La plaza y la torre

Niall Ferguson

Fragmento

cap-1

PREFACIO

El historiador interconectado

Vivimos en un mundo interconectado en red, o eso se nos dice constantemente. La palabra «red», que hasta finales del siglo XIX apenas se utilizaba, hoy es objeto de un uso excesivo, y lo mismo ocurre con otros términos relacionados, como «interconectar» y sus derivados. Para el ambicioso joven metido en el mundillo moderno siempre vale la pena ir a una fiesta, por tarde que sea, con tal de seguir interconectado con los demás; puede que le apetezca más echarse a dormir, pero el temor a quedar fuera de juego resulta espantoso. Para el viejo contrariado ajeno a él, en cambio, la palabra «red» tiene connotaciones distintas; alberga la creciente sospecha de que el mundo está controlado por redes poderosas y exclusivas: los banqueros, el establishment, el sistema, los judíos, los masones, los Illuminati... Casi todo lo que se ha escrito sobre este tema es un puro disparate. Sin embargo, sería poco probable que las teorías de la conspiración fueran tan persistentes si tales redes no existieran en absoluto.

El problema de los teóricos de la conspiración es que, al igual que los agraviados personajes ajenos al mundillo, malinterpretan y tergiversan invariablemente la manera como funcionan las redes. En concreto, tienden a presuponer que una serie de redes elitistas controla de manera tan fácil como encubierta las estructuras formales de poder. Mis investigaciones —además de mi propia experiencia— sugieren que ese no es el caso, sino que ocurre al revés: las redes informales suelen mantener una relación sumamente ambivalente, y a veces incluso hostil, con las instituciones establecidas. Hasta hace muy poco, por el contrario, los historiadores profesionales tendían a pasar por alto el papel de las redes o, cuando menos, a minimizarlo. Aun hoy, la mayoría de los historiadores académicos suelen centrarse en estudiar el tipo de instituciones que crean y conservan archivos, como si las que no dejan tras de sí un rastro de papel ordenado simplemente no contaran. De nuevo, mis investigaciones y mi experiencia me han enseñado a recelar de la tiranía de los archivos. A menudo los mayores cambios de la historia son logros de grupos de personas poco documentados y organizados de manera informal.

Este libro trata sobre el irregular flujo y reflujo de la historia. Distingue las largas épocas en que las estructuras jerárquicas dominaron la vida humana de aquellos otros periodos —más raros, pero a la vez más dinámicos— en que las redes llevaron las de ganar, gracias en parte a diversos cambios producidos en la tecnología. Por decirlo de una manera sencilla: cuando la jerarquía está a la orden del día, el poder de cada uno depende del peldaño que ocupa en el escalafón organizativo de un Estado, empresa o institución similar verticalmente ordenada. En cambio, cuando las redes obtienen ventaja, el poder de cada uno deriva de su posición en uno o más grupos sociales horizontalmente estructurados. Como veremos, esta dicotomía entre jerarquía y red es una mera simplificación; pero algunas revelaciones personales pueden ilustrar su utilidad como punto de partida.

La noche de febrero de 2016 en la que escribí el primer borrador de este prefacio, asistí a la fiesta de presentación de un libro. El anfitrión era el exalcalde de Nueva York. El autor cuya obra nos había congregado allí era un columnista del Wall Street Journal y antiguo redactor de discursos presidenciales. Asistí por invitación del redactor jefe de Bloomberg News, al que conocía porque ambos habíamos estudiado en el mismo colegio universitario de Oxford más de un cuarto de siglo antes. En la fiesta saludé y conversé brevemente más o menos con otras diez personas, entre ellas el presidente del Consejo de Relaciones Exteriores estadounidense; el director general de Alcoa Inc., una de las mayores empresas industriales de Estados Unidos; el director de las páginas de opinión del Journal; un presentador de la Fox News; una miembro del Colony Club de Nueva York y su esposo, y un joven escritor de discursos que se presentó diciendo que había leído uno de mis libros (lo que sin duda constituye la forma más acertada de entablar conversación con un profesor).

En cierto sentido, resulta evidente por qué estaba yo en aquella fiesta. El hecho de haber trabajado en una serie de conocidas universidades —Oxford, Cambridge, Nueva York, Harvard y Stanford—hace que automáticamente forme parte de múltiples redes de antiguos alumnos. A consecuencia de mi trabajo como escritor y profesor, también me he unido a toda una serie de redes económicas y políticas como el Foro Económico Mundial y las reuniones del Bilderberg. Soy miembro de tres clubes londinenses y uno neoyorquino. Además, en la actualidad pertenezco al consejo de administración de tres entidades corporativas: un gestor de activos globales, un grupo de expertos británico y un museo de Nueva York.

Sin embargo, pese a estar relativamente bien interconectado, casi no tengo poder. Un rasgo interesante de la fiesta fue que el exalcalde, en su breve discurso de bienvenida, aprovechó la oportunidad para dejar caer (aunque no con excesivo entusiasmo) que se estaba planteando presentarse como candidato independiente a las siguientes elecciones presidenciales de Estados Unidos. Pero, en calidad de ciudadano británico, yo ni siquiera podía votar en dichas elecciones. Ni mi apoyo tampoco habría mejorado en nada sus posibilidades ni las de ningún otro candidato, puesto que, dada mi condición de académico, la inmensa mayoría de los estadounidenses presuponen que me hallo completamente alejado de las vidas reales de las personas normales y corrientes. A diferencia de mis antiguos colegas de Oxford, no controlo las admisiones de los estudiantes universitarios. Cuando enseñaba en Harvard podía poner notas buenas o mediocres a mis alumnos, pero básicamente carecía de poder para impedir que incluso los peores de ellos se graduaran. A la hora de conceder doctorados, el mío solo era uno más de los numerosos votos de los miembros de mayor rango del cuerpo docente; de nuevo, nada de poder. Sí, ejerzo cierto poder sobre las personas que trabajan para mi empresa de consultoría, pero en cinco años en total solo he despedido a un único empleado. Tengo cuatro hijos, pero mi influencia sobre tres de ellos (de poder ya ni hablamos) es mínima. Hasta el más pequeño, que tiene cinco años, está aprendiendo a desafiar mi autoridad.

En suma, pues, no soy una persona muy jerárquica: por elección propia, soy más bien un tío de redes. Cuando era estudiante disfrutaba de la falta de estratificación de la vida universitaria, en especial de la multitud de asociaciones arbitrariamente organizadas que se dan en ella. Me uní a muchas, y aparecía, aunque de manera irregular, por algunas de esas asociaciones. Mis dos experiencias favoritas en Oxford fueron tocar el contrabajo en un quinteto de jazz —un conjunto que hasta hoy se enorgullece de no tener un líder— y participar en las reuniones de un pequeño club de debate conservador llamado Canning («enlatado»). Opté por hacerme académico porque a mis veintipocos años prefería claramente la libertad al dinero. Ver a mis contemporáneos y a sus padres trabajando en estructuras tradicionales, gestionadas de manera vertical, me daba escalofríos. En cambio, al observar a los profesores de Oxford que me enseñaban —miembros de una entidad corporativa medieval, ciudadanos de una antigua re

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