron ávidamente la biografía de Charlotte Brontë que escribió Elizabeth Gaskell y se veían a sí mismas como una versión americana de la trágica familia Brontë. «Me pregunto si alguna vez seré lo bastante famosa para que la gente se moleste en leer mi historia y mis problemas», reflexionaba Alcott. «No puedo ser una C. B., pero de todos modos algo podría hacer.»
Pero su principal recurso literario era la biblioteca de su padre, donde devoró a Plutarco, Dante, Shakespeare, Carlyle, Dickens, Byron, Scott y Goldsmith. Al haber crecido en Concord, Alcott acusó también la influencia de los grandes hombres del círculo de su padre: Emerson, Hawthorne, el predicador Theodore Parker y Thoreau. Emerson en particular, según Alcott, era «el dios de mi idolatría»; estalló de alegría cuando su padre le regaló un retrato suyo por su cumpleaños y cuando fue invitada de joven a su grupo de discusión sobre la «genialidad». Tras leer impresionado la novela «metafísica» de Louisa, Moods, la primera reacción de Bronson fue exclamar: «¡Emerson tiene que ver esto!».
Otro de sus ídolos literarios era Goethe. Siendo adolescente, Alcott leyó Correspondencia de Goethe con una niña, cartas entre el sabio a sus cincuenta años y una adolescente que lo adoraba, Bettina von Arnim. En este intercambio erótico aunque no consumado, los sentimientos incestuosos se mezclaban con imágenes románticas de devoción femenina hacia el genio masculino superior. El libro era tremendamente popular entre los literatos de Concord y Cambridge; Emerson creía que todas las jóvenes debían estudiarlo. A Abba le llamó la atención la frialdad de Goethe, mientras que a Louisa le impresionó la pasión de Bettina. Cuando leyó la historia, «enseguida me encendió el deseo de ser una Bettine [sic] y hacer del amigo de mi padre [Emerson] mi Goethe. Así que le escribía cartas, aunque nunca las enviaba, me sentaba en un alto cerezo a medianoche […] dejaba flores silvestres en la puerta de mi “Señor” y le cantaba una canción bajo la ventana en un alemán detestable». Cuando contaba quince años, Emerson le regaló un ejemplar de Wilhelm Meister, y desde ese día Louisa consideró a Goethe su «principal ídolo».
No obstante, estos modelos de genio literario masculino resultaban también inhibidores y restrictivos para una joven escritora ambiciosa. Tal como Alcott comentó más tarde: «Haber tenido al señor Emerson por un dios intelectual durante toda tu vida es cargar con una cota de malla hecha de decoro». Aunque los dioses de Concord escribían en una aparente indiferencia serena hacia las necesidades financieras, Alcott consideraba que el estímulo económico era la mejor motivación para sus ansias de escribir profesionalmente. En su adolescencia, Alcott hizo el juramento faustiano de salvar a su familia con su éxito: «Haré algo dentro de algún tiempo. No importa lo que sea, enseñar, coser, interpretar, escribir, lo que sea para ayudar a la familia; y seré rica, famosa y feliz antes de morir, ¡seguro!». Al hacerse mayor, el tema de Fausto se volvió cada vez más absorbente para la imaginación de Alcott. En una novela no publicada «The Long Love Chase» (1867), Alcott imaginaba a una joven que hace un pacto con el diablo a fin de salir de su vida aburrida y confinada. En su novela posterior A Modern Mephistopheles (1877), un joven escritor negocia con el diablo a fin de convertirse en un poeta famoso. Ambas historias sugieren su sentimiento de culpa por haber renunciado a su feminidad y a su arte en nombre de la conveniencia económica, para conseguir el éxito literario y comercial.
Louisa solo encontró la independencia respecto a sus padres en su escritura. Cada vez que podía robar tiempo a la costura, las labores domésticas, la enseñanza o el servicio se perdía en un «torbellino» de creatividad extática en el que nunca sentía hambre ni fatiga, «sino que era absolutamente feliz y no parecía tener necesidades». Para Alcott, escribir era parecido a entrar en un estado de trance. «Mientras estoy escribiendo una historia», le contó a un amigo, «vivo en ella, veo a los personajes con mayor claridad que a las personas que me rodean, los oigo hablar, y sus actos me interesan, sorprenden o provocan en gran medida, pues parece que no tenga ningún poder para gobernarlos y solo pueda limitarme a registrar sus experiencias y acciones».
Pero el torbellino también sacaba a la luz perturbadoras emociones y fantasías relacionadas con la sexualidad, la rabia, la rebelión y la huida. E incluso al margen de estos sentimientos prohibidos, la desaprobación por parte de Bronson de la autoconciencia femenina por considerarla egoísta y narcisista, entraba en conflicto con la necesidad de Alcott de explorar sus propios sentimientos de mujer joven y escritora en ciernes. Cuando la muchacha contaba diecisiete años, su padre observó con reprobación que, mientras que el diario de Anna trataba «de otras personas, el de Louisa trata de sí misma». A partir de entonces y durante varios años, Louisa escribió solo de forma intermitente en su diario; su lucha por negar el yo se manifiesta en su característica omisión de la primera persona tanto en las anotaciones de su diario como en las palabras de Jo en Mujercitas.
Las opiniones de Alcott acerca de la sexualidad, el amor y el matrimonio eran encontradas y ambivalentes. La muerte de su hermana Lizzie en 1858 y el matrimonio —el mismo año— de su confidente Anna con un vecino, John Pratt, fueron traumas paralelos. La boda de Anna supuso la ruptura de una relación de hermanas que representaba un importante apoyo para Louisa. «Prefiero ser una solterona libre y avanzar a golpe de remo en mi propia canoa», escribió Louisa, desafiante. Más tarde, en una entrevista con la escritora Louise Chandler Moulton, comentó con un candor prefreudiano sus propios sentimientos: «Estoy casi convencida de que tengo un alma de hombre que fue puesta por algún capricho de la naturaleza en un cuerpo de mujer […] porque a lo largo de mi vida me he enamorado de muchas chicas bonitas y ni una sola vez me ha ocurrido nada parecido con ningún hombre». Muchos de sus ensayos exploraban las posibilidades de una vida de soltería para las mujeres, o de una comunidad de mujeres artistas y profesionales que se apoyaran entre sí, y a menudo criticaba los problemas causados por un matrimonio precoz: «La mitad de las desgracias de nuestra época proceden de parejas mal avenidas que a toda costa intentan vivir su vínculo legal con decoro hasta el final». No obstante, en otras historias y novelas, entre ellas Mujercitas, Alcott trató de imaginar matrimonios auténticamente igualitarios en los que las mujeres pudieran ser fuertes y cariñosas, y continuar trabajando y creando. Es imposible saber si su soltería fue el resultado de una preferencia sexual lésbica frustrada por la sociedad victoriana o del reconocimiento de que las necesidades de independencia no podían satisfacerse en las oportunidades matrimoniales que se le ofrecían.
La vida de escritora profesional de Alcott comenzó cuando cumplió treinta años, tras una década de aprendizaje literario durante la cual publicó con regularidad historias, poemas y ensayos mientras se ganaba la vida como maestra, costurera e incluso empleada doméstica. En 1862 tomó la audaz decisión de trabajar como enfermera voluntaria durante la Guerra Civil en un hospital del ejército en Washington. «Quiero experiencias nuevas, y tengo la seguridad de que las conseguiré si voy.» Aunque solo duró seis semanas porque contrajo el tifus, la experiencia supuso para Alcott la primera separación real de su familia y le brindó la oportunidad de ponerse a prueba física y emocionalmente sin la protección afectiva de Abba o la vigilancia de Bronson. Además, su trabajo de enfermera le proporcionó el material para su primer libro de éxito, Hospital Sketches (1863), un libro que combinaba el humor y la indignación dickensianos con un argumento serio y convincente.
