La piel del mundo

Rafael Gumucio

Fragmento

LA PIEL DEL MUNDO

«Lo más profundo que hay en el hombre es la piel», dijo Paul Valéry. Cualquier médico o biólogo le dirá que esta afirmación aparentemente superficial encierra la más profunda verdad. Una verdad profunda justamente en su reconocimiento de la superficialidad como un método para llegar al fondo de las cosas, es decir, a su forma. En todas las especies animales, y en frutas y plantas, la piel es el tejido más complejo, más rico, el que mejor explica el funcionamiento y la composición del organismo.

Basta y sobra una muestra de piel para saber de qué se está enfermo o dónde reside la fuerza de un individuo o de una manzana. Nacidos para defendernos, la piel, en la frontera entre nosotros y el aire, entre el afuera y el adentro —o, como diría nuevamente Valéry, «entre el color y el dolor»—, más que un muro, es un laberinto. No es sólo lo más sólido y elástico que tenemos, sino también lo más complejo.

Lo mismo ocurre con los países. Hundirse en ellos no ayuda más a comprenderlos que visitarlos deprisa o soñarlos de lejos y sólo pisar su suelo para confirmar prejuicios. Los prejuicios suelen encontrar siempre confirmación: en Francia la gente efectivamente come baguettes y conversa largamente sobre vino y queso, los españoles comen paella y van a los toros, y en Latinoamérica hay guerrilleros y narcotraficantes y políticos corruptos por doquier.

El turista se equivoca mucho menos que el viajero sobre la naturaleza de los países que visita. La prueba está en que los informes más exagerados y falaces sobre Latinoamérica no los escriben los pocos japoneses que se van a sacar fotos a Machu Picchu, sino los especialistas norteamericanos y europeos en el continente, que hablan la lengua local y visitan cada seis meses los países que estudian.

El que se queda, el que se enamora de un país, o de una ciudad, el que lo estudia, mezcla su propia biografía con la del país, sufre —a diferencia del turista— la ilusión de que llegará a ser parte del lugar que visita. Tiene la presunción de que podrá, a fuerza de investigación y deseo, dejar de ser un extranjero. Se ve a sí mismo en medio de la ciudad, o del valle, y trata de entenderse y explicarse en un entorno ajeno; pero es sólo su propia piel la que siente, cuando roza la piel del mundo, y su propia extrañeza lo único que es capaz de analizar y comprender.

«Afuera», solemos llamar los chilenos a cualquier parte que sobrepase nuestras fronteras fetales. Afuera, es decir, el mundo, en contradicción con ese adentro en que no necesitamos explicar nada, en que nos basta con balbucear nombres a medias y frases por si acaso. Afuera es decir fuera de nosotros mismos. El escritor Germán Marín siempre miraba con ciertos aires de burla a cualquier enemigo o amigo que triunfara en el exterior. «Que se vaya», decía, «total va a tener que volver». No en vano a los exiliados y a sus hijos nos pusieron el mote nada honorífico de «retornados». Por una especie de cortesía extraña, nunca nadie le pregunta a un chileno que viaja cómo estuvo su viaje, qué vio o no vio «afuera». Se da por sabido lo que no cuenta. Los compañeros del «exterior», en exilio, debíamos mantenernos callados si hablaba alguien del «interior». Era nuestra condena, la de mis padres transformada en una L en su pasaporte que decía que podían viajar a cualquier parte menos a Chile. Convirtiendo cualquier parte en un fantasma de Chile.

Heredé con mi nacionalidad una desconfianza instintiva por los que viajan demasiado y se sientan a contarte cómo la India es otro mundo que te vuela la cabeza y cuántas horas se cena en Japón riendo sin hablar, y cuán infinitamente desierto es el desierto del Sahara. La aventura me resulta, quizás porque la viví obligado de niño, una de las cosas menos deseables que existe. La pobreza lejos de casa no me resulta menos pobre que cerca. Yo sé que todos los hoteles de lujo se parecen, pero también se parecen todas las pocilgas. Yo prefiero los primeros porque sé cómo huelen las segundas.

En mi cabeza el exterior es también afuera y Chile es Chile completamente separado del continente al que abraza y del mar que muerde sus costas. Pero escribo esto entre cajas de libros que no sé en qué bodega poner. Vendí casi la mitad de esos libros que se habían ido acumulando en los catorce años que llevo viviendo en Chile ininterrumpidamente, que es más o menos el plazo más largo que he alcanzado a vivir en un solo país sin salir arrancando hacia otro.

Sólo la gente completamente cuerda sueña con volverse loca. Sólo la gente que está muy segura del lugar de donde viene piensa que ser extranjero puede ser agradable. Un paseo por los puestos fronterizos de cualquier aeropuerto internacional despeja de inmediato la ilusión de que ser extranjero tiene algo de exótico o de entretenido. Ser extranjero es vivir dando explicaciones. Es estar siempre en espera, siempre postulando en espera de ser admisible. Es ser invitado a una cena pero también a lavar los platos y hacer las compras.

Ser extranjero es ante todo ser sospechoso. He sudado frío en distintos rincones del mundo explicando por qué nací donde nací, por qué crecí donde crecí, por qué voy donde voy. He adquirido una verdadera alergia a la policía internacional, alergia que me hace doblemente sospechoso. De nada me ayuda tener un rostro magrebí, un apellido vasco y un pasaporte lleno de timbres raros. He sido revisado hasta en un tren entre Londres y París y en un vuelo interprovincial argentino.

Trato de aclararles a los aduaneros —muchas veces inútilmente— que no escogí que exiliaran a mis padres, ni nacer en un país en que ser escritor no es ni rentable ni honroso, ni enamorarme de una norteamericana. Mirando con frialdad mi vida, pude muchas veces arrancar del destino de ser un forastero, pude instalarme y ser chileno y sólo chileno, pero decidí seguir viajando y perseverar. Y aunque sufro lo indecible ante la frontera y haya pasado tardes de auténtico dolor frente a cajeros automáticos que no se comunican con mi cuenta corriente en Chile, sigo yéndome cada vez más lejos de mi país, cada vez más tiempo.

¿De dónde nace esa atracción fatal? No abrigo ninguna ilusión de que exista el paraíso sobre la tierra. De niño aprendí que las diferencias entre las culturas son más aparentes que reales y que por más lejos que vayas nunca dejas de llevar contigo tus prejuicios, tu lengua y tus recuerdos. Nunca he pensado más en Chile, y escrito más sobre Chile, y amado más a Chile, que en Madrid. No soy ni un explorador, ni un turista, y detesto el jet lag y las maletas. Pero sigo yéndome y vuelvo a irme, y nada indica que abandoné la ruta.

Los extranjeros, querámoslo o no, de alguna forma nos sentimos elegidos. De ahí quizás nazca mi pasión por seguir lejos de mi casa. Hablamos distinto, nos movemos distinto, pensamos distinto, y sentimos que un invisible ojo nos mira, nos aplaude, nos quiere. Ser extranjero implica muchas veces la soledad, la soledad en que a veces nos sentimos destinados a algo grande. El extranjero dialoga a solas con todo el país de acogida, discute, pelea, se reconci

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