Queremos informarle de que mañana seremos asesinados con nuestras familias

Philip Gourevitch

Fragmento

Aquella noche, en la ciudad de Gikongoro, situada en las colinas del sur del país, se habían quedado sin electricidad; el bar del Hostal estaba iluminado por media docena de velas y en los ojos de los tres soldados que me invitaban a tomar algo resplandecía el color de las naranjas sanguinas. Una única jarra de cerveza pasó de mano en mano, hasta que por último bebí yo, ritual con el que me daban a entender que no iban a envenenarme. Los soldados estaban demasiado bebidos como para conversar, pero un civil de su grupo, un hombre con un chándal de deporte negro satinado, parecía decidido a demostrar que estaba sobrio. Estaba sentado con la espalda muy tiesa y los brazos doblados sobre el pecho y los ojos fijos, entornados con dureza en una mirada distante y escrutadora. Me preguntó por mi nombre en un inglés austero y robótico, con sílabas precisas y bruscas.

—Philip —le dije.

—Ah —dijo dándome un apretón de manos—. Como en Charles Dickens.

—Ese es Pip —le repuse.

Grandes esperanzas —declaró soltándome la mano.

Apretó los labios dirigiéndolos hacia su nariz y me contempló con su mirada neutra, tras lo cual añadió:

—Soy un pigmeo de la selva. Pero un obispo anglicano me enseñó a hablar inglés.

No dijo su nombre. El soldado sentado a mi lado, que había estado inclinándose hacia delante apoyado en el cañón de su ametralladora vuelta hacia arriba, se derrumbó de repente en su propio regazo, dormido, y se despertó con un respingo, sonrió y siguió bebiendo. El pigmeo lo ignoró.

—Tengo un principio —anunció—. Creo en el principio del Homo sapiens. ¿Me entiende?

—¿Se refiere a que toda la humanidad es solo una? —intenté adivinar.

—Esa es mi teoría —dijo el pigmeo—. Ese es mi principio. Pero tengo un problema. Tengo que casarme con una mujer blanca.

—¿Por qué no? —le dije. Y un instante después añadí—: Pero ¿por qué, si todos somos iguales? ¿A quién le importa el color de su mujer?

Tiene que ser una mujer blanca —dijo el pigmeo—. Solo una mujer blanca puede entender mi principio universal del Homo sapiens. No debo casarme con una negra.

El asco con que pronunció esta última palabra me decidió a estar de acuerdo con él, aunque solo fuera por su futura es posa.

—¿Cómo voy a conseguir mi objetivo? Usted tiene posibilidades. Yo no. —Miró a su alrededor, al local oscuro y casi vacío, y levantó una mano abierta. Se le agrió la expresión, como una actitud de desengaño habitual y añadió—: ¿Cómo voy a conocer a una mujer blanca? ¿Cómo encuentro la esposa blanca?

La pregunta no era del todo retórica. Yo había entrado en el bar con una mujer holandesa y luego la había perdido de vista —se había ido a la cama—, pero él había quedado impresionado; creo que el pigmeo quería que yo le solucionase el problema.

—Tengo una idea —dijo—. Holanda. El obispo, mi maestro, había viajado por todo el mundo. Para mí, Holanda no es más que pura imaginación. Pero es algo real.

Le cuento esto ahora al lector, a punto de empezar, porque este es un libro sobre cómo la gente se imagina a sí misma y a los demás… un libro sobre cómo imaginamos nuestro mundo. En Ruanda, un año antes de que yo conociese al pigmeo, el gobierno había adoptado una nueva política, en virtud de la cual se incitaba a todos los integrantes de la mayoría hutu del país a asesinar a la totalidad de la minoría tutsi. El gobierno, y un número asombroso de sus súbditos, imaginaban que exterminando al pueblo tutsi podrían hacer que el mundo fuera un lugar mejor, y se produjeron matanzas colectivas.

Pareció que, de repente, teníamos encima algo que únicamente podíamos haber imaginado… y continuábamos pudiendo solo imaginarlo. Esto es lo que más me fascina de la existencia: la curiosa necesidad de imaginar lo que, de hecho, es real. Durante los meses de las matanzas de 1994, mientras seguía las noticias desde Ruanda, y después, cuando leí que la ONU había decidido, por primera vez en su historia, que era necesario utilizar el término «genocidio» para describir lo que había ocurrido, me acordé varias veces del momento en que, al final de El corazón de las tinieblas, de Conrad, Marlow, el narrador, regresa a Europa y su tía, al verlo tan agotado, se preocupa por su salud. «No era mi fortaleza lo que necesitaba cuidados —dice Marlow—, sino mi imaginación la que deseaba so siego.»

Tomé como punto de partida el estado de ánimo de Marlow cuando regresó de África. Quería saber qué entendían los ruandeses de lo que había ocurrido en su país, y cómo iban a seguir después de todo aquello. El término «genocidio» y las imágenes de los innumerables y anónimos cadáveres dejaban demasiado margen a la imaginación.

Empecé a visitar Ruanda en mayo de 1995, y no llevaba mucho tiempo cuando conocí al pigmeo de Gikongoro. Nunca hubiese dicho que era un pigmeo: medía casi un metro sesenta y siete. Al declararse pigmeo, parecía situarse al margen de la cuestión de hutus y tutsis y relacionarse conmigo como otro forastero, libre observador. Y aun así, aunque no dijo una sola palabra sobre el genocidio, salí con la impresión de que aquel era el verdadero tema de nuestra conversación. Podría haber sido posible hablar de otra cosa en Ruanda, pero nunca tuve una conversación de interés en la que no surgiese el genocidio, al menos solapadamente, como punto de referencia del cual surgían todos los demás conceptos y malentendidos.

Así que el pigmeo hablaba de Homo sapiens y yo escuchaba un texto subliminal. Los pigmeos fueron los primeros habitantes de Ruanda, habitantes de la selva, por lo general menospreciados por hutus y tutsis, como un grupo aborigen primitivo. En la monarquía precolonial, los pigmeos eran los bufones de la corte, y como los reyes de Ruanda habían sido tutsis, el recuerdo de este rol ancestral supuso que durante el genocidio a algunos pigmeos se les diera muerte por haber sido instrumentos de la realeza, mientras que en otras ocasiones fueron utilizados por las milicias hutus como violadores… para añadir un toque extra de escarnio tribal a la violación de las mujeres tutsis.

Con toda probabilidad, el obispo anglicano que había enseñado inglés a aquel hombre que conocí en el bar del Hostal habría considerado la educación de aquel salvaje primitivo un reto dotado de trofeo especial dentro del dogma misionero de que todos somos hijos de Dios. Pero tal vez el pigmeo había aprendido demasiado bien sus lecciones. Estaba claro que, por experiencia propia, la unicidad de la humanidad no era un hecho, sino —y lo decía una y otra vez— un principio, una proposición del sacerdote blanco. Él se había tomado a pecho aquella propuesta como si fuera una invitación, para descubrir después que tenía límites prohibitivos. En nombre del universalismo, había aprendido a despreciar al pueblo y a la selva de los que procedía y a apreciarse por desdeñar aquella herencia. Ahora se le habí

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