Durante los años siguientes, pudo por fin abandonar otros trabajos y escribir a tiempo completo, desarrollando sus habilidades literarias mediante la escritura en varias modalidades diferentes. En una época en que escritoras inglesas como las hermanas Brontë y George Eliot habían disimulado su identidad bajo seudónimos masculinos, Alcott habría podido hacer lo mismo. En cambio, al principio siguió el modelo americano de los sobrenombres hiperfemeninos, llamándose primero «Flora Fairfield», y luego adoptó nombres con los que se burlaba de ella misma y expresaba su incomodidad con el papel de mujer intelectual o activista, como Minerva Moody, Oranthy Bluggage o «Tribulation Periwinkle», la enfermera de Hospital Sketches.
Sin embargo, en torno a 1865 Alcott publicó en secreto varios thrillers escabrosos bajo el seudónimo sexualmente ambiguo «A. M. Barnard». Esas historias le dieron la oportunidad de desatar su imaginación en tramas de seducción, incesto, adulterio, disimulo y venganza violenta. «Creo que siento una inclinación natural hacia el estilo escabroso», le contó a un amigo de Concord. «Me entrego a magníficas fantasías y me gustaría atreverme a consignarlas en mis páginas y presentarlas ante el público». «Behind a Mask», que escribió en agosto de 1866, es el más importante y sugestivo de esos relatos sensacionalistas. La historia de Jean Muir, una actriz de mediana edad, desilusionada y amargada, que logra hacerse pasar por una joven institutriz oprimida, engaña a todos los miembros de la familia y acaba consiguiendo a un marido rico, parece una representación metafórica de la doble vida que llevaba la propia Alcott como hija obediente y fantasiosa rebelde. El relato puede considerarse una meditación narrativa sobre las posibilidades de subversión feminista en la cultura patriarcal, sobre las formas de expresión de las mujeres o por lo menos sobre su poder a través de la interpretación de papeles. Si las mujeres están atrapadas dentro de guiones femeninos de infantilismo y opresión, sugiere Alcott, solo pueden desenmascarar esos papeles sobreactuando de forma deliberada.
En septiembre de 1867 Thomas Niles, socio de la emprendedora editorial Roberts Brothers de Boston, le pidió a Alcott que escribiera un «relato de chicas» para ellos, y en febrero de 1868 Bronson Alcott, que confiaba en lograr que Roberts Brothers publicara su libro de ensayos trascendentalistas, repitió la petición: «Quieren un libro de 200 páginas o más como tú quieras. El señor Niles, el socio literario, habló con mucha admiración de tu habilidad literaria, y expresó una excelente opinión sobre tu creciente fama y buenas perspectivas. Por supuesto, desea convertirse en tu editor y el mío». Al principio Louisa se mostró dubitativa: «Trabajo pacientemente, aunque no me gusta esta clase de cosas. Nunca me han caído bien las muchachas ni he conocido a muchas, salvo mis hermanas; puede que nuestros extraños juegos y experiencias resulten interesantes, aunque lo dudo».
¿Qué era un «relato de chicas»? Un relato moralista pensado para hacer de puente entre el aula y el salón, y aconsejar sumisión, matrimonio y obediencia en vez de autonomía o aventura. El autor tenía obligaciones morales. «La literatura para chicas debe contribuir a formar mujeres», escribió un crítico del siglo XIX, Edward Salmon. «Si al elegir los libros para chicos hay que recordar que elegimos alimento mental para los futuros jefes, al elegir libros para chicas hay que tener presente que lo hacemos para sus futuras esposas y madres.»
Otro modelo literario era la popular novela familiar, escrita por y para mujeres, con el género femenino como tema principal, como The Wide, Wide World de Susan Warner (1850) y The Heir of Redclyffe de Charlotte Yonge (1853). A mediados del siglo XIX, la narrativa femenina americana, descrita a menudo como «sentimental», ofrecía una crítica matriarcal de las instituciones patriarcales desde el esclavismo hasta el cristianismo, y recomendaba sufrimiento y resignación a las mujeres: «Aunque penemos, no debemos rebelarnos». Sus tramas exhibían un tono tierno, intensos sentimientos fraternales y una visión sacramental de la maternidad. Temática y estilísticamente, la novela familiar hace hincapié en imágenes de una cultura femenina idílica. Las novelistas familiares —las «mujeres escritoras» del famoso ataque de Hawthorne— vivían un intenso conflicto profesional entre sus ambiciones artísticas públicas y sus papeles femeninos privados. No se percibían a sí mismas como genios, ni siquiera como artistas, sino que, como demostró Nina Baym en Woman’s Fiction, justificaban su escritura con la necesidad económica y el apremio espiritual, y «renegaban de forma deliberada y orgullosa de la pertenencia a una fraternidad artística».
Las escritoras se consideran solteronas casadas con la pluma o arañas. En The Madwoman in the Attic, Sandra Gilbert y Susan Gubar describen la mítica tradición que «asocia a las vírgenes, dedicadas a tejer, con las arañas hiladoras». Tras la Guerra Civil las escritoras americanas se identifican con la imagen de la araña como musa en textos como Arachne, de Rose Terry Cooke:
¡Pobre hermana del clan de las hiladoras!
Yo también, desde el interior de mi almacén,
tejo mi existencia cotidiana y plan de vida,
mi hogar, mi descanso y mi placer.
También Alcott se describía a menudo a sí misma como alguien que «teje relatos como una araña» o «como una araña, estira el cerebro por dinero». De pequeña experimentaba una «curiosa empatía» hacia las arañas, refugiándose con frecuencia en un escondite infantil al que llamaba «Spiderland» («tierra de las arañas»), e incluso celebrando sofisticados entierros para los ejemplares muertos. No obstante, aunque hubiese interiorizado el papel de solterona solitaria cuyo cerebro y cuerpo tejen palabras en lugar de bebés, cuando inició su novela autobiográfica Alcott no cedió a la autocompasión, el sentimiento lacrimoso y la lúgubre piedad que caracterizaban a tantas escritoras de la época. Su admiración por las novelas de Dickens le daba una perspectiva cómica de sus personajes. Además, su amor por el estilo americano la llevó a dar un giro hacia la mordacidad de Caroline Kirkland o Gail Hamilton más que hacia el lenguaje fúnebre de Warner o Charlotte Yonge. Tras regresar de un viaje a la «lenta» Inglaterra, donde, según escribe en sus cartas a casa, todo era tan «poco yanqui», ordenado y sereno, Alcott era aún más consciente de su tierra natal, donde «hasta las vacas […] parecen rápidas». La autora prestó a sus personajes, y en especial a Jo, el acento distintivo de las chicas americanas.
Louisa llevaba mucho tiempo planeando una novela, quizá satírica, sobre las visiones de Bronson y las penalidades de la familia Alcott que se llamaría «La familia patética», «El coste de una idea» o «Los desamparados». Sin embargo, en cuanto comenzó a escribir, renunció a su plan y dejó los experimentos de su padre para hablar de sí misma y de sus hermanas, enviando al «señor March» a la Guerra Civil y empezando con la Navidad entre las señoritas March y su madre.
En junio envió a Niles los doce primeros capítulos, que a ambos resultaron aburridos. «Pero sigo trabajando y pienso hacer el experimento, pues las jóvenes necesitan libros sencillos y animados, y quizá yo pueda satisfacerlas.» Su idea era acompañar a la familia de hijas a lo largo de un año, y al planear el marco narrativo de Mujercitas, Alcott incorporó una tradición patriarcal y otra matriarcal: la alegoría El progreso del peregrino y el melodrama teatral La maldición de la bruja. Quería que las lectoras conociesen el modelo de Bunyan y decidió sustituir el prólogo por un epígrafe basado en la segunda parte de El progreso del peregrino, a fin de «dar alguna pista sobre el plan de la historia». No obstante, Alcott quería revisar a Bunyan para explorar la experiencia femenina. La alegoría de Bunyan trata sobre todo del peregrinaje masculino: su Christiana tiene cuatro hijos «para indicar que / a los hombres toca aceptar la suerte del peregrino». Sin embargo, Alcott hace del peregrino una mujer cuyo ejemplo enseñará a las «jóvenes solteras» y «humildes viajeras» a seguir a Dios.
