Cumbres borrascosas

Emily Brontë

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Cuando a los doce años leí por primera vez Cumbres Borrascosas, me sentí confusa, ofendida incluso, porque no se ajustaba a mis expectativas. Las primeras páginas presentaban a un narrador que no había manera de que me gustara, y mucho menos me inspirara confianza. Y es que su tono me molestaba; además, Heathcliff no tenía nada de ese encanto seductor de Laurence Olivier.

Por supuesto, estas ideas preconcebidas las había suscitado inconscientemente no el libro en sí sino el clásico de Hollywood de 1939 y la premisa, comúnmente aceptada aunque engañosa, de que Cumbres Borrascosas representa el locus classicus de la novela romántico-erótica del castigador. Visto en retrospectiva, da la impresión de que cometí un error tan gracioso como el del señor Lockwood de Emily Brontë cuando, en el capítulo 2 del primer libro, confunde un montón de conejos muertos con los gatitos de su anfitriona. Lo que encontré era infinitamente más perturbador de lo que esperaba, y aquello cambió mi actitud hacia la lectura. Hasta ese momento, los libros habían sido para mí una fuente de placer para evadirme sin más. En cambio, ahora había uno que me ponía en un estado de alerta ansiosa y me desconcertaba.

La obra maestra de Emily Brontë debe de ser una de la novelas del canon que ha tenido más adaptaciones. Su gran difusión la ha elevado a la categoría de mito moderno, y ha inspirado películas y obras de teatro, secuelas y poemas, una ópera, un musical y un número uno de la música pop. Sin embargo, muchas de estas reinterpretaciones se han empeñado en normalizar lo que es: un libro radicalmente transgresor, como señala Pauline Nestor en su introducción. Puede que la pasión mutua que sienten Cathy y Heathcliff se haya convertido en sinónimo de la aventura amorosa arquetípica. Sin embargo, la suya es en realidad una relación cuasi incestuosa, extrañamente carente de erotismo y más Romántica que romántica, que amenaza con socavar certidumbres tan básicas como la de la identidad individual.

El hecho de que Cumbres Borrascosas haya atraído tantas capas de adiciones culturales puede verse como una manera de responder a ese carácter perturbador. Es un libro que genera tensiones —entre el sueño y la realidad, entre el yo y el otro, entre lo natural y lo sobrenatural, entre el realismo y el melodrama, entre la estructura formal y el caos emocional—, pero que las deja sin resolver. Esta falta de resolución es, tal vez, lo que la hace inolvidable. No obstante, también ha provocado en críticos, biógrafos y adaptadores un impulso encubierto de encasillarla, controlarla o reducirla a explicaciones.

La idea de que Cumbres Borrascosas debe ser domesticada ha estado presente desde el momento en que se publicó, bajo seudónimo, en 1847. Aunque algunos de los primeros críticos aplaudieron su fuerza y su originalidad, las escenas de crueldad y el rechazo a la moral convencional extrañaban a todos, y repugnaban a unos cuantos. Para la reputación posterior de la novela y de su autora, más significativos fueron aún los comentarios ambiguos y contradictorios de Charlotte Brontë en su «Nota biográfica» y en el «Prólogo a Cumbres Borrascosas» que publicó en 1850, tras la muerte de Emily.

Charlotte presentaba sus comentarios como un ejercicio esclarecedor: revelaba al público, por primera vez, la auténtica identidad de Ellis Bell. Pero en lugar de limitarse a exponer los hechos, creó una leyenda. Como muchos después de ella, ante la incomodidad generada por Cumbres Borrascosas, optó por refugiarse en el mito.

En lugar de reconocer la sofisticación intelectual de Emily, Charlotte la presentaba como una sencilla chica de campo, nada «culta», que había acabado escribiendo un libro desconcertante, más por ingenua que por versada. Con falsa candidez, nos presentaba su hogar como un páramo aislado y poco civilizado, en el que habitaban «campesinos analfabetos y curtidos terratenientes». En realidad, el municipio industrial de Haworth no estaba ni mucho menos tan desconectado culturalmente como daba a entender, y Emily era una mujer con una gran —si bien anárquica— educación. De todos modos, aunque Charlotte pretendía atraer las simpatías del mundo literario londinense tiñendo de romanticismo la vida de Yorkshire, su necesidad de mitificar a su hermana no era una simple cuestión de relaciones públicas.

Al parecer, a Charlotte le preocupaba sinceramente la imaginación indómita de Emily. Sintió siempre el impulso ambivalente de proteger y al mismo tiempo controlar a su amada aunque a menudo recalcitrante hermana pequeña. En su prólogo quiere dotarla de heroicidad («más fuerte que un hombre») y a la vez de infantilismo («más simple que un niño»). Sin embargo, es incapaz de aceptar a Emily como una artista adulta y consciente, dueña de su propia creación. No puede soportar considerarla responsable de la «irredimible» figura de Heathcliff, así que elimina tal responsabilidad presentando a Emily como una vasija irreflexiva de la que manan «el Destino o la Inspiración».

Pese a que la intención de Charlotte era rescatar a su hermana del oprobio de los críticos, sus palabras causarían un efecto ambiguo en la reputación de Emily. Pasaría mucho tiempo hasta que los críticos dejaran de considerar Cumbres Borrascosas el producto fallido de una mente infantiloide o el desvarío místico de una sibila del páramo. Las reticencias a creer que era la obra de una joven inocente condujeron incluso a la afirmación apócrifa de que había sido Branwell Brontë, y no Emily, quien la había escrito.

En realidad, los aspectos literarios que hacen de ella una novela tan extraña no son meramente estrafalarios, sino que pueden analizarse, culturalmente, desde la perspectiva de su relación con el Romanticismo. Aun así, incluso después de que Mrs. Humphry Ward planteara por primera vez este enfoque —hace ya un siglo—, los divulgadores de la leyenda de las Brontë siguieron buscando la respuesta al enigma de Emily en tesis sentimentalistas o sensacionalistas sobre misteriosos amantes y apariciones sobrenaturales. Al igual que las adaptaciones románticas hollywoodienses de la novela, estas tesis aportaban una respuesta cómoda a su incómodo legado.

En cierto modo, nunca podemos dar por finalizada la lectura de Cumbres Borrascosas. Sin embargo, en el siglo y medio transcurrido desde que fue escrita, parece que ha habido algún progreso en la voluntad de los críticos, no solo en el sentido de reconocer su genialidad, sino también en el de aceptar —e incluso celebrar— la incomodidad que despierta. Desde mi primer y confuso intento de leerla, la he releído muchas veces, apoyando estas lecturas con la obra de muchos críticos modernos. Pero de alguna manera, aquella primera exposición inmadura a la novela posee una crudeza que recuerdo con nostalgia y también con simpatía. Hice añicos mi complacencia y me proporcioné a mí misma la primera pista de que en la literatura con mayúsculas las preguntas son tan importantes como las respuestas. En el capítulo 9, Cathy le dice a Nelly Dean: «He tenido sueños en mi vida que me han quedado grab

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