Las alusiones a El progreso del peregrino estructuran la historia en la primera parte, empezando por el primer capítulo, «Juego de los peregrinos», en el que Marmee anuncia el tema del progreso femenino hacia el paraíso de la bondad: «Todos llevamos cargas, tenemos un camino por recorrer y nuestro anhelo de hacer el bien y alcanzar la felicidad nos guía para superar los contratiempos y los errores que nos separan de la paz que impera en la Ciudad Celestial». Las señoritas March reciben ejemplares del librito de Bunyan por Navidad (no del Nuevo Testamento, como algunos críticos han pensado), y continúan la búsqueda, con las guías en la mano, comentando sus cargas mientras Beth encuentra el Palacio Hermoso en la mansión del señor Laurence, Amy cruza el Valle de la Humillación en la escuela, Jo conoce al monstruo Apollyón cuando se deja arrastrar por el enfado contra Amy, y Meg es tentada por la Feria de las Vanidades en una visita a la acaudalada familia Moffat.
A mediados de julio Alcott había escrito diez capítulos más, acabando el manuscrito con la reunión de la familia por Navidad, cuando el señor March vuelve de la guerra. Beth cuenta que ha leído que «tras muchos contratiempos, Cristiano y Esperanza llegan a un hermoso prado en el que hay lilas en flor durante todo el año y descansan felices, como hacemos nosotras ahora, antes de proseguir el camino hacia su destino». Pero Niles no estaba satisfecho. «Tal vez sería mejor añadir otro capítulo a Mujercitas», le escribió. «Lo he leído todo y estoy seguro de que “pegará”, lo que significa que creo que se venderá bien. Podría añadirse un capítulo que aludiera a algo en el futuro.» Alcott acabó escribiendo el vigesimotercer capítulo sobre el compromiso de Meg, finalizando con la promesa de más y haciendo hincapié en la dramática metáfora que, junto a El progreso del peregrino, proporcionaba la estructura para el libro: «En este punto, cae el telón sobre Meg, Jo, Beth y Amy. Que vuelva a alzarse dependerá de la acogida que reciba el primer acto de esta obra familiar titulada Mujercitas». A finales de agosto, cuando llegaron las pruebas, Niles se mostró entusiasmado, y Alcott encontró su propia obra «nada sensacionalista, sino simple y auténtica, pues vivimos realmente la mayoría de lo que cuenta».
A pesar de sus afirmaciones sobre el libro, el realismo de Alcott nunca fue simplista; encontró numerosas formas innovadoras de representar las tensiones y los conflictos en la vida de sus personajes. Mientras que el drama El progreso del peregrino utiliza la alegoría moral favorita de Bronson Alcott para enseñar autocontrol a las mujeres, el melodrama de La maldición de la bruja, tal como ha sugerido Karen Haltunnen, incluye la «autoexpresión apasionada». En la obra, Jo puede vestirse como un hombre, cortejar a su hermana, expresar rabia y planear un asesinato, además de practicar la brujería con toda impunidad. No obstante, dado que Alcott siempre consideró a la imaginación femenina «la maldición de la bruja», la obra sugiere la frustrante paradoja del instinto creativo de Jo en la sociedad de una Nueva Inglaterra posterior a Salem.
Además de equilibrar la novela entre los atractivos del peregrinaje moral y las tentaciones de la brujería rebelde, Alcott incorporó diversas formas literarias en los dos libros de la novela, aprovechando al máximo y con gran creatividad sus propios escritos juveniles, incluyendo relatos, obras de teatro, poemas, cartas e incluso periódicos. El capítulo llamado «El Club Pickwick y el buzón de correos», donde las cuatro hermanas March adoptan la identidad de los miembros del Club Pickwick de Dickens, constituye otra revisión feminista de un modelo literario masculino. Aunque han tomado nombres masculinos, Meg y Beth insisten en que el suyo es un «club de damas» y se resisten a la admisión de Laurie; sin embargo, Jo insiste en que Laurie «mejorará la calidad» de su periódico, «además de ayudarnos a no ser tan sentimentales». Jo llega incluso a alterar sus propias obras imitando el estilo masculino de Laurie. La naturalidad, el sentido del humor y la contención de Alcott, incluso en las escenas de muerte, desmienten el sentimentalismo victoriano del que acusan a menudo al libro quienes nunca lo han leído. Por ejemplo, cuando el canario de Beth, Pip, muere por su descuido y Amy propone revivirlo en el horno, Beth replica: «Lo he matado de hambre y ahora no pienso cocerlo». La descripción de la muerte del bebé de los Hummel («lanzó un gemido, tembló y se quedó rígido») es igual de directa. La experiencia de Alcott en la guerra le había conferido una autoridad para escribir sobre la muerte que hacía improbable el sentimentalismo.
Mujercitas se publicó el 1 de octubre de 1868 y supuso un enorme éxito, que en gran medida eclipsó la publicación simultánea por parte de Bronson de sus Tablets. A finales de octubre se había vendido la primera edición de dos mil ejemplares, y Niles escribió a Louisa para pedirle «las correcciones que habría que hacer para una nueva edición de Mujercitas», observando que había habido algunas objeciones por parte de los bibliotecarios de las escuelas dominicales con respecto a las representaciones teatrales navideñas. «En mi opinión», escribió el editor, «es una de las mejores partes de todo el libro. ¿Por qué será tan buena la gente?»
Alcott se resistió a la sugerencia de sustituir las representaciones teatrales navideñas, pero inició de inmediato una secuela, escribiendo «como una máquina de vapor», al ritmo de un capítulo diario. «No me gustan las secuelas, y no creo que la segunda parte sea tan popular como la primera», le escribió a su tío, «pero los editores son perversos y no dejan que los autores se salgan con la suya, así que mis mujercitas deben crecer y casarse en un estilo muy estúpido». Se sintió molesta cuando algunas lectoras le escribieron para preguntarle «con quién se casan las mujercitas, como si ese fuera el único fin y objetivo de la vida de una mujer». Al principio Alcott se resistió a las presiones del argumento habitual con matrimonio incluido: «No pienso casar a Jo con Laurie para complacer a nadie». Pero enseguida vio las posibilidades narrativas de crear una clase diferente de matrimonio para Jo. «Jo debería haber sido una solterona literata», le escribió a su amigo Alf Whitman, «pero fueron tantas las jóvenes damas entusiastas que me escribieron exigiendo con vehemencia que se casara con Laurie, o con alguien, que no me atreví a negarme y con intenciones perversas fui y le busqué una pareja extraña. Espero provocar la ira de muchas, aunque la perspectiva más bien me agrada». A Niles le sugirió mordazmente que la secuela podía titularse «Mujercitas acto segundo», «Dejar el nido. Secuela de Mujercitas» o «Marcha nupcial», por los «muchos emparejamientos». Acabó la novela con un capítulo llamado «La cosecha», en el que el sesenta cumpleaños de Marmee es celebrado por sus hijas ya mayores y sus nietos. Así, la historia cubre un período de veinte años, que acompaña a Jo desde los quince años hasta los treinta y cinco.
Aparte de ceder al emparejamiento requerido, Alcott hizo otras concesiones a sus editores. En la segunda parte, los dibujos de su hermana May, que la crítica había juzgado poco profesionales, se sustituyeron por ilustraciones del famoso artista norteamericano Hamnatt Billings, que había ilustrado las obras de Tennyson y Keats. Aunque al principio dibujó a Laurie como un «niño canijo» y luego como un «corderito […] recién salido de una caja de sombreros», al final Billings se mostró dispuesto a seguir sus instrucciones.
Pese a sus temores sobre una secuela, la segunda parte vendió trece mil ejemplares en el mes sucesivo a su publicación, el 14 de abril de 1869. Al final del año, Louisa había ganado 8.500 dólares en derechos de autor y la suerte de la familia había cambiado. Hasta Bronson se tomó bien la fama de su hija, y aceptó ser presentado como «el padre de Mujercitas»: «Vaya donde vaya, viajo en su carro de gloria». En 1870 Alcott reconoció que sus tiempos difíciles como escritora habían acabado. Los editores clamaban por cualquier fruto nuevo de su pluma, y de 1870 a 1876 la autora complació a los editores y lectores con un flujo continuo de novelas y relatos, entre ellos: Una muchacha anticuada (1870), Hombrecitos (1871), Work (1873), «Transcendental wild oats» (1873), Eight cousins (1875) y Rose in bloom (1876).
Alcott lamentaba que el éxito de Mujercitas la limitase a un estilo y tema concretos. En 1877 publicó anónimamente en la colección No Name Series de Roberts Brothers A Modern Mephistopheles, y en 1879 inició Diana and Persis, novela para adultos sobre dos mujeres artistas, basada en la carrera de pintora de su hermana May en Europa y en su atípico matrimonio con un músico y empresario suizo mucho más joven. En la novela Alcott expresaba su opinión sobre la combinación de amor y arte: «Creo que una mujer puede y debe tener ambas cosas si posee la fuerza y el coraje para lograrlas. Un hombre las espera y las consigue; ¿por qué no va a ser la vida de una mujer tan llena y libre?». No obstante, la muerte de May en un parto a finales de 1879 puso fin a su exploración de esos nuevos territorios narrativos. «Si puedo intentaré hacerlo distinto de los demás», le escribió a la editora de revistas infantiles Mary Mapes Dodge, refiriéndose a un nuevo relato, «pero la gente se aferrará al estilo de Mujercitas». En 1881, tras comprar el copyright de su primera novela sin éxito, Moods, Alcott reescribió el final para adaptarlo a las ideas morales de la clase media.
Al parecer, en torno a esa época Alcott cedió ante las demandas de sus editores, que le pedían un texto más pulido y sentimental de Mujercitas. En 1880 se publicó una nueva edición con casi doscientas ilustraciones del popular artista Frank T. Merrill, que también incluía innumerables cambios textuales. Se corrigieron las faltas ortográficas y los errores en francés, y el argot vigoroso de Alcott y las expresiones coloquiales y regionales se sustituyeron por una prosa anodina, refinada y «más propia de damas». Además, se simplificaron las alusiones literarias para llegar a un público más amplio, de forma que una referencia en el capítulo 26 a «Garrick comprando guantes a la niña pobre» es sustituida por «Romeo y Julieta».
Llegaron más cambios significativos en las descripciones de dos personajes importantes. La Marmee original era una «señora robusta y maternal; todo en ella parecía decir: “¿Puedo ayudarle en algo?”, lo que le daba un aspecto encantador. No era especialmente bella», en la edición de 1880 estos detalles han desaparecido y Marmee se vuelve mucho más refinada, mundana e idealizada: «alta» en lugar de «robusta», «una mujer vestida sin elegancia, pero de aspecto noble».
La descripción modificada de Laurie es aún más representativa de los dictados de los roles de género en la literatura de éxito. En el original, cuando Jo calibra a Laurie en la fiesta de los Gardiner, él es tan extraño como andrógino, con «cabello negro y rizado, piel canela, ojos grandes y negros, nariz larga, buena dentadura, manos y pies pequeños, tan alto como yo». Al invitar a bailar a Jo, Laurie hace «una pequeña reverencia al estilo francés». Sin embargo, al parecer esos rasgos imperfectos y esos gestos extraños y afeminados suponían un problema en el héroe romántico. En la edición de 1880, Laurie ha mejorado mucho: «nariz hermosa, excelente dentadura, manos y pies menudos». Y, lo más significativo para la creencia en la superioridad masculina, ahora Laurie es «más alto» que Jo y la invita a bailar con «una pequeña reverencia galante».
La edición de 1880, que es la que casi todos los lectores modernos conocen, es en cierto modo un texto censurado, en el que las aristas de la imaginación de Alcott han sido limadas y la mordaz originalidad de su voz se ha moderado mucho. Además, según Madeleine Stern, Daniel Shealy y Joel Myerson, editores de la correspondencia de Alcott, los cambios no se comentan en sus cartas a Niles ni en sus diarios personales. Stern, editora literaria y la más distinguida biógrafa de Alcott, cree que «las alteraciones y variaciones textuales bien pudieron ser realizadas por los editores, algunas por descuido y otras por exceso de celo», aunque en este momento no tenemos pruebas documentales de que así fuese. Aun así, por lo visto Alcott aceptó esos cambios, otro signo de la pérdida de audacia y confianza en sí misma que experimentó en la última parte de su carrera. «Aunque no me gusta escribir “cuentos con moraleja” para los jóvenes», le escribió a un admirador, «lo hago porque me pagan bien».
Analizando la evolución de la carrera literaria de Alcott y la decisión de Jo de casarse con un paternal profesor alemán en lugar de seguir con su propia carrera literaria, muchas críticas feministas han llegado a la conclusión de que Mujercitas representó un punto de inflexión a partir del cual Alcott comprometió su visión imaginativa en interés del éxito comercial. Dichas críticas consideran que el drama familiar de Mujercitas constituye una capitulación ante los ideales de la abnegación femenina propios de la clase media. Así, Martha Saxton opina que Mujercitas representa «un retroceso para Louisa como artista y como mujer». Con el matrimonio de Jo y su renuncia a la escritura, mantiene Karen Halttunen, «Alcott hizo una penitencia literaria por sus mayores pecados contra el culto a lo doméstico: su viaje a Washington, su época gótica, su devoradora ambición literaria y su negativa a casarse». Judith Fetterley llega a la conclusión de que Jo acaba en la «autonegación, la renuncia y la mutilación».
Pero esos fuertes juicios negativos parecen ahora exagerados y extremos, pues exigen de la femenina y trasnochada Bildungsroman de Alcott un final feminista y actual de separación y autonomía. En mi opinión, Mujercitas ha sobrevivido porque resulta tanto convincente como inspiradora. La novela de Alcott sobre el desarrollo femenino dramatiza el sueño trascendentalista de las vidas sexualmente igualitarias en el amor y el trabajo. Vista desde esta perspectiva, la evolución literaria y emocional de Jo es feliz, aunque no corresponda a nuestro modelo feminista contemporáneo de las necesidades de una artista. Además, a pesar de las prisas con que fue escrita, Mujercitas está mejor construida y más elaborada en el aspecto estilístico que ninguno de los otros libros de Alcott. Tanto en sus temas como en su estilo, Alcott situó las fantasías escapistas del sensacionalismo dentro de un marco realista feminista. En Mujercitas consiguió hacer lo que nunca había logrado en las historias sensacionalistas: crear personajes vívidos, creíbles e imperecederos, y escribir sobre ellos con una voz memorable, personal y americana, muy diferente de los tonos artificiosos de las historias sensacionalistas o las notas órficas de sus mentores masculinos.
Las críticas que ven la novela como la historia del declive de Jo hacia el matrimonio y la maternidad, comparan las descripciones del torbellino creativo en el que Jo se abandona a su arte con su aparente rendición a los valores patriarcales en cuanto a la auténtica feminidad al casarse con el profesor. Cuando el genio está «en plena ebullición», la joven Jo se entrega a la escritura «en cuerpo y alma», ajena a las preocupaciones ordinarias de la vida y de las obligaciones propias de la feminidad. Cuando sube a escribir a la buhardilla, lleva un «traje de escritora» en el que puede limpiar su pluma cada vez que lo desee (a diferencia de los vestidos de diario, símbolo de su restrictivo rol femenino, que invariablemente chamusca, mancha, pringa, desgarra o encoge), y un gorro con un lazo rojo, que se yergue «orgulloso» cuando el trabajo va bien y termina «en el suelo» cuando la inspiración falla.
En cambio, el profesor Bhaer le reprocha a Jo que escriba narrativa sensacionalista. Los estantes de su biblioteca contienen todos los clásicos patriarcales: Homero, Milton, Goethe y Shakespeare. Cuando empieza a cortejarla, el lenguaje de la novela sugiere que la implicación sexual se ha apropiado de su energía creativa; ahora es el espeso cabello de él lo que está «encrespado», y no el lazo rojo de escritora de Jo. La vida literaria que siempre ha querido Jo comienza a parecerle «egoísta, solitaria y fría». En su vida juntos, Bhaer la guiará hacia «aguas más tranquilas» y la alejará de la turbulenta vorágine imaginativa del torbellino.
No obstante, la propia Alcott nunca idealiza los costes y efectos del torbellino para la escritora. Aunque rendirse a la «genialidad» resulta satisfactorio mientras dura, no le ofrece a Jo sustento alguno para su vida diaria; invariablemente emerge del «aflato divino» tras una o dos semanas «hambrienta, muerta de sueño, malhumorada o abatida». Cuando piensa en su futuro como «solterona», Jo se muestra realista acerca de la soledad y la autonegación que conlleva: «[…] casada con la pluma que, en lugar de hijos, tendrá obras y tal vez, dentro de veinte años, un pequeño fragmento de gloria».
Al explorar y comparar el desarrollo artístico de Jo y de Amy, Alcott sugiere que el modelo romántico de la «genialidad» comporta graves problemas para las mujeres. Dado que deriva de la experiencia y la mitología masculinas, la genialidad obliga a la artista a sacrificar el aspecto femenino de su personalidad o a trabajar continuamente con la sensación de una infinita inferioridad artística. Tanto Jo como Amy se miden sin cesar con los modelos más imponentes e inalcanzables de genialidad masculina: Shakespeare para Jo, Miguel Ángel para Amy. El camino de Amy la lleva a Roma, donde, frente a la realidad de la obra del artista, comprende que ella no es un genio y afirma: «Si no puedo ser genial, prefiero no intentarlo. Me horrorizaría ser una pintora mediocre más, así que he decidido dejarlo». En cambio, gracias a la generosidad de Laurie, ayudará a otras jóvenes con tendencias artísticas.
La trayectoria de Jo es distinta. Ella también aspira a igualar a los gigantes literarios masculinos, y luego pospone su propia carrera literaria con objeto de educar y cuidar a los «niños pobres». No obstante, Jo ha aprendido a cambiar el modelo de «genialidad» masculina por un modelo femenino más realista que se basa en la formación, la experimentación, la profesionalidad y la realización personal. Es cierto que Beth ensalza sus melodramas de adolescente diciéndole: «¡Estás hecha un Shakespeare!», y que el profesor Bhaer le regala las obras completas del dramaturgo y le aconseja: «Léalo con atención y le será de gran ayuda». Sin embargo, Jo no es la genio femenina, «la hermana de Shakespeare» imaginada por Virginia Woolf en Una habitación propia, que redimirá la escritura de las mujeres. Tal vez como mujer americana, Alcott estaba menos comprometida con mitos literarios patriarcales de individuos heroicos y contemplaba con un optimismo más democrático la posibilidad de que una comunidad de escritores configurase un relato colectivo como el que cuentan sus personajes en su juego del capítulo 12.
Alcott conduce a Jo a lo largo de un desarrollo literario que se asemeja a su propio peregrinaje. Empezando por cuentos de hadas y melodramas, las ambiciones de Jo son vagas y grandiosas: «Yo tendría corceles árabes, habitaciones llenas de libros y utilizaría un recado de escribir mágico […] Antes de morir espero hacer algo importante, algo heroico o maravilloso, que me permita seguir viva en el recuerdo». La publicación de su primer relato, «Los pintores rivales», es tanto el resultado de su implicación con el romance, la fantasía y lo extranjero como la declaración de su rivalidad constante con Amy por el papel de artista de la familia.
Motivada por el ejemplo de «la señorita S. L. A. N. G. Northbury», la exitosa escritora sensacionalista que sigue el modelo de la gran novelista estadounidense E. D. E. N. Southworth, Jo comienza a escribir una historia sensacionalista, imprimiéndole «toda la desesperación de que fue capaz», para el Blarneystone Banner. Su primer intento le hace ganar un premio de cien dólares, y descubre que su pluma puede traer comodidades para la familia, pagar la factura del carnicero y enviar a Beth a la orilla del mar durante un mes. Su proyecto más ambicioso es una novela por la que le pagan trescientos dólares. Recibe críticas por todas partes; pero, tal como comenta Jo con decisión: «No ser un genio como Keats no me matará». Su escritura no es el producto de una frágil genialidad romántica, sino de una esforzada labor: «trabajos literarios». En otros intentos, produce una escabrosa obra sensacionalista para el Weekly Volcano, cuentos infantiles didácticos y, tras el deterioro de Beth, su primer éxito comercial y de crítica, un relato inspirado en «el amor y la pena» y presentado de la manera realista que lleva a su padre a decirle: «[…] has encontrado tu estilo». A diferencia de Amy, Jo no tiene la oportunidad de viajar por Europa, donde cada calle, parque e iglesia están saturados de historia literaria. Su material debe proceder de su propia experiencia, y Alcott pretende que la creamos cuando al final jura que su narrativa será aún más fuerte gracias a sus años como esposa, madre y maestra.
Además, a fin de forjarse una vida completa como mujer y escritora, Jo debe abandonar el mundo femenino del amor y el ritual, y descubrir su propia sexualidad e independencia. Sus historias de niñez suelen abordar con transparencia sus sentimientos hacia sus hermanas: rivalidad artística con Amy, responsabilidad culpable hacia Beth, miedo a perder el amor de Meg. El cuento «Los pintores rivales», tal como observa Alcott, se escribe cuando Jo empieza a darse cuenta de que «Meg se estaba convirtiendo en una mujer» y a «temer … que la inevitable separación pudiese estar demasiado próxima». No obstante, Alcott muestra que la separación, tan intensamente temida, es una necesidad si Jo quiere escapar de los amorosos lazos sin sentido crítico de su familia y dejar de ser una mujercita para convertirse en una mujer madura, así como en una escritora seria. Tras el matrimonio de Meg, la muerte de Beth y el compromiso de Amy, Jo reconoce sus propias necesidades emocionales y sexuales. Aunque hasta entonces estaba satisfecha con la familia, comprende que quiere más. «[…] me gustaría alejarme un poco del nido y alzar el vuelo», le dice a Marmee. El cojín de crin de caballo con el que rechazaba las iniciativas románticas de Laurie es enviado a la buhardilla; y ella escribe su historia sobre Beth.
Dentro del marco victoriano de la novela, la separación de Jo respecto a su familia solo puede conseguirse mediante el matrimonio. A los quince años Jo prefiere ser una solterona a casarse por dinero, y Marmee coincide: «Más vale ser una solterona feliz que una esposa desgraciada». No obstante, la soltería no se presenta positivamente en el libro en ningún momento. La señorita Crocker es «una dama solterona […] de tez amarillenta, nariz aguileña y mirada inquisitiva», una chismosa y una gorrona. En esa etapa de la narrativa de Alcott no existen alternativas viables al matrimonio, aunque las exploraría en sus obras posteriores.
No obstante, el profesor Bhaer se declara en el momento en que Jo parece haber encontrado por fin su estilo literario, por lo que el matrimonio por el que deja a un lado la pluma a fin de dirigir una escuela para niños defraudará a muchos críticos. Sarah Elbert observa que «en las novelas familiares Alcott propone matrimonios seguros con figuras amables, protectoras y paternales que canalizarán las energías de sus jóvenes esposas hacia buenas obras». También Bedell opina que Mujercitas acaba con «malestar e insatisfacción» hacia el matrimonio de Jo con un «hombre de mediana edad asexuado y rancio», sacrificando «el romance y la independencia». Judith Fetterley considera a Bhaer «la pesada figura de autoridad necesaria para contrarrestar el considerable talento y vitalidad de la propia Jo […] Al casarse con el profesor Bhaer, la rebeldía de Jo queda neutralizada, y ella demuestra de una vez por todas que es una buena mujercita que solo desea realizarse al servicio de algún hombre superior».
Algunas lectoras han experimentado cierta hostilidad hacia Bhaer porque lamentan la pérdida del encantador, sensible y sensual Laurie. Beauvoir recordaba haberle «reprochado amargamente a Jo March […] que hubiese traicionado a su amor de infancia». La necesidad de hacer de Laurie un héroe romántico, más glamuroso y experimentado que Jo, se ha reflejado también en los cambios que ha efectuado Hollywood al adaptar la novela, agrandando a Laurie y disminuyendo a Jo. Por ejemplo, en la película de 1949 dirigida por Mervyn LeRoy, Laurie, interpretado por Peter Lawford, es presentado como un joven que se escapó de la escuela para alistarse en el ejército, mintió sobre su edad y fue herido en batalla. El guión (en la Biblioteca Baker de la Universidad de Dartmouth), de Sally Benson y Andrew Solt, le describe con un aspecto «parecido al de la idea que tenemos de Edgar Allan Poe», como si la ambición literaria de Jo se hubiese desplazado hasta él.
No obstante, como otras muchas obras de Alcott, Mujercitas representa la creencia de la escritora de que el arte más completo procedía de las mujeres que habían satisfecho sus necesidades tanto sexuales como intelectuales, así como su esfuerzo por imaginar esa satisfacción para Jo. Tal como afirmaba Anne Hollander, única crítica contemporánea de Alcott en opinar así, «Jo solo puede escribir como verdadera artista más tarde, cuando por fin acepta su propio yo sexual». A pesar de sus quejas en broma sobre la presión de sus lectores, Alcott pretendía que el profesor Bhaer fuese mucho más que una «pareja tonta» para Jo. Así, le describe como un hombre afectuoso, cariñoso y expresivo, además de libre de las limitaciones que imponen los códigos americanos de masculinidad. Bhaer, intelectual pero modesto, tierno, atento y muy fiable, tal como Sarah Elbert ha observado, «tiene todas las cualidades que le faltaban a Bronson Alcott […] los atributos femeninos que Louisa admiraba y esperaba que los hombres pudieran adquirir en un mundo racional y feminista». En Los muchachos de Jo (1886), continuación de la crónica familiar de los March, el profesor Bhaer abraza a sus hijos, «nada avergonzado de expresar con un gesto o una palabra las emociones paternas que un americano habría resumido con un golpecito en el hombro y un breve “Está bien”».
Bhaer corteja a Jo con espontaneidad y franqueza. Le canta a Jo una canción con una «dulce invitación», invirtiendo los papeles de ídolo y adorador en la fantasía goethiana de Alcott. Aunque en el retrato de Jo que conserva el profesor es «una joven severa y rígida, con una buena mata de pelo», Bhaer reacciona alentando la calidez que se esconde bajo su apariencia remilgada, y acude a su fría puerta «como el sol de medianoche». Cuando se arma de valor para declararse, Jo ha dejado de compararlo con Laurie y lo encuentra «joven y apuesto». Como pareja, Jo y Bhaer tienen en común valores y sentimientos; comparten el interés por la reforma educativa, las ideas nuevas y la filantropía práctica. Y lo que es más importante, él comprende la necesidad de trabajar de la muchacha. «Friedrich, deja que lleve mi parte y colabore en el sustento de la casa», le dice Jo. «Hazte a la idea o no aceptaré ser tu esposa.»
¿Podría haber imaginado Alcott una vida alternativa igual de feliz para Jo al margen del matrimonio y la maternidad? ¿Podría haber sido «una artista independiente que viviese una vida de aventuras en una especie de barrio bohemio de Boston, suponiendo que haya existido semejante lugar?». Tal como concluye Madelon Bedell: «Esa solución podría ser fiel a los sueños de Jo, pero no al personaje de Jo, y desde luego no a su tiempo y espacio. No es ninguna George Sand; y esto es América, no Francia». Sin embargo, en el mundo real otras escritoras leyeron la historia de Alcott, nunca la olvidaron y tuvieron libertad para tomar decisiones distintas. La novela de Joyce Carol Oates Las hermanas Zinn (1982) se basa en Mujercitas y la historia de la familia Alcott, pero es libre de construir soluciones de fantasía para el dilema de Jo: una hermana con talento se convierte en actriz, otra en inventora, una tercera en médium y espiritista, y la cuarta, por arte de magia, en un hombre. «Leí Mujercitas mil veces», recuerda la novelista Cynthia Ozick. «Diez mil. Soy Jo en su “torbellino”, no Jo exactamente, sino una Jo del futuro.» A través de todas las Jo del futuro que continuarán leyendo su propia vida en la historia de Mujercitas de Alcott, la Jo independiente vive y escribe, no como el genio inalcanzable, hermana de Shakespeare, sino como hermana nuestra.
ELAINE SHOWALTER
NOTA DEL EDITOR
La presente edición recupera, en una nueva traducción de Gloria Méndez, la versión íntegra de Mujercitas tal y cómo se editó por vez primera en América entre 1868 y 1869. Publicada con posterioridad en 1880, esa resultó ser la edición elegida para la traducción a otros idiomas. Pero en ese nuevo texto, los editores de Alcott, poco antes de la muerte de esta, suprimieron capítulos, dulcificaron términos que podían resultar excesivamente vulgares para la época y eliminaron gran parte de las reflexiones de la autora para destacar lo que se consideraba entonces el paradigma de lo femenino, esto es, las historias de amor de las cuatro hermanas March.
El lector descubrirá ahora una voz más contundente y mordaz, muy diferente a la que crea conocer tras la lectura de ediciones anteriores de Mujercitas o el visionado de las múltiples adaptaciones a la gran pantalla que han tenido lugar a lo largo de los años.
Sin embargo, y pese a lo señalado anteriormente, sí se reproducen las ilustraciones de esa edición de 1880, que corrieron a cargo del famoso artista de la época Frank T. Merrill y que constituyen en sí mismas un testimonio gráfico de la vida de estas mujercitas a finales del siglo XIX. Sin duda, una combinación de elementos que permite el acercamiento a esta obra y a su autora más real de los que disponíamos en el mercado español y que hará las delicias de los fans de Louisa May Alcott.
Mujercitas
PRIMERA PARTE
1
EL JUEGO DE LOS PEREGRINOS
—Sin regalos, la Navidad no será lo mismo —refunfuñó Jo, tendida sobre la alfombra.
—¡Ser pobre es horrible! —suspiró Meg contemplando su viejo vestido.
—No me parece justo que unas niñas tengan muchas cosas bonitas mientras que otras no tenemos nada —añadió la pequeña Amy con aire ofendido.
—Tenemos a papá y a mamá, y además nos tenemos las unas a las otras —apuntó Beth tratando de animarlas desde su rincón.
Al oír aquellas palabras de aliento, los rostros de las cuatro jóvenes, reunidas en torno a la chimenea, se iluminaron un instante, pero se ensombrecieron de inmediato cuando Jo dijo apesadumbrada:
—Papá no está con nosotras y eso no va a cambiar por una buena temporada. —No se atrevió a decir que tal vez no volviesen a verle nunca más, pero todas lo pensaron, al recordar a su padre, que estaba tan lejos, en el campo de batalla.
Guardaron silencio y, al cabo de unos minutos, Meg añadió visiblemente emocionada:
—Ya sabéis que mamá propuso no comprar regalos estas Navidades porque este invierno será duro para todos y porque cree que no deberíamos gastar dinero en caprichos cuando los soldados están sufriendo en la guerra. No podemos hacer mucho por ayudar, solo un pequeño sacrificio, y deberíamos hacerlo de buen grado, pero me temo que yo no puedo. —Meg meneó la cabeza pensando en todas las cosas hermosas que le apetecía tener.
—Yo no creo que lo poco que podemos gastar sirviera de mucho. Solo tenemos un dólar cada una, y en poco ayudaríamos al ejército si se lo entregáramos. Me parece bien que no nos hagamos regalos las unas a las otras, pero me niego a renunciar a mi ejemplar de Undine y Sintram. Hace mucho que deseo conseguirlo… —dijo Jo, que era un verdadero ratón de biblioteca.
—Yo pensaba comprar algo de música —apuntó Beth, y dejó escapar un suspiro tan discreto que ni las paredes lo oyeron.
—Yo quiero una buena caja de lápices de colores Faber. Los necesito de veras —anunció Amy con decisión.
—Mamá no ha dicho nada de nuestro dinero. No creo que pretenda que renunciemos a todo. Que cada una se compre lo que más le apetezca y disfrutemos un poco. Al fin y al cabo, hemos luchado mucho por ganarlo —propuso Jo mirándose los tacones de las botas como suelen hacerlo los caballeros.
—Desde luego, yo sí; en lugar de estar en casa, tranquila, me paso el día dando clases a niños horribles —se quejó Meg.
—Lo mío es mucho peor —aseguró Jo—. ¿Qué te parecería estar encerrada durante horas con una anciana histérica y tiquismiquis, que no te deja descansar ni un minuto, que nunca está contenta y que te da tanto la lata que al final te entran ganas de abofetearla o de escapar por la ventana?
—Sé que no está bien quejarse, pero no hay peor trabajo que fregar los platos y limpiar la casa. Me desespera y, además, las manos se me quedan tan rígidas que luego no puedo tocar el piano. —Beth miró sus manos ásperas y lanzó un suspiro que esta vez todas oyeron.
—Dudo mucho que ninguna sufra más que yo —sentenció Amy—, que tengo que ir a una escuela de niñas impertinentes que me chinchan cuando no me sé la lección, se ríen de mis vestidos, se mofan de mi nariz y acreditan a papá por no ser rico.
—Querrás decir «desacreditan» —la corrigió Jo entre risas—. «Acreditar» significa justo lo contrario…
—Bueno, yo sé lo que quiero decir. No es necesario que te pongas sarjástica. Trato de usar palabras nuevas para aumentar mi vocabilario —añadió Amy con aire digno.
—Dejad de pelear. ¿No te gustaría tener ahora el dinero que papá perdió cuando éramos pequeñas, Jo? Madre mía, qué felices y buenas seríamos si no tuviéramos preocupaciones —dijo Meg, que por su edad recordaba tiempos mejores.
—El otro día dijiste que estabas segura de que éramos más felices que los hijos de los King porque ellos se pelean y se enfadan todo el tiempo a pesar del dinero que tienen.
—Tienes razón, Beth. Aunque tengamos que trabajar, nos divertimos y, como diría Jo, somos una troupe de lo más alegre.
—Jo dice muchas palabras vulgares —observó Amy lanzando una mirada reprobatoria a la joven, que seguía tendida sobre la alfombra. Jo se incorporó de inmediato, metió las manos en los bolsillos y empezó a silbar—. ¡No hagas eso, Jo! ¡Pareces un chico!
—Precisamente por eso lo hago.
—¡No soporto a las jovencitas maleducadas y poco femeninas!
—Pues a mí me sacan de quicio las niñas cursis y resabidas.
—Que reine la paz en el hogar —cantó Beth, siempre apaciguadora, con una cara tan graciosa que ambas jóvenes dejaron de discutir para echarse a reír.
—La verdad, chicas, es que hay motivos para censuraros a las dos —apuntó Meg dando inicio a un sermón de hermana mayor—. Josephine, ya va siendo hora de que dejes de imitar a los chicos y te comportes mejor. Cuando eras pequeña no tenía importancia, pero ahora has crecido, llevas el cabello recogido y debes actuar como una dama.
—No lo soy, y si recogerme el cabello me obliga a ser una dama usaré trenzas hasta los veinte años —protestó Jo mientras soltaba su abundante melena castaña—. Detesto tener que crecer, convertirme en la señorita March, vestir de largo y ser una remilgada. Ya me parece bastante malo ser una chica cuando lo que me gusta son los juegos, los trabajos y la forma de comportarse de los muchachos. Me parece una pena no haber nacido hombre, sobre todo en momentos como este, en el que preferiría acompañar a papá y luchar a su lado en lugar de quedarme en casa tejiendo como una vieja. —Jo agitó en el aire el calcetín azul marino que estaba tricotando, hasta que las agujas chocaron entre sí como castañuelas y la madeja de lana fue a parar al otro extremo de la sala.
—Pobre Jo, ¡qué mala suerte! Pero la cosa no tiene remedio, de modo que tendrás que conformarte con acortar tu nombre para que suene más masculino y actuar como si fueses nuestro hermano en lugar de nuestra hermana —comentó Beth acariciando la cabeza de Jo con una mano a la que el jabón y las tareas domésticas no habían arrebatado la suavidad.
—En lo que a ti respecta, Amy —prosiguió Meg—, eres demasiado quisquillosa y remilgada. Los aires que te das hacen gracia ahora, pero si no cambias de mayor serás tan estirada como un pavo real. Me parece bien que tengas buenos modales y trates de hablar con propiedad, cuando no intentas dártelas de elegante, pero usar términos absurdos no es mejor que emplear palabras vulgares como hace Jo.
—Si Jo es demasiado masculina y Amy una niña cursi, ¿podrías decirme qué soy yo, por favor? —preguntó Beth, dispuesta a pasar el mismo examen.
—Tú eres un encanto, querida, ni más ni menos —contestó Meg con cariño y nadie la contradijo, porque todos adoraban a la pequeña Beth, el ratoncito, la mascota de la familia.
Dado que a los jóvenes lectores les gusta saber cómo son los personajes, haremos un inciso para describir a las cuatro hermanas, que tejen en la penumbra de una tarde de diciembre, mientras fuera la nieve cae mansa y en el interior crepita alegremente el fuego del hogar. La sala de estar era acogedora, a pesar de la alfombra de colores desvaídos y el sencillo mobiliario, pues las paredes estaban decoradas con unos cuantos cuadros de calidad, los estantes rebosaban de libros, en las ventanas asomaban crisantemos y eléboros y se respiraba un ambiente de paz hogareña.
Margaret, la mayor de las cuatro, contaba dieciséis años, era una joven muy hermosa, rolliza, de piel clara y ojos grandes, con una larga cabellera castaña, sonrisa dulce y manos blanquísimas de las que estaba muy orgullosa. A sus quince años, Jo era muy alta, delgada y morena, y tenía un aspecto desgarbado que recordaba al de un potrillo, como si no supiese qué hacer con sus largos brazos y piernas. Su boca reflejaba un carácter decidido, su nariz resultaba cómica y sus ojos grises, perspicaces, no se perdían un solo detalle y lanzaban miradas unas veces fieras, otras divertidas y, en ocasiones, meditabundas. Su cabello, largo y abundante, era su principal atractivo, pero solía llevarlo recogido con una redecilla para que no le molestase. De hombros redondeados y manos y pies grandes, Jo acostumbraba a llevar ropas holgadas y tenía el aspecto de una jovencita que se volvía mujer a su pesar y no se sentía cómoda en su nuevo papel. Elizabeth —o Beth, como todos la llamaban—, era una muchachita de trece años, de mejillas sonrosadas, cabello suave y ojos vivos, carácter tímido, voz tenue y semblante sereno, que casi nunca perdía la compostura. Su padre la había apodado «señorita Tranquilidad» con justa razón. Se diría que Beth vivía en un mundo propio, feliz, del que solo se aventuraba a salir para comunicarse con las pocas personas a las que quería y en quienes confiaba. Amy, a pesar de ser la menor, era uno de los miembros más importantes de la familia, o al menos eso pensaba ella. Era una niña de tez clara, ojos azules y cabello rubio que caía en tirabuzones sobre sus hombros. Pálida y delgada, se comportaba siempre como una damita atenta a sus modales. En cuanto al carácter de las cuatro hermanas, dejaremos que el lector lo vaya descubriendo por sí mismo.
El reloj dio las seis y, tras barrer el hogar, Beth acercó a él un par de zapatillas viejas para que se calentaran. Aquello tuvo un efecto tranquilizador en las muchachas, pues sabían que significaba que su madre no tardaría en volver. Se prepararon para recibirla. Meg dejó de sermonear a sus hermanas y encendió la lamparita, Amy se levantó de la butaca sin que se lo pidieran y Jo se olvidó de lo cansada que estaba y se incorporó para sostener las zapatillas cerca de las llamas.
—Ya están muy gastadas, mamá necesita unas nuevas.
—Pensaba comprarle unas con mi dólar —comentó Beth.
—¡No, yo lo haré! —exclamó Amy.
—Como hermana mayor que soy… —comenzó Meg, pero Jo la interrumpió para decir, muy decidida:
—Ahora que papá no está, yo soy el hombre de la casa, y seré yo quien le compre las zapatillas, porque papá me encargó encarecidamente que, en su ausencia, cuidase de mamá.
—Ya sé qué podemos hacer —medió Beth—. En lugar de que cada una se compre algo para sí, ¿por qué no invertimos el dinero en regalos de Navidad para mamá?
—Es una idea excelente y muy propia de ti —exclamó Jo—. ¿Qué podemos regalarle?
Meditaron unos minutos, muy serias.
—Yo le compraré unos guantes —anunció Meg mirándose las manos, muy bonitas, como si estas le hubiesen inspirado—. Le regalaré un hermoso par de guantes.
—Y yo unas buenas zapatillas, las mejores que haya —apuntó Jo.
—Y yo unos pañuelos bordados —dijo Beth.
—Yo le regalaré un frasquito de colonia; le gusta y no resulta demasiado caro. Con lo que sobre me compraré algo para mí —terció Amy.
—¿Cómo le daremos los regalos? —preguntó Meg.
—Podemos dejarlos sobre la mesa, irla a buscar y ver cómo los abre, como solíamos hacer el día de nuestro cumpleaños, ¿recordáis? —contestó Jo.
—Claro. Cuando me llegaba el turno de sentarme en la butaca, con la corona puesta, y os veía entrar en fila para darme los regalos y un beso, estaba asustada. Me encantaba la parte de los regalos y los besos, pero no soportaba veros ahí sentadas mirándome mientras abría los paquetes —comentó Beth, que estaba tostando pan para la cena y, de paso, se tostaba también el rostro.
—Dejaremos que Marmee piense que vamos a comprarnos algo para nosotras y así le daremos una buena sorpresa. Tendremos que hacer las compras mañana por la tarde, Meg; todavía hay mucho que preparar para la representación de Nochebuena —dijo Jo mientras caminaba de un extremo a otro de la sala con las manos en la espalda, mirando hacia el techo.
—Este será el último año que actúe con vosotras, ya soy demasiado mayor para estas cosas —observó Meg, que seguía tan entusiasmada como siempre ante la idea de disfrazarse.
—Mientras puedas lucir un traje largo blanco, llevar la melena suelta y joyas de papel dorado, no lo dejarás. Te conozco. Eres la mejor actriz que tenemos, y si te retiras de los escenarios será el fin de todo esto —concluyó Jo—. Esta noche tenemos que ensayar. Amy, acércate. Repasemos la escena del desmayo porque no la haces con naturalidad, estás más rígida que un palo.
—No lo puedo evitar; nunca he visto a nadie desmayarse de verdad. No quiero tirarme de golpe al suelo como haces tú y acabar llena de moretones. Si puedo caer con suavidad, lo haré; si no, me desplomaré elegantemente sobre una silla, por mucho que Hugo me esté apuntando con una pistola —explicó Amy, a la que no habían elegido por sus dotes de actriz, sino porque era lo bastante menuda para que el villano de la obra la pudiese llevar en brazos.
—Mira, hazlo así. Junta las manos y corre por la habitación gritando frenéticamente: «¡Rodrigo, sálvame, sálvame!» —dijo Jo, quien, acto seguido, representó la escena y lanzó un grito auténticamente estremecedor.
Amy trató de seguir sus indicaciones, pero agitó las manos ante sí con un movimiento rígido y empezó a andar a trompicones, como si la accionara una máquina. En cuanto al grito, más que el de una persona presa del pánico y la angustia, parecía el de alguien que se acaba de pinchar con una aguja. Jo gruñó con desesperación, Meg rió sin disimulo y a Beth se le quemó el pan porque se entretuvo mirando la cómica escena.
—¡Es inútil! Cuando llegue el momento, hazlo lo mejor que puedas, pero si el público te abuchea no me eches a mí la culpa. Ven acá, Meg.
A partir de ese momento, el ensayo fue sobre ruedas. Don Pedro desafió al mundo en un monólogo de dos páginas sin una sola interrupción, la bruja Hagar pronunció un terrible conjuro, encorvada sobre un caldero en el que hervían sapos, en una escena sobrecogedora, Rodrigo se liberó de las cadenas con brío viril y Hugo murió envenenado con arsénico y atormentado por los remordimientos lanzando un salvaje «Ah, ah».
—Esta es la vez que nos ha quedado mejor —dijo Meg en cuanto el villano muerto se incorporó y se frotó los codos.
—No entiendo cómo puedes escribir y actuar tan bien, Jo. ¡Estás hecha un Shakespeare! —exclamó Beth, que consideraba que sus hermanas tenían un don especial para todo.
—No llego a tanto —repuso Jo con modestia—. La maldición de la bruja, una tragedia operística está bien, pero preferiría representar Macbeth; el problema es que no tenemos trampilla para Banquo. Siempre he querido hacer la escena del asesinato. «Eso que veo ante mí, ¿es acaso una daga?» —masculló Jo poniendo los ojos en blanco y asiendo el aire como había visto hacer a un famoso actor de teatro.
—No, es la horquilla de tostar el pan con las zapatillas de mamá colgadas de ella. ¡Una aportación de Beth a la escena! —apuntó Meg. Todas rieron y dieron por terminado el ensayo.
—Me alegro de veros tan contentas, hijas mías —dijo una voz risueña desde la puerta, y actrices y público corrieron a recibir a una señora robusta y maternal; todo en ella parecía decir: «¿Puedo ayudarle en algo», lo que le daba un aspecto encantador. No era especialmente bella, pero los hijos siempre consideran agraciadas a sus madres y, para aquellas jóvenes, la mujer con el gorro pasado de moda y el abrigo gris era la más espléndida del mundo—. Queridas, contadme qué tal os ha ido el día. No pude venir a comer con vosotras porque tenía que dejar listas las cajas para mañana, entre otras muchas cosas. ¿Ha venido alguien, Beth? ¿Qué tal el constipado, Meg? Jo, pareces muerta de cansancio. Ven a darme un beso, querida.
Mientras formulaba aquellas preguntas maternales, la señora March se quitó las prendas mojadas, se puso las zapatillas calientes, se acomodó en la butaca, con Amy sentada en sus rodillas, y se dispuso a disfrutar del mejor momento de su ajetreado día. Las jóvenes, por su parte, se afanaron para que su madre pudiese descansar un rato. Meg puso la mesa para la cena; Jo trajo leña y colocó las sillas en su sitio, sin dejar de tirar y volcar primero todo lo que pasaba por sus manos; Beth iba y venía de la cocina a la sala, muy seria y hacendosa, y Amy daba instrucciones a todas, sentada y cruzada de brazos.
Una vez reunidas en torno a la mesa, la señora March anunció con particular alegría:
—Tengo una sorpresa para vosotras, después de la cena.
Una sonrisa iluminó el rostro de las jóvenes como un repentino rayo de sol. Beth aplaudió sin recordar que tenía una galleta caliente en la mano y Jo agitó en el aire la servilleta al tiempo que exclamaba: «¡Carta! ¡Carta! ¡Tres hurras por papá!».
—Sí, una carta muy larga. Está bien y confía en pasar el invierno mejor de lo que temíamos. Nos envía toda clase de parabienes para la Navidad y un mensaje especial para vosotras, chicas —añadió la señora March dando unos golpecitos a su bolsillo como si guardase un gran tesoro en él.
—Pues démonos prisa, acabemos de cenar. Amy, haz el favor de no perder tiempo levantando el meñique para sostener con más elegancia la taza —espetó Jo, que casi se atraganta con el té y, en su prisa por terminar, dejó caer un trozo de pan con mantequilla sobre la alfombra.
Beth ya no comió más y se fue a sentar en su rincón para pensar en la alegría que vendría a continuación mientras aguardaba a que las demás estuviesen listas.
—Me parece extraordinario que papá decidiera ir a la guerra como capellán cuando era demasiado mayor para alistarse y no demasiado fuerte para ser soldado —comentó emocionada Meg.
—¡Cómo me hubiera gustado ir como tamborilero, vivan… ¿cómo se dice?, o como enfermera! Así, hubiese podido estar cerca de él y ayudarle —exclamó Jo.
—Debe de ser muy desagradable dormir en una tienda, comer cosas repugnantes y beber agua en un cazo de hojalata —dijo Amy con un suspiro.
—Mamá, ¿cuándo va a volver a casa? —preguntó Beth con un leve temblor en la voz.
—Si no enferma, pasará aún varios meses fuera, querida. Se quedará y cumplirá lealmente con su deber, y no le pediremos que vuelva ni un minuto antes. Venid, escuchad lo que dice la carta.
Se reunieron en torno a la chimenea. La madre se sentó en la butaca, Beth se colocó a sus pies, Meg y Amy, a los lados, y Jo, detrás,